CAPITULO XX

Tidemand no había tenido muchas horas de sosiego después de su desgracia. Se pasaba el día trabajando; le envolvía un torbellino de papeles, cuentas, letras, acciones, y poco a poco iba poniéndolo todo en orden. Ole Henriksen le había prestado su ayuda a la primera indicación, le había pagado el precio de la casa de campo, se había hecho cargo de alguno de sus negocios en el extranjero; ahora había un poco más de holgura.

Se vio claro que la casa Tidemand, a pesar de sus muchas sucursales y de la extensión de sus operaciones, no tenía una fortuna sólida; la gente no había oído nunca hablar de un negocio de centeno en las proporciones de aquel en que Andrés Tidemand se había precipitado; pasada la cosa, todo el mundo decía que había sido una especulación insensata, y se le compadecía o se le censuraba, según soplase el viento. Pero Tidemand dejaba que el estrépito siguiera su curso, y trabajaba y calculaba sin un momento de reposo. Sin duda tenía en los almacenes una excesiva cantidad de centeno, que había comprado a muy alto precio; pero centeno es centeno, y sin arredrarse iba vendiendo al precio del día, perdiendo dinero con plena tranquilidad. La desventura no le había abatido.

Ahora había tenido que resistir el último choque con la casa americana, y para ello tuvo que recurrir al auxilio de Ole Henriksen; más tarde, ya procuraría arreglárselas solo. Su idea era reducir el negocio, volver a sus principios e ir subiendo poco a poco. Ya saldría; en su cabeza había aún planes, pues no en vano era comerciante desde niño.

Tidemand cogió una porción de papeles, y se fue a ver a Ole. Era lunes; ambos habían despachado por la mañana su correo, y ahora no tenían nada que hacer. Luego tenía que ir al banco, que cerraba a las cinco.

Tan pronto como apareció en la puerta, Ole puso a un lado la pluma, y salió a su encuentro. Cada vez que se veían seguía siendo una fiesta: se traía vino y cigarros; no había cambiado nada. Tidemand no quería molestar, y hasta se ofreció para echar una mano si hacía falta. Pero Ole replicó que no tenía nada urgente que despachar.

Tidemand venía con papeles, como siempre. Empezaba a hacerse un tanto desvergonzado, y a la primera ocasión venía…

Ole le interrumpió, riendo:

—No te olvides de disculparte cada vez que vengas.

—En lo futuro espero venir con menos frecuencia; ahora, a Dios gracias, me veré libre de América.

Ole firmó y dijo:

—¿Y cómo va?

—Todo igual

—¿Tu mujer no se ha marchado todavía?

—No, todavía no; parece que no es fácil encontrar habitación. Bien; no corre prisa; ya encontrará algo… Pero oye: ¿dónde está Ágata?

—No lo sé exactamente. Se fue de paseo; vino Irgens a buscarla, y se fueron.

Pausa.

—Supongo que habrás abandonado la idea de limitar tu negocio —dijo Ole—; ya veo que conservas toda tu gente.

—No, no he abandonado la idea, ni la abandonaré tampoco. Me veo obligado a conservar mi gente por algún tiempo, no podía ponerlos sin más en la calle; había que darles tiempo para buscarse una colocación. Pero se van a ir en seguida; no me quedo más que con un empleado en el despacho.

—Te lo repito: es dudoso que aciertes en ese punto, Andrés. No es que pretenda darte lecciones. Pero si uno se encoge, pierde el crédito y se expone a que le den de lado. Así es la vida.

Tidemand meditó un momento.

—Sí —respondió—. Mi crédito no es ahora muy grande; pero puesto que no he engañado a nadie, acaso logre volver a ponerme a flote. Lo de la limitación está decidido; quiero tener pocas cosas entre manos por una temporada; volver a empezar, como quien dice; concentrarme en pocos negocios. Tengo el presentimiento de que este es el buen camino. Antes tenía un negocio de mayores proporciones, para toda la familia; ahora es tan sólo para los niños y para mí; pero espero que seguirá teniendo la misma solidez de antes.

Continuaron hablando de negocios; Tidemand había hecho moler una gran partida de centeno, para facilitar el despacho; ahora la venta era más rápida; perdía, claro está; pero siempre ingresaba dinero en caja. En cerrar, ya ni pensaba; además, tenía un proyecto que empezaba a dibujarse; pero hasta que estuviese maduro no valía la pena de hablar de él. No estaba uno metido hasta los codos en negocios sin que de cuando en cuando se le ocurriese una modesta idea. De pronto dijo:

—Si supiera que no te molestaba, te hablaría de una cosa que se refiere a ti… Perdóname que te lo diga; pero yo sé algunas cosas… Irgens… No debías dejar a Ágata ir de paseo tantas veces. Ágata pasea con él muy a menudo; si fueras tú también, no importaba. El paseo en sí no tiene nada de particular; pero… Esa es mi opinión, chico; no te enfades porque te lo haya dicho.

