Ágata, ya dispuesta para el paseo en bote, se ponía los guantes.
No le había costado trabajo decidir la excursión. Ole no había formulado ningún reparo; tan sólo advirtió a Ágata que tuviera cuidado de no acatarrarse. Todavía estábamos a primeros de junio.
Irgens se ponía también los guantes.
—Sed prudentes, os lo repito —insistió Ole.
Y sin más, se fueron.
Hacía un tiempo apacible, caliente y luminoso; en el cielo no se advertía ni una nube, Irgens lo tenía todo preparado; el bote estaba alquilado, esperándolos, y no había sino subir a él.
De intento comenzó hablando indiferente de diversas cosas; hasta se puso a tararear una canción; con este proceder pretendía olvidar que había dado su consentimiento para este paseo con un «sí» que era casi un acto de sumisión.
Ágata recobró su tranquilidad oyéndole decir generalidades sobre el viento y el tiempo. En el momento en que iban a abandonar el puerto, Ágata atisbó a Coldewin, medio escondido entre unas cajas. Se puso en pie, y saltando del bote gritó:
—¡Coldewin! ¡Buenos días!
Coldewin no pudo permanecer oculto; salió de entre las cajas y saludó.
Ella le tendió la mano. ¿Dónde había andado metido durante todo aquel tiempo? ¿Por qué no se dejaba ver? La cosa empezaba ya a ser chocante.
Él tartamudeó una excusa; habló de un trabajo, de una biblioteca, de unas traducciones muy importantes…
Pero ella, interrumpiéndole, le preguntó dónde vivía. Había ido a verle al hotel, y allí le dijeron que se había mudado, no sabían dónde; luego le había visto el 17 de mayo; iba en el desfile, mientras ella estaba sentada en Grand; si no, lo hubiera llamado.
De pronto Ágata le preguntó en seco cuándo volvía a Torahus.
Él respondió vagamente que aún no lo sabía; mientras no terminase aquel trabajo de la biblioteca…
Al menos, ella exigía que le prometiese verla antes de marcharse. ¿Lo prometía? Bueno. Y de pronto preguntó:
—Oiga usted: el diecisiete de mayo, ¿no llevaba usted una cinta en el ojal? —y Ágata señaló con el dedo a la solapa de su americana.
Claro que sí; una cinta con los colores nacionales. En semejante día había que llevarla. ¿No se acordaba de que el año anterior le había regalado una? Había querido que la ostentase para pronunciar ante los campesinos el discurso del 17 de mayo, y se la había regalado.
Ágata recordó, preguntando:
—¿Pero era aquella?
—Sí; era la misma —respondió él—: La encontré; la tenía casualmente, y revolviendo cosas, por casualidad…
—¿Sabe usted? Yo pensé si sería mi cinta, ¡y me alegré tanto de pensarlo…! —dijo Ágata a media voz, bajando la cabeza.
En esto, Irgens preguntó desde el bote si no iba.
—No —respondió Ágata sin pensarlo.
Ni siquiera volvió la cabeza. ¡Era una verdadera niña! Pero luego, cuando se dio cuenta de lo que había respondido, le gritó a Irgens, muy desconcertada:
—Aguarde usted un momento, un segundo nada más.
Luego se volvió a Coldewin:
—Me hubiera gustado seguir charlando con usted, pero no tengo tiempo; voy a dar un paseo por la isla; vamos a la isla. Querido… ¡No, no lo comprendo!
Y con una transición brusca, le tendió la mano a Coldewin, diciéndole:
—Bueno; al fin, se arreglará todo. ¿No lo cree usted también? Siento no tener más tiempo. Adiós. ¿Vendrá usted a vernos uno de estos días?
Y se fue corriendo hacia el bote. Al llegar, se excusó con Irgens por haberle hecho aguardar.
Irgens se puso a remar. Traía una camisa nueva, de seda; una camisa completamente distinta, lo que le hacía mucha gracia a Ágata. Hablaron de la vida del mar, de grandes viajes, del extranjero, y parecía que la conversación iba a seguir en aquel tono. Él tenía un aspecto melancólico. Ella llevó la conversación a su último libro, y él preguntó muy admirado si aún lo recordaba. Sería la única.
—¡En qué tono más amargo lo dice usted!
Le pidió que no le hablase del libro y, presa de gran agitación, comenzó a remar con más ímpetu. Ella le observaba, sentada frente a él. Al cabo de un rato dijo Irgens, ya tranquilo:
—¿-Es verdad, domo he oído decir, que este verano no va usted al campo?
