Todas las mañanas, Ole, después de tomar el café, solía dar un paseo hacia los almacenes. Se levantaba temprano, y antes del desayuno había rendido ya una buena cantidad de trabajo. Ahora Ágata le hacía compañía. Quería que la despertasen cuando él, y sus manecitas prestaban también algún servicio. Ole Henriksen trabajaba con mayor placer que nunca. Su padre, el buen viejo, apenas hacía nada; pero a la noche no podía pasar sin revisar cuidadosamente los libros, lo que hacía con gran parsimonia; y a medianoche, realizada esta faena, se iba a acostar.
Ole trabajaba por dos, y manejar estos hilos, que conocía desde su infancia, era para él un verdadero juego de niños. Ágata no le estorbaba. Su alegría llenaba el despacho, y cuanto hacía ella sumía a Ole en un mar de delicias. Se perdía en ella, jugaban como niños, y se sentía inundado de ternura por aquella muchacha, que ni siquiera estaba del todo desarrollada. Cuando había gente delante, se ponía muy serio; sí, señor, aquella niña era su novia; le llevaba tantos y cuantos años, y por eso tenía que ser el más razonable. En cambio, a solas, daba de lado a su seriedad, y se convertía en un chiquillo como ella. Sumergido en los libros y papeles, la miraba con disimulo, arrebatado por aquella figura grácil, enamorado hasta el desvarío de su sonrisa jubilosa. ¡Qué emoción cuando Ágata, después de mirarle un rato, se levantaba de pronto y le susurraba!: «A ti es a quien yo quiero, ¿verdad?».
En cambio, otras veces se pasaba largos ratos con la vista clavada en el suelo, pensando en algo que humedecía sus ojos, acaso en algún recuerdo, en algún viejo recuerdo…
Finalmente, Ole le preguntaba qué le parecía, que si se casaban pronto. Y al verla cómo se sonrojaba hasta el cuello, se arrepentía de habérselo preguntado ten crudamente; podían aplazarlo; ella misma fijaría el plazo; de ningún modo le pedía respuesta ahora…
A pesar de lo cual, ella respondía:
—Cuando tú quieras.
Y, levantándose, le ponía las manos en los hombros, y repetía:
—Cuando tú quieras.
—Sí, Ágata; pero tú eres la que debes fijar el día.
—¿Que yo he de fijar?… Mejor será que lo fijes tú. Ole.
—Bueno, ya veremos —decía él—. No vayas a tener miedo.
Entonces ella rompía en una carcajada. ¿Miedo? ¡Qué ocurrencia! Y se apretaba mimosa contra él, murmurando:
—Cuando tú quieras, ¿sabes?
—¡Qué deliciosa criatura!…
Llamaron a la puerta, y entró Irgens; venía a proponer una visita al Museo de Escultura. Ole dijo, chancero:
—Oye, has escogido justamente esta hora para que no pueda ir con vosotros; ya lo veo, ya.
—Pero, hombre, tenemos que ir cuando esté abierto el Museo —replicó Irgens con viveza.
Ole se rio de buena gana.
—¡Y qué rabioso se pone! ¡Ja, ja! ¡Cómo te lo he hecho creer, Irgens!
Ágata se arregló, y se fueron. Al llegar a la puerta, grito Ole:
—Ven pronto, Ágata, ¿eh? Ya sabes que vamos al Tívoli con los Tidemand.
En la calle, Irgens dijo, mirando al reloj:
—Es un poco temprano todavía. Si no le parece mal, vamos a dar un paseo hasta el Palacio.
Y, en efecto, se encaminaron hacia el Palacio. En el paseo tocaba la música, y había mucha gente. Como la vez anterior, Irgens hablaba con ingenio de una porción de cosas, y Ágata charlaba también, se reía y escuchaba curiosa las palabras del poeta. De cuando en cuando una frase muy oportuna la hacía prorrumpir en una exclamación de gozo. No podía menos de mirar la cara de su compañero, que le gustaba, con el bigote rizado y la boca expresiva, un poco grande. Hoy llevaba un traje nuevo, azul, muy elegante, con camisa de seda y guantes grises.
Al pasar por delante de una iglesia preguntó Irgens si acostumbraba ir. Ella respondió que sí, añadiendo:
—¿Y usted?
No; él no iba muy a menudo.
Eso estaba mal hecho.
Él se inclinó, sonriendo. ¿De veras? En su disculpa debía aducir que en una ocasión había sido herida su sensibilidad en una iglesia, aunque, en realidad, por una pequeñez. Había entrado en el momento del sermón. El predicador era excelente, tenía elocuencia y hablaba con verdadera unción. Pero, en mitad de un párrafo brillante, lleno de saber y emoción, había equivocado terriblemente una palabra. ¡Y esto con una voz tonante y amenazadora! Allí estaba el buen pastor iluminado por la más clara de las luces, sin saber dónde meterse. «¡Le aseguro a usted que me hizo una impresión…!».
