Irgens estaba en la habitación, trabajando. Se hallaba de muy buen humor. El hombre de quien nadie sospechaba que trabajase pulía solícitamente unas pruebas que tenía ante sí. ¿Quién lo hubiera pensado? Era de aquellas personas que hablan de su trabajo lo menos posible; se estaba muy calladito y nadie comprendía de qué vivía. Hacía ya casi dos años que había aparecido su libro; desde entonces no había publicado nada, y nadie sabía que escribiese. Tenía muchas, muchas deudas. Para que no le estorbasen había cerrado la puerta por dentro: con tal secreto trabajaba. Cuando tuvo las pruebas terminadas se levantó; se asomó a la ventana. Era un hermoso día; hacía un tiempo claro y luminoso. A las tres iba a acompañar a Ágata a la Exposición de Pintura, y se regocijaba pensando en ello; era una verdadera fiesta oír la fresca ingenuidad de sus exclamaciones. Había aparecido como una revelación jubilosa; evocaba el primer trino primaveral.
Fuera, lucía el sol y el cielo estaba claro. En los árboles cantaba ya, aquí y allá, un ruiseñor: el primer trino de la primavera.
Llamaron a la puerta. Tuvo un primer impulso de esconder las pruebas, pero las dejó y fue a abrir, pues conocía la manera de llamar; era Hanka, que daba los golpes recios y lentos. Volvióse de espaldas a la puerta y aguardó en pie.
Hanka entró y, luego de cerrar la puerta, se deslizó hacia él. Sonrióse, se inclinó un poco y le miró a los ojos.
—No soy yo —dijo—. Has de saberlo.
Por lo demás, mostraba evidentes señales de confusión y se había puesto colorada.
Traía un vestido gris de lana, y con el escote desnudo y un cuello de encajes tenía un aire muy juvenil. Las mangas estaban entreabiertas por las muñecas, como si se hubiera olvidado abrocharlas.
Irgens respondió:
—¿Conque no eres tú? Es lo mismo; seas quien fueres, no puedes estar más bonita… ¡Y con qué magnífico tiempo vienes!
Se sentaron a la mesa. Él puso ante ella unas pruebas sin proferir palabra; ella palmoteo jubilosa y exclamó:
—¡Ya lo ves, ya lo ves! ¡Si lo sabía! ¡Qué extraordinario eres!
Y no se cansaba de admirarlo. En seguida dio rienda suelta a su entusiasmo.
¡Qué hubiese terminado tan rápidamente! Caería como una bomba, pues nadie tenía la menor sospecha; todo el mundo creía que no trabajaba. ¡En el mundo entero no había una criatura tan dichosa como ella…! Secretamente introdujo un sobre cerrado entre las pruebas y se llevó a Irgens de la mesa; hablaba incesantemente.
Se sentaron en el sofá; a él se le contagió la alegría. El entusiasmo de la mujer le arrastró y le hizo cariñoso de pura gratitud. ¡Cómo le quería! ¡Cómo se sacrificaba por él! La abrazó con fuego, la besó una y otra vez y la estrechó contra su pecho. Esta escena duró varios minutos.
—¡Qué contenta estoy! —susurró ella—. Ya sabía que tenía que ocurrir algo bueno; mientras subía la escalera me sentía tan feliz que era como si me abrazasen. ¡No, no; sé prudente…! Ten cuidado… ¡La puerta!
El sol iba ascendiendo; los ruiseñores cantaban con estrepitosa algarabía. El primer trino de la primavera, volvió a pensar. ¡Y qué sonidos más ingenuos los de estas criaturas de Dios!
—¡Pero qué claridad hay aquí! —dijo ella—. En ningún sitio está tan claro.
—¿Lo crees? —preguntó él, sonriente.
Se acercó a la ventana y se puso a quitarse las hilachas de lana gris que el vestido de ella había dejado en su traje. Hanka se echó atrás en el sofá, con la mirada clavada en el suelo, y puso en orden Su pelo. En cada una de sus manos chispeaba una sortija.
Pero él no podía estarse tan tranquilo en la ventana.
