Tidemand seguía satisfecho del curso que habían tomado las cosas. No daba gran valor a los rumores según los cuales la lluvia abundante en Rusia había mejorado las posibilidades de la nueva cosecha. Había llovido, sin duda; pero el hecho era que la frontera rusa seguía absolutamente cerrada; ni un saco de grano podía sacarse de Rusia, ni aun pagándolo a peso de oro. Así, pues, Tidemand mantenía firmes los precios; de vez en cuando vendía algún saco de centeno, pero su enorme provisión no disminuía apenas nada. Para que pudiera haber un despacho de consideración tenía que venir un pánico. No había prisa, además; la hora no había llegado. ¡Esperad a que venga el invierno!
Y Tidemand dejaba correr los días. Como de costumbre, recibía de continuo visitas de navieros, de agentes de todas clases. Le traían todo género de propuestas, tenía que tomar acciones, era preciso su nombre. No podía hacerse nada sin la colaboración del comercio, y con preferencia se recurría a los comerciantes jóvenes, a los emprendedores, que tenían dinero y planes y dominaban la profesión. Sus nombres habían de figurar en todas las empresas: en el tranvía eléctrico, en el nuevo teatro, en una fábrica de aserrar madera. Tanto Tidemand como Ole Henriksen eran a modo de accionistas sobrentendidos.
Precisamente en aquel momento Ole Henriksen llegaba a ver a Tidemand, para hablarle una vez más de la nueva fábrica de aserrar maderas, que tan bien estaría en Torahus. De aquella empresa tenía que salir algo grande indudablemente, aprovechando los bosques inmensos. Había que ir pensando en comenzar por la primavera.
Ole Henriksen parecía bastante fatigado. Tenía demasiado trabajo y poca ayuda. Para irse ahora a Inglaterra veíase forzado a dar poderes a su primer dependiente y a iniciarle un poco en los secretos de la casa. Con Ágata el trabajo le resultaba ligero; estaba siempre con él y le ayudaba cuanto podía; pero llevaba un par de días malucha y había tenido que guardar cama. Ole la echaba de menos y se daba cuenta de lo que era para él su presencia. Por cierto que se le olvidaba; para el domingo próximo tenían planeada una excursión en el balandro. Tidemand tenía que ser de la partida; siete u ocho personas; tomarían café y acaso desembarcaren en alguna islita.
—Pero ¿estás seguro de que Ágata se habrá puesto buena para entonces? —preguntó Tidemand.
—No es una enfermedad propiamente —replicó Ole—. Un poco de malestar, dolor de cabeza. El doctor ha dicho que ya mañana podrá levantarse.
—Entonces, si no es más que eso… Pero ¿qué iba a decirte? ¡Ah, sí! ¿Quieres tomarte la molestia de invitar tú mismo a Hanka? Yo no estoy seguro de decidirla.
Y por lo que hace a la fábrica de aserrar maderas convendría que esperásemos un año todavía. Depende un poco del precio de la madera… Por lo demás, ten cuidado. Acaso sea demasiado pronto para la excursión; en esta época del año puede ser peligrosa.
Después que hubo invitado también a Hanka, Ole se fue a casa. Le dio que cavilar un poco la frase de Tidemand de que aquellas excursiones podían ser peligrosas en una estación tan temprana… Tidemand lo había dicho acentuándolo ligeramente, y Ole se le había quedado mirando.
Al ir a entrar en su casa se encontró a la puerta con Coldewin. Ambos se quedaron parados y estuvieron mirándose un momento.
Finalmente, Coldewin se quitó el sombrero y dijo un tanto confuso:
—He equivocado la casa; por lo que veo aquí no vive sin duda ningún Ellingsen. Buscaba a un antiguo conocido, a cierto Ellingsen. No es posible encontrar en casa a nadie aquí en la ciudad; se pasan el día en los cafés; he buscado por todas partes. Perdone usted por lo demás… ¿De manera que vive usted aquí, señor Henriksen? Es curioso que viva usted aquí precisamente… ¿Qué tal Agata?
—Pero ¿no ha estado usted a verla? —preguntó Ole.
Fijándose en él, advirtió que Coldewin debía de haber sufrido una emoción reciente, pues sus ojos estaban enrojecidos y húmedos.
—¿A verla? No, por Dios; ¿cómo iba yo…? Me había parado casualmente y leía la placa al llegar usted… ¿Está usted bien, señor Henriksen? ¿Y Ágata?
