Irgens siguió calle arriba, a la ventura, sin saber qué camino tomar. Podía ir al Tívoli; sí, no sólo tenía tiempo, sino que necesitaba aún matar una hora, pues era temprano. Se tocó el bolsillo; tenía el sobre y el dinero; por consiguiente, podía irse a Grand.
Pero, precisamente al llegar a la puerta, le llamó Gregersen, el periodista. No le agradaba gran cosa aquel tipo, que, además, acababa de publicar dos noticias sobre Paulsberg. ¡Cómo podía humillarse a este género de actividad! Decían que poseía gran cantidad de fuerzas sin gastar, que seguramente mostraría algún día… Bueno, cada cual tiene sus quebraderos; ¿qué le importan a uno los de los demás? Lo cierto es que a Irgens no le gustaba estar al lado del periodista.
De mala gana se acercó a la mesa, en la que estaban también Milde, Grande el abogado y Coldewin. Esperaban a Paulsberg. Hablaban de la situación política, que empezaba a nublarse, porque un par de miembros importantes de la Cámara se habían mostrado vacilantes. Con este motivo, Milde repitió que Noruega era un país inhabitable.
El periodista contó que ahora lo del hambre en Rusia iba en serio; ya no podía mantenerse en secreto. Cierto que los periódicos rusos habían desmentido enérgicamente al corresponsal de The Times, pero el rumor continuaba.
—He recibido carta de Ojén —dijo Milde—. Volverá dentro de poco; no se encuentra a gusto allá arriba.
Todo esto le era extraordinariamente indiferente a Irgens y decidió marcharse en seguida. Coldewin era el único que no decía nada, contentándose con pasear de uno a otro sus ojos negros. Cuando le presentaron a Irgens, murmuró un par de frases corrientes, volvió a sentarse y siguió callado.
—¿Te vas ya?
—Sí; tengo que ir a casa a mudarme; voy al teatro. Hasta la vista, señores.
Y se fue.
—Ahí tiene usted a Irgens —dijo el abogado a Coldewin.
—Ya, ya —respondió este sonriendo—. Veo aquí en la ciudad tantas cosas notables, que la cabeza me da vueltas. Hoy he estado en la Exposición de Pintura… Por lo demás, veo que nuestros poetas se han refinado mucho; he visto a un par de ellos, tan atildados y tan domesticados; me parece que ya no tienen el ímpetu agresivo de antes.
—¿Y para qué lo quieren? Eso ya ha pasado de moda.
—Sí, puede ser.
Coldewin volvió al silencio.
—Ya no vivimos en la edad heroica, buen amigo —dijo bostezando el periodista, al otro lado de la mesa—. Pero ¿dónde se ha metido Paulsberg?
Cuando al fin llegó Paulsberg le hicieron sitio apresuradamente; el periodista se puso lo más cerca posible de él, y quiso saber lo que pensaba acerca de la situación. ¿Qué le parecía, y qué es lo que había que hacer?
Paulsberg, reservado y lacónico, como siempre, expuso una opinión a medias, un fragmento de opinión. ¿Qué había que hacer? Había que intentar vivir, aunque se pasasen al enemigo un par de genios del Storthing. Por lo demás, se proponía publicar una serie de artículos, a ver si servían de algo. La Cámara no se quedaría sin un palmetazo serio.
—¿De modo que una serie de artículos? Eso sí que haría efecto. Pero no hay que ser demasiado suave, ¿eh? ¡Duro con ellos, Paulsberg!
—Vamos, hombre; Paulsberg sabe mejor que tú hasta dónde debe llegar —dijo Milde, conteniendo en sus límites al impetuoso periodista—. Déjale ese cuidado.
—¡Naturalmente! ¡No faltaba más! —repuso el periodista—. No era mi intención mezclarme en eso.
Gregersen se sintió un poco vejado, pero Paulsberg lo calmó, diciéndole.
—Muchas gracias por tus noticias, Gregersen. Afortunadamente, no nos pierdes de vista; si no fuera por esto, las gentes no sabrían siquiera que existíamos los escritores.
El abogado invitó a tomar más cerveza.
—Estoy esperando a mi mujer —explicó Paulsberg—. Ha ido a casa de Ole Henriksen a pedirle cien coronas prestadas. Todo el mundo habla del hambre en Rusia, y aquí… Y no es que diga que he pasado hambre…
Milde se volvió a Coldewin, que estaba sentado a su lado, y le dijo:
—No estaría mal que en el campo se supiese cómo trata Noruega a sus grandes hombres.
Coldewin paseó la mirada de uno a otro.
—En efecto —dijo—, es triste. Pero… —a poco añadió—: Ahora que allá arriba tampoco nos va muy bien. También hay que bregar de firme con la vida.
