Pasó más de una semana sin que Irgens se dejase ver. De pronto, una tarde apareció en el despacho de Ole. Hacía un tiempo despejado; pero soplaba el viento, levantando polvaredas en los valles. Dudaba de que Ágata quisiera salir con semejante tiempo, y por eso dijo:
—Hoy sopla un viento magnífico, y quisiera llevarla a usted a lo alto de los cerros. Probablemente, no habrá visto usted un espectáculo semejante; el polvo flota Sobre la ciudad como si fuese humo.
Por complacer a Irgens, Ole asintió, y además porque quería hacer ver a Ágata que no le contrariaba…
Y Ágata aceptó el paseo.
—Hace una eternidad que no la he visto —dijo Irgens.
—Sí —repuso ella—. Ahora estoy todo el día en casa, trabajando. Dentro de poco, me iré a mi tierra.
—¿Cómo? —preguntó Irgens presuroso, deteniéndose.
—Así es. Regresaré pronto; pero…
Siguieron caminando. Irgens se había quedado pensativo.
—Oiga usted —dijo de pronto—. Hace demasiado viento. Ni siquiera nos vemos el uno al otro. Mejor iríamos al parque de Palacio. Conozco un sitio…
—Como usted quiera —respondió ella.
Y, en efecto, encontraron un lugar amparado del viento y por donde no pasaba nadie.
Irgens dijo, tras una pausa bastante larga:
—Confieso que no era mi intento llevarla hasta la cima de las montañas. Tenía miedo de que no me acompañase, y por eso lo dije. Necesitaba volver a verla.
Pausa.
—¿Conque sí? ¡Bah! Ya no me asombran las cosas que usted hace.
—Piense usted que ya hace diez días que no la he visto; ¡nada menos que diez días!
—No soy yo sola la culpable… ¡Bueno, no hablemos de eso! —se apresuró a añadir Ágata—. Pero dígame por qué me habla en ese tono. No está bien. Ya le he dicho que no podía ser. Quisiera que fuésemos amigos, pero…
—Pero nada más que amigos… Ya entiendo. Sólo que para el que sufre no es suficiente. Claro que usted no sabe ni ha sabido nunca lo que es eso. Por pasar una hora con usted, daría gustoso muchos años de vida.
—¡Bueno, bueno! Cállese, ya es tarde; ya lo sabe. ¿A qué hablar de eso? Para hacernos sufrir a los dos.
Pero él respondió decidido y rotundo:
—¡No; no es tarde!
Ella le miró y se puso en pie; él se levantó asimismo. Siguieron adelante sumidos en sus propios pensamientos; sin saber lo que hacían, daban vueltas por el parque; no miraban a las gentes con quienes se cruzaban, y no saludaban a nadie. Finalmente, volvieron al mismo sitio, y se sentaron.
—¿Se ha fijado que andamos en círculo? —dijo él—. Así giro yo en derredor de usted.
—Oiga usted, Irgens —dijo ella con los ojos húmedos—. Es la última vez que salgo con usted. ¡Déjeme tranquila!
Pero precisamente en el instante en que él iba a responderle desbordante de pasión, pasó alguien por delante del banco. Era una mujer sola, que traía una rama en la mano, con la que se golpeaba, al andar, en la falda. Venía muy despacio; era joven. Irgens la saludó, incorporándose en el banco y quitándose el sombrero.
—¿Quién es? —preguntó Ágata.
—Una hija de mi patrona —respondió él—. Decía usted que la dejase tranquila… Lo procuraré…
Pero Ágata quería saber más detalles acerca de aquella mujer. ¿Vivía en su casa? ¿Qué hacía? ¿Qué clase de persona era su patrona?
Irgens fue respondiendo a todas sus preguntas. Ágata se extrañaba de que la mujer se hubiera ruborizado, de que Irgens la hubiese saludado tan reverencialmente; no sabía que Irgens pagaba saludando así en la calle a sus patronos.
