CAPÍTULO XI

Después de la función se reunieron en el restaurante. Estaba casi toda la peña, incluso Paulsberg y su mujer. Más tarde llegó Grande, el abogado, trayendo consigo a Coldewin, que se resistía con todas sus fuerzas. El abogado se había tropezado con él delante del Tívoli, y se le había metido en la cabeza traerlo.

Como de costumbre, se había hablado de todas las cosas divinas y humanas, de libros y arte, de los hombres y de Dios; se había rozado la cuestión del feminismo, y también la política. Desgraciadamente, los artículos de Paulsberg en Las Noticias no habían producido ningún efecto decisivo sobre el Storthing, que, por sesenta y cinco votos contra cuarenta y cuatro, había resuelto aplazar la cuestión. Milde declaró que emigraría inmediatamente a Australia.

—Pero ¿y el retrato de Paulsberg que estás pintando? —objetó Norem, el actor.

—Bien, ¿y qué? En un par de días puede estar terminado.

Pero tácitamente se había convenido que el retrato no estaría terminado hasta después de la Exposición, para no exponerlo con la turbamulta de los demás cuadros. Así fue que al oír Paulsberg que Milde podía acabarlo en un par de días, replicó breve y autoritario:

—Por ahora no puedo «posar»; estoy trabajando.

Y la cosa quedó así.

Hanka tenía a Ágata a su lado. Al entrar, la había llamado en seguida:

—Siéntese a mi lado, bonita; venga usted aquí con su hoyuelo.

Y al mismo tiempo le había susurrado a Irgens:

—¿Verdad que es encantadora?

Hanka llevaba hoy también su vestido de lana gris y un cuello de encajes; la garganta completamente desnuda. La primavera comenzaba a hacer efecto en ella, y le daba un aspecto doliente; tenía los labios agrietados, los humedecía constantemente con la lengua y, al reírse, su boca hacía una mueca forzada.

Le dijo a Ágata que dentro de poco se iría a su casa de campo, adonde esperaba que fuese. Comerían fresas, recogerían heno y se tenderían en la hierba. De pronto se volvió hacia su marido y, por encima de la mesa, le dijo:

—Antes que se me olvide: ¿puedes darme cien coronas?

—Más valía que lo hubieses olvidado —respondió, bondadoso, Tidemand. Se veía que estaba encantado, y prosiguió en tono de chanza—: No os caséis, amigos; es una broma muy cara. ¿Otra vez cien coronas?

Y le entregó a su mujer un billete; ella le dio las gracias.

—Pero ¿qué vas a hacer con ellas? —preguntó el marido, bromeando.

—No quiero decírtelo —replicó ella. Y cortó la conversación, volviéndose de nuevo a Ágata.

En este momento fue cuando apareció en la puerta el abogado, arrastrando a Coldewin.

—Claro que tiene usted que entrar —dijo, obstinado, Grande—. No me ha pasado nunca nada semejante; tengo gusto en beber un vaso de cerveza con usted. ¡Eh! Ayudadme a entrar a este hombre.

Pero cuando Coldewin hubo visto la concurrencia allí congregada, se soltó vivamente y desapareció.

La mañana mencionada había visitado a Ole Henriksen y había prometido volver, pero desde entonces no había quien le hubiera echado la vista encima. El abogado explicó:

—Lo encontré ahí fuera; me dio lástima de verle tan solo; pero…

Ágata se levantó apresuradamente y abandonó su sitio. Salió precipitadamente, y en la escalera alcanzó a Coldewin. Se les oyó hablar animadamente, y al fin aparecieron ambos.

—Perdonen ustedes —dijo Coldewin—. El señor Grande ha tenido la bondad de traerme aquí; pero yo no sabía que había otras personas…, que había una sociedad numerosa —corrigió.

El abogado se echó a reír.

—¿Una sociedad numerosa en un restaurante? Siéntese, hombre, beba y diviértase. ¿Qué quiere usted tomar?

Coldewin se tranquilizó; y este hombre calvo y de pelo gris, de ordinario reservado y silencioso, comenzó a participar en la conversación. Parecía haber cambiado mucho desde que estaba en la ciudad; hasta sabía replicar a los ataques, cosa que nadie hubiera esperado de él. El periodista Gregersen derivó la conversación hacia la política; quería conocer la opinión de Paulsberg. ¿Qué iba a pasar? ¿Qué actitud debía adoptarse?