Sus palabras parecían sinceras. ¿Y por qué no había de conmoverse un alma sensible y refinada por una equivocación cómica?
Al pasar por delante del Storthing, Irgens indicó con un movimiento de cabeza el viejo coloso de piedra, y dijo:
—Ahí está la Cámara. ¿Ha estado usted?
—No; todavía no.
Bueno, no había perdido nada. El espectáculo no era muy divertido. Traición en toda la línea. Graves padres de la patria que se llenaban la boca de frases gruesas y, al llegar el momento de la acción, temblaban ante Suecia, ante aquel viejo poder que se alzaba amenazador, atemorizando a aquellas pobres gentes. ¡Oh, si él fuera diputado!
¡Con qué orgullo varonil dijo estas palabras! Ella le miró, y dijo:
—¡Cómo se acalora usted!
—Perdóneme; me acaloro siempre que se trata de nuestra independencia —replicó él—. Espero que no habré herido sus opiniones personales… ¿No? Tanto mejor.
Llegaron al Palacio y se adentraron por el parque, olvidados del tiempo y de la hora. Él había comenzado a referir una historia que había leído en los periódicos: una escena ante un tribunal.
Un hombre es acusado de asesinato, y confiesa su delito. Se buscan atenuantes, y el Jurado declara que no hay atenuantes. Bueno. Cadena perpetua. En esto, en el público se alza una voz: es la amante del asesino, que grita: «Ha confesado; pero ha atestiguado falsamente en contra suya; no es él el autor. Vosotros, los que le conocéis, decid: ¿cómo es posible que Enrique sea un asesino?». Además, había circunstancias atenuantes; era imposible que se cumpliese tal condena. El hecho no fue premeditado. «¡No, no; Enrique no es el autor! Decid los que le conocéis que no ha sido él; no comprendo por qué calláis…». Finalmente, tuvieron que llevársela. Aquello era amor.
Ágata se había conmovido. ¡Qué hermoso, qué hermoso y qué triste! Tuvieron que llevársela. ¿Y nada más? ¡Qué dolor!
—Ahora, que acaso haya un poco de exageración —dijo él—. Un amor semejante no se encuentra a todas horas.
Pero ¿habría un amor así?
Acaso sí; acaso en la isla de los bienaventurados… Esta evocación despertó en él al poeta, y en seguida se puso a describir la isla. El lugar de aquel amor era verde y callado cuando llegaron los amantes. Un hombre y una mujer de la misma edad; ella, rubia, esbelta, resplandeciente como un velo blanco al lado de él, moreno. Se habían hipnotizado mutuamente, eran dos almas que se habían sonreído contemplándose con amoroso asombro; que, calladas y sonrientes, se habían saludado, se habían abrazado. Y las lejanas montañas azules miraban extasiadas aquella sonrisa y aquel amor…
De pronto, paró en seco.
—¡Perdone usted! Me estoy poniendo en ridículo —dijo—. Vamos a sentarnos en este banco.
Se sentaron. El sol iba hundiéndose cada vez más. Allá, abajo, en la ciudad un reloj dio una hora. Irgens siguió hablando animadamente, medio soñador, medio apasionado. En el verano se proponía ir al campo, vivir en una cabaña a la orilla del mar, y por las noches salir en una barca. ¡Figúrese usted, en la noche quieta y misteriosa…! Pero le pareció que Ágata empezaba a intranquilizarse pensando en la hora, y para retenerla, siguió:
—No vaya usted a creer que hablo siempre de estas fantasías. El que ahora lo haga es culpa suya; sí, culpa suya. Me produce usted un efecto indescriptible; el tenerla cerca me enajena. Y ya sé lo que es: la claridad y el júbilo que hay en su cara; y cuando tuerce usted a un lado la cabeza, entonces… la miró a usted desde un punto de vista estético, ¿sabe?
Ágata le había lanzado una ojeada rápida, y por eso se había apresurado a explicar que la contemplaba estéticamente. Ella no pareció entenderlo del todo; no se daba cuenta exacta de por qué había hecho tal aclaración, y ya se disponía a decir algo, cuando Irgens tomó la palabra de nuevo, y prosiguió, riendo:
—Espero que no la habré aburrido mucho con mi charla. Si así fuera, tan pronto como nos separemos, me tiro al mar. No se ría, porque… Por lo demás, no crea, le sentaba a usted muy bien ese mohín de disgusto. Sí, sí; bien vi su mirada rápida. Y si me permite usted expresarme una vez más estéticamente, la diré que… durante un momento parecía usted un ciervo que alza la cabeza venteando.