—Es bonita; pero tiene muchas pecas —dijo Ágata—. Está muy mona cuando se pone colorada, ¿verdad?
Irgens respondió que sí, que era muy mona, pero que no tenía hoyuelos: no había más que una persona que los tuviera.
Ágata le arrojó una mirada rápida. La voz y las palabras de Irgens habían dado en el blanco; Ágata cerró los ojos. Un instante después sintió que se inclinaba hacia ella y que la besaba. Callaron ambos; después apareció toda la inquietud de Ágata, que se sumió en un delicioso goce.
Nadie vino a estorbarles; el viento parecía haberse calmado, y soplaba levemente a través del parque. Finalmente, pasó un hombre, y se soltaron. Ágata se levantó y rompió a andar; sólo entonces se dio cuenta de lo ocurrido; brotaron lágrimas de sus ojos, y murmuró, asustada:
—¡Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho!
Y ocurrió lo de la otra vez. Irgens quiso decir algo, quería hablar, atenuar el golpe. Aquello había ocurrido porque tenía que ocurrir, porque la amaba apasionadamente; y debía comprender que no era una broma de su parte, y su aspecto no era ciertamente de broma.
Pero Ágata no le oía; no hacía sino repetir frases de desesperación, y maquinalmente tomó el camino de la ciudad. Parecía tener prisa por volver a casa.
—Ágata, escúchame…
Ella le interrumpió bruscamente:
—¡Calle usted, cállese!
Y él calló.
Al salir del parque el viento le arrancó a Ágata el sombrero de la cabeza; quiso cogerlo, pero no pudo, y por encima del muro voló al parque, e Irgens corrió tras él, cogiéndolo al fin junto a un árbol. Ella estuvo un momento inactiva, mirándole; luego corrió también detrás del sombrero, y cuando se encontraba debajo del árbol su confusión casi había desaparecido. Irgens le entregó el sombrero y ella le dio las gracias. Estaba completamente avergonzada.
Luego siguieron.
A causa del viento, Ágata se volvió un momento y vio a Coldewin que venía detrás como escondiéndose, y tomó por otro sendero. Sintió un estremecimiento. ¿Les habría visto en el parque? Lo llamó, pero no le hizo caso; entonces, sin decir una palabra a Irgens, se fue tras él, sujetándose el sombrero. Al fin lo alcanzó. ¡Cómo había tenido que correr!
Él se paró y saludó como acostumbraba hacerlo, con torpeza y conmovido de pies a cabeza. Iba miserablemente vestido.
—Oiga usted: haga el favor de no espiarme —dijo ella jadeante y con voz enronquecida. Y se le plantó delante, colérica, puerilmente colérica de haber tenido que esforzarse tanto para hacerle detenerse.
Coldewin abrió la boca, pero no acertó a articular ni una palabra; no sabía qué hacer.
—¿Lo ha oído usted?
—Sí, sí… ¿Ha estado usted enferma? Hace dos semanas que no sale usted de casa… No; yo no sé nada…
Sus palabras, atropelladas y temblorosas, conmovieron a Ágata; próxima al llanto, interiormente humillada, cambió radicalmente de tono:
—¡Perdón, querido Coldewin!
Le pedía perdón.
Coldewin no supo qué replicar y dijo unas vaguedades inconexas:
—¿Perdón? No; no se hable de eso… Pero ¿por qué llora usted? Si yo no la hubiera encontrado…
—No; si precisamente quería encontrarme con usted. Pienso siempre en usted, pero no le veo nunca; algunas veces siento grandes deseos de verlo.
—No hablemos de eso. Ya sabe usted que hemos liquidado. Le deseo las mayores dichas.
Había recobrado la serenidad y hasta comenzó a hablar de algunas cosas indiferentes. ¡Qué tormenta más terrible! Dios sabe lo que sería de los barcos que andaban por el mar…
Ella le escuchaba y respondía; su serenidad la calmó y dijo en voz baja:
—¿De manera que no se ha ido usted a casa? No le pido que venga a vernos; ya sé que es inútil. Tanto Ole como yo nos hubiéramos alegrado muchísimo de que nos hubiera acompañado a una excursión en balandro; pero no hubo manera de encontrarlo.
