CAPITULO XV

Tres días más tarde recibió Irgens un billete de Hanka. Paseó por la ciudad, encontró algunos conocidos y se reunió con ellos; como de costumbre, hablaba poco, pero estaba del mejor humor. Había visto el retrato de Paulsberg expuesto en el escaparate de un comercio del centro por el que pasaba todo el mundo. El retrato era expresivo y estaba pintado con soltura. Paulsberg, sentado en una silla, erguía su figura distinguida, que olía a perfume, y las gentes cuchicheaban y se admiraban, preguntándose si era aquella la silla en que había escrito sus obras. Todos los periódicos publicaron artículos elogiosos del retrato.

Irgens estaba sentado en una mesa del restaurante, y oía distraído lo que decían sus camaradas. Tidemand seguía muy satisfecho; sus esperanzas aumentaban de día en día; la lluvia rusa no le había desalentado. El centeno no había empezado aún a subir; pero ya subiría. De pronto, Irgens aguzó el oído. Tidemand hablaba de su veraneo.

—Este verano no iremos al campo —dijo—. Hanka cree. Le he dicho a mi mujer claramente que si quería veranear tenía que hacerlo sin mí. En vista de eso ella tampoco quiere salir.

En esto se abrió la puerta y entró Milde. El obeso optimista resplandecía de júbilo, y completamente señoreado por la alegre nueva, gritó ya desde lejos:

—¡Dadme la enhorabuena! ¡Me ha tocado la lotería! Figuraos que el Ministerio, en su inescrutable sabiduría, ha decidido adjudicarme la pensión.

—¿A ti?

—Sí; a mí —dijo Milde, y se dejó caer sin aliento en una silla—. ¿Os quedáis boquiabiertos? Lo mismo me ocurrió a mí; puedo decir que yo no tengo la culpa: he sido el primer sorprendido.

—¿De modo que te han dado a ti la pensión? —dijo Irgens lentamente.

Milde asintió.

—¿Puedes comprenderlo? Os la he quitado a todos. Porque, al parecer, tú también la habías solicitado, Irgens.

Se hizo un gran silencio. Nadie esperaba semejante solución, y todos cavilaban cómo podía haber sido. No se había oído nunca nada parecido. ¡Le habían dado la pensión a Milde!

—¡Pues enhorabuena, chico! —dijo Tidemand, tendiéndole la mano.

—No vale la pena —replicó Milde—. Nada de ceremonias. Pero oye, Tidemand: tienes que prestarme algún dinero; voy a convidaros. Te lo devolveré en cuanto me paguen la pensión.

Irgens miró de pronto al reloj, como si le ocurriese algo, y se levantó.

—Pues enhorabuena igualmente —dijo—. Siento tener que marcharme ahora… Y oye: mi solicitud no es para que me dieran la pensión —explicó, para salvar lo que todavía podía salvarse—. Otro día te lo explicaré.

En la puerta se tropezó con Gregersen, el periodista, que gritaba confirmando la noticia. No cabía duda. Milde era el agraciado.

Irgens tomó el camino de su casa. ¿Conque Milde era el favorecido? ¡Para que se viese el tino con que Noruega recompensa el talento! Él les había arrojado a la cara a estas pobres almas su tesoro lírico, y ni siquiera se dieron cuenta de que aquello era poesía, algo exquisito, puro caviar. ¿Y a quién le posponían? ¡A Milde! ¡Al pintor al óleo Milde, coleccionista de corsés!

—¡Si al menos hubiera sido Ojén! Pues Ojén trabajaba con empeño, tenía dotes extraordinarias y hacía cosas bonitas. En su despecho, llegó a pensar en si no sería conveniente protestar públicamente en nombre de Ojén. Pero no; la gente creería que era por envidia a Milde.

Demasiado veía él que todo aquello era obra de Paulsberg. ¡Bonita combinación! Milde pinta el retrato de Paulsberg, y Paulsberg, en justa compensación, interpone sus buenos oficios en favor de Milde. ¡Qué asco! Pero ¿tenía tanta influencia Paulsberg? ¿Qué importancia tenía su obra? Un par de novelas con arreglo al procedimiento del año 70 y un trabajo de aficionado sobre un tema de catecismo como el del perdón de los pecados. Pero Paulsberg había sabido amañarse las simpatías de la Prensa; esto le había convertido en una personalidad, y ahora se veía lo que pesaba la opinión. ¡Oh! ¡Era un aldeano ladino! Sabía por dónde se andaba y por qué permitía las atenciones de Gregersen a su mujer. ¡Qué cosa más repugnante!

No; Irgens no recurría jamás a semejantes maniobras; pero esperaba poder llegar sin necesidad de ellas. Tenía un arma: la pluma; ya verían quién era él.

Irgens se metió en su cuarto y cerró la puerta tras sí. Tenía mucho tiempo antes de que llegase Hanka, y quería tratar de recobrar su equilibrio. La noticia súbita de que se le había escapado la pensión le había excitado de tal modo que durante un buen rato no pudo escribir, aunque se lo propuso varias veces. Saltó furioso de la silla y empezó a pasear arriba y abajo, pálido de cólera. Ya sabría cobrarse aquella derrota; de ahora en adelante, no volvería a salir de su pluma una palabra suave.

