El 5 de abril regresó Ole Henriksen de Torahus. Inmediatamente introdujo a su novia en la «peña» y la presentó a sus amigos; pasaba con ella el día entero.
A Irgens y a Grande, el abogado, no se los había presentado porque no los había encontrado aún.
Ágata era joven y rubia, tenía un busto muy lleno y andaba muy erguida. Su cabello claro y su tendencia a sonreír a menudo le prestaban un resplandor infantil; pero había una circunstancia que le daba un aire singular: en la mejilla izquierda tenía un hoyuelo y en la derecha no tenía ninguno. ¿Verdad que era chocante que un lado de la cara fuese distinto del otro?
Lo que veía y oía en la ciudad le producía tal sensación que pasaba el día entero en constante regocijo. La «peña» estaba también encantada de ella, y todos la trataban con la mayor amabilidad; Hanka, la primera vez que se la presentaron, la abrazó por el talle y la besó.
Se pasaba horas con Ole en el negocio; miraba en todos los singulares cajones que había en la tienda; probaba en la bodega los rancios vinos añejos y la divertía mucho hojear los grandes libros comerciales. Pero donde más le gustaba estar era abajo, en el almacén, donde hacía tanto fresco y olía tan exóticamente, con el perfume de los productos del Sur. Desde la ventana veía el puerto, los barcos, la carga y descarga de mercancías. Frente al almacén flotaba un balandro de recreo, con mástil dorado; este balandro le pertenecía: se lo había regalado Ole; era propiedad suya real y efectiva, con arreglo a todos los requisitos legales. Hasta su antiguo nombre de Veritas había sido cambiado por el de Ágata. Y poseía papeles que así lo atestiguaban.
En el despacho, pizarra sobre pizarra, las cuentas suben cada día un poco, las sumas se van haciendo enormes.
Estamos en primavera, en la rica estación que antecede al verano y el comercio alienta y hace retemblar el mundo entero con impetuosa violencia.
Mientras Ole suma y anota, Ágata, del otro lado del pupitre, se entretiene también a su modo. Muchas veces no comprende cómo se las arregla Ole para poner en orden tanta cifra sin confundir las sumas; ella ha intentado hacerlo, pero no lo ha conseguido. Lo único que se le puede confiar es el registro en el libro de los innumerables pedidos, y aun esto lo hace lentamente y con precauciones.
Ole la mira y dice de pronto:
—Pero ¡qué pequeñitas son tus manos, Ágata! Si no son nada. No comprendo cómo te puedes manejar con ellas.
Con esto basta. Ágata tira la pluma y corre al otro lado del pupitre, y ambos están alegres y juguetones, hasta que llega otra pizarra.
—¡Mujercita mía! —dice él, mirándola con arrobo—. ¡Mujercita mía!
Pasa el tiempo. Por fin se ha terminado el trabajo, y Ole dice, al paso que cierra el libro:
—Bueno; ahora tengo que ir a telegrafiar. ¿Quieres venir conmigo?
—Claro que sí —responde ella.
Y sale con él, saltarina y jubilosa.
Por el camino se le ocurre a Ole que aún no ha presentado su novia a Irgens. Era preciso que lo conociese; todo el mundo decía que era un hombre de talento extraordinario y un gran valer. Podían ir a «Grand»; acaso lo encontrarían allí.
Se fueron a «Grand», y en una de las últimas mesas encontraron a Irgens, que estaba con Milde y con Norem.
—¡Ahí está! —exclamó Ole.
Irgens le tendió la mano izquierda, sin levantarse. Entornó levemente los ojos y dirigió la vista a Ágata.
—Ágata, aquí tienes al poeta Irgens —presentó Ole, no sin vanagloriarse un tanto de su buena amistad con el poeta—. Mi novia, la señorita Ágata Lynnum.
Irgens se levanta y se inclina profundamente. Mira a Ágata con fijeza, y ella, en pie, le mira a su vez; sin duda se admiraba de que el poeta Irgens fuese de aquella manera. Hacía dos años que había leído su libro, el drama lírico, que tanta celebridad había alcanzado, y creía que el maestro era ya un hombre de edad.
—¡Enhorabuena! —dijo al fin Irgens, estrechando la mano de Ole.
Se sentaron a la mesa; les sirvieron un vaso de cerveza y comenzó la conversación, muy animada por cierto. Hasta Irgens se volvió comunicativo y locuaz. Se dirigió a Ágata y le preguntó si había estado ya antes en la capital, si había ido al teatro, al «Tívoli»; si había leído tal o cual libro y si había estado en la Exposición de Pintura.
