CAPÍTULO XIV

En el restaurante estaban, en una mesa, varios de los amigos de la «peña» conversando animadamente. Estaba también entre ellos Tidemand, satisfecho y gozoso. Desde que la fortuna había empezado a favorecerle en su gran negocio del centeno, no le abandonaba nunca una sonrisa dichosa, y ni un momento se le veía malhumorado. El centeno pedido iba llegando, y Tidemand contemplaba orgulloso aquellos enormes montones de sacos, que eran la riqueza.

Al entrar Ole, le dijo Gregersen, el periodista:

—¡Qué aire de satisfacción traes hoy, Ole! ¿Qué te pasa?

—Nada grave; no os vayáis a figurar —repuso Ole—. Me ha escrito Ojén y me envía su último trabajo; ¿queréis oírlo?

—Que te ha enviado su… ¿A ti te ha enviado un manuscrito? —preguntó Milde muy asombrado—. En mi vida he oído nada tan absurdo.

—Vaya, vaya; no personalicemos —advirtió el abogado.

Ole no replicó.

—Perdona, Ole. Pero ¿por qué te lo ha enviado a ti? —repitió Milde, obstinado.

Irgens miró furtivamente a Ágata; estaba hablando con Hanka, y parecía no atender más que a medias. Irgens se volvió a Milde y le declaró secamente que había ciertas confianzas que ni con el mayor amigo podían tomarse.

Milde rompió en una estrepitosa carcajada. Pero ¿qué les pasaba? ¿A quién había ofendido? No había tenido intención de molestar a nadie. Únicamente le había parecido algo cómico que… Bueno, bueno; no era cómico…

Ole sacó el manuscrito.

—Es una cosa extraña —dijo—. Se titula Viejos recuerdos.

—Trae; yo lo leeré —dijo rápidamente el actor Norem, extendiendo la mano—. Debo de entender un poco de leer, ¿verdad?

Ole le dio el manuscrito. Norem comenzó a leer.

«Jehová está muy ocupado; Jehová tiene mucho quehacer. Una noche en que me fui al bosque vi a Jehová. Descendió a mí cuando yo oraba en tierra.

»Yo oraba en la noche, y el bosque estaba en silencio. La noche era algo inaprehensible e incomprensible; era como un gran silencio, en lo que lo incomprensible respiraba y vivía callado.

»En esto, descendió a mí Jehová.

»Al descender, retrocedió el aire en derredor suyo, y se alzaron incontables bandadas de pájaros, y yo mismo tuve que asirme fuertemente a la tierra, y a los árboles y a las piedras.

»—¿Me llamas? —preguntó Jehová.

»—Te llamo en mi necesidad —respondí.

»Y Jehová habló:

»—¿Quieres saber qué es lo que has de elegir en la vida, si la Belleza, el Amor o la Verdad?

»Y añadió:

»—¿Quieres saberlo?

»Mas cuando preguntó: “¿Quieres saberlo?”, no respondí: callé, pues Él conocía mis pensamientos.

»Entonces Jehová tocó mis ojos, y vi.

»Vi una mujer muy alta, que se destacaba sobre el cielo. No traía ropaje alguno, y al moverse, sus miembros temblaban como seda blanca; y no traía ropaje alguno.

»Y destacaba sobre el cielo como una salida de sol, como una aurora; y brotaba de ella una luz roja; una luz de color de sangre la rodeaba.

»Y era alta y blanca, y sus ojos como dos flores azules que acariciaban suavemente mi alma cuando me miraba; y me habló pidiéndome que fuera hacia ella; y su voz era dulce y transparente, como irisaciones del mar.

»Me alcé de la tierra y tendí hacia ella mis brazos; y al tenderlos insistió en que fuera; y sus miembros tenían un perfume enajenador. Y me alcé hacia ella, y le ofrecí mi boca, y se cerraron mis ojos.

»Pero cuando los abrí, la mujer se había trocado en una vieja. Era vieja en años, y sus miembros habían sufrido los rigores de la edad, y apenas le quedaba vida. Y el cielo se ofrecía oscuro a la noche, y la mujer no tenía cabellos. La miré y no la reconocí, ni reconocí tampoco al cielo, hasta que la mujer hubo desaparecido.

»—Era la Belleza —dijo Jehová—. La Belleza desaparece. Yo soy Jehová.

»Y Jehová tocó de nuevo mis ojos, y vi.

