Ole Henriksen recibió un telegrama que apresuró su viaje a Londres. Durante veinticuatro horas trabajó como un esclavo para quedar libre: escribió y dio órdenes, fue a los bancos, hizo recomendaciones al personal y le dio las instrucciones necesarias al primer dependiente que había de quedar al frente del negocio durante su ausencia. Ágata le acompañaba en todos sus pasos, fiel y melancólica, sofocando su emoción; no le decía nada para no distraerle, pero le miraba tiernamente con ojos húmedos. Habían convenido en que al día siguiente saldría para su casa.
El viejo Henriksen asistía silencioso y tranquilo a los acontecimientos; veía que su hijo necesitaba apresurarse; a cada momento venía un mensajero que traía noticias del barco. Por fin llegó el último recado; en tres cuartos de hora el vapor estaría listo para zarpar. Ole había terminado también y se despidió. Ágata, con el sombrero y el abrigo puestos, iba a acompañarle hasta el muelle.
En el último instante apareció Ojén en el umbral. Durante las últimas semanas su nerviosidad había urdido nuevas maneras de atormentarle; no podía contar más que por números pares: dos, cuatro, seis; se había agenciado un traje oscuro con botones claros, que resaltaban mucho, y esto le proporcionaba algún alivio. Y luego el cordoncito rojo que colgaba de los lentes. ¡Qué terrible cosa aquel cordón negro, invisible, de antes! Si no se le veía, ¿podía uno estar seguro de llevar lentes? Constantemente le sobrecogía la idea de haberse dejado en casa los lentes. Ahora sabía al fin que los llevaba; el cordoncito rojo le había devuelto el sosiego…
Ojén llegaba sin poder apenas respirar. Se excusó repetidas veces. ¿Estorbaba?
—Me han dicho que te marchabas, Ole —dijo—. Acabo de saberlo ahora, en la calle, y me ha dejado yerto. Mi situación es terrible. A pesar de todos mis esfuerzos no puedo ganar un céntimo. Aquí me tienes que no soy capaz de terminar mi nuevo libro. No debía hablar tan francamente, lo comprendo; Milde me lo decía hoy: «No hables de eso; pones en la picota a toda Noruega y a su comportamiento contigo». Pero ¿qué voy a hacer? Si puedes sacarme de este infierno, hazlo, Ole… Si es que puedes darme esa cantidad.
Ole hizo ademán de sacar las llaves del bolsillo y se fue a la caja de caudales. Pero ya le había dado las llaves a su padre. Se impacientó un poco y pensó que Ojén podía haber llegado un momento antes. Ojén no pestañeaba. ¿Cuánto le hacía falta?… ¡Bueno! Ole le dijo a su padre que le entregase la cantidad.
El viejo abrió, en efecto, la caja y sacó el dinero, pero quería instrucciones precisas, y empezó a preguntar. ¿Dónde había que registrar la cantidad? Para acabar pronto, Ole tuvo que contar por sí mismo el dinero.
Ojén dijo apresuradamente:
—Voy a darte recibo. ¿Dónde hay una pluma? Una pluma nueva; no puedo escribir más que con plumas nuevas.
—Bueno; ya me lo darás más adelante.
—Es que no quisiera irme sin firmártelo… Yo soy un hombre honrado.
—¡Por Dios, Ojén; eso no hay necesidad de decirlo!… Bueno, adiós otra vez.
Entonces Ojén sacó del bolsillo un papel y dijo:
—Ole, esta es mi última poesía. Una composición de ambiente egipcio. Se me figura que no está mal y quiero darte una copia, pues me has ayudado siempre como un amigo. Aquí la tienes; toma… ¡Por Dios! Si es un placer para mí.
Por fin pudo marcharse; Ágata le acompañaba.
—¿Has visto la alegría de Ojén por poderme dar esta poesía? —dijo—. ¡Lástima de hombre! ¡Con el magnífico talento que tiene! Siento haberme mostrado impaciente… Pero me congratula pensar que me ha encontrado a tiempo… ¿En qué estás pensando, Ágata?
Ella replico muy bajo:
—En nada. Quisiera verte ya de vuelta, Ole.
—¡Bah! No voy más que a Londres —repuso él conmovido—. Estáte tranquila; no estaré fuera mucho tiempo.