—¿Qué actitud hay que adoptar ante un hecho? Hay que tomarlo como toman los hombres esas cosas —replicó Paulsberg.

En aquel momento, Grande le preguntó a Coldewin:

—¿Ha estado usted hoy en Storthing?

—Sí.

—Entonces, ya conoce usted el resultado. ¿Qué opinión le merece?

—Eso no puedo decirlo tan fácilmente —replicó sonriendo el aludido.

—No habrá seguido la cuestión desde el principio; lleva poco tiempo aquí —observó benévola la señora Paulsberg.

—¿Que si la ha seguido…? ¡Ya lo creo que la ha seguido! De eso puede usted estar segura —exclamó el abogado—. He hablado con él varias veces del asunto.

Siguió el debate; Milde y el periodista gritaban en competencia, pidiendo la dimisión del Gobierno; otros se pusieron a hablar de la ópera sueca que acababan de oír, y resultaba que ni uno solo dejaba de entender de música. Finalmente volvieron a la política.

—¿De manera, señor Coldewin, que lo que ha pasado hoy no le ha producido gran emoción? —preguntó Paulsberg, queriendo mostrar a su vez condescendencia—. Pues yo he de confesar, para vergüenza mía, que me he pasado la tarde protestando y maldiciendo.

—¿De veras? —replicó Coldewin.

—Pero ¿no oye usted que Paulsberg le pregunta si no ha sentido usted ninguna conmoción? —preguntó secamente el periodista.

Coldewin se sonrió reposadamente y murmuró:

—¿Conmoción? Claro que esas cosas no dejan de despertar sentimientos. Pero precisamente esta decisión de hoy no debe coger de nuevas a nadie. A mi entender, no es más que una última formalidad.

—¡Ah! ¿Es usted pesimista?

—No, no; eso no.

Pausa.

Paulsberg esperaba que Coldewin dijera algo más; pero no dijo nada. Luego trajeron cerveza con unos bocadillos, y después café. Coldewin aprovechó la ocasión para arrojar una ojeada a los concurrentes; de pronto se encontró con la mirada de Ágata, que se posaba serena sobre él, y esto le conmovió de tal manera que, sin previo exordio, rompió a hablar:

—¿Es cierto que les ha parecido a ustedes tan inesperada la resolución de hoy? —Y como recibiera una respuesta semiafirmativa, hubo de proseguir para explicarse un poco—: A mí me parece que está en perfecta consonancia con el estado de ánimo del país en general. La gente se ha dicho: «La autonomía de que disfrutamos nos ha traído cierta libertad. Vamos a disfrutarla». Y se echaron a descansar.

Todos se mostraron de acuerdo con esto, y hasta Paulsberg inclinó la cabeza, asintiendo; acaso aquel fenómeno rural no fuese tan tonto. Luego el abogado consiguió que volviese a hablar, preguntándole:

—Cuando le encontré a usted por primera vez en Grand afirmó que no se debía olvidar nada, olvidar nunca, perdonar nunca. ¿No. es cierto?

—En efecto. Ustedes, los jóvenes, debieran recordar siempre el desengaño sufrido, no olvidarlo nunca. Han depositado ustedes su confianza en un hombre, y este hombre les ha defraudado; no lo olviden jamás. No; no debe perdonarle nunca; hay que vengarse. En una ocasión vi en un país católico, en Francia, cómo se martirizaba a dos caballos de un coche. El coche se había atascado y el cochero golpeaba furioso a los caballos con el látigo; luego, cada vez más rabioso, ya les daba con la fusta. Pero los caballos resbalaban en el pavimento, a pesar de sus esfuerzos, y aquel hombre, frenético porque se había congregado un gran gentío, se apeó del coche y comenzó a pegarles, ciego, buscando los sitios más dolorosos. Yo intenté coger al cochero, pero la gente que formaba corro me lo impidió; no tenía un revólver para disparárselo, y comencé a pedir al cielo los más terribles castigos para el desalmado. Junto a mí había una mujer. Con voz dulce me dijo: «Caballero, ¿cómo puede usted desear esas cosas? Dios es misericordioso, y lo perdona todo». Yo me volví a ella, la miré sin decir palabra, la miré y le escupí en la cara…

Esto produjo un extraordinario regocijo en la peña.

—¿En la cara? ¿Y qué pasó? ¡Vaya una situación! ¿Pudo usted escapar?