»En lo alto de un palacio vi una terraza. Dos personas había en la terraza, y eran ambas jóvenes y llenas de alegría. Y el sol iluminaba el palacio, y la terraza, y las dos personas jóvenes; e iluminaba también el abismo profundo que se abría a los pies del palacio. Y las personas eran dos: un hombre y una mujer en la flor de la vida, y ambos se desleían en palabras dulcísimas y en transportes de pasión.

»—¿Puedes oír lo que dice esta flor que ves en mi pecho? —dijo él.

»Y se recostó en la verja de la terraza, y habló:

»—Esta flor que tú me diste respira y murmura; ¿lo oyes? ¡Amada mía, reina, Alvilde, Alvilde!

»Y ella sonrió y bajó la vista, y cogiendo su mano, la puso sobre el corazón, y contestó:

»—Y tú, ¿oyes lo que te dice mi corazón? Mi corazón Vuela hacia ti y vibra conmovido por ti. Mi corazón estalla de júbilo: “¡Amado, estoy silencioso para ti, y cuando me miras desfallezco, amado!”.

»Y se apoyó en la verja de la terraza, y el amor hacía que su pecho respirase anhelante. Pero allá abajo, muy hondo, acechaba el abismo y el camino pedregoso. Y él señaló al abismo, y dijo:

»—¡Di una palabra no más, y me precipito!

»Y volvió a hablar:

»—Tira tu velo abajo, y lo sigo.

»Y se alzó su pecho, y puso las manos en la terraza, presto al salto.

»Yo di entonces un grito, y cerré los ojos…

»Pero al abrirlos, volví a ver a la pareja y ambos tenían más años y estaban en la plenitud de sus fuerzas. Y ya no se decían nada, sino que se ocultaban su pensamiento. Y el cielo era gris, y ambos subían por la escalinata blanca del palacio; y en los ojos fríos de ella había indiferencia y hasta odio. Y al mirar por tercera vez, vi que la mirada de él estaba cargada de cólera, y que su cabello era gris como el cielo gris.

»Y mientras subían la escalinata del palacio, a ella, un escalón más abajo, se le cayó de la mano un guante y dijo con voz temblorosa:

»—Querido: se me ha caído el guante; recógemelo.

»Y él siguió andando, y llamó a un criado para que lo recogiese.

»—Era el Amor —dijo Jehová—. El Amor pasa. Yo soy Jehová.

»Y Jehová tocó mis ojos por última vez, y yo vi,

»Vi una ciudad, y en ella una plaza, y en la plaza un cadalso. Y al escuchar percibí un rumor hirviente de voces, y vi que había congregada mucha gente que hablaba y rechinaba los dientes de gozo. Y vi a un hombre que venía atado con correas; un delincuente; y el delincuente atado era un señor de altivo porte y ojos como estrellas. Pero el hombre traía una capa llena de agujeros, y sus pies pisaban desnudos sobre la tierra; apenas había quedado nada de sus vestidos, y su capa estaba desgarrada y raída.

»Y escuché y percibí una voz, y miré y vi que era el delincuente el que hablaba con gran energía. Y le mandaron que callase; pero siguió hablando; daba testimonio, y no sentía temor cuando le mandaban callar. Y como siguiera hablando, acosóle la muchedumbre, y le cerró la boca; y como al quedar mudo señalase al cielo y al sol, y señalase luego a su propio corazón, aún caliente, cayó de rodillas y plegó las manos, y prestó mudo testimonio de su causa.

»Y miré al delincuente y a sus ojos, que lucían como estrellas, y vi que la muchedumbre le empujaba al cadalso. Y al volver a mirar, vi un hacha por el aire, y escuchando percibí el rumor del hacha que caía, y un grito de alegría unánime de la muchedumbre.

»Y rodó por el suelo la cabeza del delincuente, y la muchedumbre acudió y la levantó en alto, cogida por los cabellos.

»Y la cabeza del delincuente siguió hablando todavía, y daba testimonio en voz clara y distinta. Y la cabeza del delincuente no había enmudecido ni en la muerte.

»Pero la muchedumbre cayó sobre la cabeza del delincuente, y la levantó en alto, asiéndola de la lengua. Y la lengua quedó vencida, y calló; y la lengua no volvió a proferir palabra. Pero los ojos seguían siendo como estrellas, como estrellas fúlgidas, que todos podían ver…»Y Jehová habló:

»—Era la Verdad. Y la Verdad sigue dando testimonio, aun cuando le han cortado la cabeza, y cuando le han atado la lengua fulgen sus ojos como estrellas. Yo soy Jehová.