Le pasó un brazo por la cintura y le acarició la mano, calle arriba, mientras le decía: «¡Mujercita, mi mujercita adorada!». De pronto pitó la sirena de un vapor. Ole miró el reloj; sólo le quedaba un cuarto de hora y tenía que decir adiós a Tidemand.
Apenas entró, dijo:
—Me voy a Londres. Tengo que pedirte un favor, Andrés. Vete de cuando en cuando por casa por si al viejo se le ocurre algo.
—Descuida —respondió Tidemand—. ¿No quiere usted sentarse, señorita? ¿No se irá usted todavía?
—Me marcho mañana —replicó Ágata.
En esto Ole echó la vista sobre las últimas cotizaciones. El centeno comenzaba a subir; felicitó a su amigo, estrechándole calurosamente la mano. En efecto: el centeno subía un poco, porque la cosecha rusa no conseguía levantar francamente el mercado; el alza era pequeña, pero para la gran cantidad que tenía Tidemand significaba mucho.
—No van mal las cosas, no —dijo alegremente—, y eso tengo que agradecértelo a ti principalmente. Sí, sí. Pero si las señales no engañan, no perderás nada en ello. —Y refirió que estaba metido en un negocio de pinos para la explotación, para un astillero de Bilbao—. Pero ya te contaré detalles cuando vuelvas. Feliz viaje, Ole.
—Y si ocurriera esto —dijo este—, no dejes de telegrafiarme.
Tidemand acompañó a la pareja hasta la puerta. Tanto Ole como Ágata estaban conmovidos. Luego se asomó a la ventana y les dijo adiós con la mano, e inmediatamente volvió a sentarse a trabajar con sus libros y sus papeles.
Pasó un cuarto de hora. Vio pasar a Ágata, que volvía sola del muelle. Ole se había ido.
Tidemand dio unos paseos por el despacho murmurando, calculando todas las posibilidades del negocio de pinos. Luego sus pensamientos comenzaron a ocuparse, de Hanka y de la separación. Dios sabía a qué esperaba su mujer; no se había mudado aún; se mantenía callada y escondida en el segundo piso, y se pasaba el día cosiéndoles vestiditos a los niños. Un día la encontró en la escalera, pero no habían hablado.
¿En qué pensaba? Él no quería echarla, pero a 1 larga la situación era insostenible. Y lo más singular es que ahora ya no iba a los restaurantes, sino que comía en casa a diario. A lo mejor es que no tendría dinero; un día le había enviado con la muchacha un par de billetes de cien coronas, pero con eso no podía vivir eternamente. ¿No sería que carecía de dinero y no quería decir nada? Miró en un almanaque de bolsillo y vio que ya había transcurrido más de un mes desde su rompimiento. ¿Qué le iba a quedar de aquel puñado de dinero? Además, seguramente que les había comprado cosas a los niños.
Tidemand se sintió de pronto hondamente conmovido. ¡No; eso no! A Hanka no le faltaría nunca nada; todavía no estaba completamente arruinado. Reunió todo el dinero de que podía disponer, salió del despacho y subió al segundo tan intempestivamente… venía tan sólo a traerle… Tecoba. Eran las cuatro.
Llamó, y le respondieron que entrase. Entró. Hanka estaba a la mesa, disponiéndose a empezar a comer. Al verle dio un bote.
—¡Cómo!… Yo creía que era la muchacha —balbució ella.
Su cara se veló con un rojo intenso, y bajó los ojos desconcertada. Luego comenzó a arreglar nerviosa la habitación, a poner papeles; sobre las comidas, a mover las sillas, repitiendo maquinalmente: «Esto está tan desordenado…; yo no esperaba… no sabía…».
Tidemand le pidió que le excusase de haberse presentado tan intempestivamente…; venía tan sólo a traerle… Tenía que habérsele acabado el dinero hacía tiempo, y él, naturalmente, no podía consentirlo. Aquí le traía una pequeñez… Y puso un sobre encima de la mesa.
Ella se negó a aceptar el dinero. No lo necesitaba; tenía aún dinero. Y le mostró intactas las últimas doscientas coronas, casi empeñada en devolvérselas.
Él la miró asombrado. ¿Conservaría sus sortijas? No; en la mano izquierda ya no tenía ninguna. ¿Qué había hecho de ellas?
Frunció el entrecejo e inquirió:
—¿Dónde has dejado tu sortija, Hanka?
