En el muelle estaba reunido un grupo de hombres y mujeres; era la sociedad que iba a hacer la excursión en el y achí de Ágata; sólo se esperaba a los Paulsberg, que aún no habían llegado. Irgens estaba ya impaciente y propuso enviar a un marinero a casa de los Paulsberg a ver si los traía. Cuando, al fin, llegaron, subieron a bordo los excursionistas, y el y achí se internó en el fiord.
Tidemand iba al timón. Actuaban de marineros un par de dependientes de Ole. Ole había organizado muy bien la excursión, proveyéndola con largueza de selectas provisiones; había pensado en todo; ni aun el café tostado para Irgens se había echado en olvido. No había conseguido dar con Coldewin, y a Gregersen no había querido invitarlo; podía haber visto fácilmente un telegrama de Rusia.
Tidemand no decía palabra, y tenía aspecto de haber pasado la noche en claro. Al preguntarle Ole que cómo, le iba, respondió sonriendo que medianamente. Por lo demás, insistió en que le dejasen ir al timón.
Hanka iba sentada en la parte anterior; su cara respiraba frescura; se había arrojado sobre los hombros, negligentemente, el abrigo de pieles, y Milde la cumplimentó por lo bien que le sentaba aquella actitud.
—¡Lástima que no sea ya hora de beber! —dijo, riéndose en alta voz.
Ole sacó en seguida botellas y vasos. Atendía a todo el mundo; a Tidemand le pidió varias veces que le dejase remplazarlo al timón, pero su amigo se negó a ello. Era una obra de beneficencia dejarle allí, explicó. Así no necesitaba hablar, y hoy no tenía ganas de conversación.
—Bien; pero no te desanimes. ¿Sabes algo más?
—La confirmación tan sólo. Mañana se sabrá oficialmente. Pero tranquilízate: esta noche he echado mis cuentas y sé lo que tengo que hacer. Espero que podré salvarme, en parte.
A proa, la animación aumentaba. Ojén se había mareado y bebía para reaccionar; no podía tenerse en pie, se sentía abatidísimo.
—Me alegro de verle de regreso, Ojén —dijo Hanka para consolarle—. Sigue usted con su carita de muchacha, pero no está tan pálida como antes.
—Perdone —corrigió inflexible la señora Paulsberg—; pero yo no le he visto nunca tan pálido.
Esta alusión al mareo del poeta provocó la hilaridad general. Hanka siguió impertérrita; conocía el último trabajo de Torahus, la poesía de los viejos recuerdos. Había que conceder que no había perdido el tiempo en el campo.
—Pero mi última poesía no la ha oído usted aún —dijo Ojén con voz débil—; es egipcia y se desarrolla en un sepulcro.
Y enfermo y desfallecido como estaba, se puso a buscar la poesía en todos los bolsillos. ¿Dónde la había echado? Por la mañana la había cogido para traerla, pensando que acaso alguien deseara oírla. ¿La habría perdido?
Hanka procuró tranquilizarlo. No; la habría dejado en casa; ya vería cómo la encontraba sobre la mesa. Y siguió haciendo lo posible por disipar las ideas sombrías del poeta. ¿A que se sentía más a gusto en la ciudad que en el campo?
Eso sí. Apenas se había encontrado en las calles y había visto sus líneas rectas que se cruzaban, su cerebro había vuelto a funcionar y había concebido la poesía egipcia en prosa… Pero ¿la habría perdido?
En esto, Milde comenzó a hacer grandes encomios de Ojén. Al fin, había logrado sentir su poesía. E Irgens, que escuchaba aquel sorprendente elogio, se inclinó hacia Hanka y dijo a media voz:
—¿Se da usted cuenta? Ahora que ya le han dado la pensión, Milde no tiene que temer nada de Ojén.
Y se rio amargamente, mordiéndose los labios.
Hanka lo miró a la cara. ¡Con qué amargura hablaba siempre, y qué mal le sentaba aquel tono! Si se diera cuenta, no torcería así la boca ni fulminaría aquellas miradas de encono. Por lo demás, durante todo el tiempo guardó su silencio habitual. A Ágata no le dirigió ni una vez la palabra, y procedió como si no estuviera presente. Ágata se sentía molesta. ¿Qué le había hecho? ¿Podía haber obrado de otro modo? ¿Por qué no lo comprendía?
El café estaba ya preparado, pero por consideración a Ojén, que seguía mareado, se decidió no tomarlo hasta que se llegase a alguna de las islas. Por fin desembarcaron. Reinaba una alegría contagiosa. Ágata distribuía el café. Milde brindó por ella.