Hanka levantó la vista y lo notó. Además, estaba tan extraordinariamente hermosa arreglándose así el pelo… Irgens se aproximó y la besó apasionadamente.
—No me beses —dijo ella—. Ten cuidado. ¡Mira aquí! Es la primavera.
Le enseñó un rasguño chiquitito, fresco, como una cortadura, en el labio de abajo. Él le preguntó si le dolía, y ella replicó que no, que no era por eso, pero que temía contagiárselo.
De pronto le dijo:
—Oye. ¿Puedes venir esta tarde al «Tívoli»? Hay ópera. ¿No podíamos vernos allí? Si no, es muy aburrido.
Irgens recordó que tenía que ir a la Exposición de Pintura; luego no sabía lo que iba a pasar; de modo que valía más no prometer nada.
—No —respondió Irgens—, no podré. Probablemente no podré ir. Tengo cita con Ole Henriksen.
—¿De veras no puedes? Piénsalo. Me harías tan dichosa y te lo agradecería tanto…
—Pero ¿qué vas a hacer en el «Tívoli»? ¡Bah!
—¡Si dan ópera! —exclamó ella.
—Bueno, ¿y qué? Para mí eso no vale nada. Pero, naturalmente, como tú quieras.
—No, Irgens; no como yo quiera —le replicó ella entristecida—. ¡Lo dices en un tono tan indiferente…! A mí me gustaría mucho ir a la ópera, lo confieso, pero… ¿Adónde vas esta tarde? ¡Dios mío! Soy como un péndulo. Me muevo de un lado para otro, pero siempre vuelvo a una misma dirección. No pienso más que en ti.
Su desasosegado corazoncito temblaba casi de emoción. Él la miró tiernamente. ¡Cómo le quería! ¡Y qué bondad y qué desinterés! Pero no había remedio; únicamente prometió hacer lo posible por ir al teatro más tarde.
Hanka había salido. Irgens se metió las pruebas en el bolsillo y se puso el sombrero. ¿No había olvidado nada? Las pruebas, que eran lo importante, las llevaba consigo. ¡A ver qué diría la gente cuando su nuevo libro apareciese como una bomba! También él se proponía optar a la pensión del legado. Pero sin que nadie, ni siquiera Hanka, lo supiese. Presentaría la solicitud el último día, sin recomendaciones ni intrigas; sin más recomendación que su libro. ¡A ver si le daban el premio! Conocía a todos sus competidores, desde Ojén a Milde, y ninguno le causaba temor; si tuviera dinero, se lo dejaría a ellos, pero…
Mientras caminaba calle abajo, iba limpiándose cuidadosamente el traje, en el que quedaban aún hilos del vestido de Hanka; ¡era realmente antipático aquel vestido con tanta lana! Se deslizó rápidamente en la imprenta con las pruebas; cuando salía ya el regente le dio un sobre cerrado que había entre ellas, e Irgens se volvió desde la puerta. ¡Cómo! ¿Un sobre cerrado? ¡Ah, sí! Se había olvidado de abrirlo. Conocía el sobre y lo abrió en seguida; miró el contenido y enarcó las cejas muy satisfecho. Luego se puso el sombrero y salió. Y, sin que diese ninguna importancia aparente, se guardó el sobre, tal como estaba, en el bolsillo.
Ole y Ágata estaban, como de costumbre, en el almacén. Ella cosía y bordaba unos almohadones chiquitos, como almohadones de muñecas, para el camarote del Ágata. Irgens puso la mejilla contra uno de ellos, cerró los ojos y dijo:
—¡Buenas noches!
—Vais a ir a la Exposición, ¿verdad? —dijo Ole riendo—. Mi novia no ha hablado de otra cosa en todo el día.
—¿No puedes venir con nosotros? —preguntó ella.
No, no podía ir. Precisamente estos días estaba abrumado de trabajo.
—¡Idos!; no me molestéis más. Divertíos mucho…
Era la hora del paseo. Irgens propuso atravesadlo. Así oirían un poco de música.
—¿Le gusta a usted la música?