—No es la que tú me regalaste —repuso ella precipitadamente—. Esa la tengo; mírala. La otra no importa nada.
—No me figuraba que te hubieses visto forzada a nada semejante —replicó él—; si no hace tiempo…
—No me he visto forzada, Andrés; lo he hecho por propio impulso. No; no me he visto forzada. Tengo dinero, mucho dinero… Pero lo esencial es que tu sortija la conservo.
—Que sea una sortija u otra… Yo deseo que conserves todas tus cosas. No creas que mi situación sea tan apurada porque haya tenido que despedir alguna gente.
Ella dejó caer abatida la cabeza; él se quedó mirando por la ventana; al volverse notó que Hanka le miraba de soslayo; su mirada franca y sincera descansaba sobre él; se quedó desconcertado, tosió nerviosamente y apartó la vista. No; no podía plantear ahora la cuestión de la marcha; que se quedase aún si le placía. Sólo quería convencerla de que renunciase a aquella manía singular de servirse a sí misma.
—No me lo tomes a mal, pero debías… Aunque sólo fuera por ti misma.
—Sí; tienes razón —interrumpió ella para que no siguiese—. Ya lo sé; pasan los días y no acabo de irme. Te agradezco con toda mi alma que no te impacientes; te debo gratitud por cada día que puedo permanece aquí…
Ante esto él olvidó lo que quería decirle para no reparar más que en sus palabras.
—No te comprendo. Ya tienes lo que deseabas. Ya no encuentras obstáculos en tu camino. Puedes recobrar tu nombre de soltera; yo no te retengo.
—Ya lo sé —replicó ella.
Se levantó, dio un paso hacia él e involuntariamente le tendió la mano; viendo que él no la cogía, la dejó caer, ruborosa y abatida. Luego se sentó desfallecida.
—No, no me retienes, Andrés, y, sin embargo, quisiera preguntarte si puedo quedarme aquí… algún tiempo más, muy poco tiempo. Sería muy de otro modo que antes; lo siento; se ha realizado un gran cambio en mí… y en ti también. No acierto a decirte lo que quisiera.
Él se sintió extrañamente conmovido. ¿Qué significaba todo aquello? Sintió que su firmeza vacilaba; se abrochó la americana y se irguió. No; no se dejaría conmover. ¿Habría sido vano el tormento de tantos días foscos y tantas noches interminables? No podía ser. Pero ¿qué le diría? Su aparición había sobreexcitado a Hanka.
—Tranquilízate, Hanka. Estás muy excitada; no sabes tú misma lo que dices.
Ella sintió que una esperanza loca y deliciosa inundaba su pecho.
—No lo creas —exclamó—. Me doy perfectamente cuenta de cuánto digo. ¡Oh! ¡Si pudieses olvidar lo que he sido! ¡Si quisieras tener piedad de mí esta vez, esta vez sola! ¡Acógeme, acógeme! Hace un mes que te ansío; te seguía con los ojos, escondida detrás de los visillos, cuando salías a la calle. Te conocí por primera vez durante la excursión en barco. ¿Te acuerdas? Allí te vi por primera vez. Hasta entonces no te había visto nunca. Ibas de pie al timón; tu figura destacaba sobre el fondo del cielo; tu cabello comenzaba a grisear. Al verte me conmoví tanto, que te pregunté si tenías frío, sólo para que me hablases… Y luego, durante todo este tiempo, sólo te he visto a ti, a ti solo; tengo ya veinticuatro años y nunca había sentido nada semejante. Castígame como quieras, pero no me eches de tu lado. Siento una alegría tan grande de verme aquí…
Y sin detenerse siguió así diciendo las más singulares palabras, poseída de una excitación tal, que casi no podía articular. Se levantó sonriendo en medio de sus lágrimas y prorrumpió en gritos jubilosos.
—¡Calla, calla! —exclamó él de pronto con los ojos velados de lágrimas. Volvió la cara, y al pensar que no podía dominarse, se le crisparon los puños. Quedóse un momento pensativo, buscando palabras—. Tú has sabido siempre convencerme de lo que querías. Yo no tengo la facilidad de palabra que tenéis vosotras… Perdóname, no quería ofenderte. Pero si te figuras que voy a ocupar el puesto de otro…, si es eso lo que crees… ¿Quieres nombrarme sustituto, Hanka? No sé lo que quieres. ¿Deseas volver a mí? ¿Por qué quieres volver? Pero no; no quiero saberlo. Vete y sé dichosa si puedes.