Finalmente, tras un par de horas de vanos esfuerzos, logró sentarse a la mesa y hallar expresión para su estado de ánimo. Escribió un verso tras otro, mordiéndose los labios.

Al cabo de algún tiempo llegó Hanka.

Entró, como de costumbre, bastante aprisa, llevándose la mano al corazón, que le palpitaba de haber subido corriendo la escalera y sonriendo confusa de verse allí. No obstante las muchas veces que había estado en aquella habitación, en el primer instante se encontraba siempre avergonzada, y decía, sin duda para infundirse valor:

—¿Vive aquí el señor Irgens?

Pero Irgens no estaba para chanzas; lo comprendió en seguida, y se preguntó qué le habría pasado. Cuando él le comunicó la triste noticia, Hanka se sintió también profundamente indignada. ¡Qué injusticia! ¡Qué escándalo! ¿Le habían dado la pensión a Milde?

—Como pago del retrato de Paulsberg —dijo Irgens—. Pero, en fin, ya está; no lo tomes tan a pechos. También yo lo perdono.

—Sí; lo llevas con mucha dignidad; no me explico cómo puedes…

—Me ha amargado un tanto; pero humillarme, no.

—No lo comprendo —dijo ella—. No, no lo comprendo. ¿Has acompañado a la solicitud tu último libro?

—¡Claro que sí…! ¡Bah…! ¡Mi libro! Es exactamente como si no hubiera publicado ningún libro; no mete mucho ruido, no; hasta hoy nadie se ha ocupado de él.

E irritado porque no hubiera sido mencionado su libro en un solo periódico, se mordió los labios y se puso a pasear por la habitación. Pero en lo sucesivo cambiaría de tono; ¡ya verían si su pluma sabía levantar ronchas!

Cogió la cuartilla escrita que tenía sobre la mesa y dijo:

—Aquí hay unos versos; acabo de escribirlos; todavía no se ha secado la tinta.

—¡Oh! ¡Léemelos! —suplicó ella.

Se sentaron en el sofá, y él leyó aquella docena de versos en un tono completamente nuevo en él; versos rebosantes de amargura y encono. Cuando hubo terminado, preguntó:

—¿Qué te parece? ¿Crees que harán efecto? En adelante escribiré siempre así. Mis versos serán tajantes e hirientes.

Ella replicó, apenada:

—No te dejes arrastrar de ese modo. Vuelve en ti. Tú vales más que ellos, infinitamente más.

Él, entonces, dio rienda suelta a su amargura. Se había formado frente a él la conjuración del silencio. Él era incapaz de descender a ciertos medios; despreciaba las intrigas, y aquí estaba abandonado de todos. Su libro está en las librerías, se lee con entusiasmo, pero qué importa; nadie habla de él, y los periódicos no se dignan mencionarlo.

Por primera vez, sí, por primera vez tuvo Hanka entonces el sentimiento de que su héroe y poeta no mostraba la superioridad de otras veces, y se estremeció viendo que no soportaba el desengaño con su acostumbrado orgullo. Le miró con detenimiento. La desgracia que le había herido le había puesto pálido; su boca estaba contraída, y la excitación hacía palpitar las ventanas de su nariz.

Como para acabar de acentuar la impresión que ella experimentaba, dijo Irgens:

—Oye: podías prestarme un gran servicio interesando a Gregersen por mi libro, a ver si al fin alguien habla de él.

Y como Hanka clavase sobre su rostro una mirada investigadora, añadió:

—Sin pedírselo directamente, claro está; sin forzarle; sólo una indicación, una leve indicación.

¿Era Irgens aquel? Pero en seguida recordó Hanka en qué situación realmente penosa se encontraba: estaba solo y tenía frente a sí una conspiración; esto le disculpaba completamente. Además, debió haber dado ella por sí misma aquel paso con Gregersen, ahorrándole a su poeta la humillación de tener que pedírselo. Sí; hablaría en seguida con Gregersen; era una vergüenza que no hubiese pensado ya en ello.

Irgens le dio calurosamente las gracias. Se sentaron ambos en el sofá y permanecieron, callados. Hasta que ella dijo:

—¡Chico, lo que estuvo a punto de ocurrirme con la corbata roja! ¿Te acuerdas? La corbata roja que me diste una vez. No pasó nada al fin, pero él la vio.

—¿La vio? ¿Cómo eres tan imprudente? ¿Qué dijo?

—No dijo nada. Nunca dice nada. La traía en el pecho, y al sacar el pañuelo se me cayó. Pero no hablemos más de eso… ¿Cuándo te vuelvo a ver?

Irgens cogió su mano y la acarició, conmovido por aquella ternura inalterable. ¡Qué dicha la suya poder contar con aquella mujer! ¡La única persona en el mundo que estaba siempre a su lado!

Luego le preguntó si no salía a veranear. No, no salía; y sinceramente refirió cómo había cambiado la decisión de su marido: no le había costado mucho trabajo; ahora que los niños…

—Sí, sí —respondió Irgens.

Y súbitamente le cuchicheó al oído:

—¿Has cerrado la puerta al entrar?

Ella le miró, bajó los ojos y susurró:

—Sí.