—Pero oiga usted —replicó ella, mientras se levantaba—: ¿Qué hora es? ¡Usted está un poco loco! Vamos, vámonos en seguida. Si tengo yo la culpa de que usted haya hablado tanto, seguramente tiene usted la culpa de que yo le haya escuchado y me haya olvidado de la hora.
Abandonaron el parque, y subieron apresuradamente cerro arriba.
Cuando se encaminaron al Museo de Escultura, dijo él que acaso fuese ya tarde para verlo. ¿Por qué no habían de dejarlo para otro día? ¿Qué respondía a eso?
Ella se detuvo, y reflexionó un momento. Luego se echó a reír, y dijo:
—Pero es preciso que entremos. ¿No ve usted que tenemos que haber estado allí? Sería una vergüenza.
Y siguieron andando.
El hecho de que quedase con él para mitigar un tanto aquella vergüenza, el considerar que así había entre ambos un secreto, le causó a Irgens vivo placer. Quiso seguir hablando para entretenerla, pero ella había perdido todo interés. No le escuchaba siquiera, pensando sólo en apretar el paso, para llegar antes de que se hubiese cerrado el museo. Subió corriendo la escalera y penetró en la sala sin reparar en la gente, echando acá y allá una mirada para poder ver las obras más notables.
—¿Dónde está Laocoonte? ¡Pronto! ¡Quiero verlo!
Y salió disparada en su busca. Pero luego se informaron de que aún les quedaban diez minutos, y tomaron la cosa con más calma.
Hubo un instante en que Ágata creyó ver en un rincón la sombría mirada de Coldewin fija en ella; pero al acercarse para comprobarlo, los ojos desaparecieron súbitamente, y ya no volvió a- pensar más en ello.
—¡Lástima que no tengamos más tiempo! —dijo varias veces, parándose a contemplar ya una, ya otra estatua.
Al terminar de recorrer el primer piso, llegó la hora de cerrar, y tuvieron que irse. Camino de casa volvió a hablar con Irgens, y parecía tan contenta como antes. En la puerta le dio la mano, y por dos veces las gracias. Él le rogó que le perdonase por no haberle dejado ver con calma el museo; pero ella replicó sonriendo que, de todas maneras, lo había pasado muy agradablemente. Sin embargo, frunció un poquitín el entrecejo.
—Hasta luego en el Tívoli —dijo Irgens, saludando.
—¿Va usted también? —respondió ella, asombrada.
—Me lo han pedido; están allí algunos de mis camaradas.
Ágata no sabía que Hanka le había escrito un billete pidiéndole encarecidamente que fuese, y se contentó con responder:
—¡Ah, vamos! —entrando en seguida en la casa. Halló a Ole esperándola; le echó los brazos al cuello, y exclamó con gozosa alegría:
—¡Qué hermosura el Laocoonte… y todo lo demás! Nos faltó tiempo para verlo todo, para verlo con detenimiento. Pero me acompañarás otro día, ¿verdad que sí? Prométeme que irás. Quiero que lo veamos juntos.
Cuando, más tarde, salieron juntos en busca de los Tidemand para ir al Tívoli, dijo de pronto Ágata:
—¡Qué lástima que no seas tú también poeta, Ole! Él se la quedó mirando, desconcertado.
—¿Lo crees así? —dijo—. ¿Me querrías más?
Y súbitamente, Ágata comprendió qué lamentable imprudencia había cometido. En realidad, no pensaba lo que había dicho; era una ocurrencia de momento, completamente infundada, y sintió agudos remordimientos por lo que se le había escapado; hubiera dado cualquier cosa por poder borrar aquellas palabras. Se detuvo, abrazó fuertemente a su novio en mitad de la calle, y exclamó, para salvarse:
—¿Y puedes creer eso? ¿Puedes tomarlo en serio? ¿De veras te lo he hecho creer? ¡Ja, ja, ja! Pero, oye: no lo crees, ¿verdad? ¡Por Dios, Ole, no quería decir eso! Fue una tontería dicha sin pensar. Es estúpido que lo haya dicho; pero ¡no creerás que lo he pensado ni por un solo instante! Respóndeme; dime si lo crees; quiero saberlo.
—No; no lo creo, no —respondió Ole, acariciándole una mejilla—; no lo creo, nena querida. ¡Pero cómo te excitas así por una pequeñez! Aunque lo hubieras pensado así, ¿qué importa? Anda, vamos, locuela; no podemos estarnos aquí parados abrazándonos en medio de la calle.
Siguieron. Ella le estaba íntimamente agradecida por haberlo tomado con tanta calma. ¡Era tan bueno! ¡Cómo le quería, Señor, cómo le quería!
Pero esta breve escena había de ser decisiva para su comportamiento durante toda la noche.