Ole se le quedó mirando boquiabierto, y luego, rompiendo a reír, dijo:

—Pero ¿adónde vas a parar, querido Andrés? ¿De modo que empiezas a desconfiar de la gente?

Tidemand le interrumpió:

—He de advertirte, Ole, que no ha sido nunca costumbre mía ocuparme de murmuraciones —dijo muy serio.

Pausa. Ole seguía mirándole fijamente. ¿Qué le pasaba a Tidemand? Sus ojos relampagueaban coléricos, y hablaba por sacudidas bruscas. ¿Murmuraciones? Ciertamente que no. Tidemand no se ocupaba de murmuraciones; pero en aquel momento estaba completamente loco.

—Lejos de mi ánimo pretender arrojar sombras sobre nadie —dijo—. No es que me dé cuidado Ágata; ya sabrá lo que tiene que hacer, si llega el caso; pero, sin embargo… Bueno; no lo tomes a mal; ya no hablaré más del asunto.

—En el fondo, tienes razón —asintió Ole—. Esos paseos pueden dar lugar a hablillas si se repiten demasiado. No me había fijado en ello hasta ahora; pero ya que lo dices… Gracias, Andrés. En la primera oportunidad, le haré una indicación a Ágata.

Y ya no se habló más del asunto; la conversación volvió a parar a la situación de Tidemand. ¿Cómo vivía ahora? ¿Seguía yendo a comer al restaurante?

Por ahora, sí. ¿Qué iba a hacer? Tenía que comer en el restaurante durante algún tiempo, pues si no la murmuración se cebaría cruelmente en Hanka. La gente diría que era culpa de ella, pues ahora se veía que, apenas ida su mujer, Tidemand tomaba una cocinera y se quedaba juiciosamente en casa. La calumnia era insaciable, y Hanka no tenía muchos amigos. No; él no daría el menor alimento, no…

—Hace un par de días estuvo a verme en el despacho —refirió—. Creí que lo que llamaba a mi puerta sería una factura más, alguna letra, y era ella. No hace más que un par de días. ¿Sabes qué quería? Venía a traerme cien coronas que había ahorrado. Claro que, en realidad, era mi propio dinero lo que me traía; pero hubiera podido quedarse con él… Por lo demás, los últimos días no sale de casa; eso me maravilla; no lo entiendo; pero la muchacha dice que come arriba en su habitación. Además, trabaja; siempre está ocupada en algo.

—Oye, Andrés: no me maravillaría que se arreglasen aún las cosas. Es posible que tu mujer no se vaya.

Tidemand midió a su amigo con la vista.

—¿Y puedes creer eso? Por lo demás, ¿no eras tú el que decías que yo no era un guante que se pudiese coger y tirar a capricho? Pues yo pienso lo que tú pensabas entonces. La cuestión no se ha presentado, es cierto. Pero si se presentase, no he soportado en vano largos tormentos. Yo me decidí a devolverle su libertad, y ella aceptó. Al verme pobre me apresuré a cortar el lazo que nos unía: «Ahora no puedo sostenerte en el tren de vida que yo deseara, Hanka; no puedo, pues, tomar por más tiempo la responsabilidad de retenerte: eres libre».

Y ella dijo que sí sin vacilar. Claro que no podía esperar otra cosa; no lo digo por eso; pero no obsta para que hayamos terminado para siempre. Ni ella piensa volver, ni yo que vuelva. Ella evita el verme, lo que me alegra mucho… De todos modos, lo del dinero es un rasgo que tengo que agradecerle.

Pero en aquel momento Tidemand se levantó de pronto y se despidió, diciendo que le urgía irse al banco.

Ole se quedó en pie ante el pupitre. La suerte de Tidemand le había dado en qué pensar. Y Ágata, ¿cómo no venía? Había prometido volver dentro de una hora, y llevaba fuera más de dos. Sin duda, el paseo en sí no era nada malo; pero… (en esto tenía razón Tidemand), pero Tidemand había dicho: «¡Yo sé ciertas cosas!». ¿Qué quería decir con eso? De pronto, Ole vio luz. ¿Sería acaso Irgens el que había destruido la dicha de Tidemand? ¡Quién sabe! No se hablaba de eso; Ole no había oído ni una palabra: ¡estaba tan habituado a ver a Hanka tan pronto con uno como con otro de los miembros de la «peña»! Y estaba por encima de las murmuraciones. Pero podía ser perfectamente Irgens. ¿Una corbata roja? ¿No trajo un tiempo una corbata roja?

