CAPÍTULO XVI

La mañana de aquel 17 de mayo cantaban los pájaros en todas las frondas de la ciudad. La ciudad va despertando poco a poco; aquí se sube una persiana, allí se iza una bandera; es día festivo, y es 17 de mayo[1].

Están cerrados todos los comercios; los niños de las escuelas tienen vacaciones; calla el ruido de fábricas y astilleros. Sólo hay algún estrépito en el muelle. Los barcos que se disponen a partir lanzan al aire espesas columnas de humo y cargan las últimas cajas. Sólo en el puerto hay vida.

Corre por las calles, con la cabeza baja, un perro sin dueño, que rastrea una huella y sólo de ella se preocupa. De pronto se para, da un brinco y husmea. Ha encontrado a una chiquilla que vende periódicos, llenos de libertad noruega y de política clamorosa. La niña corre de puerta en puerta, y todo su cuerpo es una convulsión; es una niña enclenque y débil y tiene el baile de San Vito.

Un carbonero que ha trabajado por la noche camina cansado, negro y sediento, con la pala al hombro, hacia su casa, y el cuerpo recio, marchando entre colgaduras y banderas, da la impresión de un único músculo de trabajo. En una esquina se tropieza con un señorito que sale de su casa; huele a perfume, y su paso es un poco vacilante; la americana va forrada de seda. Se para en el umbral a encender un pitillo y se pierde calle abajo.

El señorito tiene una cara chica y redonda como la de una muchacha, muy pálida y muy fina. Es joven, y promete mucho: es Ojén, el poeta, a quien siguen los escritores de la generación más reciente. Ha vuelto de la montaña, adonde había ido a reponerse, y desde que está en la ciudad sus amigos le traen en constante fiesta. Al doblar una esquina se encuentra con un hombre a quien le parece conocer. Se para, y el hombre se para asimismo.

—Perdone usted; creo que nos hemos visto en alguna parte —dice Ojén cortésmente.

El hombre se sonríe, y replica:

—Sí, en Torahus; pasamos una tarde juntos.

—Ahora recuerdo; usted es Coldewin. ¡Ya me parecía que…! ¿Cómo está usted?

—Bien, muy bien… Pero ¿cómo levantado a estas horas?

—¿Levantado…? Le diré a usted: en realidad, no me he acostado todavía.

—¡Ah, vamos!

—Desde que he vuelto a la ciudad me paso las noches en claro; mis amigos no me dejan en paz. He vuelto a mi elemento. La ciudad es una cosa maravillosa, amigo Coldewin. No hay nada como la ciudad. Mire usted estas casas, estas líneas rectas. ¡Oh, la montaña! No, no. Este es mi elemento.

—¿Y cómo le ha ido a usted por allí arriba? ¿Se ha curado usted de su nerviosidad?

—No me he curado, no. Pero ¿sabe usted? Esa nerviosidad forma parte integrante de mí. El médico dice lo mismo. ¡Qué le vamos a hacer!

—¿Conque ha estado usted en la montaña y se ha comprobado que su nerviosidad es crónica? ¡Pobre talento joven, cargado con tal debilidad!

Ojén se quedó confuso. Coldewin le miró a la cara; a poco se sonrió y siguió hablando como si no hubiera pasado nada. ¿De modo que no le gustaba el campo? ¿Y no creía que la estancia en la montaña había hecho bien a su talento? ¿Tampoco?

—No; en absoluto, no. Además, no creo que mi talento necesitase refrescarse.

—¡Hombre, eso no!

—Sin embargo, he trabajado durante esas semanas, lo que tiene un mérito entre aquellas gentes tan cómicas. Usted las conoce. No podían comprender, por ejemplo, que mis trajes estuvieran forrados de seda; miraban mis botas de charol como si quisieran esculpirlas; no se habrían imaginado nunca que pudiera haber tales extravagancias. Sin duda, me trataban con gran respeto… Bueno; perdone usted que le deje. Celebro mucho haberle encontrado. Me voy a casa, a ver si duermo un poco.

Y se fue.

