CAPITULO V

Era una habitación espaciosa de paredes azules, con dos ventanales anchos. En el centro, una estufa pequeña con tubos sujetos por alambres que pendían del techo. Había gran cantidad de dibujos y abanicos pintados clavados a las paredes y apoyados en ellas varios cuadros con marcos. Olor de pintura, sillas rotas, humo de tabaco, pinceles, tubos de colores, los abrigos de los invitados esparcidos acá y allá y una vieja bañera de goma llena de clavos y hierros. En el caballete, retirado a un rincón, un gran retrato de Paulsberg, a medio terminar. Tal aspecto presentaba el estudio de Milde el día de la cena de despedida a Ojén.

Cuando llegó Ole Henriksen, a eso de las nueve, estaban ya reunidos todos los invitados, incluso Tidemand y su mujer; eran, en total, diez o doce personas. Las tres lámparas que alumbraban la estancia, provistas de espesas pantallas, no daban demasiada claridad en aquel ambiente denso de humo de tabaco. Seguramente esta penumbra era obra de Hanka. Entre los concurrentes había dos muchachos barbilampiños, dos poetas jóvenes, que acababan de terminar su carrera. Los dos estaban pelados al rape; uno de ellos traía una brújula, pendiente de la cadena del reloj. Eran compañeros de Ojén, admiradores y discípulos suyos; ambos hacían poesías.

Estaban también un señor de Las Noticias, el periodista Gregersen, el literato del periódico, que prestaba a sus amigos grandes servicios y publicaba en el periódico noticias acerca de ellos. Paulsberg le trataba con la mayor consideración, y estaba hablando con él sobre su serie de artículos Nuevos literatos, que encontraba admirables, y el periodista, halagado por el elogio, respondía satisfecho y gozoso. Tenía la costumbre de pronunciar mal adrede las palabras, para producir efectos cómicos.

—Es bastante difícil el tema de esos artículos —dijo—. Hay que hablar de un sinfín de escritores; un verdadero «coas».

Este «coas» excita la hilaridad de Paulsberg, y ambos siguen hablando en la mejor armonía.

El abogado Grande y su mujer no habían aparecido.

—¿De modo que Grande no viene? —preguntó Hanka, sin mentar a la mujer.

—Está incomodado —respondió Milde, chocando el vaso de Norem—. No quería alternar con Norem.

Reina gran animación; se habla, se bebe y el estrépito es considerable. Este estudio de Milde era un local magnífico; al entrar, se recibía la sensación de que podía hacerse y decirse lo que se quisiera.

Hanka está sentada en el sofá, con Ojén al lado. Frente a ella, al otro lado de la mesa, Irgens. La luz de la lámpara cae sobre su pecho flaco. Hanka apenas le mira.

Hanka lleva puesto su vestido de terciopelo; tiene ojos verdes; el labio superior es algo corto y deja ver los dientes blancos. La cara es fresca y blanca; la hermosa frente no está tapada por el cabello. En las manos, plegadas sobre el pecho, chispean dos anillos. Respira fuerte y dice, dirigiéndose al otro lado de la mesa:

—Irgens, ¡qué calor hace aquí!

Irgens se levanta y se dispone a abrir una ventana. Pero ahora protesta otra voz, la de la señora de Paulsberg:

—No, nada de abrir ventanas; no podría soportarlo. Basta con alejarse del sofá; al otro lado de la habitación se está más fresco.

Hanka se levanta del sofá. Tiene movimientos lentos; en pie, parece una muchacha joven, con sus hombros osados. Al pasar se mira al espejo; no huele a perfume. Coge tranquilamente del brazo a su marido y pasea con él arriba y abajo, mientras en las mesas se bebe y se charla.

Tidemand habla con viveza, aunque un poco forzadamente, de su cargamento de trigo, de una elevación de los derechos de Aduanas, De pronto se inclina un poco hacia su mujer y dice:

—Estoy muy contento hoy. Pero perdóname, querida, esto no te interesa… ¿Has visto a Ida antes de salir? ¿Verdad que estaba encantadora con el vestidito blanco? Cuando llegue la primavera y nos vayamos al campo, volveremos a empujar su cochecito.

—¡Oh, qué ganas tengo de verme allá afuera! —respondió Hanka con viveza también—. Debes mandar que arreglen las praderas y los árboles. ¡Qué hermoso va a estar todo aquello!

Tidemand, que esperaba la primavera con tanta ansiedad como ella, ha dado orden de que dispongan la casa de campo, aunque aún no ha llegado abril. Le encanta la alegría de su mujer y oprime su brazo; sus ojos negros chispean.