—¿No has traído champaña, Ole? —preguntó.
Apareció el champaña, se llenaron las copas y se bebieron con gran estrépito. Milde, que estaba de un humor excelente, propuso que se corchase la botella y que fuera echada al mar con un papel dentro en que estuviesen escritos los nombres de todos los presentes.
La idea agradó, y todos escribieron su nombre, con excepción de Paulsberg, que se negó decididamente, alegando que un hombre que escribía tanto como él no podía escribir por diversión. Dicho lo cual se levantó y se internó a solas por la isla.
—Bueno, pues yo escribiré su nombre —dijo Milde, asiendo el lápiz.
Pero la señora Paulsberg exclamó, indignada:
—¿Qué va usted a hacer? Espero que se guardará usted muy mucho. Paulsberg ha dicho que no quiere que su nombre figure en la lista, y eso debe bastar.
Milde se apresuró a disculparse. Tenía razón; había sido una ocurrencia estúpida suponer que Paulsberg pudiera prestarse… Por lo demás, sin el nombre de Paulsberg ya no tenía objeto la lista. Y consultó la opinión de los demás. Pero Irgens, que ya no podía aguantar más, rompió en una risotada sarcástica:
—¡Es delicioso este señor pensionado!
Señor pensionado. No podía olvidar lo de la pensión.
—¿Sabes una cosa? —gritó Milde descompuesto—. Que te estás haciendo insoportable.
Irgens se hizo el asombrado:
—¡Hombre! Me parece notar en el tono de tus palabras que te ha desagradado lo que he dicho.
Hanka intervino para apaciguar los ánimos.
¿Estaba bien pelearse así en una excursión? No, no estaba bien. Si no hacían las paces, habría que echarlos al agua.
Irgens calló inmediatamente; ni siquiera murmuró entre dientes, como solía por costumbre cuando estaba irritado. Hanka lo contempló cavilosa. ¡Cómo había cambiado su héroe y poeta en pocas semanas! ¡Qué apagados sus ojos! El bigote caía desfallecido; su cara había perdido frescura y encanto. Pero en seguida recordó los desengaños, las preocupaciones que le asediaban, la pensión que no había logrado, el libro contra el que se había formado una conjuración de silencio. Se inclinó sobre Ágata y dijo:
—A Irgens se le ha agriado el carácter. ¿Lo ha notado usted? Pero ya se le pasará.
Hanka quería disculparse. En su bondad decía lo que tantas veces le había dicho Irgens a solas: había que tener respeto de una irritación como la suya. Años y años trabajando y el país, el Estado, no le ayudaban.
—Tiene usted, razón —confirmó Ágata.
De pronto vio la muchacha que no había sido para él lo que debía; lo había tratado duramente; lo había rechazado sin necesidad. De buena gana hubiera retirado lo hecho, pero ya no tenía remedio.
En aquel momento volvió Paulsberg del paseo solitario y dijo que ya era tiempo de pensar en irse a casa. El cielo presentaba mal cariz; podía llover en cualquier momento. Además, el sol casi se había puesto ya y hacía mucho aire.
Ágata fue ofreciendo otra ronda de tazas de café. Sin que se notara, se inclinó sobre Irgens y preguntó:
—¿Y usted, señor Irgens?
El tono casi suplicante con que le hablaba hizo que él levantase la cabeza. Le dio las gracias, pero se sonrió asombrado, al ver el aspecto jubiloso de la muchacha, que apenas podía sostener en sus manos la bandeja, y le dijo:
—Tome usted un poco.
Él volvió a mirarla, y dijo:
—No, no; gracias.
Durante el regreso, Irgens parecía otro. Hablaba, entretenía a las señoras y hasta se ocupaba del pobre Ojén, que se sentía muy mal. Hanka tenía un aspecto gozoso, y ostentaba una alegría de niña; por un rápido tránsito de pensamiento, se dijo de pronto a sí misma que no se olvidaría de pedirle aquella tarde cien o doscientas coronas a su marido.
También al regreso se encargó Tidemand del timón, sin que hubiera manera de hacérselo soltar; atendía a las olas y a la vela y no habló una palabra. Tenía buen aspecto con la caña en la mano; le sentaba bien el cabello, ligeramente gris, y su figura se movía con desembarazo en el aire. Su mujer le gritó una vez si tenía frío, atención que le pareció inaudita, por lo cual hizo como si no la hubiese oído.