Coldewin le gritó:

—¡Pero hoy es el diecisiete de mayo!

Ojén se volvió, y dijo asombrado:

—Bueno, ¿y qué?

Ante aquella respuesta, Coldewin movió la cabeza y se sonrió:

—No, nada. Quería saber únicamente si usted se acordaba. Y ya veo que se acuerda muy bien.

—¡Claro! —dijo Ojén—. No se olvidan tan fácilmente las cosas que le enseñan a uno de chico.

Y siguió su camino.

Coldewin le siguió un rato con la vista y luego echó a andar también. Esperaba que la ciudad despertase y empezara la manifestación. En la solapa izquierda llevaba una cinta de seda, sujeta con un alfiler para no perderla.

Anduvo un rato por la ciudad y luego se fue hacia el muelle. Los barcos estaban empavesados y las banderas vibraban en el aire. Coldewin respiró fuerte y se paró un rato a gozar del espectáculo. El olor de carbón y brea, de vino y frutas, de pescado y especias; el estrépito de máquinas y hombres; la canción de un marinero joven que limpiaba vinos zapatos en cubierta, todo esto le produjo una alegría tan viva que casi asomaron lágrimas a sus ojos. ¡Qué energía representaba aquel movimiento! ¡Qué barcos! En el horizonte llameaba el sol naciente. Allá lejos se balanceaba el balandro de Ágata.

Estuvo un rato perdido en la contemplación de barcos y banderas, hombres y mercancías. Pero pasaba el tiempo. Al mirar el reloj, vio que había llegado ya el momento, y se apresuró a volver para no perder ningún detalle del desfile.

Hacia las tres, algunos de los amigos de la «peña» se habían instalado en la «esquina» para ver pasar las banderas. Ninguno tomaba parte en la manifestación. Uno de ellos dijo:

—Mirad: ahí va Coldewin.

Se le veía tan pronto al lado de una como de otra bandera, como si quisiera no perder contacto con ninguna, y marcaba el paso con el mayor entusiasmo. Grande, el abogado, se destacó del grupo y se agregó a la manifestación, acercándose a Coldewin; en seguida comenzaron a hablar.

—Y ¿dónde está la joven Noruega? —preguntó Coldewin—. ¿Por qué no vienen los poetas, los artistas? Temen que dañe a su talento, y se equivocan.

Coldewin hablaba más agriamente que de costumbre, aunque siempre sin alzar la voz. De pronto abordó el tema de la mujer. Era una desdicha que las mujeres se preocupasen cada vez menos de tener un hogar, con hijos y marido. Querían ser independientes, y se matriculaban en una Escuela de Comercio. Y, en efecto, terminaban sus estudios, y si teman suerte obtenían una colocación con veinte coronas de sueldo al mes. Magnífico, ¿verdad? Pero la habitación y la comida les costaban veintisiete. ¡Famosa independencia!

—Pero las mujeres no tienen la culpa de que su trabajo se pague peor que el de los hombres —objetó el abogado.

Bueno, bueno, la objeción era ya antigua… Pero, en fin, lo peor del caso era que por este camino se iba a la disolución del hogar. Había visto aquí, en la ciudad, que mucha gente se pasaba la vida en cafés y restaurantes. Y, claro, todo está ligado. Las mujeres no tenían hoy ni la verdadera ambición ni la verdadera ternura. Sólo pensaban en divertirse, y se pasaban la vida en los cafés. Antes, la mujer se ocupaba de su hogar; ahora, su vida estaba descentrada, y todo les da igual…

En este momento sonó un ¡viva!, en la manifestación, al que respondieron algunas voces. Coldewin se puso a dar vivas con todas las fuerzas de sus pulmones, aunque no había oído a quién vitoreaban. Miraba furioso a las filas y agitaba el sombrero para excitar a la gente a que gritase.

—Esta gente no quiere tomarse ni siquiera el trabajo de gritar los vivas —dijo—; los dice tan bajo, que apenas se les oye. ¡Ayúdeme usted, a ver si animamos un poco todo esto!

Al abogado le divertía aquel entusiasmo, y se puso a gritar también, contribuyendo a hacer flamear un momento aquel viva que se apagaba.