—Hoy me siento contento de veras, Hanka. Ya verás cómo se arregla todo.

—Sí, sí… Pero ¿qué es lo que se tiene que arreglar?

—No, nada —replica su marido, que baja la vista y prosigue—: El negocio marcha muy bien; he recibido cinco órdenes de compra.

¡Pero qué tontería había dicho! Era ya la segunda torpeza que cometía, aburriendo a su mujer con estas conversaciones de negocios. Sólo que Hanka le soportaba con paciencia, y nadie hubiera podido responder más amablemente.

—¿De veras? Está muy bien.

Estas dulces palabras le alentaron; se sintió rebosante de gratitud y quiso demostrarla; así que, sonriendo, con los ojos húmedos, dijo con voz contenida:

—Con ese motivo quisiera regalarte algo. Una especie de recuerdo. Si tuvieras especial predilección por alguna cosa…

Hanka alzó los ojos hacia él.

—¡Por Dios, querido amigo! Pero, en fin, si quieres puedes regalarme un par de cientos de coronas. Gracias, muchas gracias.

En esto se fijó en la vieja bañera de goma llena de clavos y trozos de hierro y se fue llena de curiosidad hacia ella.

—Pero ¿qué es esto? —exclama. Suelta el brazo de su marido y, cogiendo con precaución la bañera, la coloca sobre la mesa—. ¿Qué es esto, Milde?

Revuelve con sus blancos dedos en aquella confusión, llama a Irgens, encuentra un objeto extraño tras otro y los va mostrando, preguntando acerca de cada uno de ellos.

—A ver: ¿quién me explica qué es esto?

Ha encontrado un mango de paraguas, que echa en seguida a un lado. Luego tropieza con un rizo envuelto en un pedazo de papel.

—¡Aquí hay pelo! ¡Ved!

A esto se aproxima el propio Milde.

—¡Deje usted tranquilo el rizo! —dice, quitándose el puro de la boca—. ¿Cómo habrá venido a parar ahí? ¿Habéis visto nunca nada semejante? ¡El pelo de mi último amor, si se me permite la expresión!

Esta exclamación produjo la general algazara de la concurrencia. El periodista grita:

—¿Habéis visto la colección de corsés de Milde? ¡Saca los corsés, Milde!

Milde obedece resignado; entra en una habitación de al lado y vuelve con un envoltorio; al desenvolverlo, comienzan a salir corsés blancos y oscuros; los blancos, un poco agrisados. La señora Paulsberg exclama maravillada:

—Pero… ¡si son corsés usados!

—¡Ja, ja! ¡Claro que son usados! Pues, de no ser así, no figurarían en la colección de Milde. ¿Qué valor de «afectación» tendrían no siendo usados?

Y el periodista rompió a reír, encantado de haber trabucado una palabra más.

El obeso Milde, entretanto, luego de envolver sus corsés, dijo:

—Es mi especialidad. Pero ¿por qué me miráis como pasmados? Son mis propios corsés; los he usado yo mismo. ¿No lo comprendéis? Cuando empecé a engordar, creí que, a fuerza de apretarme… Pero no me sirvió de nada.

Paulsberg movió la cabeza y chocó su vaso con el de Norem.

—A tu salud, Norem. ¿Por qué Grande no quiere reunirse contigo?

—Dios sabe —replicó Norem, ya medio bebido—. ¿Has visto nada tan absurdo? No le he ofendido ni en sueños.

—Sí, desde hace algún tiempo empieza a darse importancia.

Y Norem exclamó encantado:

—Ya lo oís. Paulsberg dice también que Grande empieza a darse importancia. ¡Ahí lo tenéis!

Todos se muestran de acuerdo. Rara vez se le oían a Paulsberg tantas palabras. Manteníase atento e indescifrable y escuchaba la conversación sin mezclarse en ella. Poseía el respeto de todos, e Irgens era el único que osaba hacerle frente.

—No comprendo por qué Paulsberg ha de decidir en semejantes cosas —dijo.

Todos le miraron asombrados. ¿Conque Paulsberg no podía decidir? ¿Quién, entonces?

—Irgens —respondió Paulsberg con cómica seriedad.

Irgens clavó la vista en él y ambos quedaron mirándose frente a frente, hasta que Hanka los separó, se sentó entre los dos y comenzó a hablar con Ojén.

—Oíd —exclamó al poco rato—. Ojén va a leemos sus últimas obras: un par de poemas en prosa.

Todos se sentaron, disponiéndose a escuchar.