—No me oye —dijo ella sonriendo—. ¿Tienes frío, Andrés?
—¿Frío? No —respondió él.
Y pronto estuvieron en el embarcadero.
Apenas echaron pie a tierra, Ojén pidió un coche. Tenía que irse en seguida a casa para ver sus poesías. No estaría tranquilo hasta que lo luciera. Pero acaso pudiera reunirse con ellos más tarde. ¿Irían al restaurante?
Se miraron interrogativos, sin saber qué decidir. Al fin, Ole dijo que, por su parte, se iba a casa; pensaba en Tidemand y se decía que si alguien necesitaba reposo era él. Hanka se acordó del dinero que tenía que pedir y acompañó a su marido. La sociedad se dispersó al llegar a casa de Tidemand.
Hanka acometió la cosa directamente, aun antes de que su marido hubiese abierto la puerta.
—¿Quieres tener la bondad de darme cien coronas?
—¿Cien coronas? Sí. Sin duda. Pero ¿quieres acompañarme al despacho? No llevo dinero encima.
Entraron en el despacho.
Él le tendió el rojo billete. Su mano temblaba fuertemente.
—Aquí está —dijo.
—Gracias. Pero ¿cómo tiemblas así? —preguntó ella.
—Será de haber manejado el timón todo el día… Pero escucha, tengo que comunicarte una noticia agradable, Hanka. Me has pedido muchas veces el divorcio; pues bien, ahora estoy dispuesto a ello. Divorciémonos.
Ella apenas daba crédito a sus oídos. ¿Consentía su marido en el divorcio? Le miró. Estaba extraordinariamente pálido y con la vista baja. Ambos estaban en pie, uno a cada lado del pupitre.
Tidemand prosiguió:
—Las circunstancias me obligan a ello. Mi negocio de centeno ha acabado mal, y si no doy quiebra, por lo menos soy un pobre, acaso tenga que cerrar; ni más ni menos. Pero no soy bastante rico para mantener nuestro tren de vida actual y no quiero serte gravoso.
Hanka oía aquellas palabras como un ruido lejano. En el primer momento experimentó un vago sentimiento de alegría; era libre de todo lo que pesaba sobre ella desde hacía tanto tiempo; volvía a ser Hanka Lange, como en tiempos de soltera. La noticia de que su esposo estaba en quiebra no la conmovió gran cosa; acaso no necesitase ni cerrar; no tenía capital, pero tampoco quedaba en la calle; peor podía haber sido.
—Entonces… —dijo solamente—. Entonces…
Pausa.
Tidemand había recobrado su calma y tenía el mismo aspecto tranquilo que en el balandro, cuando empuñaba la caña del timón; su mirada se clavaba en su mujer. ¡De modo que ella no decía que no; persistía en su resolución! Bien; tampoco podía esperarse otra cosa.
—No tengo nada más que decirte, Hanka —dijo luego.
Su voz tenía una serenidad desusada, y sonaba casi imperiosa, y entonces se le ocurrió que aquella voz no le había hablado desde hacía tres años; una voz de un poder extraordinario.
—¿Quieres, pues? —preguntó Hanka—. ¿De modo que vamos a separarnos? Bien, bien; pero… habrás reflexionado, y no lo harás solamente para complacerme.
—Claro que lo hago por complacerte. Me lo has pedido tantas veces y yo me he resistido, desgraciadamente, hasta hoy.
Y sin rencor añadió:
—Te ruego que me perdones por haberte hecho perder tanto tiempo a mi lado.
Ella puso atención.
—¿A tu lado? ¿Perder tiempo a tu lado?
—¿No? Al menos el último año.
—No entiendo lo que quieres decir —dijo ella bastante impaciente.
Pero él no atendió ni respondió tampoco. ¿No le había estado pidiendo incesantemente el divorcio? Había perdido, pues, tiempo. Tidemand se abrochó la americana y con perfecta serenidad de ánimo trazó una cruz en su libro de notas.
No se le escapó a Hanka este dominio de sí mismo, que antes no había notado nunca en él. Por eso dijo:
—Me parece que has cambiado…
—Sí, envejece uno, pero…
—No, no me entiendes —interrumpió ella.
Entonces Tidemand, lentamente y mirándola a los ojos, habló:
—¡Ojalá tú me hubieras comprendido a mí tan bien como yo a ti, Hanka! Acaso entonces nuestra unión no hubiera terminado así… Bien. Hay que tomar las cosas como son. En todo caso, yo no veo otro remedio.
