CAPITULO XIII

Había aparecido el libro de Irgens. Aquella alma selecta, que a nadie confiaba sus empresas, había publicado, con asombro de todos, un lindo tomo de poesías, precisamente en pleno florecer de primavera. ¡Qué sorpresa! Cierto que ya hacía dos años que su drama había visto la luz del mundo, pero ahora podían ver sus detractores que no había estado ocioso todo el tiempo. Una tras otra había ido concibiendo sus poesías; las había escrito, guardándolas en su cajón, y cuando el rimero de cuartillas fue bastante considerable, las había dado a la imprenta.

Su libro estaba ya en los escaparates de las librerías; el público se ocupaba de él; había producido una sensación considerable. Las mujeres quedaban encantadas de los versos de encendido amor que había en la última colección. Pero también figuraban en ellas frases llenas de energía y masculinidad, poesías al Derecho, a la Libertad, a los reyes. Hasta se atrevía a hablar de los reyes con palabras duras. Pero tampoco esta vez se daba Irgens por enterado de que le admiraba la ciudad cuando atravesaba el paseo. ¡Qué le mirasen asombrados, si les parecía bien! A él le era totalmente indiferente la notoriedad.

—Hay que confesar que eres hábil como tú solo —le dijo en la calle Norem, el actor—. Procuras pasar inadvertido, no dices una palabra, y de pronto arrojas esa bomba. Y luego otra vez como si no pasara nada. Pocos podrán imitarte.

Grande, el abogado, se sonrió y dijo:

—Sin embargo, tienes enemigos, Irgens. Hoy precisamente he hablado con una persona que niega que sea asombroso el que al cabo de dos años y medio hayas producido otro libro chiquito.

A lo que Irgens dio esta altiva respuesta:

—Tengo a honor escribir poco. Lo que importa no es la cantidad.

A pesar de lo cual se informó a renglón seguido de quién pudiera ser semejante enemigo. No es que tuviese gran curiosidad, y todo el mundo sabía cuán poco le importaba la opinión de la gente, pero… ¿no sería Paulsberg?

No, no era Paulsberg.

Irgens siguió preguntando, pero Grande, haciéndose el interesante, se negaba a decir el nombre; guardaba el secreto, divirtiéndose en mortificar a Irgens.

—Ya se ve que no eres tan insensible como parece —dijo, riéndose a carcajadas.

Irgens murmuró despectivamente:

—¡Bah…! ¡Tonterías!

Y, sin embargo, era evidente que le preocupaba aquel hombre, aquel enemigo, que quería rebajar su éxito. Pero ¿si no era Paulsberg, quién podía ser? ¿Quién podía ser, que hubiese hecho algo grande en los últimos dos años y medio? De pronto se le ocurrió una idea y dijo despectivamente:

—Como te he dicho, no me interesa saber el nombre; pero en el caso de que fuera ese paleto de Coldewin…

¿Cómo es posible, Grande, que repitas lo que dice ese hombre? Un sujeto que lleva en el mismo bolsillo del chaleco un peine sucio y una colilla de puro… Bueno, tengo quehacer. Hasta otro rato.

E Irgens siguió su camino. Quería dar un paseo por el muelle para sosegarse. Estas conversaciones, más o menos estúpidas, acerca de su libro, resultaban insoportables. ¡Hasta llegaban a hablar de si dos años y medio de trabajo, y a querer medir la poesía cuantitativamente! Entonces su libro no era gran cosa. Por el tamaño, no podía competir con las novelas de Paulsberg.

Al llegar al muelle divisó en un rincón la cabeza de Coldewin; estaba medio escondido, al amparo de un montón de cajones. Irgens siguió la dirección de su mirada, pero no le vio objetivo alguno; sin duda, el viejo chiflado aquel estaba allí pensando en algo, en alguna idea insensata, y tenía un aspecto muy cómico, con los ojos clavados en el vacío, sumergido en sus pensamientos. Su mirada se perdía en línea recta y al final del almacén. Su abstracción era completa; no parpadeaba ni se daba cuenta de lo que ocurría en derredor. De primera intención, Irgens tuvo el propósito de dirigirse a él para preguntarle si encontraría en casa a Ole Henriksen; luego podía hablarle de su libro y preguntarle lo que le parecía. La cosa podía ser divertida; acaso el sujeto tuviera que confesar que juzgaba al peso la poesía. Pero luego lo pensó mejor. ¿Qué interés podía tener lo que aquel hombre pensase en materia de poesía?