—Pero oiga usted, señor. Hay alguna diferencia, me parece a mí, entre un genio y un labrador. ¿O no lo cree usted? ¿Cuál es su manera de ver?
—Allá arriba se tiene más en cuenta la ley universal, según la cual aquel que no sabe arreglárselas, sucumbe —respondió Coldewin—. Por ejemplo, la gente no se casa cuando no tiene el dinero necesario. Y se reputa vergonzoso no tener dinero y vivir a expensas de otros.
Todas las miradas se fijaron en aquel hombre calvo. Hasta Paulsberg se puso el monóculo que llevaba pendiente de un cordón, lo contempló un momento y dijo luego:
—¿Qué clase de fenómeno es este?
La palabra salvadora produjo la hilaridad de los amigos. ¡Extraordinario! ¡Ja, ja, ja! Paulsberg había preguntado qué clase de fenómeno era aquel. Rarísimas veces hablaba tanto Paulsberg. Coldewin permanecía casi impasible, como si no hubiera dicho nada; no se reía con los demás. Sobrevino una pausa. Paulsberg miró por la ventana hacia afuera, se movió un poco y murmuró:
—No puedo trabajar con este tiempo. La luz del sol me para en medio de mi trabajo. Esto y en una minuciosa descripción de un tiempo lluvioso y no puedo seguir adelante.
Y siguió maldiciendo al tiempo.
En aquel momento, el abogado cometió la imprudencia de decir:
—Pues escriba usted sobre la luz del sol.
Hacía tiempo que Paulsberg había dicho en el estudio de Milde la frase exacta: el abogado se daba demasiada importancia desde hacía algún tiempo. Tenía razón: el abogado iba resultando insoportable, y se le hacía un servicio poniendo freno a sus pretensiones.
—Hablas como quien eres —dijo el periodista irritado.
Grande se guardó tranquilamente el palmetazo y no rechistó. Pero, al poco tiempo, se puso en pie, abrochándose la americana.
—¿Ninguno de vosotros llevará el mismo camino que yo? —preguntó, para disimular su turbación.
Y como nadie respondiese, pagó, dijo adiós y se fue.
Se pidió otra ronda de cerveza. Finalmente, llegó la señora Paulsberg, acompañada de Ole Henriksen y su novia.
Coldewin se apartó todo lo posible y fue a dar a otra mesa.
—Teníamos que acompañar a tu mujer —dijo Ole sonriente, por vía de saludo—. No íbamos a dejarla venir sola.
Y le dio a Paulsberg una palmada cariñosa en el hombro.
Al ver a Coldewin, Ágata prorrumpió en una exclamación de alegría, yéndose en seguida hacia él. Pero ¿dónde diablos se metía? Lo había buscado por la calle, y todos los días le hablaba de él a Ole. No podía comprender cómo se vendía tan caro. De casa le habían escrito, y todos mandaban recuerdos para él. Pero ¿cómo había desaparecido así de pronto?
Coldewin tartamudeó unas cuantas excusas sumarias.
Había que ver tantas cosas que llamaban su atención: exposiciones, museos, Tívoli, el Storthing… Los periódicos, tal o cual conferencia, conocidos antiguos a quienes tenía que visitar… Y, además, no quería molestar a una pareja de novios. Se rio bondadoso. Sus labios temblaban levemente y hablaba con la cabeza baja.
Ole vino a su vez a saludarle, y le dirigió los mismos reproches, a los cuales respondió con las mismas disculpas. Además, mañana iría a verlos; ya lo tenía decidido. A no ser que molestase.
¿Cómo molestar? ¿Él? ¿Cómo podía ocurrírsele semejante cosa?
Trajeron otra ronda de cerveza, y la conversación se animó. La señora Paulsberg cruzó una pierna sobre otra, cogiendo el vaso con toda la mano, como acostumbrara hacer. El periodista la tomó en seguida por su cuenta. Ole seguía hablando con Coldewin.
—Se encuentra usted a gusto en el café, ¿verdad? ¡Gente interesante, esta! Ahí está Paulsberg, ya lo sabrá usted.
—Sí, lo sé, sí. Es el tercero de nuestros escritores que conozco. Sin duda será deficiencia mía; pero no me produce gran efecto ninguno de ellos.
—¿De veras? Es que no los conoce usted bastante.
—A ellos, no; pero conozco lo que han escrito. Y encuentro que no son los que se elevan a las cimas solitarias. Pero, sin duda, es incomprensión mía. Paulsberg hasta huele a perfume.
—¿De veras? Un capricho. A gente de esa valía hay que tolerarle las originalidades.
—Ahora, que se tratan con el mayor respeto unos a otros —prosiguió Coldewin, sin preocuparse de lo que le respondían—. Hablan de todo, y de todo muy bien.