Ojén había traído los poemas en prosa: los sacó del bolsillo y pudo verse que sus manos temblaban.

—Pero habéis de ser condescendientes —dijo.

A lo que rieron los dos estudiantes, los poetas de las cabezas rapadas; y uno de ellos dijo, lleno de admiración:

—Pues si usted necesita condescendencia, ¿qué iba a ser de nosotros?

—¡Chist! ¡Silencio!

—Esta se titula Condenado a muerte —dijo Ojén; y rompió a leer:

He pensado a menudo que si mi más secreto crimen se descubriese…

—¡Silencio!

—¡Silencio, sí!

… entonces sería condenado a muerte.

Y me estaría en la cárcel sabiendo que en el momento de la ejecución iba a mostrarme tranquilo y superior.

Subiría las escaleras del patíbulo sonriendo, y humildemente pediría permiso para decir unas palabras.

Y hablaría. Exhortaría a todos a que sacasen enseñanzas provechosas de mi muerte. El discurso brotaría de mi corazón y saldrían de mi boca lenguas de fuego cuando, al terminar, me despidiese…

Ahora se ha descubierto mi crimen más secreto.

Se ha descubierto.

He sido condenado a muerte… Y he pasado tanto tiempo en la cárcel, que mis fuerzas están quebrantadas.

Voy subiendo los escalones del patíbulo, pero brilla el sol y se asoman lágrimas a mis ojos. Pues de estar tanto tiempo en la cárcel me siento débil. Y además brilla el sol; hace nueve meses que no lo he visto, y nueve meses que no he oído cantar a ningún pájaro.

Me sonrío para encubrir que lloro, y les pido permiso a mis guardianes para decir unas palabras.

Pero no me lo permiten.

Sin embargo, quiero hablar, no para mostrar valor, sino porque quisiera decir unas palabras salidas del corazón antes de morir, para no morir en silencio; unas palabras limpias que no puedan dañar a ningún alma. Un par de palabras apresuradas, antes de que vengan y me cierren la boca: Amigos, ved cómo brilla el sol de Dios…

Y comienzo, en efecto; pero no puedo hablar.

¿Tengo miedo? ¿Me abandona el valor? No, no tengo miedo. Pero estoy débil y no puedo hablar, porque veo por última vez el sol de Dios y sus árboles.

¿Qué viene por allí? ¿Un jinete con una bandera blanca?

¡Silencio, corazón; no tiembles!

No, es una mujer con un velo blanco; una mujer hermosa, de mi edad; también ella lleva el cuello desnudo como yo.

Y no lo comprendo; pero también el velo blanco me hace llorar, porque estoy débil y porque el velo blanco flamea sobre el fondo del follaje de los árboles. ¡Es tan hermoso verlo flamear al sol! Pero dentro de un instante ya no lo veré.

Acaso sí; acaso cuando haya volado mi cabeza podré ver un momento con mis ojos la bóveda radiante del cielo. No sería imposible, si mantengo los ojos bien abiertos al caer el hacha. Y así lo último que vea será el cielo.

Pero ¿me están poniendo una venda en los ojos? ¿Acaso me los tapan porque estoy débil y lloro? ¡Oh! Todo se ha oscurecido, me he quedado ciego y ni siquiera puedo contar los hilos de la venda.

¡Qué error el mío, cuando esperaba poder alzar el rostro y ver la radiante bóveda del cielo! Me inclinan la cabeza, me meten el cuello en una argolla. Y no puedo ver nada a través de la venda.

Debajo de mí hay un cajoncito; no puedo verlo, pero sé que está destinado a recoger mi cabeza.

En derredor sólo noche, oscuridad tenebrosa. Guiño los ojos y creo que veo aún; en mis dedos me queda también vida y yo amo la vida. Si me quitasen la venda, podría ver algo, podría contemplar los granos de trigo que hay en el fondo del cajón, tan pequeñitos.

»Silencio y tinieblas. Un silencio anheloso de la muchedumbre.

¡Dios de misericordia! ¡Compadécete de mí; quítame la venda! ¡Dios de misericordia! Soy tu mísera criatura, ¡quítame la venda!

Se había hecho el silencio en el estudio. Ojén bebió de su vaso. Milde, que no había entendido una palabra, se arañaba una mancha que tenía en el chaleco, chocó su vaso contra el del periodista y susurró:

—¡Salud!

Hanka fue la primera que habló; sonrió a Ojén y dijo:

—¡Bien. Ojén! ¡Cómo tiembla lo que usted escribe! El silencio anheloso de la muchedumbre… ¡Cómo se percibe! Me parece muy bien.