—Ágata ha estado un poco malucha. ¿No quiere usted subir? Venga usted a verla.
—No, no, gracias; ahora, no. Tengo que ver si encuentro a ese hombre; es una cosa urgente.
Coldewin saludó y bajó unos escalones. De pronto se volvió y dijo:
—¿De modo que no es nada de cuidado lo de Ágata? Me parece que hace ya varios días que no la veo. A usted le he visto un par de veces en la calle; pero a ella no.
—No; no es nada de cuidado; mañana se levanta ya. Un enfriamiento.
—Perdone usted mi curiosidad indiscreta —dijo Coldewin, recobrada ya su habitual tranquilidad—. Es que quería escribir hoy a su casa, ¿sabe usted?
Coldewin se quitó nuevamente el sombrero y se fue.
Ole encontró a su novia ya levantada en la habitación; estaba leyendo. Al entrar él tiró el libro sobre la mesa, salió corriendo a su encuentro y le dijo que ya estaba completamente sana, que le tomara el pulso si quería, que ya no tenía fiebre alguna. ¡Cómo se alegraba pensando en el domingo! Ole le repitió sus recomendaciones: que tenía que andar con cuidado, que tenía que arroparse bien para la excursión. Tidemand decía también que en aquella época del año había que tener precaución.
—¡Y fíjate en que tienes que actuar de ama de casa! —dijo él alegremente—. ¡Mujercita mía, mujercita mía!
Luego le preguntó qué libro estaba leyendo.
—¡Ah! No eran más que las poesías de Irgens —respondió ella.
—No digas eso de las poesías de Irgens. Tú también las encuentras bonitas, ¿verdad?
—Sí; pero ya las había leído una vez; por eso digo: nada más que las poesías de Irgens… ¿Ama de casa, dices? ¡Dios sabe cómo me las entenderé! ¿Será muy complicado atender a tanta gente?
—¿Estás loca? No, una cosa muy sencilla. Café, un desayuno… ¡Ah! Escucha: me he encontrado a Coldewin en la escalera. Buscaba a un señor, y no ha habido manera de hacerle entrar.
—¿Le has convidado para la excursión? —exclamó Ágata.
Y se puso muy triste al saber que Ole se había olvidado de hacerlo, hasta que le prometió hacer todo lo posible por encontrar a Coldewin durante el curso de la semana.
El sábado, ya tarde, llamó Tidemand en casa de los Henriksen, pidiendo hablar con Ole. No, no quería entrar, era muy tarde; se trataba de una pequeñez que tenía que decirle a Ole.
Salió este, y en seguida se dio cuenta de que algo grave sucedía. Preguntó si salían o si bajaban al despacho. Tidemand respondió que le era indiferente, y bajaron entonces al despacho.
Tidemand puso un telegrama sobre la mesa y dijo con voz apagada:
—No he tenido suerte con mi negocio del trigo. El grano tiene en este momento su precio normal, y Rusia ha abierto la frontera a la exportación.
En efecto, Rusia había suspendido la prohibición de exportar trigo. La cosecha se presentaba con buenos auspicios, y esto, junto con la cantidad de grano almacenado de años anteriores, había hecho inútil la medida de precaución del Gobierno ruso.
Ole estuvo un momento callado. El golpe era terrible. En el primer momento cruzaron por su cabeza todo género de suposiciones. ¿Y si el telegrama fuese falso? Pero luego vio la firma del agente, una persona de reconocido crédito, y comprendió que no había duda. ¿No era inaudito aquello? El Gobierno de un país que se había burlado de sí mismo con sus maniobras suicidas…
El reloj de pared seguía tranquilo e impasible su tictac persistente.
—El telegrama, ¿te merece confianza? —dijo Ole finalmente.
—Sí; desgraciadamente, el telegrama es de toda confianza —repuso Tidemand—. Mi agente me telegrafió ayer dos veces: «¡Venda, venda!». Vendí, en efecto, lo poco que podía venderse; vendí con pérdida, por debajo del precio del día. Ayer he perdido enormemente.
—Bueno; pero no te apresures. Déjanos reflexionar tranquilamente. ¿Y por qué no has venido ayer a verme? No lo hubiera creído de ti, Andrés.
—Tampoco hoy hubiera debido venir con esta embajada, pero…
—Bueno, entendámonos —le interrumpió Ole—. Quiero ayudarte en cuanto pueda, ¿entiendes? Y no puedo tan poco.