Se abrochó otra vez la americana como cuando quería irse y dijo:
—Y por lo que toca al dinero…
—Aquí tienes el dinero, amigo mío —dijo ella queriendo devolverle el billete de cien coronas.
Por primera vez hizo él un ademán violento con la cabeza.
—No hablo de ese dinero. Ten la bondad de esforzarte un poco en comprenderme… El dinero que necesitas para vivir, se te enviará a la dirección que indiques.
—Pero ¡Dios mío! —dijo ella confusa—, ¿es que tengo que marcharme? Espero que podré quedarme en la ciudad. ¿Dónde voy a ir?
—Donde quieras. Los niños se quedarán conmigo, ¿verdad? Yo cuidaré de ellos. Sobre este punto puedes estar tranquila. Por lo que a ti toca…, supongo que alquilarás un par de habitaciones. Son tres años; ya sabes, tres años[2].
Ella estaba aún como petrificada, con el billete rojo en la mano y la vista fija en su marido. Le era imposible coordinar las ideas; pero en lo íntimo de su corazón sentía el goce de verse libre. No decía nada, y él quiso terminar para que no se notase la emoción que le embargaba.
—Y ahora, gracias, Hanka, por… —No pudo seguir, y se limitó a tenderle la mano, que ella cogió—. Nos volveremos a ver todavía, pero quiero darte ahora las gracias, pues nuestra comunidad de vida ya se ha disuelto… El dinero se te enviará mensualmente.
A continuación se puso el sombrero y se fue hacia la puerta.
Ella le siguió con los ojos. ¿Era aquel Andrés?
—Sí, sí —dijo ella—. Ya veo que quieres irte; no te detengo, no. Hagamos lo que tú dices… Por lo demás, no sé lo que digo… —Y su voz comenzó a temblar de pronto.
Con manos trémulas, Tidemand abrió la puerta, e hizo pasar a Hanka delante. Luego esta se quedó atrás, y él subió primero la escalera; al llegar al descansillo, esperó a que ella subiera; abrió la puerta con su llave y la hizo pasar. Cuando Hanka hubo entrado, Tidemand dijo con voz velada:
—Entonces, buenas noches.
Y volvió a bajar la escalera, encerrándose en el despacho. Se puso ante la ventana con las manos atrás, mirando a la calle, sin ver nada. Ella había hecho lo que era de esperar; no había vacilado. Oyó lo que él le dijo, y luego: «Hagamos lo que tú quieras». No había vacilado, no. Pero tampoco había gritado de júbilo, y esa delicadeza tenía que agradecérsela. Siempre había sido discreta Hanka. Precisamente allí mismo estaba Hanka, Hanka…; en cambio, ahora estaría llena de gozo. ¿Y por qué no? Se habían realizado sus deseos…, y los dos niños estarían durmiendo. Eran tan chiquitos…; pero, en fin, ya se encargaría él de darles de comer y de beber. Su vida no se había acabado aún; un poco viejo sí estaba; su cabello era cada vez más gris, pero aún tenía vida por delante…
Se separó de la ventana y se fue al pupitre, y allí, erguido, trabajó con libros y papeles hasta que fue día claro.
Hanka se pasó dos días buscando en vano a Irgens. Había corrido a él para comunicarle la noticia de su gran dicha, de su libertad, finalmente lograda, pero no le halló en casa. La puerta de su habitación estaba siempre cerrada. Llamaba y no le respondían. Tampoco le encontraba en los restaurantes. Al fin, tuvo que escribirle pidiéndole hora para hablar con él de una cosa muy satisfactoria.
Pero en aquellos dos días, en aquellos dos largos días de espera, en que no podía hacer nada, se había evaporado un tanto su alegría por el divorcio. Se había dicho y repetido que, al fin, quedaba deshecho el matrimonio, y el pensamiento se había habituado tanto a esta idea, que ya no hacía latir el corazón con ritmo apresurado. Quedaba separada del marido, es cierto, pero el lazo que los unió no fue nunca muy estrecho. La diferencia no era suficiente para regocijarse duraderamente.