—No; me detuvieron. Pero lo que yo quería decir era esto: no hay que perdonar. Hay que devolver un favor con otro mayor; pero una maldad hay que vengarla… Lo que ha pasado hoy en el Storthing está en íntima conexión con nuestra manera de ser general. Perdonamos; olvidamos la traición de nuestros directores y disculpamos su debilidad y sus vacilaciones en los momentos decisivos. Ahora debiera alzarse la juventud noruega, la fuerza y la cólera. Pero, a fuerza de salmos y moral cuáquera, les hemos inoculado el ideal de la paz perenne, les hemos habituado a la dulzura y la tolerancia, loando a los más suaves y apacibles. Y ahí está el resultado; ahí están esos muchachos de seis pies de altura que toman biberón y se deslíen en dulzura. Y, si les pegáis en una mejilla, os ofrecen la otra, metiéndose los puños en el bolsillo…

El discurso de Coldewin había logrado bastante atención y todos le miraban. Mostraba la misma tranquilidad de siempre y decía sus palabras sin arrebato; flameaban sus ojos; sus manos, que, con su habitual desmaña, apretaba convulso, temblaban, pero ni un momento elevó el tono de su voz. Por lo demás, su aspecto no era muy brillante. Con el movimiento, el cuello y la corbata se habían torcido completamente hacia un lado, y no se daba la menor cuenta. Su barba, ya gris, le caía encima del pecho.

El periodista asintió y le dijo a su vecino:

—No está mal. Es casi de los nuestros.

Paulsberg observó risueño y siempre benévolo:

—Por mi parte ya he dicho que me había pasado el día maldiciendo; así es que también he contribuido a fomentar la indignación de la juventud.

Grande estaba muy orgulloso de haber traído a Coldewin, y una vez más le contó a Milde en qué circunstancias lo había atrapado:

—Me figuraba que esto no iba a estar muy animado, cuando veo al hombre delante del Tívoli; estaba solo y me dio lástima…

Milde le interrumpió; dijo, dirigiéndose a Coldewin:

—Habla usted de la situación en que hemos caído. Si es que cree usted que esa blandura y esa falta de acometividad son generales, se equivoca…

Coldewin le interrumpió sonriendo:

—No; no creo eso.

—Entonces, ¿qué es lo que cree? No se puede acusar de debilidad a una juventud como la nuestra, en la que florecen tantos talentos. Precisamente nunca ha habido tantos jóvenes de valor como ahora.

Y hasta el actor Norem, que había estado calladito en su rincón, bebiéndose un vaso tras otro, confirmó:

—En efecto, nunca los ha habido.

—¿Talentos? Bueno; en realidad, esa es otra cuestión —replicó Coldewin—. Pero ¿cree usted que hay en nuestra juventud talentos que prometan cosas tan extraordinarias?

—¡Ja, ja! Pregunta si… ¿De modo, señor Coldewin, que no hay gente de valer en Noruega? Sí, tiene usted razón, no hay nada, no…

Milde se rio irónicamente y se volvió a Irgens, que no había dicho una palabra:

—Irgens, no tenemos el menor porvenir. El fenómeno nos condena a la insignificancia.

Al ver el giro que tomaba la discusión, Hanka intervino para apaciguar los ánimos. Sin duda no le habían entendido bien; el señor Coldewin explicaría la cosa.

—Además, ¿no podéis oír la opinión ajena sin enfureceros? Debía usted avergonzarse, Milde.

Paulsberg intervino también condescendiente:

—De manera que no tiene usted gran confianza en nuestro escaso talento, ¿eh?

Coldewin replicó:

—¿Confianza? No puedo negar que, en mi opinión, estamos en un período de decadencia, y me refiero especialmente a los jóvenes. Hemos comenzado a retroceder paso a paso; nuestro nivel desciende cada día. Los jóvenes no exigen ya gran cosa, ni de sí mismos, ni de los demás; se conforman con lo pequeño y lo motejan de grande; no se necesita gran cosa hoy para ser tomado en consideración. Esto es lo que quería decir.

—Pero, hombre de Dios, ¿qué dice usted de nuestros poetas de nuestros escritores jóvenes? —gritó de pronto Gregersen, presa de la mayor excitación—. ¡De nuestros escritores, digo! ¿Ha leído usted algo de ellos? ¿Se ha tropezado usted alguna vez, por ejemplo, con el nombre de Paulsberg o con el de Irgens?

El periodista estaba frenético.