Irgens llegó al extremo del muelle; al volver, Coldewin estaba aún en el mismo sitio. Irgens pasó por delante de él, atravesó la calle y quiso volver a la ciudad. En el mismo instante salían Ole Henriksen y Ágata del almacén, y lo vieron.

—¡Buenos días, Irgens! —exclamó Ole, y le tendió las manos—. Me alegro de que nos encontremos. Y muchas gracias por el libro que nos has enviado. Eres incomparable; asombras hasta a tus más íntimos amigos; tu libro es la obra de un maestro.

Ole siguió hablando sin detenerse, alegre y radiante del trabajo del otro; tan pronto admiraba este verso como aquel, y le dio repetidamente las gracias.

—Ágata y yo lo hemos leído con el corazón palpitante —dijo—. Ágata me parece que hasta ha llorado un poquito… Sí, no lo niegues, Ágata. Tampoco es cosa para avergonzarse… Escucha, Irgens; acompáñame a Telégrafos; tengo quehacer allí. Y luego, si quieres, vamos al restaurante. Además, tengo una pequeña sorpresa para vosotros.

Ágata no decía nada.

—¿No podíais esperarme aquí un rato, paseando, mientras yo telegrafío? —preguntó—. Pero no os impacientéis si tardo algo. Quiero ver si puedo comunicar con un barco que está en Arendal…

Y Ole desapareció escaleras arriba; Irgens le siguió con la vista.

—Oiga usted. ¿Puedo darle también las gracias por el libro? —dijo Ágata inmediatamente dándole la mano… Hablaba muy bajo—. No puede usted figurarse lo que me ha gustado.

—¿De veras le ha gustado? ¡No sabe usted el bien que me hace oírlo! —respondió él lleno de gratitud.

Que hubiera esperado a que Ole se fuese para felicitarle, le parecía un rasgo encantador y lleno de delicadeza; ahora lo hacía más efusiva y más confiada, y sus palabras adquirían para él una significación más honda. Le dijo lo que más la había conmovido; la maravillosa Poesía a la vida. No había leído nada tan hermoso. Pero como si temiese haberse expresado con tanto calor, que sus elogios pudieran ser mal interpretados, añadió en un tono más frío que Ole estaba tan entusiasmado como ella. La mayor parte del libro se lo había leído él en voz alta.

Irgens hizo un leve mohín.

—¿Le gustaba que la leyesen en voz alta? ¿Le gustaba, de veras?

Ágata había evitado de intento mezclar, en la conversación el nombre de Ole. Aquella tarde había vuelto a hablar de la fecha de la boda, y una vez más la había dejado a su discreción. Probablemente sería en Otoño, cuando Ole regresase de su viaje a Inglaterra. Ole era la bondad misma; no se cansaba de ejercitar con ella por modos diversos su paciencia ni de mostrar el contento que le producía. Aquella tarde, luego de resuelto el punto de la boda, había añadido:

—Y, entretanto, debíamos ocuparnos de vez en cuando de que en casa haya cosas que hacer.

Y ella, sin poderlo evitar, se había puesto colorada; era, realmente, una vergüenza que no hubiera empezado aún a preocuparse de cosas útiles, limitándose a darle conversación en la oficina. Podía empezar por cosas pequeñas, había dicho Ole; pensar en el arreglo de la casa, darse idea de las nuevas cosas que deseaba tener… Sí, tenía razón él; ni un momento había pensado en la casa futura: no había hecho más que revolotear por el almacén. Y al reconocerlo se había declarado que no servía para nada ni tenía ninguna experiencia. Pero Ole la había estrechado en sus brazos, la había sentado en el sofá y la había consolado, diciéndole que sólo era una joven, una niña encantadora; pero ya tendría más años; tenía vida sobrada ante sí. Todo esto tan tiernamente, que había acabado por llorar mirándola como a una niña.