—¿Verdad que sí?
—Y usted, ¿qué tal? ¿Los negocios marchan?
—Vamos marchando. Precisamente, ahora tenemos un pequeño negocio con el Brasil, del que creo que saldrá algo. Es verdad; recuerdo que a usted le interesan también los negocios. Si quiere usted, venga mañana, y le enseñaré algunas cosas. Estaremos los tres: usted, Ágata y yo; tres viejos conocidos.
—Gracias; será muy agradable.
—Me pareció haber oído mi nombre —dijo Ágata acercándose a ellos—. Sí, sí; lo he oído muy claro; no me cuentes historias. Además, yo también quisiera charlar un rato con el señor Coldewin; tú ya llevas demasiado tiempo aquí sentado.
Y cogiendo la silla de Ole, se sentó.
—Puede creerlo. De casa no hacen más que preguntar por usted. Mamá me pide que me informe de cómo le va en el hotel, de si necesita algo. Pero siempre que he estado allí había salido usted. Ayer estuve dos veces.
Otra vez temblaron los labios de Coldewin, quien, con la vista fija en el suelo, replicó:
—¡Por Dios, Ágata! Pero ¿cómo puede usted perder el tiempo en eso? No necesita usted preocuparse de mí; estoy muy a gusto en el hotel. Y usted, ¿lo pasa bien? Claro; no hace falta preguntarlo.
—Sí; lo paso muy bien, y hasta me divierto. Pero ¿puede usted comprenderlo? ¡Hay momentos en que echo de menos mi casa! ¿Se lo explica usted?
—Eso es cosa de los primeros tiempos… Pero sí que será extraño no verla a usted más en su casa… Un poco extraño, vamos…
—Entiendo que sí. Sólo que iré a menudo allá.
—Se va usted a casar pronto, ¿verdad?
Ahora fue Ágata la que se mostró conmovida; sonrió forzosamente, y replicó:
—No, no, no sé; todavía no hemos hablado de eso.
Pero, de pronto, no pudo contenerse, y susurró con labios temblorosos:
—Oiga usted, Coldewin. Habla usted hoy de un modo extraño, que casi me hace llorar.
—Pero, querida Ágata, yo…
—No parece sino que casarme es como si me muriera. Y no es eso.
Coldewin adoptó en seguida un tono más alegre.
—¡Por Dios! Pues sí que tendría gracia. ¡Ja, ja! Hace usted que me ría. Pero tiene usted razón; la entristezco con mi charla. Era en su madre en quien pensaba, en ella sola… Y ¡qué!, ¿ya ha terminado usted los almohadones para el balandro?
—Sí —respondió Ágata, distraída.
—Y en el Storthing, ¿ha estado usted? No, claro; tiene muchas cosas en que pensar. En cambio, yo he ido todos los días; ahora que no tengo otra cosa que hacer.
—Oiga usted —dijo ella de pronto—: No sé si tendré ocasión de darle las buenas noches al marchar; por eso se las doy ahora.
Le tendió la mano.
—Y no se olvide usted de venir mañana… ¡No le olvido nunca, nunca! ¿Oye usted?
Soltó su mano y se puso en pie.
Coldewin se quedó un instante aniquilado, rígido, sin movimiento; pero fue sólo un instante. Oyó que alguien preguntaba:
—¿Qué les pasa a la señorita y a Coldewin?
Vio también que Ágata estaba a punto de replicar, y de pronto intervino:
—Le doy la mano a Ágata como promesa de que iré mañana.
Esto lo dijo con la mayor indiferencia posible, y hasta sonriendo.
—Sí, cuidado con faltar —oyó que decía la voz de Ole—. Pero, Ágata, ya va siendo tiempo de irse a casa.
Ole se metió la mano en el bolsillo para pagar, y el periodista le imitó; pero Milde le dio con el codo, y dijo en voz alta:
—Deja hacer a Ole Henriksen. ¿Verdad, Ole, que tú pagas por todos?
—Con mucho gusto —replicó Ole.
Al llegar a la puerta, le alcanzó Lars Paulsberg, que había salido tras él.
—No quiero que te vayas sin estrechar mi mano. Mi mujer me ha dicho que nos habías prestado unas coronas.
Ole y Ágata salieron.
Al poco rato se levantó también Coldewin, se inclinó ante cada uno de los concurrentes, y abandonó el café. Tras él oyó carcajadas y percibió varias veces la palabra «fenómeno». Entró en el primer portal que encontró al paso, y sacó de su cartera un trocito de cinta con los colores de Noruega, cuidadosamente envuelta en un papel. Besó la cinta, la contempló un momento, y volvió a besarla, enternecido por una emoción honda y callada.