Agréguese a esto que ahora, ya divorciada y a punto de abandonar el hogar a cada momento, se había adueñado de ella un sentimiento de melancolía, una sombra de preocupación, cierta ternura; su dicha no había aumentado. Súbitamente su corazón se agitaba tembloroso en un nuevo sentimiento, cuando los niños charlaban con ella o tendían hacia ella los brazos. La última noche se había levantado para contemplarlos, mientras dormían. Allí estaban cada uno en su camita. Habían bajado el embozo de modo que aparecían desnudos hasta los brazos; pero, no obstante, dormían bien y movían brazos y dedos en sueños. ¡Cómo se estremeció su corazón a la vista de aquellos niños rosados y de aquellas camisitas! Los arropó cuidadosamente y se fue con la cabeza hundida en el pecho, poseída de callada emoción.
¿Qué haría cuando se marchase de casa? ¿Cómo se arreglaría? Estaba libre, pero tenía que esperar tres años para volver a casarse, y entretanto necesitaba alquilar una habitación. ¿Cómo pagar el alquiler de todos los meses? ¿Hacer compras? Y durante aquellos días nadie que la aconsejase. Irgens, Dios sabe por dónde andaba. A su marido no le había vuelto a ver.
Se fue hacia casa de Irgens; él la ayudaría y la aconsejaría. Era magnífico que al fin hubiera terminado aquella violencia diaria, aquel descontento profundo que habría arrastrado un mes tras otro desde qué, gracias al contacto con la «peña», había conocido una nueva vida. Ahora estaba libre, libre en plena juventud. Deseaba ardientemente que Irgens participara de aquella gran alegría. ¡Habían hablado tantas veces del divorcio en horas tranquilas, estando a solas…!
Finalmente, encontró a Irgens en su casa.
Hanka comenzó, desde luego, a comunicarle la noticia. Refirió en qué circunstancias Tidemand había cedido, repitiendo las palabras de su esposo y ponderando su grandeza de ánimo. Mientras hablaba, observaba la cara de Irgens, y sus ojos chispeaban. Irgens no exteriorizaba una alegría extraordinaria: se sonreía, decía de vez en cuando «sí» o «¡ah!», y al final le preguntó si estaba contenta. ¿Conque se había divorciado? ¡Vaya, vaya! Había hecho bien; no tenía sentido pasarse la vida atormentada… Pero seguía sentado en la silla y hablaba con gran reposo del asunto.
Hanka se llenó de angustiosos presentimientos; su corazón empezó a latir apresurado.
—No pareces estar muy contento, Irgens —dijo ella.
Él volvió a sonreírse.
—¿Contento? ¡Claro que sí! ¡Naturalmente! ¿Crees que no estoy contento? Tanto tiempo como llevas deseando la separación, y ¿quieres que yo…? De eso puedes estar segura.
Nada más que lindas palabras, sin pasión ni entusiasmo. Hanka se daba cuenta de que medía sus frases. ¿Qué había pasado? ¿No la quería ya? Su corazón estaba lleno de zozobra e intentó ganar tiempo, sosegarse. Preguntó:
—Pero ¿dónde has estado metido todo este tiempo? Tres veces he venido a verte, y no estabas en casa.
Respondió con precauciones, con cuidado; había sido una casualidad desgraciada; había salido de vez en cuando, pero generalmente estaba en casa. ¿Dónde, si no? En ninguna parte.
No, si ella lo creía, pero… Pausa. Finalmente, ella dio suelta a sus sentimientos, y dijo, respirando anhelosa:
—Pero ¡Dios mío!, Irgens, ahora soy tuya, toda tuya: ya me he separado de mi marido. Y tú te alegras de eso, ¿verdad? Al fin, me voy de casa. Faltan aún tres años, pero…
Hanka se detuvo; vio en la cara de él, que se desviaba, la decisión de afrontar la tormenta. Su espanto creció al ver que él no respondía ni una sola palabra. Sobrevino una nueva pausa.
—No está bien eso, Hanka —comenzó él finalmente—. ¿De modo que tú has entendido que el día que te divorciases…, que el día que estuvieses divorciada…? Confieso que tomando mis palabras al pie de la letra, tienes razón. Sí, puedo haber dicho algo de eso, es cierto, una vez, e incluso muchas veces…
—Pero, oye —exclamó ella, angustiada—, nunca hemos pensado otra cosa, ¿verdad? ¿No es eso, Irgens? ¡Porque yo tengo que creer que me quieres! ¡Estás hoy tan extraño…!
—Desgraciadamente, las cosas no están exactamente como antes.
Apartaba la vista confuso, y se esforzaba en buscar las palabras.
—No quiero engañarte, Hanka; no estoy tan enamorado de ti como lo estaba. Y no quiero, no puedo ocultártelo.
