CAPITULO XII

A la mañana siguiente, a las diez, apareció Tidemand en el despacho de Henriksen. Ole trabajaba en su pupitre.

Como había dicho, la visita de Tidemand tenía un objeto puramente comercial. Hablaba a media voz, casi cuchicheando, y exhibió un telegrama de complicado texto; donde decía «subiendo uno», había que leer diez, y donde decía «baja U. S.», había que leer paralización en el mar Negro y en el Danubio y alza en Norteamérica. El telegrama era del representante de Tidemand en Arkángel.

Ole se dio cuenta en seguida de lo que este telegrama significaba. Dentro de muy poco Rusia prohibiría la exportación de trigo por el hambre que reinaba en el Imperio de los zares, porque la cosecha se presentaba con mal cariz. Vendrían tiempos difíciles; el trigo se pondría por las nubes, y había que proveerse mientras aún fuera tiempo. Norteamérica había husmeado ya algo y, a pesar de las rectificaciones del Gobierno ruso en la Prensa inglesa, el trigo americano subía a diario, sin que se supiera adónde iba a llegar.

Tidemand venía a proponerle a Ole un negocio de centeno americano, que aún podía hacerse. Podían realizarlo en común, y sería un golpe genial, introduciendo en Noruega una cantidad de centeno que bastaría a proveerla durante un año. Pero la cosa urgía, pues también el centeno estaba en alza y en Rusia apenas se podía encontrar ya.

Ole comenzó a pasear arriba y abajo caviloso; sentía tal preocupación, que se había olvidado de ofrecerle a Tidemand un refresco y un cigarro. El negocio le atraía, pero de momento tenía demasiado dinero invertido en otras cosas. El negocio del Brasil lo había paralizado, y no podía esperar que empezase a dar rendimiento hasta después de transcurrido el verano.

—Pero en el negocio se puede ganar mucho dinero —dijo Tidemand.

Sin duda alguna; y no era eso lo que hacía vacilar a Ole. Es que, desgraciadamente, no estaba en condiciones de emprenderlo. Explicó su situación, añadiendo que de momento no se atrevía a aventurarse más. Pero la especulación le interesaba, haciendo que chispeasen sus ojos. Pidió detalles excitado, cogió un papel para hacer un cálculo y volvió a repasar detenidamente el telegrama.

Finalmente, bajó la cabeza y declaró que no podía tomar parte en el negocio.

—Claro está que puedo hacerlo también solo —dijo Tidemand—; pero tendré que tomar menos cantidad. Me hubiera gustado tenerte a mi lado; me habría sentido más seguro. Ahora que, naturalmente, no debes comprometerte a más de lo que permiten tus fuerzas. Voy a telegrafiar. Dame un telegrama.

Lo redactó y se lo pasó a Ole.

—Así. Creo que se entenderá.

Ole retrocedió un paso.

—¡Tanto! —exclamó—. Mira que es una orden muy crecida.

—Sí que lo es. Pero confío en el buen resultado —repuso tranquilamente Tidemand.

E incapaz de dominar la emoción que súbitamente le inundó, murmuró, mirando fijamente a lo lejos:

—Además, ahora me es indiferente todo.

Ole se le quedó mirando.

—No, no digas eso, Andrés; no hables así. A pesar de todo, no debes perder la esperanza. No hay motivo para ello. ¿Verdad que no?

—¡Qué sé yo…! Bueno, no hablemos de eso… Ya veremos cómo se presentan las cosas.

Tidemand se guardó el telegrama en el bolsillo.

—Es verdad —asintió Ole.

—Me hubiera alegrado mucho que fuéramos juntos en este negocio, Ole. Sólo puedo decirte que también estoy comprometido por otro lado. Pero, en fin, no hay más remedio que echar el barco al mar. Esperemos que cuando pase la tormenta venga una respetable cantidad de dinero. ¿No lo crees tú así?

—Sin duda alguna —replicó Ole—. Puedes estar completamente seguro.

—De todos modos, aunque fracasase, no me vería reducido al último extremo. Y Dios me libre de ello, tanto por mí como por los míos.

—Pero, por vía de seguridad, ¿no podrías…? Por lo demás, aguarda un momento y perdona que ni siquiera te haya ofrecido un cigarro. No, si ya sé que te gusta fumar ion cigarro mientras conversas; se me había pasado. Siéntate un momento, haz el favor; vengo en seguida.

Tidemand comprendió que Ole iba a buscar a la bodega el acostumbrado vino y le llamó, pero Ole no le oyó; y al poco tiempo venía con una botella llena de telarañas. Como solían, se sentaron en el sofá y chocaron las copas.

—Pero escucha una cosa —prosiguió Ole—. ¿Has pensado bien todos los detalles del negocio? No es que quiera adoctrinarte, ¿sabes?, pero…

—Creo haberlo calculado todo —respondió Tidemand—. El plazo es de tres días, y a la entrega. Comprar, hay que comprar inmediatamente; de lo contrario, no tiene sentido. Ni siquiera me he olvidado de tomar en consideración el probable cambio de presidente en las nuevas elecciones.

—Pero ¿no podrías precaverte, limitando la orden de compra, por ejemplo, no comprando si pasa de ciento doce?

—No creo. Fíjate en que si Rusia cierra la frontera, ni siquiera ciento quince, ni ciento veinte es mucho. En cambio, si no cierra, ya es mucho ciento. ¿Qué digo? Hasta noventa es demasiado. De todos modos, viene la catástrofe.

—Pero, Andrés, no debes arriesgarlo así todo de un golpe. En tu lugar, yo limitaría la orden.