A todos les pareció bien, y Ojén se sintió conmovido. Le estaba muy bien a su carita joven la satisfacción.

—No es más que una impresión —dijo. Le hubiera gustado oír el juicio particular de Paulsberg, pero Paulsberg callaba.

—Pero ¿cómo elige usted esa forma? ¿Esos poemas en prosa? Claro que está muy bien, pero…

—Es mi manera de sentir —replicó Ojén—. La novela no me dice nada; en mí, todo es poesía. Con o sin rima, pero poesía. Y en los últimos tiempos no hago versos rimados.

—Pero ¿qué clase de nerviosidad es la de usted? —dijo Hanka con su dulce voz—. Es triste verle tan excitado; tiene usted que procurar ponerse bueno.

—Voy a tratar de explicarle mi nerviosidad… Me siento de pronto abatido, convulso, casi deshecho. No puedo andar sobre alfombras, pues cuando dejo caer algo, ya no lo vuelvo a encontrar. No lo oigo caer, y no se me ocurre buscarlo. ¿Puede usted figurarse nada más terrible que pensar qué allá está caído y allí seguirá? Por eso me angustia pisar alfombras; procuro concentrarme y meto las manos en los bolsillos. Veo si están bien sujetos los botones del chaleco para que no se caiga ninguno, y me vuelvo constantemente a ver si he perdido algo… Luego hay otras cosas que me atormentan; ocurrencias peregrinas que uno tiene. Pongo un vaso de agua en el canto de la mesa, y me figuro que he hecho una apuesta con alguien por una suma fabulosa. Luego empiezo a soplar el vaso. Si cae, he perdido; he perdido una cantidad tan grande, que estoy arruinado para toda la vida; pero si no cae, he ganado, y puedo comprar un palacio a la orilla del Mediterráneo. Lo mismo me pasa cuando subo una escalera que no conozco: si son dieciséis escalones, he ganado; si son dieciocho, he perdido. Luego vienen otras cosas más complicadas: ¿y si la escalera tuviese, contra toda previsión, veinte escalones? ¿Gano o pierdo? Se entabla discusión; no cedo, y la cosa acaba en un pleito, que naturalmente, pierdo… No se ría usted; son cosas que hacen sufrir. Pero estos son los casos de menor importancia; déjeme citarle otros dos ejemplos: Supóngase usted que en el cuarto vecino alguien canta el verso único de una sola canción; lo canta incesantemente; acaba y vuelve a empezar; ¿no es para volverse loco de impaciencia? Pues donde yo vivo hay un sastre que, mientras cose, canta así el eterno verso de una canción, siempre la misma. Bueno. Hay un momento en que ya no se puede soportar, y, furioso, uno se marcha. Pero en la calle le aguarda un nuevo tormento. Encuentra a un conocido cualquiera, con quien entabla conversación. De pronto, así hablando, se le ocurre algo agradable, alguna cosa que le van a dar, acerca de la cual quiere seguir pensando, para regocijarse a sus anchas. Pero sucede que mientras está hablando con la persona aquella, se olvida por entero del pensamiento agradable, y luego no puede recordarlo. Ahí tiene la angustia, el dolor: lo atormenta a uno el pensar que ha perdido aquel delicioso goce, aquel goce tan dulce, que sin trabajo y sin gastos hubiera venido a nosotros.

—Sí que es singular… Pero ahora en el campo, en los pinares, pasará todo eso —dijo Hanka en tono maternal.

Milde se mostró de acuerdo.

—Es cierto. Y piensa en nosotros cuando estés en tu reino.

—Por allá arriba encontrarás a Bondesen —dijo el periodista—. Vive allí, cultiva la abogacía y se dedica a la política. Es un mozo endiablado el tal Bondesen. En las próximas elecciones seguramente saldrá diputado.

Durante este tiempo Ole Henriksen había permanecido sentado en una silla, hablando sosegadamente con el vecino, o callando y fumando pitillos. Conocía también Torahus, y le indicó a Ojén que hiciese una visita a una casa de las cercanías. Se iba hasta ella en barca; a ambos lados, espesos bosques de pinos. La casa lucía en el borde del bosque como palacete de mármol.

—¿De dónde sabes eso? —preguntó Irgens, asombrado de oír hablar así a Ole Henriksen.

—He ido allí de paseo algunas veces —respondió Ole un poco confuso—. Éramos dos: un compañero de academia y yo. En la casa nos daban leche.

—¡Salud, señor académico! —exclamó el periodista, burlón.