Hanka comprendió; por lo demás, las palabras eran bien claras. E inclinando calladamente la cabeza, desfallecida, perdida, susurró unas palabras balbucientes;
—Sí, sí, sí, sí, sí; no puedo. Pues está irrevocablemente terminado…
Y se quedó muda y aniquilada.
Súbitamente, volvió la cabeza y se quedó contemplando a Irgens. Intentó sonreír, y dijo en voz baja:
—Pero no podemos terminar así, Irgens. Bien sabes lo que he arriesgado en el juego.
Él movió la cabeza.
—Sí, es triste; pero… ¿sabes en qué pensaba mientras he estado sin responderte? En tu frase «irrevocablemente terminado». En si se podía decir así, en si era la expresión justa. Ya ves que este desenlace no me conmueve. ¡Qué le vamos a hacer!
Y como si quisiese aprovechar la ocasión, prosiguió:
—¿Dices que has venido tres veces a verme, sin encontrarme en casa? Bueno, pues, de dos veces, ya lo sabía. Tengo que decírtelo, para que comprendas bien la situación. Estaba aquí sentado, oyendo cómo llamabas a la puerta, y no he abierto. Ahora comprenderás que la cosa es seria… Pero, querida Hanka, ¿qué culpa tengo yo? No te entristezcas… ¿Me comprendes, verdad, si te digo que nuestras relaciones me humillaban un tanto? Tomar dinero tuyo me deprimía profundamente, y yo me dije: «¡Esto te lleva cuesta abajo…!». ¿Comprendes que un hombre de mi carácter…? Soy orgulloso; no sé si esto es un vicio o una virtud; pero no puedo remediarlo…
Pausa.
—Sí, sí —dijo ella mecánicamente—, sí, sí.
Y se puso en pie, para irse. Sus ojos estaban rígidos; la vista, velada.
Pero él necesitaba explicarse bien; no podía marcharse con una falsa impresión; tenía que exponer razones, para no parecer ridículo. Y habló mucho, explicándolo todo con la mayor habilidad, como si estuviese ya preparado para el evento. En suma, una porción de nimiedades; pero para él tenían importancia los menores detalles. Había empezado a darse cuenta de que no estaban hechos el uno para el otro. Ella le estimaba, sin duda, incluso mucho más de lo que merecía; pero acaso no le comprendía del todo; no es que se lo reprochase, pero… Ella decía que estaba orgullosa de él; que se sentía muy orgullosa de que en la calle las mujeres se volviesen al verle pasar. ¡Bien! Pero acaso no estimase en todo su valor su personalidad; acaso no estuviese enteramente penetrada de la idea de que él no era un hombre corriente. No estaba orgullosa, en primer término, por lo que él hubiera dicho, o pensado, o escrito; pero había notado que las mujeres lo miraban en la calle.
Y las mujeres podían mirar a cualquiera, a un teniente o a un tendero. Incluso le había regalado un bastón, para que pareciese bien en la calle…
—No, no, Irgens —interrumpió ella—. No era por eso; no era por eso…
Bueno, acaso no, puesto que ella lo decía… Él había tenido esa impresión. Y había pensado que podía pasar sin bastón…, pues bastón lo llevaban hasta aquellos dos corderos esquilados que andaban con Ojén. En suma, el bastón lo había regalado… Pero había aún otras cosas, otras nimiedades. Ella quería ir a la ópera, y él no podía acompañarla; pues ella iba, prescindiendo de su compañía. Traía un vestido claro, de lana, y siempre que estaban juntos el traje de él se llenaba de lana. Ella no lo había notado nunca. Tenía que estarse cepillando un buen rato; parecía como si se hubiera acostado vestido; y, sin embargo, ¿lo había notado alguna vez? Y él se decía: «¿Cómo no lo ve, cómo no lo nota?». Así se habían ido acumulando detalles, y al fin había llegado a sentir verdadera antipatía por ella. No veía más que sus faltas. Cosas sin importancia; sí: nimiedades. Hace poco tiempo tenía los labios agrietados, de manera que no podía reírse, y eso también le había producido un efecto desagradable. ¡Por Dios, no fuera a creer que se lo reprochaba! ¿Qué iba a hacer ella? Pero… Hasta llegó a temer sus visitas. Podía creerlo. Cada vez que la oía llamar a la puerta sufría lo indecible. Quería que lo supiese, para que se diera cuenta…
—Pero, querida Hanka, no sé si te habré entristecido más con esta confesión. Yo la creo necesaria; era preciso que vieras que tenía mis razones, que no hablaba por hablar. Pero no lo tomes tan a pechos, querida; no te dejes abatir así; te estoy profundamente agradecido.