—Ya está decidido, y así queda. Si viene mal, ¡qué hemos de hacerle! De todos modos, sin nada no quedaré.

Y la emoción de antes volvió a adueñarse de Tidemand, que murmuró:

—Además, empieza a serme todo indiferente.

Se puso rápidamente en pie para ocultar su turbación; estuvo un rato de pie en la ventana mirando afuera y luego se volvió hacia Ole, sonriendo:

—Creo que este negocio me va a traer la suerte; tengo un presentimiento. Y ya sabes lo que significa un presentimiento para nosotros los hombres de negocios; lo arreglamos todo sin temor.

—Bien; bebamos una copa porque todo salga a la medida de tu deseo.

Bebieron.

—Y en lo demás, ¿cómo va? —preguntó Ole.

—No creas —se apresuró a contestar Tidemand—. Tampoco eso presenta mal aspecto, no. En casa la cosa está, poco más o menos, como antes.

—¿De modo que por ahora no ha habido modificación?

—Bueno…, no… Pero tengo que irme va.

Tidemand se levantó. Ole le acompañó hasta la puerta y dijo:

—No te desanimes de esa manera, Andrés; te lo ruego. No quiero volver a oírte decir que todo té es indiferente… Muchas gracias por tu visita.

Pero Tidemand no se iba. Había puesto la mano en la puerta y sus ojos corrían nerviosos por el despacho de un objeto a otro.

—No es raro que algunas veces pierda el humor —dijo—. De momento no me va bien; hago todo lo posible por poner las cosas en orden, pero no lo consigo todo lo aprisa que quisiera. En fin, ya se arreglará todo. A Dios gracias, creo que la situación ha mejorado algo.

—Tu mujer, ¿para ahora más en casa? Se me había figurado que…

—Desde hace algún tiempo, Hanka es realmente una buena madre, y yo estoy contentísimo, porque eso nos acerca más que nada. Ahora está dedicada a proveer a los chicos de vestidos para el verano. Confecciona cosas extraordinarias; yo no he visto nunca nada semejante: vestidos azules y blancos y rojos. Por allí andan todos esparcidos. Por otra parte, sigue sin considerarse como casada, y firma siempre con su apellido: Lange… Aunque eso acaso no sea más que un capricho suyo; y siempre añade Tidemand: no lo olvida nunca. Tú mismo viste ayer cómo me pedía cien coronas. Eso me satisface, y no lo mencionaría sí tú no lo hubieras presenciado. Por lo demás, ese era el tercer billete de cien coronas que me pedía en el transcurso de dos días. ¡Espero que no interpretarás mal el sentido de lo que estoy diciendo! ¡No lo interpretes mal, querido amigo! Pero ¿por qué me pide dinero delante de la gente? Como si quisiera despertar la impresión de que sólo de ese modo consigue que le dé algo. Gasta mucho dinero, y no creo que sea para ella, no; estoy seguro de que no es para ella. Hanka no es derrochadora; es que lo regala a alguien. En ocasiones le doy mucho dinero varias veces a la semana; a menudo se lo doy al salir, y cuando vuelve, ya no tiene un céntimo, a pesar de que no ha comprado nada. Pero después de todo, no importa. Mientras haya dinero…, lo mío es suyo también. Un día, en broma, le pregunté si quería arruinarme, si quería reducirme a la mendicidad. Te aseguro que no era más que una broma, y luego de decírselo me eché a reír. Pues, nada, lo tomó en serio y me dijo que si no me parecía bien, que abandonaría la casa: el divorcio, chico. Le dije que me arrepentía de la broma y que me perdonase. No se me hubiera ocurrido jamás que ella quisiera arruinarme. «Querido Andrés, ¿no podríamos separamos?», me preguntó ella entonces. No sé lo que respondí; pero no tiene tampoco importancia. Pues, en seguida me pidió mi llave de casa, porque se le había perdido la suya. Le di la llave y le pedí que se olvidara, lo que hizo muy amablemente, diciéndome que yo era un niño grande… Ayer, al volver a casa, la encontré trabajando en los vestidos de los niños; se puso a enseñármelo todo, y, al sacar un pañuelo, salió con él una corbata de caballero. Yo hice como que no la veía, pero me di cuenta de que no era de las mías, y hasta la reconocí… Has de entenderme bien, Ole: no es que la reconociera tan exactamente que pudiera decir a quién pertenecía. Y acaso pudiera ser una de mis corbatas, de las que ya no uso. Siempre me ha ocurrido no conocer mis propias corbatas…, tan poco me fijo en ellas… Bien; de todos modos, como te decía, la cosa va mejorando. Y si mi gran sorpresa sale bien, acaso traiga consigo la felicidad. Sería magnífico poder hacerle ver que no soy un imbécil.

Los dos amigos hablaron todavía unos instantes; luego Tidemand se fue camino de Telégrafos. Iba lleno de esperanza. Se adelantaría a la crisis y, cuando nadie tuviera centeno, él se hallaría en posesión de una cantidad enorme. ¿Por qué no había de resultar bien? Se sentía ligero como un chico y evitaba los encuentros con los conocidos que podían detenerle.

A los cinco días se recibió, en efecto, en el Ministerio del Exterior, un telegrama comunicando que, en vista del hambre que reinaba en el país, y de que la cosecha se presentaba con malos auspicios, el Gobierno ruso se veía obligado a prohibir la exportación de centeno, trigo, maíz y cebada por todos los puertos de Rusia y Finlandia.

Tidemand había calculado bien.