—Por lo demás —dijo de pronto Irgens—, ya sé que a usted no le importamos mucho los poetas. Por una razón o por otra, no le inspiramos interés.

Ella se le quedó mirando.

—¿Cómo dice usted eso?

—Me parece que así es. Acuérdese de aquella tarde en el «Tívoli», en que su amigo profesor tronaba tan despiadadamente contra nosotros, míseros poetas. Parecía que usted estaba conforme con todo lo que decía.

—¡Que yo…! ¡Si no dije una palabra! Se equivoca usted si cree…

Pausa.

—Yo me alegro en el alma de haberla encontrado —dijo Irgens todo lo indiferente que le fue posible—. Con sólo verla a usted se me alegra el alma. Debe de ser magnífico poseer el don de sumir a los demás en una especie de dicha con sólo mostrarse.

Lo dijo de tal modo, que había que creerlo; por absurdo que pareciese, era sincero, y por eso ella respondió medio sonriéndose:

—Pobre de usted si no tuviera más que a mí para alegrarle el alma.

Dijo esto sin intención de causarle pena; tal como se le ocurrió, sin malicia ninguna. Pero al ver que Irgens bajaba la cabeza murmurando: «¡Ya, ya comprendo!», se dio cuenta de que podía darse otra interpretación a sus palabras, y añadió apresuradamente:

—Porque a mí no me ve usted siempre. Además, que este verano me iré al campo, y hasta el otoño no volveré a la ciudad.

Irgens se paró en seco.

—¿Se va usted al campo?

—Sí, con la señora de Tidemand. Hemos acordado que pasaré el verano en su quinta.

Irgens se quedó callado y estuvo cavilando un rato.

—¿Es seguro que los Tidemand se van al campo? —preguntó—. A mí se me figura que aún no está decidido.

Ágata insistió en que sí estaba decidido. Siguieron paseando.

—He aquí un bien que me está vedado —dijo él sonriéndose melancólicamente—. No poder ir al campo.

—¿No? ¿Y por qué?

Ágata se arrepintió en seguida de su pregunta; ¿cómo no se había dado cuenta de que no podía ir por falta de recursos? ¡Siempre había de ser tan torpe! Y apresuradamente dijo un par de frases sin sentido para ahorrarle la respuesta.

—Cuando quiero irme al campo, pido prestada una lancha y remo un par de horas hasta la isla de enfrente —siguió Irgens con la misma sonrisa melancólica—. Con un poco de imaginación puede uno figurarse en plena naturaleza.

—¿A la isla? —respondió ella poniendo atención—. Es verdad: no he estado nunca. ¿Es bonito aquello?

—Sí; en muchos sitios, admirablemente hermoso —replicó él—. Yo la conozco al dedillo. Si usted quisiera que la llevase alguna vez…

No era una nueva frase de cortesía: era una súplica; ella lo entendió perfectamente. Sin embargo, respondió que no podía prometerlo, que sin duda sería interesante, pero…

Pausa.

—Allí he escrito muchas de mis poesías —prosiguió él—. Le enseñaría los sitios; ¡me produciría usted un placer tan grande, Ágata!

Ella callaba.

—Hágalo —dijo él de pronto, haciendo ademán de cogerle una mano.

En el mismo momento apareció Ole Henriksen. Irgens estaba aún en la misma postura, con la mano extendida.

—¡Hágalo! —susurró él.

Ella le miró rápidamente de soslayo.

—Sí —murmuró a su vez.

Ole se dirigió a ellos. No había podido comunicar con el barco. Y propuso irse en seguida al restaurante. Además, traía una sorpresa para ella: el último trabajo de Ojén. Ahora lo iba a oír.