—¡Cómo es eso! Pero, señorita, la Exposición tiene usted que verla a todo trance. Si no tiene usted nadie mejor que se la enseñe, para mí será un placer…
Lo menos diez minutos hablaron uno con otro. Ágata respondía rápidamente a lo que le preguntaba, riendo con frecuencia y abandonándose de vez en cuando, inclinando a un lado la cabeza para preguntar por tal o cual cosa que no conocía. Sus ojos estaban muy abiertos, y no manifestaba asomos de confusión.
Al poco rato, Ole llamó al camarero; tenía que irse a Telégrafos. Ágata se puso también en pie. Pero Milde dijo:
—No necesita irse, señorita. Ole, puedes volver después que hayas telegrafiado.
—Bien; si quieres, quédate, que ya vendré a recogerte —asintió Ole, cogiendo el sombrero.
Ella le miró y preguntó casi susurrante:
—¿No sería mejor que me fuera contigo?
—¡Ah! ¡Naturalmente! Como tú quieras.
Ole pagó la consumición.
—Oye —dijo Milde—, ¿quieres tener la bondad de pagar también lo nuestro? Hoy no estamos precisamente en la opulencia.
Y se sonrió, mirando a Ágata.
Ole pagó, se despidió y salió con Ágata del brazo.
Los tres amigos los siguieron con la vista.
—¡Es extraordinaria! —murmuró Irgens con sincera admiración.
—¿Os habéis fijado en la muchacha?
—¡Que si nos hemos fijado! ¿Comprendéis que una mujer tan hermosa pueda ser para Ole?
Milde se mostró de acuerdo con el actor. Era incomprensible. ¿Qué se figuraba el tendero?
—¡Silencio! No habléis tan alto. Se han quedado parados en la puerta.
Allí se habían tropezado con el abogado y hubo, como es natural, la consiguiente presentación. Tampoco se pudo evitar un poco de conversación. Se sentaron un instante, pero se veía que esperaban el momento de irse.
Al fin se fueron, en efecto.
En aquel momento se levantó un hombre de una de las últimas mesas y se acercó a la puerta. Tendría unos cuarenta años, una barba que empezaba a grisear y ojos negros; el traje estaba bastante usado, y era un poco calvo.
Se fue derecho al abogado, saludó y dijo:
—¿Tiene usted inconveniente en que me siente a su mesa? He visto que hablaba usted con Ole Henriksen, de manera que le conoce. Yo conozco a la señorita Lynnum, que le ha sido presentada. Soy profesor en su casa. Me apellido Coldewin.
Había en el desconocido algo que excitó la curiosidad del pequeño y fino abogado. Le hizo en seguida sitio y hasta le ofreció un cigarro.
—Vengo a la capital de vez en cuando, con largos intervalos —dijo Coldewin—. Vivo siempre en el campo; los últimos años, sin embargo, los he pasado en el extranjero, y ando todo el día viendo los cambios grandes y pequeños que se han efectuado. La ciudad crece de día en día; es un placer ir al puerto y ver el tráfico.
Hablaba a media voz, agradable y tranquilo, aunque sus ojos llameaban de vez en cuando.
El abogado le escuchaba y respondía sí o no. En efecto, no podía negarse que la ciudad prosperaba; iban a poner tranvías eléctricos, se asfaltarían varias calles y el último censo acusaba un crecimiento considerable de la población… Por lo demás, debía de ser incómodo pasarse la vida en el campo. ¿No? ¿Ni siquiera en invierno? ¿Con la oscuridad y la nieve?
De ningún modo. La vida del campo era magnífica. Nieve del Señor por todas partes, liebres, conejos y zorros. Nieve blanca, blanquísima. Ahora que, sin duda, el verano era más hermoso… Y en la ciudad, ¿qué era lo que más interesaba? ¿Cómo andaba, por ejemplo, la política?
—La situación es grave —replicó el abogado—. Pero podemos contar con la Cámara. Algunos jefes han dicho su última palabra. Si las señales no mienten, ahora va a ir en serio.
—Si las señales no mienten…
—Parece que tiene usted dudas —dijo el abogado riendo.
—Sólo pienso que no hay que fiarse demasiado de los políticos, que pueden arrepentirse, como ha sucedido otras veces.
Coldewin bebió un sorbo de cerveza.
—¿Se refiere usted a algún caso particular cuando duda usted de los jefes políticos, a un caso en que hayan faltado a su palabra?