Pausa.
—¡Gracias, amigo; gracias por todo! Ya sabía yo que podía contar contigo. Me gustaría que te hicieras cargo de algunas de mis cosas…, de aquellas en que no hay ningún riesgo: acciones y cosas semejantes.
—No. Esas puede tomártelas cualquiera. Yo me hago cargo sencillamente de una parte del centeno. A los papeles les pondremos fecha de anteayer, a causa de mi padre.
Tidemand movió la cabeza.
—¡Nunca, de ningún modo! —dijo—. ¿Crees que he dejado de ser comerciante? No gano nada en arrastrarte conmigo.
Ole le miró y vio cómo palpitaban sus sienes.
—¡No digas tonterías! —dijo con amargura—. ¿Crees que es tan fácil arrastrarme? —Y con cara roja gritó—: ¡Yo te haré ver que no es tan fácil arrastrarme!
Pero Tidemand permanecía inalterable, sin que la irritación de Ole le moviese a ceder. Se daba cuenta de la intención de su amigo y comprendía que aquella jactancia era para ayudarle. Además, el centeno empezaría a bajar desde el día siguiente con una rapidez enorme; ni a un enemigo era lícito venderle el centeno al precio de anteayer.
—Pero ¿qué quieres entonces? ¿Vas a suspender pagos, acaso? —preguntó Ole con calor.
—No —replicó Tidemand—. No creo que necesite llegar a eso. El hielo que he enviado a Inglaterra será una ayuda, no muy grande, claro; pero en estos momentos todo es dinero para mí. Provisionalmente reduciré mis negocios. Venderé lo que pueda para reunir algún numerario. Iba a preguntarte si tú… Como ahora te vas a casar… Porque a nosotros no nos hace falta en realidad…
—Pero ¿de qué hablas?
—He pensado que, puesto que te vas a casar, podías comprarme mi casa de campo.
—¿Tu casa de campo? ¿En serio quieres venderla?
—Tengo que venderla.
Pausa. Ole notó que la seguridad de Tidemand vacilaba.
—Bien —dijo al cabo de un instante—. Me quedo con la casa, en la inteligencia de que en cuanto quieras recobrarla te la vuelvo a vender. Tengo el presentimiento de que el plazo no será eterno.
—Eso nadie puede saberlo. En todo caso, ahora hago lo que debo y lo que puedo hacer. Me alegro de que te quedes con la casa; ya verás qué hermoso es aquello… Bueno; esto me proporcionará algún alivio; ya veremos. Espero que no tendré que cerrar; eso sería grave. Y sobre todo por los niños.
Ole reiteró sus ofertas de auxilio.
—Gracias, no puede ser —dijo Tidemand—. Ya ves que acepto cuanto es posible aceptar. Pero la pérdida es siempre pérdida, y aunque pueda salvarme sin quiebra, de todos modos quedo en la pobreza. A estas horas no sé si tengo un céntimo… Ha sido una suerte que no te hubieras comprometido tú en el negocio. Ha sido una suerte enorme… Bueno, ya veremos.
Pausa.
—¿Sabe algo tu mujer? —preguntó Ole.
—No; se lo contaré después de la excursión.
—¿Después de la excursión? La excursión ya no se celebrará.
—Te ruego que sí se celebre —dijo Tidemand—. ¡Hanka se ha alegrado tanto, está tan contenta pensando en ella! Al contrario: quería pedirte que mañana no dejes entrever nada, que aparezcas como si no hubiera pasado nada. Y, como es natural, ni una palabra alusiva a mi desgracia.
Tidemand se guardó el telegrama en el bolsillo y cogió el sombrero.
—Perdóname, Ole, que haya venido a darte este mal rato. Si algún día vuelvo a estar en situación…, acaso no llegue a estarlo nunca…, pero si llegara, a ti tendría que agradecértelo.
—¡Por Dios, no hables así! Entre nosotros dos no es necesario… Por lo demás, acaso exageras tu situación; yo no lo sé, es claro, pero…
—Al menos, lo del hielo marcha muy bien. Claro que no son más que pequeñeces, pero todo ayuda. Y si la casa pasa a tus manos… Sí, Ole, sí; si me fuera absolutamente preciso, aceptaría dinero tuyo. Bien; buenas noches.
—No tendrás que cerrar, Andrés; te lo aseguro —le gritó Ole mientras se iba.