Ahora comprendió también Ole por qué Tidemand hablaba con cierta entonación de lo peligrosas que podían resultar algunas excursiones. Ágata comenzaba a aburrirse en el despacho, a querer salir de paseo en agradable compañía. No es que hubiera motivos de recelo. El propio Tidemand decía que Ágata sabría lo que tenía que hacer, si llegaba el caso. No; Ágata no le daba cuidado; sería injusto dejar caer una sombra sobre ella. Pero, sin embargo, estos paseos podían dar lugar a habladurías… ¿No le había dicho un día que lamentaba que no fuese poeta? «¡Qué lástima que no seas poeta, Ole!», había dicho. Ahora que luego había explicado de un modo tan encantador que no era más que una broma… No, Ágata era una niña; era la pura inocencia. Ahora que estos paseos con Irgens podían suspenderse de cuando en cuando…

Aún tardó otra hora entera en volver Ágata. Su cara respiraba frescura y color, y sus ojos resplandecían. Como siempre que venía con Irgens, se arrojó en seguida al cuello de Ole. Ole recobró en seguida la alegría. ¿Cómo iba a entristecerla? Se limitó a pedirle que, por él, estuviera más tiempo en casa; no podía soportar que estuviese tanto tiempo fuera; no pensaba más que en ella.

Ágata escuchó en silencio, y prometió tenerlo en cuenta. Sí, tenía razón.

—Y si hubiera de pedirte otra cosa todavía, sería esto: ¿quieres salir algo menos con Irgens, sólo algo menos? No pienso nada malo al decir esto, Ágata; pero con alguna menor frecuencia, para que las gentes no tengan de qué hablar. Irgens es amigo mío, y yo lo soy suyo, pero… Vamos, no tomes demasiado a pechos esto que te digo.

Entonces ella cogió la cabeza de Ole con ambas manos, acercó la cara a la suya, le miró a los ojos, y preguntó:

—¿Es que no crees que te quiero, Ole?

Él se quedó desconcertado; la tenía demasiado cerca; vaciló; retrocedió un paso.

—¡Por Dios, Ágata! ¡Si no dudo de tu cariño, si no te hago ningún reproche! No has entendido lo que te dije: es por la gente, sólo por la gente. Pero ha sido una tontería mía decírtelo; vas a empezar a cavilar sobre ello; a lo mejor, no quieres salir más con Irgens. Deja las cosas tal como estaban: no rompas con él. Es un hombre de mucho valer, y tú debes reconocerlo así.

Y en cuanto a lo que te he dicho… ¡no he dicho nada, nada! ¿Está bien así?

Pero ella sintió la necesidad de explicarse. Salía con Irgens con el mismo gusto que con otro cualquiera: porque hoy había dado la casualidad de encontrarlo. Lo admiraba, es cierto; no podía negarlo; pero no era ella sola. Además, tenía compasión de él, porque se había quedado sin la pensión. Le daba lástima, y nada más, absolutamente nada más.

—¡Basta! —exclamó Ole—. ¿Es que acaso has creído?… Nada; que todo siga como antes; no hablemos más de eso.

Luego pasó a tratar de la fecha de la boda; había que ir pensando en ponerse de acuerdo; ahora tenía que hacer el viaje a Inglaterra, pues estaba dispuesto, por su parte. Lo mejor sería que ella se fuese a casa mientras él estaba fuera, y, cuando lo tuviese todo preparado, subiría a buscarla. Y, después de la boda, volverían a la ciudad. Para un viaje de novios probablemente no tendría tiempo hasta la primavera próxima.

Ágata se sonreía, encantada, y asintió a todo. Se había producido en ella un deseo vago y singular. Hubiera preferido quedarse donde estaba hasta que él volviese de Inglaterra; entonces podían irse ambos a Torahus. Ella misma no sabía cómo se le había presentado este pensamiento secreto, y además no era tan fuerte que valiera la pena de mencionarlo: que se hiciera todo según la voluntad de Ole. Le instó para que se apresurase a emprender el viaje a Inglaterra. Sus ojos respiraban franqueza e inocencia; había posado un brazo sobre el hombro de él mientras hablaba; con el otro se apoyaba en el pupitre.

¡Y él había querido hacerle una indicación! Tenía razón Tidemand: ya sabría lo que tenía que hacer, si llegaba el caso.