»Cuando Jehová hubo hablado, caí postrado rostro en tierra, y no hablé, sino que guardé silencio, sumido en mil pensamientos. Y pensé que la Belleza era hermosa antes de desaparecer, y dulce el Amor antes de extinguirse; y pensé que la Verdad era perenne como las estrellas eternas, y pensé estremecido en la Verdad.

»Y Jehová habló:

»—¿Querías saber lo que habías de escoger en la vida?». —Y luego prosiguió:

»—¿Has elegido?

»Yo seguía postrado rostro en tierra, y respondí, henchido de pensamientos:

»—La Belleza era hermosa y dulce el Amor, y la Verdad como las estrellas perennes.

»Y Jehová habló una vez más, y dijo:

»—¿Has elegido?

»Y mis pensamientos eran un tumulto, y mis pensamientos mantenían enconada pugna; y respondí:

»—La Belleza era como una aurora.

»Y dicho esto, susurré:

»—El Amor era también dulce, y lucía como una estrellita en mi alma.

»Pero entonces sentí los ojos de Jehová fijos en mí, y los ojos de Jehová leían en mi pensamiento. Y por tercera vez, dijo Jehová:

»—¿Has elegido?

»Y al preguntarme por tercera vez “¿Has elegido?”, mis ojos se desorbitaron de espanto y desfalleció toda mi fuerza. Y, pues, preguntaba por última vez “¿Has elegido?”, volví a pensar en la Belleza y en el Amor, y pensando en ambos, respondí a Jehová:

»—Elijo la Verdad.

»…Pero el tumulto de mis pensamientos no se ha aplacado…».

—Esto era —concluyó Norem.

Callaron todos un momento; y luego el periodista dijo con una sonrisa:

—Callo, esperando lo que va a decir Milde.

Milde se negó a hablar; ¿por qué había de negarse? Al contrario; tenía que hacer una observación: ¿Había alguien que pudiera explicarle el significado de todo aquello? Él admiraba a Ojén tan sinceramente como el que más, pero… ¿Había algún sentido en lo que Jehová decía y volvía a decir? Deseaba que se le respondiese.

—Oiga usted, Milde, ¿por qué le tiene usted tan mala voluntad a Ojén? —dijo Hanka—. Viejos recuerdos… ¿No lo ha entendido usted? Yo lo encuentro delicado y lleno de evocación. He sentido la belleza del conjunto; no me lo eche usted a perder.

Y volviéndose a Ágata, preguntó:

—¿No le ha parecido también bonito?

—¡Querida Hanka! —exclamó Milde—. ¿Conque quiero mal a Ojén? ¿No digo que deseo que el premio se lo lleve él y no yo? Pero no puedo con estas nuevas tendencias y con todas estas historias. Viejos recuerdos… Muy bien; pero ¿dónde está el sentido de todo ello? Él no ha hablado con Jehová, de cierto; eso es pura invención. Y, además, ¿por qué no podía escoger la Belleza, y el Amor, y la Verdad? ¡Yo lo hubiera hecho! Pero, repito, ¿dónde está el sentido?

—Precisamente eso es lo característico: no tiene ningún sentido determinado —replicó Ole Henriksen—. El propio Ojén lo declara así en su carta. Dice que el efecto está en el ritmo…

—¡Ah, vamos…! El hombre es el mismo en todas partes; esa es la cosa. Ni la montaña, ni el aire del bosque, ni la leche de cabras le hacen el menor efecto. Por lo demás, sigo sin comprender por qué Ojén te ha enviado a ti el manuscrito; ahora, que si es una ofensa preguntarlo…

—Tampoco sé por qué me lo ha enviado a mí precisamente —asintió Ole Henriksen—. Dice que quiere convencerme de que trabaja. Por lo demás, va a volver en seguida; ya no resiste más allá arriba.

Milde se sonrió.

—En efecto; no le queda ya mucho dinero, lo que no es de extrañar —replicó Ole guardándose el manuscrito en el bolsillo—. A mí me parece, dígase lo que se diga, que el poema es admirable.

—Bueno, bueno. Mira, amigo Ole; no hables de literatura, haz el favor —le interrumpió Milde.

Y como hasta él mismo comprendió que esto, en presencia de Agata, era demasiado fuerte, se apresuró a añadir:

—Quiero decir que es aburrido pasarse el día hablando de literatura. Vamos a cambiar de conversación y a hablar de la pesca, del aceite o de la política de ferrocarriles… Tú has comprado una cantidad enorme de centeno, Tidemand.