—Debes ir allá —prosiguió Ole Henriksen—. El dueño y su familia son extraordinariamente amables. Además, por si se te ocurre enamorarte, tienen una hija joven —añadió, sonriéndose.

—No; eso sí que no. A Ojén podrán reprochársele otras cosas; pero a las mujeres las deja tranquilas —dijo Norem, bonachón y bebido.

—¡Salud, señor académico! —gritó de nuevo el periodista.

Ole Henriksen le miró.

—¿Te refieres a mí?

—Claro que me refiero a ti, naturalmente. ¿No has estudiado en una academia? ¡Pues eres académico!

También al periodista le había hecho efecto el vino.

—Yo no he ido más que a la Academia de Comercio.

—Ya, ya sé que eres comerciante. Pero no hay por qué avergonzarse. ¿Verdad, Tidemand? ¿Hay que avergonzarse de ser comerciante? Yo sostengo decididamente que no. ¿Tengo razón?

Tidemand no respondió. El periodista se aferraba estúpidamente a su pregunta, y fruncía el entrecejo, concentrándose en ella, para no olvidar lo que había preguntado. Comenzaba a encolerizarse, y pedía respuesta con voces destempladas.

Hanka dijo, de pronto, con voz serena:

—¡Bueno! Silencio ahora; Ojén va a leer el segundo poema.

Paulsberg e Irgens hicieron una mueca fugitiva; pero nadie objetó nada; Paulsberg hasta asintió con la cabeza, para animar al lector. Cuando se hizo un poco de silencio, se levantó Ojén, se echó un poco atrás, y dijo:

—Este lo sé de memoria. Lleva por título El poder del amor.

Íbamos en el tren por una comarca desconocidas desconocida para mí; desconocida para ella. Nosotros, ella y yo, éramos también desconocidos: no nos habíamos visto nunca.

»¿Por qué estará tan callada? —pensé.

Me incliné hacia ella, y le dije, con el corazón palpitante:

—¿Tiene usted algún motivo de tristeza, señorita? ¿Ha dejado usted en el sitio de dónde viene un amigo, un amigo muy bueno?

—¡Oh, sí! —replicó ella—. Un amigo muy bueno.

—¿Y ahora ya no podrá usted olvidar a ese amigo? —pregunté yo.

Guardó silencio. No me había mirado aún a la cara.

—¿Me deja usted tocar la trenza de su pelo? —dije yo—. ¡Qué magnífica trenza! ¡Qué deliciosa!

—Mi amigo la ha besado —replicó, y apartó mi mano.

—Perdóneme —dije, y mi corazón palpitaba cada vez más fuerte—. ¿No podré siquiera ver su sortija? Es de oro muy claro y de una singular belleza. Quisiera verla de cerca.

Pero también a esta petición respondió negativamente, replicando:

—Me la ha dado mi amigo.

Y se apartó aún más de mí.

Transcurre un rato. El tren corre monótono; el camino es largo y fatigoso. No tenemos nada que hacer, más que escuchar el ruido de las ruedas. Cruza una locomotora; suena como si hierro y hierro entrechocasen; y yo me estremezco; pero ella no, pues sin duda no piensa más que en su amigo. Y el tren sigue su marcha.

En esto, por primera vez me mira a la cara; sus ojos son completamente azules.

—¿Por qué se pone tan oscuro? —pregunta.

—Nos acercamos a un túnel —respondí.

Y atravesamos el túnel.

Transcurre otro rato. Impaciente, vuelve a mirarme, y dice:

—Me parece que vuelve a ponerse oscuro.

—Estamos en el segundo túnel; hay tres —respondí—. Tengo un plano. ¿Quiere usted verlo?

—Tengo miedo —dice ella, y se aproxima.

No respondí. Ella preguntó, sonriendo:

—¿Tres túneles, dice usted? ¿Hay otro después de este?

»—Sí; queda otro.

Entramos en el túnel, y siento que está muy cerca de mí, tan cerca que su mano toca mi mano. Al fin se hace la luz, y salimos.

Transcurre un cuarto de hora. Ahora está tan cerca de mí, tan cerca que su mano toca mi mano. Al fin se hace la luz, y salimos.

Transcurre un cuarto de hora. Ahora está tan cerca de mí, que siento el calor de su cuerpo.

—Puede usted tocar la trenza de mis cabellos —dice ella—, y puede usted mirar tranquilamente mi sortija. Aquí la tiene usted.

»Cojo en mi mano la trenza, pero no la sortija, pues se la había dado su amigo. Se rio, y no volvió a ofrecérmela.