Ágata llevaba un vestido oscuro con franjas negras y azules, y una capa con forro de seda roja. El vestido, estrecho, se ceñía a su cuerpo sin hacer ni una arruga; en el cuello no llevaba nada; de cuando en cuando se echaba la capa atrás y se veía el rojo vivo del forro…
No; desgraciadamente, no era muy aficionada a la música. Le gustaba oírla, pero entendía muy poco.
—Lo mismo me ocurre a mí —repuso vivamente Irgens—. Es curioso. ¿De modo que a usted también le pasa? Si he de decir la verdad, entiendo poquísimo de música, y, sin embargo, vengo aquí todos los días a pasear. Es necesario que le vean a uno en todas partes. Si no, se sumerge y le olvidan.
—¿Olvidar? —preguntó ella, y le miró con admiración—. Pero a usted no le olvidarían.
—Probablemente —respondió él—. ¿Por qué no habían de olvidarme?
A lo que ella respondió muy sencillamente:
—Porque es usted demasiado conocido para eso.
—¿Conocido? No se fíe usted demasiado. Completamente desconocido, claro está que no soy; pero, no obstante… No crea usted que es cosa fácil destacarse entre tanta gente. Unos le tienen envidia, otros le odian, otros hacen lo peor que pueden hacer en contra nuestra. Por lo que a eso toca, crea usted…
—Parece que la gente le conoce a usted y que le conoce para bien —dijo ella—. No podemos dar dos pasos sin que alguien murmure algo respecto a usted al oído de otro; lo estoy oyendo constantemente.
De pronto se detuvo.
—Y no crea usted. Me desconcierta un poco. Ahora acabo de oírlo otra vez —dijo riendo—. No estoy acostumbrada a esto, se lo aseguro; preferiría que nos fuésemos a la Exposición.
Él se rio de muy buena gana, gozoso con las palabras de Ágata. ¡Qué agradable era con su aire ingenuo y fresco! Respondió;
—Vámonos entonces. Se acostumbra uno a que la gente cuchichee a su paso. ¡Si encuentran placer en eso!…
Por su parte, él ni siquiera lo notaba ya; no le hacía efecto. Además, hoy la gente no sólo cuchicheaba sobre él, sino sobre ella; podía creerlo; las miradas eran para ella. No podía caer así, en una ciudad como esta, una mujer como ella, sin producir sensación.
Irgens no tenía intención de decirle cumplimientos; pensaba lo que decía y, sin embargo, Ágata parecía no creerle.
Entretanto, la música tocaba una obertura de Cherubini.
—Este ruido me parece completamente innecesario —dijo Irgens en broma.
Ella se rio; le hacían reír a menudo sus ocurrencias, y esta risa, esta boca fresca, aquel hoyuelo en una de las mejillas, aquella manera de ser infantil, animaban y estimulaban cada vez más a Irgens; hasta su nariz, que de perfil era un tanto irregular, y además un poquito grande, le enamoraba casi. No siempre eran las más bonitas las narices griegas y romanas. Dependía de la forma de la cara; no había reglas absolutas en materia de nariz.
Irgens hablaba sobre todas las cosas posibles, y el tiempo iba transcurriendo; no en vano era el poeta que había mostrado que podía interesar a aquella a quien se dirigía el hombre refinado de palabras escogidas. Ágata le escuchaba atentamente; él trataba de hacerla reír y volvió al tema de la música, y se puso a hablar de la ópera y de cómo no podía soportarla. Siempre que había ido a la Ópera le había tocado estar detrás de una espalda de señora con corsé muy saliente. Se había visto precisado a ver aquella espalda durante tres, cuatro entreactos. Y luego, la ópera misma; los instrumentos de metal junto a los oídos y el pobre cantante dando gritos para apagarlos. Primero aparecía un señor gesticulando y cantando; venía luego otro que no quería quedarse atrás, y hacía lo propio; después un tercero, un cuarto, hombres y mujeres, largos desfiles, un ejército, y todos contaban cantando sus cuitas, moviendo los brazos como aspas de molino y entornando los ojos.