Tidemand levantó la cabeza sonriente. Sí; había querido dar un golpe. Ahora todo dependía de cómo fuese la cosecha en Rusia; si era mediana, el negocio no era muy brillante; si llovía aún…

—Ha empezado a llover —dijo el periodista—. Los periódicos ingleses dicen que en algunas comarcas ha caído ya bastante agua. Y escucha: ¿vendes ya centeno?

Tidemand vendería si se lo pagaban a su precio. Como es natural, había comprado para vender.

Milde se había sentado junto a Paulsberg y le cuchicheaba al oído. El poema en prosa de Ojén le había inquietado un tanto. No le cegaba la pasión, y reconocía que había algo en su competidor.

—Ya sabes que no me gusta hablar de los compañeros en estas materias —replicó Paulsberg—. Por lo demás, he estado varias veces en el Ministerio y he dicho lo que pensaba; espero que lo tengan en cuenta.

—Claro, claro; no era por eso… Bueno; hay que acabar pronto tu retrato. ¿Puedes «posar» mañana?

Paulsberg asintió, y luego chocó su vaso con el del periodista y cortó la conversación.

Irgens había ido perdiendo poco a poco su buen humor. Le mortificaba que no se hablase de su libro. ¿No era lo más natural? Paulsberg no había pronunciado la menor palabra que pudiese dar a entender que le gustaba el libro; sin duda, se figuraba que le iba a preguntar su opinión. Pues se equivocaba: Irgens era demasiado orgulloso y podía pasarse sin el parecer de Paulsberg.

Se levantó.

—¿Se va usted, Irgens? —preguntó Hanka.

Irgens se aproximó, les dio a Ágata y a ella las buenas noches, saludó de paso con una inclinación de cabeza al resto de la sociedad, y salió del restaurante.

Cuando sólo había andado unos pasos oyó que le llamaban por su nombre. Hanka venía corriendo tras él; había dejado el sombrero y el abrigo en el café. Sólo quería darle las buenas noches. ¿No le parece bien?

Y Hanka se reía muy dichosa.

—Apenas te he visto desde la aparición de tu libro. ¡Oh, cada una de sus palabras ha sido un goce para mí! —dijo juntando las manos, arrobada, mientras caminaban.

Al mismo tiempo, para estar más cerca de él, deslizó una mano en el bolsillo de su abrigo. Irgens notó que dejaba en él un sobre. Era la Hanka de siempre, tan buena y tan afectuosa.

—¡Qué versos, qué versos! —repetía.

Él no pudo contenerse más; esta admiración calurosa le hacía un bien indecible. Quiso remunerárselo de algún modo, mostrarle en cuánto la estimaba, y en un rapto de expansión le confió que se había presentado para la pensión, y le pidió su parecer. Sí, la había solicitado calladamente, sin buscar una sola recomendación; se había limitado a enviar su libro. ¿Bastaría?

Hanka calló un momento, conmovida.

—Te ha ido mal —dijo—. Has pasado privaciones. ¿Cómo no has acudido a mí?

Él respondió, riendo:

—¿Para qué están ahí las pensiones? Pero no creas que solicito la pensión porque me haya ido mal. ¿Por qué no ha de pedirse cuando no se humilla uno? Y si pienso en mis competidores, me parece que no seré el último. ¿Qué te parece?

Ella se sonrió, y le dijo:

—No, no serás el último.

Él se acercó a ella, y le susurró:

—Bueno, Hanka; no debes seguir más; da la vuelta y déjame que te acompañe… Mientras te tengo a ti, la vida es soportable; pero cuando tú te marchas todo se pone negro. ¡No, no lo puedo resistir!

—Si no me voy mas que a la casa de campo.

—Sí —replicó él—; pero eso basta. Estamos separados; yo no puedo salir de la ciudad. ¿Cuándo te vas?

—Dentro de una semana, creo.

—¡Si no te marchases, Hanka…! —suplicó él, parándose.

Pausa. Hanka reflexionaba.

—¿Te alegrarías mucho que me quedase? —preguntó—. ¿Sí? Pues me quedo. Me quedo, sí. Lo malo es por los niños; pero no importa. En el fondo, también me alegro.

Habían llegado ya a la puerta del restaurante.

—Buenas noches —dijo él, transportado—. Gracias, Hanka. ¿Cuándo nos veremos? No puedo vivir sin ti.