—¡Ya lo creo! Bastantes veces. Y no hay que extrañarse, es una vieja ley. Al llegar a cierta edad, los jefes se paran y hasta retroceden. Por eso es necesario que se alce la juventud, para empujarlos o para aniquilarlos.
Se abrió en esto la puerta y entró Lars Paulsberg, quien saludó al abogado. Grande le indicó una silla en su mesa, pero Paulsberg dijo moviendo la cabeza:
—Gracias. Vengo en busca de Milde. Hoy no ha dado una pincelada en mi retrato.
—Está en el rincón —respondió el abogado. Y volviéndose hacia Coldewin explicó—: Este es uno de nuestros jóvenes más eminentes, el director de todos ellos, pudiéramos decir, el de mayor autoridad, Lars Paulsberg. ¿Le conoce usted? ¡Oh, si todos fuesen como él…!
Sí. Coldewin le conocía. ¿De modo que aquel era Paulsberg? Se notaba que era un hombre de viso, pues la gente le miraba y lo seguía con la vista… Sí; escritores había bastantes: eso era indiscutible.
—Precisamente a Torahus llegó uno antes de marcharme yo. Creo que se llama Esteban Ojén; he leído dos libros suyos. Decía que era muy nervioso y que estaba lleno de nuevos planes literarios. Traía un gabán con forro de seda; pero, por lo demás, no se daba gran importancia. La gente tenía curiosidad por verlo, y él se comportaba modestamente. Estuve con él una noche; había escrito toda su pechera: versos, un poema en prosa. Me contó que por la mañana se había sentido en buena disposición, y como no tenía papel a mano, había escrito en la pechera. Nos pidió que no se lo tomásemos a mal, porque las otras dos camisas que tenía estaban sucias y se veía obligado a llevar aquella. Nos leyó algunas cosas: impresiones, hacía buen efecto.
El abogado no sabía bien si lo decía en serio o en broma, pues al llegar a este punto se sonrió por primera vez; pero, sin duda, sería en serio.
—Sí, Ojén es uno de nuestros jóvenes más notables —dijo—. Ya empieza a hacer escuela en Alemania. No cabe duda de que su poesía tiene novedad.
—También a mí me ha dado esa impresión, en efecto… Acaso un poco pueril, un poco falto de concentración; pero, por lo demás…
Luego el abogado le preguntó si conocía a Irgens.
Sí, lo conocía. Había escrito poco, ¿verdad?
—No escribe para las masas —replicó el abogado—. Sólo escribe para los escogidos. Pero el que le conoce sabe que guarda infinitas poesías magníficas. Es un verdadero maestro. Allí está sentado en el rincón. ¿Quiere usted que le presente? Le conozco mucho.
Coldewin replicó que ahora no, pero que en otra ocasión tendría mucho gusto en conocerlo a él, a Paulsberg y a los demás.
—¿De modo que este es Paulsberg? —repitió—. Sí; se ve por la gente que es un hombre notable. Ole Henriksen no producía tanto efecto. A propósito: se casará ahora, ¿verdad?
—Eso parece… Pero diga usted: ¿le gusta a usted ser profesor particular? ¿No es un trabajo molesto?
—¡Oh, no! —replicó Coldewin riendo—. Depende de las gentes con quienes se tropieza. Cuando se tiene la fortuna de dar con gente buena, es agradable. Claro que es una posición modesta, pero, sin embargo…, no la cambiaría, aunque me ofreciesen una mejor.
—¿Es usted estudiante?
—Estudiante de Teología. Desgraciadamente, un antiguo estudiante.
Y Coldewin tornó a sonreírse.
Charlaron un rato todavía; contaron cada uno un par de historias de profesores de universidad y volvieron a la situación política.
De pronto, Coldewin interrumpió:
—Ahora me acuerdo… ¿No sabe usted adónde iba Ole Henriksen?
—A Telégrafos. Tenía que poner unos telegramas —dijo Grande.
—Gracias, muchas gracias. Perdonará que haya caído sobre usted de este modo. Ha sido usted muy amable conmigo.
—Si se queda usted algún tiempo, espero que volveremos a encontrarnos —replicó el abogado, benévolo.
Coldewin se fue directamente a Telégrafos. Primero dio unas vueltas calle arriba y calle abajo. Luego entró, subió las escaleras y miró a través de la puerta de cristales. Después se volvió, tornó a la calle y se fue camino del puerto.
Al llegar al almacén de la casa Henriksen comenzó a pasear arriba y abajo, mirando por la ventanilla del despacho si había alguien dentro. Sus ojos no se apartaban de la ventana, como si necesariamente tuviese que ver a Henriksen y no supiera si estaba o no en el almacén.