—Tiene usted unos ojos muy ardientes. ¡Y qué dientes tan blancos! —dijo ella, muy confusa—. Tengo mucho miedo del último túnel; cójame la mano cuando llegue. No; no me coja la mano; lo decía en broma. Pero, hábleme.

Prometí hacer lo que quisiera.

A los pocos momentos rompió a reír, y dijo:

—No tenía miedo de los otros túneles; de este, sí.

Me miró a la cara, para ver lo que contestaba, y yo dije:

—Este es también el más largo; es infinitamente largo.

Su confusión había llegado al máximum.

—No es cierto; ya no hay más túneles —exclamó—. Se burla usted de mí; ya no hay más túneles.

—Sí, hay; queda el último: mire usted.

Y le enseñé el plano; pero ella no quería ver ni oír nada.

—No, no; no queda ninguno; se lo digo a usted; no queda ninguno… Pero, hábleme, hábleme si viene alguno —añadió.

Echó atrás la cabeza, cerró los ojos. Sonreía.

En esto pita el tren; me asomo a la ventanilla; nos acercamos a la boca negra del túnel. Me acuerdo de que he prometido hablarle. Me inclino hacia ella, y siento en la oscuridad que sus brazos rodean mi cuello.

—Hábleme, hábleme; tengo miedo —susurra, palpitante—. ¿Por qué no me habla usted?

Percibía las palpitaciones de su corazón, y acercando mi boca a su oído, le dije:

»—Pero ¿olvida usted a su amigo?

Me oyó convulsa, tembló, y en el mismo momento soltó mi cuello, me apartó con ambas manos, y se tendió en el asiento. Yo me aparté también. En la oscuridad comenzó a sollozar.

»Este era el poder del amor» —terminó Ojén.

Otra vez se hizo el silencio en el estudio. Milde estaba boquiabierto, esperando la continuación.

—Bueno, sigue —dijo, disponiéndose a oír el desenlace—. Pero ¿ya has acabado? ¿Y a qué viene todo eso? En mi vida he visto nada tan absurdo. Mira, chico; esas cosas que hacéis ahora los jóvenes no son para mí. Olvídese usted de su amigo. No se olvide usted de su amigo. Pero, hombre de Dios…

Los señores estallaron en francas carcajadas. La impresión quedó destruida.

El poeta de la brújula en el colgante se levantó engallado, señaló a Milde, y exclamó:

—Este caballero no tiene la menor idea de lo que es la poesía moderna.

—¿Poesía moderna? Bueno; si quiere usted llamar poesía moderna a esto… Pero yo tenía entendido que todas las cosas han de tener un desenlace.

Ojén había palidecido de coraje.

—No tiene ni asomos de comprensión para mi estilo nuevo —dijo el pobre hombre, excitado y tembloroso—. Por lo demás, te falta pulimento, Milde; de ti no podía esperarse otra cosa.

Sólo entonces pareció comprender el grueso Milde lo que había hecho; difícilmente habría esperado que sus palabras produjesen aquel efecto.

—¿Conque me falta pulimento? —respondió, sin incomodarse—. Bueno; ahora empezaremos a ponemos groseros. Por lo menos, no he querido ofenderte, Ojén. ¿Crees que no me ha gustado la poesía? ¡Ya lo creo! Quería decir solamente que era algo incorpóreo, etéreo, ¿sabes? Entiéndeme bien: muy bonita; extraordinariamente deliciosa, en una palabra; de lo mejor que has hecho. ¿No se te puede gastar una broma?

Pero ya de nada servían los esfuerzos de Milde. Se había roto el encanto, y todos comenzaron a gritar y a reír con estrépito. En medio de la algarabía, Norem abrió una ventana, y se puso a cantar hacia la calle.

Para consolar un poco a Ojén, Hanka le puso una mano en el hombro, prometiéndole que iría a despedirle a la estación. Irían todos. ¿Cuándo pensaba marcharse?

—¿Verdad que sí? —preguntó, dirigiéndose a Ole Henriksen—. ¿Iremos todos a la estación a despedir a Ojén?

Ole dio una inesperada respuesta, que asombró a la propia Hanka: no sólo iría a la estación, sino que acompañaría a Ojén a Torahus. Se le había ocurrido en aquel momento; le gustaba la excursión, y hasta tenía unos asuntillos allá arriba… Y tan en serio lo tomaba, que cogió a Ojén por la solapa y se puso de acuerdo con él respecto al día.

El periodista bebió con la señora Paulsberg, y como había corriente, se sentaron en el sofá y empezaron a contarse historietas divertidas. La señora Paulsberg sabía una historia de Grande el abogado y una de las hijas del pastor B. Pero cuando se aproximaba el momento decisivo, se interrumpió.