—No, no voy; los Tidemand han cambiado de idea.
—¡Es lástima! Lo siento por usted.
Y apoyándose fuertemente sobre les remos, agregó de pronto:
—Pero, por lo que a mí toca, me alegro; se lo digo sinceramente.
Pausa.
—Vamos, reme usted con más fuerza; si no, no vamos a llegar nunca —dijo ella—. ¿Cree usted que seguirá necesitándome para que le mejore de cuando en cuando el humor? —Y se rio con una risa clara—. Por lo demás, si estuviera en el puesto de usted, me quitaría los guantes; vea, se le están descosiendo por todas partes.
Él siguió inmediatamente, y replicó:
—En su lugar, no traería guantes, porque estaría orgulloso de mis manos.
—Adulaciones no, ¡vaya…! Ahora que es cierto que los guantes son muy incómodos trayendo anillos.
Y se quitó los guantes.
—¡Qué manitas más pequeñas tiene usted! —dijo él. Al llegar, Ágata saltó de un brinco al embarcadero. Los árboles le encantaron; hacía una eternidad que no había visto un bosque; aquellos árboles gruesos eran como los de su casa. Aspiró con delicia el fuerte perfume de los pinos, y miraba como a antiguos conocidos a piedras y árboles.
—Pero ¿aquí hay gente? —preguntó.
Irgens se sonrió.
—Sí, esto no es una selva virgen, desgraciadamente. Pero ¿esperaba usted que no habría gente?
—Sí, creí que no habría nadie. Pero vamos a dar una vuelta. ¡Qué arboles tan magníficos!
Anduvieron un buen rato recorriendo la isla; vieron lo que había que ver y tomaron un refresco en un puesto. La gente se fijaba en ellos como siempre; se veía que Irgens era conocido; y Ágata, al notarlo, dijo casi con expresión de respeto:
—¡También aquí le conocen!
—Sí, algunos —respondió él—. No estamos tan lejos de la ciudad. Y, además, es natural que el público conozca a los escritores.
Ágata estaba radiante. El movimiento y el aire le habían teñido de un rojo suave las mejillas, la boca, las orejas y hasta la nariz; los ojos fulgían como ojos pueriles.
—Me asombré un momento de ver aquí tanta gente —dijo ella—, pero era pensando en usted. Usted me ha referido que había escrito aquí algunas de sus poesías, y creí que eso no se podía hacer con tanto ruido y tanto movimiento.
¡Se acordaba… cómo se acordaba! La miró enternecido y replicó que, en efecto, tenía razón; no se podía escribir teniendo en derredor gente que molestase. Pero había en la isla un rinconcitó donde casi nunca se veía a nadie; al otro lado. ¿No la molestaría ir allá?
Se pusieron en marcha.
Era, en efecto, un rincón sosegado, un claro en el bosque, cercado por árboles y maleza. Se sentaron.
—¿Aquí sentado ha escrito usted? —dijo ella—. ¡Qué raro me parece! ¿Aquí mismo se sentaba usted?
—Sí, poco más o menos —respondió él sonriendo—. ¿Sabe que es un placer tropezar con un interés tan vivo como el suyo? ¡Tiene una frescura que refresca!
—¿Y cómo se hace para escribir? ¿Vienen solas las ideas?
—Sí, vienen solas. Se enamora uno o recibe una emoción fuerte, y vienen. Luego, el que nuestras palabras odien o amen depende de que en nuestro corazón haya odio o amor. Muchas veces se atasca uno y le falta la palabra para designar, por ejemplo, la posición de la mano, o la dulce alegría que produce oír una risa…; por ejemplo, ¿sabe usted…?
Ella no respondió y se quedó cavilando; tenía las manos una sobre otra y miraba a lo lejos. El sol caía lentamente; corría un estremecimiento por las hojas de los árboles; todo estaba en silencio.
—Oiga usted el rumor lejano de la ciudad —dijo él.
—Sí —respondió ella en voz baja.
La contemplaba arrobado; veía el movimiento del seno; escudriñaba la cara con aquellos hoyuelos deliciosos; la nariz, bastante gruesa e irregular, le producía un efecto singular, que hacía hervir la sangre en sus venas. Se acercó más a ella y dijo balbuciente:
—Esta es la isla de los Bienaventurados; se pone el sol; estamos aquí sentados; el mundo entero está lejos de nosotros; sencillamente, mi sueño. ¿La molesta que hable? Está usted ensimismada… Ágata, no puedo contenerme más y me entrego a usted. Siento como si estuviera a sus pies, a pesar de estar a su lado…
Esta repentina transición, el temblor de las palabras, la proximidad de Irgens, produjeron en Ágata una paralización breve y estúpida; le miró un momento sin poder articular una sola palabra. Luego comenzaron a encenderse sus mejillas; hizo ademán de levantarse, diciendo al mismo tiempo:
—¿Quiere usted que nos vayamos, Irgens?