—Sí; tiene razón en todo y yo misma me he dicho que era imposible. Pues, a pesar de eso, he querido suplicártelo. Te he sido infiel a ti y a los otros; sí; no hay nada que…
—Creo que podemos poner término a esta escena; necesitas sosegarte, Hanka.
Tidemand se encaminó a la puerta. Ella le siguió con los ojos desorbitados.
—¡Castígame! —gritó—. Ten compasión de mí, te lo suplico. No sabes cómo te lo agradecería. No te vayas aún; no veo más que a ti; ¡te quiero! ¡No me rechaces, Andrés; no me rechaces del todo! No te impacientes porque te retengo; nunca he sentido tanto miedo a quedarme sola; óyeme un momento sólo… Sí, te he sido infiel; ya sé que no hay esperanza para mí… Pero si quisieras…; sólo como prueba…; di, di…; no, no, ¡te vas!
—Hubo un tiempo en que no era a mí a quien buscabas en tus momentos de angustia.
—Sí, pero ahora… no quiero a nadie más que a ti. ¡Oh, si pudiera ser tuya, Andrés!
Pausa.
Él abrió la puerta. Ella permanecía en pie; pidiéndole con los ojos una respuesta.
—¿Por qué me miras de ese modo? ¿Adónde quieres llevarme? —exclamó él ya en el umbral para irse—. Vuelve en ti y no pienses semejantes desatinos. Durante estos últimos años has ido siempre a buscar consuelo a otra parte, has encontrado a otros a quien dirigirte; yo no era bastante rico para lo que tú apetecías. Pero tampoco soy bastante mísero para convertirme ahora en tu paño de lágrimas. Trataré de hacer cuanto pueda por los niños; no puedes pedirme más.
Ella entonces cedió, y al verle marchar, tendió hacia él en silencio sus manos juntas y allí quedó inmóvil. Oyó sus pasos, primero, en la antesala, y luego, por la escalera; se quedó parado un momento abajo en el vestíbulo, como si pensase adónde iba a ir. Hanka corrió presurosa hacia la ventana, pero a poco sintió que entraba en el despacho. Luego quedó todo en silencio.
Se ha extinguido la esperanza, alimentada ingenuamente día tras día durante un mes. ¿Y cómo iba a ser de otro modo? No, no; lo que pretendía era imposible. Se había ido; había oído lo que tenía que decir y se había ido; no quería que ella continuase más tiempo viviendo con los niños…
Al día siguiente Hanka se fue de su casa. Alquiló una habitación que había visto anunciada en un periódico: cualquiera, la primera que se ofreció. Se fue por la mañana. Tidemand había salido; besó a los niños y lloró copiosamente; luego metió sus llaves en un sobre y escribió una carta a su marido; al volver a casa Tidemand encontró las llaves de armarios y cajones, y hasta la llave de la puerta de la calle. Y al lado de las llaves unas líneas de despedida sin amargura, sin quejas; cada palabra era una expresión de agradecimiento, una súplica dé perdón… «Adiós, pues, pensaré en ti con gratitud todos los días…».
Tidemand volvió a salir. Anduvo recorriendo calles, llegó hasta el muelle y volvió, un par de horas después, por el mismo camino. Miró el reloj. Era la una. En aquel momento se tropezó casualmente a Coldewin, que se le acercó para preguntarle, luego de saludarle:
—Perdone usted. ¿No es el señor Irgens el que va por allí? Aquel del traje gris.
—¿Dónde? —preguntó Tidemand distraído—. Sí, eso parece; acaso sea él. —Y bajó los ojos mirando el pavimento.
—¿Y la mujer que le acompaña? Va con una mujer; ¿no es Ágata?
—¿Una mujer? Sí, también me parece que es Ágata.
—Pero si iba a marcharse hoy. Yo tenía entendido… Será que habrá cambiado de opinión.
—Sí, sin duda es que no se ha ido.
Coldewin le miró sorprendido y se dio cuenta de que había sido importuno. Tidemand estaba preocupado con las propias cavilaciones. En vista de esto saludó cortésmente y pidió que le perdonase si le había molestado.
Tidemand continuó su camino.