El periodista, muy interesado en la narración, preguntó ansioso:

—¿Y entonces…?

—Espere un momento —respondió ella, riendo—. Déjeme tiempo para ponerme colorada.

Y riéndose en voz alta, llegó al punto decisivo.

En este momento, Norem se apartó de la ventana riendo; se le había ocurrido una diversión, y gritó a grandes voces, que hicieron retemblar el estudio:

—¡Silencio! Estaos quietos, y veréis. Abrid la otra ventana, y mirad a la calle, Al lado del farol hay un chico, un vendedor de periódicos. ¡Fijaos ahora! ¿Tienes una corona, Ole?

Cogió la corona, la sujetó con las manos inseguras en las tenazas y la calentó a la luz de la lámpara. El silencio era tan completo, que podía oírse la voz del vendedor pregonando en la calle el periódico.

—¡Fijaos ahora! —repitió Norem—. Poneos a la ventana y esperad un momento.

Se acercó a la ventana con algún trabajo, y gritó al vendedor:

—Oye, chico: aquí tienes una corona. Ponte debajo de la ventana y atrápala.

La corona sonó en el pavimento de la calle. El chico se apresuró a cogerla; pero la soltó en seguida, lanzando maldiciones furibundas.

—Oíd cómo chilla —dijo Norem, desternillándose de risa—. Mirad cómo se lame los dedos. Pero, oye, chico: ¿no quieres coger la corona? Ahí la tienes.

El muchacho miró hacia la ventana, rechinando los dientes.

—¡Pero si está quemando! —dijo.

—¿Quemando? ¡Ja, ja, ja…! ¿Conque quemando? Bueno, en serio: ¿quieres la corona o bajo yo mismo a recogerla?

Ante esta amenaza, el chico cogió entre los periódicos, como pudo, la corona incandescente, y se apartó con ella. Fue en vano que Norem le gritase: «¡Quítate la gorra y da las gracias!». Masculló un par de interjecciones fuertes en dirección a la ventana y siguió lamiéndose los dedos. E inmediatamente, temeroso de que se la quitaran, echó a correr con todas sus fuerzas. Norem llamó un par de veces a los guardias.

Esta fue la última ocurrencia feliz del alegre actor aquella noche; al poco tiempo cayó en un rincón del estudio y se durmió dulcemente.

—¿Sabe alguien qué hora es? —preguntó la señora Paulsberg.

—A mí no me lo pregunte —respondió Gregersen, el periodista, tocándose, riendo, los bolsillos del chaleco—. Ya ha pasado tiempo desde que no tengo reloj.

Por fin, resultó que era la una.

A eso de la una y media, Hanka e Irgens habían desaparecido. Irgens le había pedido café tostado a Milde, y ya no se le había vuelto a ver. Pero la ausencia de ambos no produjo sensación alguna; hablando con Ole Henriksen acerca de la excursión a Torahus.

—Pero ¿tienes tiempo para eso? —le preguntaba.

—Me lo tomaré —replicó Ole—. Por lo demás, luego te diré una cosa.

En la mesa de Paulsberg se discutía acerca de la situación del país. Milde repitió que estaba decidido a irse a Australia. Ahora que afortunadamente, esta vez la Cámara no se disolvería sin haber hecho algo memorable.

—A mí me es igual que haga una cosa u otra —dijo el periodista de Las Noticias—. Tal como están las cosas, Noruega es un país perdido. Somos pobres en todo: en fuerza, en vida política. ¡Qué tristeza contemplar esta decadencia general! ¡Por ejemplo, los miserables restos que quedan de aquella vida espiritual que flameaba tan alto, cuyo resplandor, por el año setenta, llegó a subir al cielo! Estoy cansado de decadencia; no me siento bien más que en un ambienté de vida espiritual intensa.

Todo el mundo se había quedado mirando al periodista. ¿Qué le pasaba a aquel hombre tan animoso? Su borrachera se había aplacado; hablaba con bastante limpieza y sin retorcer ni una sola palabra. ¿Adónde iba a parar? Pero cuando el gran socarrón llegó a aquello de que estaba harto de decadencia y no se sentía a gusto más que en un ambiente de vida espiritual intensa, los concurrentes rompieron en una carcajada unánime, dándose cuenta de la burla. Aquel diablo de Gregersen los había burlado. ¡Los miserables restos de vida espiritual! ¿Pues no contaba Noruega con Paulsberg e Irgens y Ojén, y los dos poetas del pelo rapado, y todo un enjambre de talentos nuevos de primer orden?

