CAPITULO III

Tidemand se encaminó hacia el gran almacén de la casa H. Henriksen, donde sabía que Ole solía estar a aquellas horas.

Tidemand pasaba de los treinta y comenzaba a grisear en las sienes. Tenía negros el pelo y la barba y unos ojos castaños de expresión cansada. Cuando estaba sentado sin decir nada, ensimismado, se alzaban y se bajaban sus párpados como si tuviera sueño.

Estaba casado y tenía dos hijos; cuatro años llevaba casado. Su matrimonio había empezado muy bien y así continuaba, aunque extrañaba a las gentes que siguiese en tan buena armonía. El mismo Tidemand no disimulaba el asombro que le producía que su mujer le quisiese. Había estado demasiado tiempo soltero, había viajado demasiado, había vivido mucho en hoteles; él mismo lo decía. Le gustaba tocar el timbre; pedía las comidas fuera de las horas acostumbradas, cuando buenamente le ocurría. Y Tidemand, refiriendo estas cosas, gustaba de descender a detalles; por ejemplo, no podía soportar que su mujer le sirviese la sopa. Por muy buena voluntad que tuviese, ¿cómo iba a saber la cantidad de sopa que quería?

Su mujer, Hanka, era una muchacha de veintidós años, con temperamento de artista, llena de amor a la vida, alegre y decidida como un chico. Hanka tenía grandes condiciones y ardientes entusiasmos; era recibida con algazara en todas las reuniones de la juventud, en salones o en cafés. Para la vida doméstica y para la cocina no tenía grandes disposiciones; pero ¿qué iba a hacer?, no había nacido para eso. También la desesperaba haber tenido un niño cada dos años; ella, que era todavía una niña llena de vida y de caprichos. Durante algún tiempo se dominó; pero últimamente llegó a pasar las noches en claro, llorando. Finalmente, el año anterior habían llegado a una inteligencia los esposos, y Hanka no necesitaba hacerse violencia desde entonces.

Tidemand entró en el almacén. Atravesó el local, saludando a los dependientes, y miró por el ventanillo al despacho.

Ole estaba dentro. Estaba repasando una cuenta. Al darse cuenta de su presencia, dejó aquella sobre la mesa y salió al encuentro de su amigo.

Los dos hombres se conocían de la niñez, habían estado juntos en la Universidad y habían compartido los más bellos días. Esta amistad no se entibió al hacerse colegas y competidores.

En una ocasión, Tidemand admiraba un pequeño balandro de recreo, propiedad de Ole Henriksen. Ocurrió esto unos dos años antes, cuando se supo que la casa Tidemand había sufrido una pérdida considerable en un negocio de exportación de pescado. El balandro estaba anclado muy cerca y llamaba la atención por su elegancia y su belleza.

Tidemand le dijo a su amigo:

—Te aseguro que no he visto nunca un juguete tan lindo como el tuyo.

Ole respondió modestamente:

—Pues, seguramente, si me decido a venderlo, no me dan mil coronas.

—Yo te las doy —ofreció Tidemand.

Pausa. Ole se sonreía.

—¿Lo pagas ahora? —preguntó.

—Sí; casualmente las llevo encima.

Y Tidemand se metió la mano en el bolsillo y pagó el dinero.

La escena ocurría en el almacén y la presenciaban todos los empleados, que se reían, cuchicheaban y hacían gestos de asombro. El trato quedó cerrado.

Un par de días después, Ole abordó a Tidemand y le dijo:

—¿No me darías el balandro por dos mil coronas?

Tidemand replicó:

—¿Tienes ahí el dinero?

—Sí, casualmente.

—Venga —dijo Tidemand.

Y el balandro volvió a poder de Ole.

Tidemand había venido a ver a Ole para pasar un rato con él; los dos amigos no eran ya niños; se trataban uno a otro con la mayor cortesía, lo que no afectaba a la sinceridad de su cariño.

Ole cogió el sombrero y el bastón de Tidemand, que puso sobre el pupitre, mientras le ofrecía asiento en un sofá pequeño.

—¿Qué quieres tomar? —preguntó.