—Sí; ya he hablado después con el señor Henriksen y le he explicado que aquel domingo estaba convidado a comer en otra parte… ¿Está usted bien?
—Bien, gracias. Y a usted, ¿cómo le va?
—Me parece que hace tiempo que no la he visto… Creo que en el último tiempo no salía usted a diario.
—No; ahora estoy muy aplicada y no salgo. Por lo demás, me voy en seguida a casa.
Y otra vez le acometió la zozobra. ¡Si este hombre lo hubiera visto todo! Todo lo tranquila que pudo preguntó, para saber si había estado en el parque:
—Vea usted cómo se inclinan las copas de los árboles. Pero allá arriba se está muy bien, ¿verdad?
—¿En el parque? No he estado allí… Pero veo que su acompañante la está esperando. Tiene usted que irse. Es Irgens, ¿verdad?
… ¡Gracias a Dios! Estaba salvada; Coldewin no había estado en el parque. No oyó otra cosa, ni respondía a otra cosa. Pero Irgens, cansado de esperar, se acercaba, a pesar de lo cual ella no se volvió. Siguió preguntándole a Coldewin:
—¿De manera que ha hablado usted con Ole de la excursión? ¿Cómo no me ha dicho nada?
—No se habrá acordado. Tiene que tener muchas cosas en la cabeza, muchas cosas. El negocio es complicadísimo; en una ocasión me dio una idea de él. ¡Magnífico! Se le puede perdonar perfectamente que se olvide de pequeñeces de este género. No sé cómo se lo diga a usted, pero le aseguro que la quiere más y mejor que nadie. No lo olvide usted. Necesitaba decírselo.
Estas palabras penetraron en el corazón de Ágata; por un momento flotó ante sus ojos la imagen de su prometido, y exclamó arrebatada:
—¿Verdad que sí? Si viera usted qué bueno es conmigo. Cuando pienso en todo esto… Voy, voy en seguida —le dijo a Irgens, haciéndole señas de que iba—. ¿Cuándo le vuelvo a ver, Coldewin? Pronto, ¿verdad? Bueno; adiós.
Le dio la mano y se fue.
De pronto le entró prisa; le pidió perdón a Irgens por haberle hecho esperar y rompió a caminar muy aprisa.
—¡Qué prisa tiene usted! —dijo él.
—Sí; ya debía estar en casa. ¡Uf! ¡Qué viento!
—¡Ágata!
Ella le miró; había oído el temblor de su voz y se estremeció todo su cuerpo. No, no podía mostrarse por más tiempo más serena de lo que estaba; sus ojos medio se cerraron; se acercó mucho a él, brazo contra brazo.
Él le prodigó unos calificativos cariñosos, y ella respondió, entregándose:
—Déjeme un poco de tiempo para mí. ¡Qué quiere usted que haga! Le querré más si ahora me deja tranquila.
Él guardó silencio.
Fueron adentrándose en la ciudad; al final de una calle vieron la casa de Ole. Para Ágata fue como si despertase. ¿Qué había dicho? ¿Había prometido algo? No, no, nada. Y apartando de él los ojos, dijo:
—Lo que ha ocurrido hoy… Me ha besado usted. ¡Le aseguro que lo siento! Si viera usted cómo me duele…
—Fije usted misma la pena —dijo él apasionadamente.
—No; no puedo castigarle, pero aquí está mi mano en prenda de que se lo digo a Ole si osa usted repetir algo semejante.
Y le tendió la mano.
Él la tomó, oprimiéndola; al mismo tiempo se inclinó sobre ella y la besó repetidas veces, casi delante de su propia ventana; y con la cabeza ardiendo, logró al fin Ágata abrir la puerta y echar a correr escalera arriba.