Ágata contemplaba asombraba a su antiguo profesor. No podía comprender que aquel hombre, que eludía siempre la polémica, que cedía al encontrar contradicción, ahora tuviera constantemente pronta la réplica a todas las objeciones. Sin alterarse, respondió:

—Les ruego que no tomen a mal lo que digo. Concedo que no debía hablar aquí, entre personas mucho más capacitadas que yo; pero, si he de decir lo que pienso, tengo que afirmar que tampoco de nuestros escritores puede esperarse gran cosa. No hay en esto una medida general; todo es cuestión de opinión, y la mía es distinta de la de ustedes. ¡Qué le vamos a hacer! Yo creo que nuestros escritores no se elevan sobre el nivel general: al parecer, no tienen suficiente fuerza para ello. No es culpa suya, es cierto; pero que no quieran parecer más de lo que son. Es terrible que hayamos perdido la medida de lo grande para convertir en grande lo pequeño. Dirijan ustedes una ojeada a nuestra juventud; vean lo que son nuestros escritores; trabajan, es cierto, y hay que reconocer que aspiran a subir a lo alto, pero no lo logran. ¡Y qué poco manirrotos son con su talento! ¡Con qué parsimonia lo administran! Verso a verso, trabajosamente, va saliendo hoy un libro, mañana otro… No dilapidan, no; no tiran el dinero a la calle. ¡Qué diferencia, en comparación con los antiguos! Aquellos estaban tan ricamente dotados, que su riqueza desbordaba, y con un magnífico y genial descuido tiraban a puñados los ducados por la ventana. Ahora no; nuestros escritores son chicos ordenados y razonables. No esperéis de ellos esta munificencia generosa, este ímpetu triunfal, hijo de la fuerza y el genio.

Ágata no le quitaba ojo. Él la miró y sus ojos se encontraron, y una fugitiva sonrisa calurosa se asomó a los labios de la joven, que había oído sus palabras. Quería que Ole viese lo poco que lamentaba que él no fuese poeta. Coldewin se sintió poseído de gratitud por aquella sonrisa, y poco le importaba que los demás vociferasen, y chillasen y le dirigiesen preguntas groseras: ¿Qué casta de fenómeno era él para hablar con tal aire de superioridad? ¿Qué hazañas asombrosas había realizado? Ya podía dejar su incógnito. ¿Quién era? Que dijese su nombre para que todos lo saludaran rendidos.

El más sereno era Irgens; se retorció altivo el bigote y miraba de cuando en cuando el reloj para indicar cuánto le aburría la escena. Y, después de mirar a Coldewin, le susurró a Hanka con malevolencia:

—Me parece que el hombre no peca de limpio. Mire usted qué pechera y qué cuello, o como llame a eso. Antes le vi guardarse en el bolsillo una colilla de puro. A lo mejor tendrá en el mismo bolsillo un peine viejo. ¡Qué asco!

En medio de la barahúnda, Coldewin conservaba su expresión plácida, y, con la mirada clavada en un punto de la mesa, oía tranquilamente las observaciones de la concurrencia. El periodista le preguntó si no se avergonzaba de lo que había dicho.

—Déjele en paz —le interrumpió Paulsberg—. ¿Cómo puede usted molestar a un individuo así?

—Siento mucho haberles molestado a ustedes —replicó Coldewin—. Pero no debían tomar tan a mal que otros sean de distinta opinión que ustedes en alguna cosa. Eso puede pasar. —Y se sonrió.

—¿De modo que Noruega ofrece un aspecto muy sombrío? —dijo medio riéndose el periodista—. No hay talentos, no hay juventud. No hay más que un estado general. ¡Ja, ja! ¡Dios sabe adónde iremos a parar! ¡Y nosotros que creíamos que la gente debía estima y respeto a nuestros escritores jóvenes!

Coldewin le clavó sus ojos negros.

—Y la gente lo hace —replicó—. En ese punto no creo que haya queja. Al hombre que ha publicado un par de libros se le pone en los cuernos de la luna, y se le admira mucho más que a un gran hombre de negocios o a un técnico de talento. Acaso en ningún país del mundo se dé tanta importancia como en Noruega a los escritores. Como acaso me concederán ustedes, no tenemos hombres de Estado, pero los escritores hacen política, y la hacen admirablemente. Quizá hayan notado que nuestra ciencia no está muy floreciente; pero ¡qué importa!; con el imperio cada vez mayor de la intuición, los escritores pueden desempeñar con lucimiento el papel de hombres de ciencia. Seguramente no se habrá escapado a vuestra atención el hecho de que en toda nuestra historia no hayamos tenido ni un solo pensador; pero consolémonos; los escritores hacen también ahora este oficio, y al público le parece muy bien. No; es injusto lamentarse de la falta de estima de nuestros compatriotas por los escritores.

