—¿Qué es lo que tenías que decirme, Ole? —dijo Tidemand.
—Escucha. Te asombrabas de que quisiera acompañar a Ojén a Torahus. Dije, para acabar, que tenía algo que hacer allí; pero no es cierto. No conozco allí a nadie, fuera de la familia Lynnum. No quiero darle más importancia de la que tiene. La casa la he visitado, en efecto, una vez, y no puedes figurarte nada más ridículo; llegamos allí en una excursión a pie, y nos dieron leche; luego he encontrado a la familia aquí, en la ciudad, el otoño pasado, y ahora en invierno. Es una familia numerosa; en total, y contando al profesor, siete; la hija mayor se llama Ágata. Más adelante te contaré más cosas de esa gente. Ágata tiene ahora diecinueve años, y… no es que seamos novios, no; en el último tiempo sólo hemos cambiado un par de cartas. Pero no sé adónde podremos llegar. ¿Qué te parece?
El asombro de Tidemand fue enorme. Se quedó parado en seco.
—Pero no tenía la menor idea. No me has dicho ni una palabra.
—No; ni hubiera estado bien. Es tan joven… Y, además, pudiera darse el caso de que hubiera cambiado de opinión en el intervalo… Por lo demás, tienes que verla; tengo un retrato suyo; propiamente, no me lo ha dado, ¿sabes?; casi se lo he quitado; pero…
Se pararon un momento, mirando la fotografía.
—¡Simpática! —dijo Tidemand.
—¿Verdad que sí? Me alegro de que te lo parezca. Estoy seguro de que te agradará.
Dieron unos pasos.
—¡Pues, suerte! —dijo Tidemand, volviendo a pararse,
—Gracias.
Y tras una pausa agregó:
—Puedo darte las gracias, porque casi es cosa resuelta. Me voy allá arriba para traerla.
Estaban próximos a la plaza de la estación, cuando Tidemand se quedó mirando muy fijo en línea recta y susurró:
—¿No es mi mujer la que va allí?
—Ella es, sí —respondió Ole en voz baja—. Me había fijado en esa señora que iba delante de nosotros. Pero hasta ahora no había caído en quién era.
Hanka se iba sola a casa: el periodista no la había acompañado.
—¡Gracias a Dios! —exclamó involuntariamente Tidemand—. Me había dicho que tenía compañía, y ahí la tienes sola. Pero, oye: ¿por qué me habrá dicho que tenía compañía?
—Esas cosas no deben preocuparte —replicó Ole—. No tendría ganas de ir acompañada ni de ti, ni de mí, ni de otro. Nada tiene de particular que estuviese en ese estado de ánimo. Las mujeres jóvenes tienen caprichos de esos: como nosotros.
—Sí, en efecto; tienes razón.
Y con esto Tidemand se dio por satisfecho; se sentía dichoso de que su mujer fuese sola y directamente a casa. Por eso dijo con nerviosa alegría:
—¿Sabes una cosa? Después de un par de palabras que hemos cambiado hoy en casa de Milde, me parece que las cosas vuelven a encarrilarse. Hasta se ha interesado por el negocio, informándose de la cuestión de los aranceles rusos. Hubieras debido ver cómo se alegraba de nuestro veraneo en el campo. Sí; la cosa marcha adelante y cada día presenta mejor aspecto.
—¡Ya lo ves! Sería triste que fuese de otro modo.
Pausa.
—Pero hay una cosa que me asombra —prosiguió Tidemand con cierto esfuerzo—. Hace poco me hablaba un día de lo que podría hacer una persona como ella en la vida, y decía que necesitaba tener una profesión, algo en que ocuparse. Eso me asombra un poco, lo confieso; una mujer con dos hijos y una casa… Además, de algún tiempo a esta parte ha vuelto a firmar con su apellido de soltera: Lange, Hanka Lange Tidemand.
Hanka se había parado ante la puerta, esperando evidentemente a su marido. Le llamó sonriendo y pidiéndole que se apresurase un poco, que estaba a punto de helarse. Y en son de broma, les amenazó con el dedo, preguntando:
—¿Qué cavilan los dos hombres de negocios? ¿Cómo está el trigo y cómo van esos aranceles?
Tidemand respondió en el mismo tono: ¿Qué había hecho del periodista? ¿De modo que no quería compañía ninguna, ni la de su marido siquiera? Un caprichito, ¿verdad? ¿Y cómo había tenido la crueldad de abandonar al pobre Gregersen, borracho como estaba, para que fuese tambaleándose por las calles? Eso era no tener corazón…
Una semana después. Ole volvía de su excursión a Torahus. Ojén se había quedado allá arriba, y Ole trajo consigo a una muchacha joven, su novia, Ágata Lynnum. Con ellos venía además un tercero, un hombre muy singular.