—No —respondió él—. No se vaya.
Y sujetándola por el vestido, le pasó un brazo por el talle y la retuvo. Ella, muy encendida, se defendió, riendo desconcertada, mientras hacía esfuerzos para apartar el brazo.
—Está usted loco —repetía incesantemente—; está usted loco, Irgens.
—Oiga usted; al menos, déjeme decirle una cosa —suplicó él.
—¿Qué quiere usted decir? —respondió ella; y volvió, en efecto, la cabeza, poniéndose a escuchar.
Entonces él comenzó a hablar con palabras apresuradas e inconexas; temblaba en su voz la agitación de su corazón; estaba henchido de ternura. No quería decirle nada; sólo quería contarle lo infinitamente que la quería; decirle que nunca había sentido nada semejante. Podía creerlo; esta pasión había ido alimentándose y creciendo poco a poco en su corazón, desde la primera vez que la había visto; había luchado para mantenerla en sus justos límites, pero era una lucha imposible y además era demasiado dulce ceder. Ahora ya había terminado la lucha; estaba completamente desarmado.
—¡Por Dios, Ágata, déjeme oír al menos algunas palabras de perdón de sus labios! No crea usted que hago declaraciones de amor a todo el mundo; tengo una naturaleza reservada, no sé si para bien o para mal. Por eso comprenderá usted que cuando le he dicho lo que le he dicho es porque necesitaba decirlo. ¿No lo comprende? Me está usted destrozando el corazón…
Ella seguía con el busto vuelto hacia él y había clavado en él sus ojos; había abandonado sus manos en la de Irgens, que seguía teniéndola abrazada por el talle. De pronto se puso en pie; él seguía teniéndola abrazada, pero ella no parecía ya sentirlo; cogió los guantes que tenía al lado y dijo con los labios temblorosos:
—No, Irgens, no debía usted haber dicho eso. ¿Verdad que no? No quisiera haberlo oído…
—No; no debía haberlo hecho, no debía haberlo hecho.
Él se le quedó mirando fijamente. También sus labios temblaban un poco.
—Ágata, ¿qué hubiera hecho si un amor vehemente se apoderara de usted, si se impusiera a su razón y la dejase a ciegas? Creo…
—¡Sí, pero no diga usted más! —interrumpió ella—. Le comprendo a usted, pero… Y además, no puedo, no puedo escucharle.
Se dio cuenta de que su brazo la abrazaba aún; se apartó y se volvió a poner en pie.
Estaba todavía tan confusa que no sabía qué hacer; se quedó en pie con los ojos bajos; ni siquiera se atrevió a sacudir las hierbecitas adheridas a su vestido. Se levantó, pero no hizo ademán alguno de irse, sino que siguió allí inmóvil.
—Querido Irgens, le agradecería en el alma que no le contase esto a nadie —dijo ella—. ¡Tengo un miedo!
Y no siga usted ocupándose de mí. No creía que yo le importase nada. Bueno: sí, creía que usted me quería un poco, había empezado a creérmelo; pero no creía que fuese tanto. «¿Cómo va a quererme?», pensaba… Pero, si usted quiere, me iré a pasar una temporada a casa…
La ingenuidad de Ágata le conmovió hasta humedecerle los ojos. Su charla tan extrañamente dulce, la nobleza de sus palabras, su actitud, tan natural, tan sin artificio, era lo que más le impresionaba; su amor hervía en él cada vez con más ímpetu. No, no, hada de Torahus: a ninguna parte. ¡Quédese usted aquí! Ya procuraría dominarse, se dominaría; pero marcharse, ¡no! Aunque se volviera loco, aunque se le hiciese pedazos el corazón, prefería tenerla aquí.
Continuó hablando mientras le quitaba las hierbecitas del traje. Tenía que perdonarle; él no era como los otros: era un poeta; sabría morir cuando llegase el momento. No tendría de qué acusarse; pero irse, no… ¿Y no habría en ella algo, aunque fuese lo más chiquito, que hablase contra este viaje? No, claro que no; no es que él se hiciese ilusiones…
Pausa.