El periodista se secó el sudor de la frente y se puso también a reír. Era general la opinión de que aquel hombre guardaba un tesoro considerable, que aún no había consumido en su periódico. Algún día sorprendería a todos con un libro, con alguna historia extraordinaria.

Paulsberg se rio forzadamente. En realidad, sentíase bastante ofendido de que en toda la noche no se hubiera mencionado ninguna de sus novelas, ni siquiera su libro sobre el perdón de los pecados. Por eso, cuando el periodista solicitó su opinión sobre la vida espiritual noruega en conjunto, replicó brevemente:

—En alguno de mis libros creo haber tratado ya este asunto.

Claro, claro, pensándolo un poco, se acordaba… Naturalmente. En efecto. Un pasaje de alguna de sus obras. La señora Paulsberg podía citar el pasaje y hasta la página.

Pero Paulsberg quería marcharse.

—Vendré mañana a «posar», Milde —dijo, dirigiendo una mirada al caballete.

Se levantó, vació el vaso y se puso a buscar el abrigo. Su mujer se levantó igualmente, y dio las buenas noches, estrechando a todos enérgicamente la mano. En la puerta se encontraron a Hanka e Irgens, y les dieron brevemente las buenas noches.

Desde aquel instante creció la animación y subió el tono; los que quedaban se pusieron a beber afanosamente, y hasta los poetas jóvenes trincaron de lo lindo, y comenzaron a hablar de Baudelaire con ojos enrojecidos.

Había cesado toda etiqueta. Milde pidió que Irgens le explicase para qué le había pedido café tostado. ¿No se le habría ocurrido besar a Hanka? ¡Cualquiera se fiaba de él…! Tidemand lo oyó, y se rio como los demás: más alto que ninguno.

—Tienes razón: el pillo este no es de fiar…

Tidemand estaba más sereno que nunca.

Con ocasión del café tostado, el periodista se puso a hablar del mal olor del aliento en general. Hablaba muy alto, volviéndose a todos. ¿De dónde venía el mal olor del aliento? De las muelas cariadas, ¡ja, ja!; las muelas cariadas, que apestaban toda la boca. Y a continuación se puso a explicar con todo lujo de detalles por qué las muelas cariadas apestaban toda la boca.

Se hablaba desembarazadamente, en un tono libre, y pronto comenzaron las frases gruesas. Se convino en que la hipocresía era la maldición de Noruega: los padres preferían que sus hijas se perdiesen por ignorancia antes de abrirles a tiempo los ojos.

—Debía haber empleados públicos encargados de gritar por las calles frases deshonestas, para que las muchachas conociesen a tiempo las cosas de la vida. ¿Qué… rezongas ahí, Tidemand?

No; Tidemand no rezongaba nada, ni Ole Henriksen tampoco. ¡Lo de los empleados públicos era una idea verdaderamente original! ¡Ja, ja!

Milde se llevó aparte a Tidemand.

—La cosa es como sigue: ¿tendrás encima un par de coronas, por casualidad? —preguntó.

¡Ya lo creo! Tidemand no estaba aún totalmente desprovisto de bienes.

—¿Cuánto? ¿Te bastará uno de cincuenta?

—Gracias; gracias, viejo amigo; te lo devolveré —dijo Milde muy serio—. Te lo devolveré a la primera ocasión… Eres un hombre cabal. Precisamente, anteayer sostenía yo que vosotros los comerciantes erais unos hombres singulares; así lo dije, con esas mismas palabras. ¡He aquí mi mano!

Finalmente, Hanka se puso en pie para irse. Clareaba el día. Su marido estaba cerca de ella.

—Está bien, Hanka; vámonos —dijo.

Y le presentó el brazo.

Ella le miró, y dijo:

—Gracias, amigo mío; ya tengo compañía.

Transcurrió un instante antes de que Tidemand pudiera dominarse.

—Entonces… —dijo sonriendo—. Es igual, únicamente…

Se fue a la ventana y se quedó allí en pie.

Hanka fue dándoles a todos las buenas noches. Al llegar a Irgens, susurró con fuego:

—De modo que mañana a las tres.

Retuvo largo rato en las suyas la mano de Ojén, y le preguntó que cuándo se iba. ¿No se habría olvidado de escribir a Torahus pidiendo alojamiento? Bueno; ya está. Estos poetas olvidan siempre lo más importante. Mañana tenía que telegrafiar. Adiós. Y que le sentara bien. Hasta el último instante se mostró maternal.

Salió, acompañada del periodista.