La noche desciende sobre la ciudad. Las oficinas interrumpen el trabajo, se cierran las tiendas y se apagan las luces. Sin embargo, jefes de pelo gris se encierran en los despachos, encienden luz, sacan papeles, hojean librotes muy gruesos, apuntan un número, repasan una suma, cavilan. Mientras trabajan así perciben el ruido ininterrumpido de los vapores que cargan y descargan hasta bien entrada la noche.
Dan las diez, las once. Los cafés están atestados y las calles llenas. Pasean por ellos gentes de todas condiciones, con sus mejores atavíos, que charlan, miran a las muchachas o desaparecen en una cervecería. En los puestos, los cocheros espían la menor indicación de un transeúnte, hablan de los caballos y encienden, sin saber qué hacer, sus cortas pipas.
Pasa una mujer, una hija de la noche, conocida de todos; la siguen un marinero y un señor de chistera, que caminan apresuradamente, pues cada uno de ellos quiere alcanzar antes que el otro a la muchacha. Pasan luego dos mozalbetes; van hablando a gritos, con el pitillo en la boca y las manos en los bolsillos. Luego, otra mujer, y a continuación dos señores que corren por alcanzarla, en competencia.
Mas en este instante todos los relojes de la ciudad van dando, uno tras otro, las doce. Se vacían los cafés, y los music-hall vomitan vaharadas de gente, humean calor y cerveza. En los muelles chirrían aún las grúas, y pasan por las calles los coches de alquiler. En los despachos profundos, los jefes han terminado con sus papeles y sus cavilaciones, cogen su sombrero, apagan la luz y se marchan a casa.
También de Grand salen los últimos parroquianos, una «peña» de gente joven y alegre, que ha esperado hasta el último momento. Con los cuellos de los abrigos subidos, el bastón bajo el brazo y los sombreros un tanto ladeados, van caminando por la calle; hablan alto, canturrean la última canción y chistan a una muchacha solitaria y abandonada con boa y velo blanco.
Van andando en dirección a la Universidad. Hablan de literatura y política y, a pesar de que todos están de acuerdo, charlan con el mayor acaloramiento. ¿Es que Noruega no tiene derecho a la independencia? ¿No ha de ser un país soberano? ¡Qué esperen! El Presidente ha prometido hacerse cargo de la cuestión, y además se acercan las elecciones… Todos estaban conformes en que las elecciones resolverían el problema.
Al llegar a la Universidad, tres de los amigos se despiden y cada cual se marcha por su camino. Los demás dan todavía unas vueltas, se paran delante de Grand y siguen cambiando impresiones.
Finalmente, quedan solos Milde y Ojén. Milde persiste en su ardor.
—Te lo aseguro. Si la Cámara cede esta vez, desde luego me marcho a Australia. Ya nada me queda que hacer aquí.
Ojén es joven y muy nervioso; su rostro pequeño, que parece de una muchacha, es pálido y de aire cansado; entorna los ojos como un miope, a pesar de que ve perfectamente, y su voz es suave y débil.
—No comprendo cómo os pueden interesar esas cosas. A mí me son perfectamente indiferentes.
Inició Un leve encogimiento de hombros. La política le fastidiaba. Tenía unos hombros caídos, como los de las mujeres.
—Bueno; no quiero entretenerte más —dijo Milde—. A propósito: ¿has escrito algo últimamente?
—Sí —repuso Ojén, animándose en seguida—, un par de poemas en prosa. Pero hasta que esté en Torahus no podré ponerme a trabajar en serio. Tienes razón: aquí en la ciudad ya no se puede estar.
—Claro que sí; ahora que yo quería decir en todo el país… Espero que no lo olvidarás… El jueves, en mi estudio… Dime, viejo amigo, ¿tendrías una corona suelta en el bolsillo?
Ojén se desabrocha y saca una corona.
—Gracias, viejo amigo. De manera que el jueves. Procura venir un poco antes para ayudarme a disponer el estudio. ¡Vamos! ¡Gabán con forro de seda! ¡Y no te he pedido más que una miserable corona! ¡Perdóname si te he ofendido!
Ojén se sonríe, y replica, sin recoger el chiste:
—No creo que tenga nada de particular. Me parece que ya no hay más que abrigos con forro de seda.
—Pero oye, chico: ¿qué te ha costado? —dice Milde, tocando el abrigo.
—¿Sabes que no me acuerdo? Los números se me olvidan siempre; nunca han sido mi fuerte. Las facturas de los sastres las olvido en seguida.
—Muy práctico, chico; extraordinariamente práctico. ¿De manera que no las pagas?
—No; ese cuidado lo encomiendo a la Providencia. Claro que si alguna vez llego a ser rico… Pero mejor si te vas; quiero estar solo.
—Claro que sí. Buenas noches. Pero escucha, en serio. Si te queda otra corona…
Ojén vuelve a desabrocharse.
—¡Gracias, ¿eh?, muchas gracias! ¡Qué poetas estos! Por ejemplo, ¿adónde vas tú ahora?
—Daré unas vueltas por aquí, contemplando las casas. No podría dormir, y me entretengo contando las ventanas. Y no creas, a veces no es tan estúpido como parece. Hasta puede constituir un verdadero placer dejar descansar los ojos en cuadros, en líneas puras. Pero de esto no entiendes una palabra.
—No vayas a creer; sí que lo entiendo. Pero vamos…, las personas, ¿no? Las personas también. Carne y sangre, ¿no es eso? También tienen su interés…
—Para mí, no; para vergüenza mía te confieso que la gente me aburre atrozmente. ¿No te has fijado en una de estas calles solitarias…? ¿No has visto la belleza que puede haber en ellas?
—¡Ya lo creo! No te vayas a figurar que soy ciego. La belleza, el encanto de una calle solitaria… Cedo cada cosa a su tiempo… Pero no quiero entretenerte más. Hasta el jueves.
Saludó Milde, dio la vuelta y desapareció calle arriba. Ojén siguió a solas el paseo. Pocos minutos bastaron para que se convenciese de que no había perdido todo interés por los hombres; se había mentido a sí mismo. A la primera prostituta callejera que le llamó, le dio las dos coronas que le quedaban, y siguió su camino en silencio. No habló ni una palabra. Su silueta, exigua y nerviosa, desapareció antes de que la muchacha le hubiera podido dar las gracias.
Por fin ha callado todo: en el puerto ha cesado el chirrido de las poleas; la ciudad está dormida. A lo lejos, no se sabía dónde, se oía el paso apagado de una persona que caminaba sola. Las llamas tiemblan en los faroles; dos guardias están parados charlando, y de vez en cuando dan patadas en el suelo porque se les enfrían los pies.
Así toda la noche. Acá y allá pasos humanos en la lejanía, y de vez en cuando un guardia que golpea el suelo con los pies para quitarse el frío.