—Gracias, no quiero nada —replicó Tidemand—. Vengo de comer en Grand ahora mismo.

Ole sacó una caja de puros habanos e insistió:

—¿Un vasito? ¿Uno de 1812?

—Bueno, eso sí lo tomaré. Pero tendrás que ir a buscarlo a la bodega; no te molestes.

—Parece mentira que hables de molestias.

Ole subió una botella de la bodega. La botella estaba cubierta de polvo espeso. El vino estaba frío. Ole dijo:

—¡A tu salud, Andrés!

Bebieron ambos. Se produjo una pausa.

—Propiamente venía a felicitarte —dijo Tidemand—. Nunca he logrado yo realizar una operación semejante.

Y así era, en efecto: Ole Henriksen había hecho una operación afortunada; pero él mismo decía que el mérito no era suyo, que había sido un golpe de suerte.

Y si había algún mérito, era de la casa. La operación la debía a su agente de Londres.

El caso era el siguiente.

A consecuencia de un accidente, el cargamento de café de un barco había caído al agua, siendo luego recogido. Se secó el café y lo llevaron a Londres; pero olía mal y resultaba invendible. El dueño intentó mil remedios, empleó diversos colores, azul de Berlín, índigo, amarillo de cromo, vitriolo de cobre. Pero no logró nada y tuvo que sacarlo a subasta. El agente de H. Henriksen asistió a la subasta y se quedó con el cargamento por un precio irrisorio.

Ole Henriksen fue a Londres, empezó a manipular el café, volvió a lavarlo y lo dejó secar por segunda vez. Por fin hizo tostar el cargamento y empaquetarlo en grandes toneles de cinc, que mandó cerrar herméticamente. Estos toneles estuvieron un mes sin tocar, luego fueron transportados a Noruega y metidos en el almacén. Se abrió tonel por tonel y se vendió todo perfectamente: el café estaba como si no hubiese ocurrido nada. La casa Henriksen ganó enormes sumas en el negocio.

Tidemand dijo:

—No lo he sabido hasta hace un par de días, y te aseguro que me ha enorgullecido.

—Mi única intervención consistió en que se me ocurro tostar el café y dejarlo exudar. Lo demás…

—¿Esperarías ansioso el resultado?

—Sí, no puedo negarlo.

—¿Y qué decía tu padre?

—Se enteró después que estaba todo hecho. No, no se le podía decir nada; creo que me habría echado de casa, me habría desheredado… ¡Ja, ja…!

Tidemand se le quedó mirando.

—Eso está muy bien, Ole. Pero si quieres que la mitad del honor del negocio corresponda a la casa, a tu padre, no digas al mismo tiempo que tu padre no supo nada hasta después.

—Bueno, no hablemos más.

Entró un ordenanza con una pizarra llena de cuentas. Al mismo tiempo llamaron al teléfono.

—Perdona un momento, Andrés… Probablemente no será más que una orden. ¡Diga!

Ole escribió la orden, llamó y se la entregó a un empleado.

—Te estoy estorbando —dijo Tidemand—. Ya tienes ahí dos pizarras; vamos a coger una cada uno; yo te ayudo.

Y sin esperar la respuesta se puso a ello. Estos signos y rúbricas los entendía a maravilla e hizo la cuenta sobre un trocito de papel. Trabajaban uno a cada lado del pupitre, y de vez en cuando se decían una broma.

—Bien; pero no olvidemos los vasos.

—No; tienes razón.

—Te aseguro que es el día más agradable que he pasado desde hace mucho tiempo —dijo Ole.

—¿De veras? Iba a decir lo mismo. Pues, como te decía, vengo de Grand, pero… ¡Ah, se me olvidaba! Tengo una invitación para ti; el jueves lo pasaremos juntos. La despedida de Ojén, ¿sabes? Asistirá bastante gente.

—¿Y dónde va a ser?

—En el estudio de Milde. Suponemos que vendrás.

—Claro que sí.

Volvieron al pupitre y se pusieron de nuevo a trabajar.