Paulsberg, que en sus obras había mostrado repetidamente ser un filósofo y un pensador de altura, se sonreía, jugando con el cordón de su monóculo y contemplando al hombre aquel. Pero como Coldewin, para cerrar su perorata, añadiese algunas palabras diciendo que él creía en la juventud dedicada a las cosas prácticas de la vida, por ejemplo, en los comerciantes jóvenes de talento, sonó una carcajada estruendosa, y el periodista y Paulsberg gritaban que aquello era admirable, algo inaudito y graciosísimo. ¿Talento comercial? ¿Qué era eso?

—Sí; a mi modo de ver hay realmente gentes de valer entre nuestra juventud comercial, y les aconsejo que consagren un poco de atención a esta circunstancia. Se construyen barcos, se abren mercados, se realizan operaciones complicadas en colosales proporciones…

Las risas e interrupciones festivas no le dejaron acabar, a pesar de que la consideración a la presencia de Ole y Tidemand contenía un tanto el alboroto. Los dos amigos habían escuchado en silencio; al final estaban un poco desconcertados, sin saber que actitud tomar; sin embargo, ocultaron lo mejor posible su confusión y se pusieron a hablar en voz baja. De pronto cuchicheó Tidemand:

—¿Puedo ir mañana a hablar contigo, Ole? Se trata de un asunto de negocios. ¿Te molestaría si fuese por allí, a eso de las diez? Bien; gracias.

Al otro extremo de la mesa donde estaba Milde se había empezado a hablar de vinos de calidad. Milde entendía mucho de vinos y contendía vivamente con el abogado, a pesar de que este, de la gran familia de los Grande, decía estar habituado desde su infancia a los buenos vinos.

—Desde hace algún tiempo te das una importancia insoportable —dijo Milde.

El abogado le arrojó una mirada y murmuró:

—¡Un don Nadie como el pintor al óleo Milde pretendiendo entender de vinos!

Luego se empezó a hablar de la pensión y del premio. Irgens no hizo el menor gesto cuando oyó decir a Milde que el que más lo merecía era Ojén. Por lo demás, le parecía singular que Milde le desease tan de corazón el premio a Ojén; él lo solicitaba también, y necesitaba dinero tanto como el que más. Para Irgens resultaba muy difícil entender esta actitud.

Había desaparecido de pronto el interés por Coldewin. Nadie reparaba ya en él, y sólo Hanka le dirigió por cortesía unas palabras, a las que respondió; luego no volvió a decir esta boca es mía. Es realmente extraño que no se diese cuenta de cómo llevaba el cuello; le bastaba tirar un poco de la corbata a un lado para ponerlo en orden, pero no lo hacía.

Al poco rato se despidió Paulsberg. Antes de irse llamó aparte al periodista y le dijo:

—Me harías un favor si publicases en tu periódico la noticia de que estoy casi a la mitad de mi nuevo libro. Acaso le interese al público saberlo.

En seguida se levantaron también Milde y el abogado, no sin despertar antes a Norem, que había acabado por dormirse, y medio lograron ponerle en pie. Comenzó en seguida a hablar; la última parte de la conversación no la había oído. ¿Qué había pasado? ¡Oh! Estaba allí también Hanka. Se alegraba mucho de verla. ¿Cómo no había venido antes?

Sus amigos le cogieron y fueron sacándole del local.

—¡Desbandada general, por lo que veo! —dijo Irgens, descontento.

Había intentado acercarse a Ágata, pero no lo había logrado ni una vez; ella había evitado sentarse a su lado. Más tarde advirtió que se interesaba por la charla estúpida de Coldewin sobre la juventud y los poetas. ¿Qué significaba esto? En conjunto, la noche no había sido nada agradable. Hanka tenía los labios tan agrietados que no podía reírse, y con la señora Paulsberg no era cosa de entrar en coloquio. Una noche perdida, y ahora se iba todo el mundo; ni siquiera quedaba el recurso de restablecer el humor con media hora de charla íntima.

Irgens se prometió hacer pagar a la «peña» la superioridad con que creía poder tratarle. Acaso ya en la semana entrante llegase su hora…

Delante del «Tívoli» se disolvió el grupo. Hanka y Ágata se fueron juntas calle arriba.