—¡Otra vez! —dijo Coldewin con los ojos chispeantes.

Y de nuevo el viva fue resonando en las filas.

El abogado se sonrió.

—Pero ¿cómo puede usted conservar este entusiasmo?

Coldewin le miró un momento y respondió muy serio:

—Todos debiéramos ser capaces de este entusiasmo. Si se alzase un clamor tonante en la ciudad al paso de la bandera noruega, acaso cobraran fuerzas nuestros débiles diputados. Y si se hubiera usted tomado la molestia de bajar al muelle esta mañana, al ver la vida que allí hay, sentiría usted que Noruega merece nuestros vivas…

El abogado divisó a Ojén en una acera, y aprovechó la ocasión para decir adiós a Coldewin y marcharse.

Ojén estaba con el actor Norem y con los dos poetas de las cabezas rapadas. Ambos llevaban ya trajes grises de primavera, que, sin embargo, eran aún del año anterior. Ambos llevaban también unos bastones extraordinariamente gruesos, en los que se apoyaban de veras al andar.

—¿Hablabas con Coldewin? —le dijo Ojén al abogado—. ¿Qué te contaba?

—Muchas cosas. El hombre no es tonto, aunque está un poco tocado. Ve las cosas al revés. Y a veces es entretenido. Hubieras debido oírle una noche en el Tívoli. Al principio nos hizo pasar un buen rato, pero luego se descarriló… Ahora le ha dado la manía por decir que el hogar está disuelto; la gente está en los cafés, la gente no está en casa; la gente pasa la vida en el restaurante…

—Tonterías. Yo me le encontré la otra mañana al irme a casa. —Nos saludamos—. ¿Cómo va? ¡Celebro tanto!, etc. Pero en el curso de la conversación se le ocurre al hombre decir que yo tenía una debilidad crónica, y ¡claro!, hube de explicarle que esa debilidad crónica no me había impedido escribir allá arriba, en los bosques, un poema en prosa bastante largo… ¿Has oído el poema, Grande? Se lo envié a Ole para justificarme un poco al pedirle dinero para el viaje.

—¡Ya lo creo que lo he oído! ¡Estupendo, magnífico! Todos lo encontramos magnífico.

—¿Verdad que sí? Tiene cierta sonoridad, ¿no? Vivía inquieto hasta que lo escribí. Me ha costado un trabajo extraordinario.

—No comprendo por qué os esforzáis —exclamó Norem con indolente tono—. Yo, a Dios gracias, llevo cinco meses sin hacer un papel.

—Tú estás en otro caso —dijo Ojén—; nosotros necesitamos producir constantemente para sostenemos.

E hizo un movimiento para ajustarse bien el abrigo sobre sus estrechos hombros caídos.

Una niña muy chiquitina salía en aquel instante de la puerta de una casa. Iba empujando un cochecito, y al llegar a la calle, este volcó. La chiquilla se puso a gritar y palmotear de júbilo, y Ojén tuvo casi que saltar por encima del cochecito para poder seguir.

—Tengo que confesar que me sorprendió un poco que no me concedieran la pensión —dijo—. En este país es inútil esforzarse.

Uno de los poetas de la cabeza rapada, el que llevaba una brújula pendiente de la cadena del reloj, cobró ánimo para decir:

—¿No es esa la costumbre entre nosotros? Ahora que los animales están protegidos, ya sólo se puede maltratar a los hombres de talento.

Y el poeta de la cabeza rapada se atrevió a sonreír levemente ante aquella ocurrencia.

—¿Venís a Grand? —preguntó perentoria y secamente Norem—. Necesito un vaso de vino.

—Prefiero quedarme solo un rato —respondió Ojén, abatido de pensar en la pensión—. Iré más tarde por allí. Hasta luego.

Y volviendo a subirse el cuello de la americana, desapareció calle arriba, perdido en cavilaciones. La gente que le conocía se apartaba a su paso; tuvo que dar un rodeo al pasar junto al cochecito, que seguía tumbado en mitad del camino.