No, no era exagerado. Lloraban con música, sollozaban con música; con música rechinaban los dientes; estornudaban y se desvanecían con música, mientras el director ordenaba toda aquella algarabía con su batuta de marfil… Sí, sí; ríase cuanto quiera, pero es así. De pronto, el director parecía quedarse rígido de espanto ante aquella algarabía infernal que él mismo había conjurado, y movía su batuta para indicar que ahora venía otra cosa. Y aparecía un coro.
Bueno; el coro podía pasar. No adoptaba un aire tan desgarrador, al menos. Pero en esto surge, en medio del coro, un personaje que todo lo descompone: un príncipe. El príncipe cantaba un «solo», y cuando el príncipe canta un «solo», el coro, por cortesía, tiene que callarse, ¿verdad? ¡Pero qué espectáculo el de aquel señor, más o menos gordo, que se pone en medio de todos y empieza a gritar y a lamentarse! Se volvía uno loco, y entraban ganas de gritarle que se callase, que estaba molestando a los del coro, que también querían cantar un poquito…
Irgens no estaba descontento, pues conseguía lo que buscaba, es decir, que Ágata se riese incesantemente y estuviese encantada de su conversación. ¡Con qué arte exponía todo aquello, y qué color y vida le prestaba!
Finalmente, llegaron a la Exposición, vieron lo que había que ver, hablando de los cuadros mientras recorrían las salas. Ágata preguntaba; y su acompañante respondía; Irgens lo sabía todo y contaba anécdotas de los pintores. También aquí se encontraron con gentes que juntaban las cabezas, cuchicheando al pasar ellos, y los seguían con la vista; pero Irgens apenas miraba a los lados: tan indiferente era a la sensación que producía. Sólo saludó un par de veces.
Cuando, al cabo de una hora, se dispusieron a abandonar el local, apareció tras ellos una cabeza gris, bastante calva, que salía de un rincón, y les persiguió hasta que pasaron la puerta, con una mirada profunda y ardiente.
En la calle preguntó Irgens:
—No sé… ¿No tendrá usted que volver a casa ya?
—Claro que sí —respondió ella.
Él le pidió repetidas veces que se quedase un rato más; pero Ágata insistió sonriendo en que tenía que irse a casa. No había manera de convencerla de lo contrario e Irgens tuvo que resignarse. Pero ¿repetirían el paseo otra vez, no es cierto? Aún quedaban los museos, que ella no había visto; él se sentiría muy dichoso sirviéndole de guía.
—Estoy mirando su manera de andar —dijo él—. Es lo más perfecto que he visto en mi vida.
Ágata se sonrojó y se le quedó mirando.
—Esto no lo puede usted decir en serio —dijo sonriendo—. He pasado toda mi vida en un bosque.
—Me es igual que me crea, Ágata. Pero es usted una criatura excepcional y en vano busco una palabra que pudiera designarla. Todo el día estoy preocupado con esa idea. Me recuerda usted al primer trino, al primer sonido cálido de la primavera. Ya sabe usted; ese estremecimiento Delicioso que se apodera de nosotros cuando se ha derretido la nieve y volvemos a ver el sol y los pájaros. Pero no es esto sólo lo que hay en usted. No doy con la palabra, y eso que dicen que soy poeta.
—¡Por Dios! ¡No he oído nunca nada tan desatinado! —exclamó ella riéndose—. ¿Conque a todo eso me parezco? ¡Ojalá!, porque sería muy bonito. ¡Pero lo dudo un poco!
—Tendría que ser una palabra al mismo tiempo bonita y precisa —prosiguió él caviloso—. Ha llegado usted a la ciudad como surgida del azul de las montañas; es usted una sonrisa del sol, y por eso la palabra habría de recordar el bosque, oler a bosque… Nada, no se me ocurre.
Habían llegado. Se detuvieron y se dieron la mano.
—Muchas gracias —dijo ella—. ¿No quiere usted subir conmigo? Ole está en casa, seguramente.
—No, no… Pero, oiga usted, Ágata. Me gustaría venir a buscarla pronto para llevarla a algún museo. ¿Será posible?
—Sí —respondió ella—. Es usted muy amable. Pero antes tengo que saber… Adiós, y muchas gracias.
Y entró en la casa.