Él esperaba que ella hablase, que le contradijese un poco, acaso que dijera que le resultaría difícil marchar a Torahus. Pero Ágata callaba. ¿Es que le era completamente indiferente? ¡Imposible! Esta idea empezó a atormentarle; se sintió herido, ofendido, casi víctima de una injusticia. Repitió su pregunta: ¿no había en ella una chispita de reconocimiento por todo el amor que le profesaba?
—No me pregunte nada. ¿Qué cree que diría Ole si oyera esto?
¿Ole? Irgens no había pensado en él ni un instante. ¿Es que iba a tener que entrar en competencia con Ole Henriksen? Esto era ridículo; no podía creer que ella lo pensara en serio. Ole era una buena persona; compraba y vendía, andaba por el mundo con su paso de tendero, pagaba las cuentas e iba aumentando el patrimonio. ¿Es que ella daba importancia al dinero? ¡Quién sabe! Acaso en aquella cabecita rubia hubiera un rinconcito oculto que se interesase por el dinero, aunque pudiera parecer imposible.
Irgens calló un momento. Comenzaban a atormentarle los celos; Ole era capaz de atraerla; hasta puede que le prefiriese; tenía los ojos azules y un aspecto varonil.
—¿Ole? —dijo él—. Lo que pueda decir Ole me es indiferente. Ole no existe para mí. A quien quiero es a usted.
Ella sintió un leve estremecimiento y palideció.
—No sea usted malo —dijo ella—. Eso no debe decirlo. ¿Dice usted que me quiere? Bueno; pues no me lo vuelva a decir.
—Sólo una palabra, Ágata. ¿De veras le soy a usted completamente indiferente?
Había puesto la mano sobre su brazo, y Ágata tuvo que mirarle. Era demasiado vehemente, no se dominaba como decía; así no era simpático.
—No puede usted dirigirme esa pregunta —replicó ella—. Yo quiero a Ole; ya lo sabe usted.
El sol se hundía más y más. La isla estaba casi desierta; sólo de vez en cuando se veía algún paseante retrasado, que cruzaba por el camino que por tierra conducía a la ciudad. Irgens no volvió a preguntar nada más; callaba, y si decía algo, eran las palabras puramente indispensables. Ágata trató en vano de entablar conversación; ella misma tenía bastante que hacer con mantener en calma su corazón agitado, de lo que él no se daba cuenta, ocupado con sus propias cavilaciones.
Cuando llegaron al bote, dijo él:
—Acaso prefiera usted regresar sola a la ciudad. Puede ser que encontremos todavía un coche.
—No, Irgens; no sea usted malo —replicó ella.
Ya no podía mantener secos los ojos y se esforzaba en pensar en cosas indiferentes para cobrar bríos; volvía Ja cabeza para mirar la isla que habían abandonado, seguía con la vista un pájaro que volaba por sobre el fiord.
Con ojos húmedos preguntó:
—¿Qué es aquello? ¿Es agua aquello negro?
—No —respondió él—; es prado, pradera verde; está en la sombra; el rocío es lo que la hace tan negra.
—¡Y yo que creía que era agua!
Pero como ya no podía decirse más de aquella pradera verde que estaba en la sombra, se fue derecha al asunto y dijo:
—¡Oiga usted, Irgens! ¿Quiere usted que hablemos?
—Con mucho gusto —replicó él—. Digamos, por ejemplo, nuestra opinión sobre aquellas nubes blancas que hay en el cielo. Parecen grandes pecas…
A ella le pareció que su tono era frío, helado; sin embargo, dijo sonriéndose:
—A mí me parecen más bien copos de lana.
—Puede ser —dijo él—. No confío en encontrar ahora las expresiones justas; me siento un poco perezoso. Sea usted buena y tenga condescendencia conmigo, ¿quiere? No; no se figure usted que estoy próximo a morir…; no crea, no me muero fácilmente, pero…
Comenzó a remar con brío; se iban acercando al embarcadero. Saltó él primero y la tendió la mano para que bajase. Ambos estaban aún sin guantes; la mano caliente de ella descansó en la de Irgens y aprovechó la ocasión para darle las gracias.
—Y yo le suplico que me perdone el haberla molestado con las preocupaciones de mi corazón —dijo él—. Perdóneme usted.
Y sin aguardar respuesta, Irgens se quitó el sombrero, volvió a saltar al bote y rompió a remar fiord adentro.
Ella se había quedado en pie en el embarcadero; vio volver al bote y sintió deseos de llamarle, de preguntarle adonde iba, pero no lo hizo. Él vio cómo su nuca rubia desaparecía camino de la ciudad.