Y no te olvidaré nunca; ya sabes que, a pesar de todo, te quiero, y que lo presiento. Dime que lo soportarás resignada, y quedo contento…
Se detuvo. Sin duda tenía pensado lo que había de decir, y por eso había mencionado tan exactamente tantos detalles. Y cuando hubo terminado se quedó pensando, por si se le había olvidado algo.
Ella le había escuchado sin moverse, completamente abrumada. Sus presentimientos no la habían engañado: se había, acabado todo. Delante de sí tenía a aquel hombre, que había acumulado tan tristemente todas aquellas pequeñeces, a ver si encontraba una justificación, aunque fuese mínima. Ya no podía pedirle consejo; probablemente le diría que leyese los anuncios de los periódicos para encontrar habitación, o que buscase un mozo. ¡Cómo se había perdido! La imagen de aquel hombre se apagaba en su alma, se alejaba, le veía allá al fondo del cuarto. Allí lo tenía, con su camisa de seda y su pelo bien peinado. Hasta le había echado en cara lo de los labios.
Sentíase tan abatida, que ni siquiera tuvo ánimo para levantarse en seguida; era como si se hubiera quedado hueca; la única ilusión que había intentado mantener se había desplomado lamentablemente.
Se oyeron pasos en la escalera, y aunque no recordaba si la puerta había quedado abierta o cerrada, no se movió; los pasos se alejaron hacia arriba.
—Querida Hanka —dijo Irgens, buscando consolarla de algún modo—, debías tomarlo en serio y escribir la novela de que hemos hablado. Lo harías muy bien, y yo releería con el mayor placer el manuscrito. Eso te distraería. Ya sabes que puedes contar conmigo.
En efecto, alguna vez había pensado en escribir una novela. ¿Por qué no? ¡Ahora que escribían tantas mujeres! Ya en una ocasión se le había ocurrido la idea de que ahora le tocaba a ella. ¡Y cómo la habían animado! Pero, afortunadamente, no había vuelto a pensar en semejante cosa.
—¿No contestas, Hanka?
—Sí, sí —replicó ella, ausente—; hay algo en lo que dices.
De pronto, se levantó. ¿Qué haría? Lo mejor sería irse a casa. Si hubiera tenido padres, acaso se fuese en su busca; pero no los tenía, y, por decirlo así, no los había tenido nunca. Tenía que irse a casa de Tidemand…
Y con una sonrisa expirante le tendió la mano a Irgens, y se despidió.
Él se sintió tan aliviado con la tranquilidad de Hanka, que estrechó calurosamente su mano. ¡Era una mujer admirable, que tomaba las cosas como había que tomarlas! Ni una convulsión, ni un reproche amargo: una sonrisa y un adiós. Y para animarla un poco, empezó a hablar, principalmente de sus planes literarios. Ya le enviaría su nuevo libro. Y debía seguir pensando en la novela… Y para probar que su amistad no se había roto, le recordó su promesa de hablar con Gregersen para que escribiese algo sobre sus libros en el periódico; pues él era demasiado orgulloso para pedírselo personalmente a Gregersen…
—Sí —respondió ella con una sonrisa helada—; he hablado con él. Recuerdo claramente haber hablado con él de algo de eso.
Y sin mirar a derecha ni a izquierda, se fue hacia la puerta. Pero apenas hubo salido, se volvió sin decir palabra. Se puso ante el espejo que colgaba entre ambas ventanas, y comenzó a arreglarse.
Se quitó el sombrero, y se alisó un poco el pelo; luego se pasó el pañuelo por la boca. Él la miraba con asombro. Bien estaba la grandeza de ánimo y no dejarse abatir por el dolor; pero esta superioridad no tenía nada de fina. Él había supuesto que el rompimiento le llegaría muy hondo, y allí estaba haciendo su toilette con el mayor cuidado del mundo. No podía estimar aquella frialdad, que le ofendía, que le ofendía en lo más íntimo, y, muy dolido, le dijo que él estaba aún allí, cosa que parecía haber olvidado por entero.
Ella no replicó nada. Pero cuando se apartó del espejo se quedó un momento parada en medio de la habitación y, con la vista fija en los zapatos de Irgens, dijo en tono cansado e indiferente:
—Pero ¿no comprendes que has muerto completamente para mí?
Más abajo, en la calle, al resplandor de la luz y en la confusión de gente y de carruajes, perdió el dominio sobre sí misma, y rompió a sollozar. Se echó el velo por la cara, y tomó por las callejas laterales para esconderse. Caminaba muy aprisa, encorvada, deshecha, y se doblaban sus rodillas desfallecidas. ¿Qué hacer en aquella oscuridad que la envolvía? Siguió andando, dejó la. Acera, y caminaba por medio de la calle murmurando y llorando. ¿Podía irse a casa? ¿Y si encontraba cerrada la puerta? Habían pasado dos días, y acaso Andrés había perdido la paciencia. Tenía que apresurarse; si se apresuraba, acaso encontrase la puerta abierta.
Cada vez que sacaba el pañuelo tocaba una carta que traía en el bolsillo; era el sobre con el billete de cien coronas… ¡Si tuviese alguien que la acogiese, aunque sólo fuese una buena amiga! Pero de los conocidos de la «peña» no quería ver a ninguno. No, no; ya tenía bastante. ¡Día tras día viéndolos y oyéndolos! No, no volvería a poner allí los pies. Y ¿no podría ir a pedirle consejo a Ole Henriksen? No, no era posible…
A aquella hora, Andrés estaría trabajando en su despacho; no le había vuelto a ver en los dos últimos días; sin duda estaba muy ocupado. ¡Y había aceptado las cien coronas, sabiendo que estaba arruinado! ¿Cómo no habría pensado en ello antes? Cien coronas le había pedido, y él: «Sí, sí; ven al despacho, que no llevo dinero encima». Y había abierto el armario, y le había dado las cien coronas, a pesar de que no tenía dinero.
¡Perdona, Andrés!
Su pelo se había vuelto más gris, y tenía aspecto de no haber dormido; pero ni una queja; sereno y dueño de sí había hablado. Ella le había admirado profundamente, como si le hubiese visto por primera vez… No, no se quedaría con el billete. ¡Ojalá no se lo hubiese pedido! ¿Le perdonaría acaso Andrés si se lo devolvía? ¡Ah, si lo hiciera! ¿Le molestaría entrando ahora en el despacho? Procuraría terminar pronto…
Hanka se secó los ojos bajo el velo, y prosiguió su camino. Al llegar al despacho de su marido, estuvo a punto de retroceder. ¿Y si le señalaba la puerta? Y acaso se diera cuenta de dónde venía. No, no; eso no…
La mecanógrafa le dijo que Tidemand estaba en el despacho.
Llamó y escuchó. Adelante. Hanka entró en silencio. Él estaba escribiendo en el pupitre, y al verla entrar, alzó la cabeza; en seguida dejó a un lado la pluma.
—Perdona si te molesto —dijo ella apresuradamente.
—No, no; ¿qué has de molestar? —replicó él.
Tenía ante sí un montón de cartas, y se mantenía erguido y serio; un brazo se apoyaba en el pupitre. No, no estaba muy gris, y sus ojos no tenían ya aire cansado.
Hanka sacó el billete, y dijo:
—Venía a devolvértelo. Perdóname que te pidiera dinero cuando tú mismo lo necesitas; no se me había ocurrido. ¡Qué mal hice en aceptarlo!
—¡Por Dios! —dijo él, mirándola sorprendido—. Guárdate el dinero. Cien coronas más o menos no importan.
—No, ten la bondad… Te ruego que lo aceptes.
—Bueno; si no sabes qué hacer de ello… Gracias…
¡Y le daba las gracias! ¡Qué alearía la suya de poder darle el dinero! Sofocó la emoción, y le dio el billete. Estaba tan confusa, que le dio también las gracias.
Hanka se quedó en pie, y al ver que: él se disponía a coger de nuevo la pluma, dijo con timidez, esbozando una sonrisa:
—Perdóname que tarde tanto… ¡Es tan difícil encontrar habitación!…
Pero no pudo contenerse más; la voz se le extinguió, y tuvo que volverse y sacar el pañuelo.
—No hay prisa alguna —dijo él—. Puedes tomarte el tiempo que gustes,
—¡Oh, gracias, gracias! Si lo permites…
—¿Si lo permito? No te entiendo. No he sido yo el que… Yo sólo quiero ayudarte a realizar tus deseos.
Hanka temió haberle molestado, y se apresuró a decir:
—Bien, bien. Tampoco quería decir… Bueno, te estoy molestando; perdóname.
Y salió rápidamente.