—¿Te acuerdas de cuando éramos chicos y nos sentamos juntos en la escuela? —dijo Tidemand—. Entonces no teníamos barba, ¿verdad? ¡Parece mentira! Me acuerdo como si fuera hace dos meses.

Ole dejó la pluma. Había terminado ya.

—Quería decirte una cosa…, pero no me lo tomes a mal, ni te ofendas, Andrés… Prueba, prueba el vino, anda. Traeré otra botella. Este no es vino para personas extrañas.

Y salió de la estancia. Tenía un aire totalmente confuso.

«¿Qué le pasará?», pensó Tidemand.

Ole volvió con una botella llena de telarañas y la descorchó.

—No sé cómo es —dijo oliendo el vaso—. Pruébalo: es realmente… Creo que te gustará. He olvidado de qué año, pero es añejo.

Tidemand lo olió a su vez, lo paladeó, posó el vaso y se quedó mirando a Ole.

—¿Verdad que no es malo?

—¡Qué ha de ser! —replicó Tidemand—. Pero no debías haberlo sacado por mí, Ole.

—¡Vamos! ¡Qué cosas dices! Por una botella de vino.

Pausa.

—¿No ibas a decirme algo? —preguntó Tidemand.

—Sí; es decir, propiamente no, pero… —Ole se levantó y cerró la puerta—. Pensaba que acaso no supieras nada de las cosas que se dicen por ahí para desacreditarte.

—¿Para desacreditarme? ¿Y qué es lo que se dice?

—Bueno, en último término, no hay por qué hacer caso del qué dirán. Dicen que tienes abandonada a tu mujer, que comes en el restaurante y la dejas que siga su camino, mientras tú haces tu capricho. Claro que después de todo… Pero vamos a ver. ¿Por qué comes fuera de casa y pasas tanto tiempo en restaurantes? No es que te lo reproche, pero… Bueno, pues eso es todo… ¿Sabes que este vino no es despreciable? Bebe otro poco, si no te desagrada…

Los ojos de Tidemand brillaban y miraban concentrados. Se levantó, dio un par de paseos por la habitación y volvió a sentarse en el sofá.

—No me extraña que la gente hable así —dijo—, puesto que yo mismo he hecho todo lo posible por fomentar esa murmuración. Por lo demás, me es indiferente.

Se encogió de hombros y volvió a levantarse. Paseando por la habitación y con la vista fija en la lejanía, seguía murmurando que le era indiferente.

—Pero, querido Andrés, ya te he dicho que eran murmuraciones de las qué no tienes por qué hacer caso.

—No es cierto que yo tenga abandonada a Hanka —siguió diciendo Tidemand—. Es sencillamente que quería dejarla en paz. Tengo que dejarle hacer lo que quiera; así lo hemos convenido. Si no me deja. —Mientras prosigue, se sienta y luego se levanta y se vuelve a sentar con breves intervalos; está muy excitado—. A ti puedo contártelo, Ole; es la primera vez que lo hago; no volveré a repetírselo a nadie. Pero quiero que sepas que si como en los restaurantes no es por capricho. Es porque no sé qué hacer en casa. Hanka no está; no hay nada que comer; no hay nadie en las habitaciones. Amistosamente hemos ordenado así nuestra convivencia. ¿Comprendes ahora por qué voy a restaurantes? No soy dueño de mí mismo; voy al restaurante; allí encuentro a mis conocidos; a veces está ella también; nos saludamos y comemos en la misma mesa. ¡Dime qué quieres que vaya a hacer a mi casa! Hanka está en Grand; a veces nos sentamos en una mesa, uno frente a otro, y nos alargamos un vaso, una botella. «Ten la bondad, Andrés —me dice a lo mejor—; pide también un vaso para Milde». Y, como es natural, pido un vaso para Milde. Lo hago con gusto y hasta me ruborizo al hacerlo. «No te he visto en todo el día —me sigue diciendo—. Hoy te fuiste muy temprano. ¡Ya veis qué marido tengo!», dice a los concurrentes. Y se ríe gozosa. A mí me agrada oírla bromear, y bromeo también. ¿Quién puede esperar a que termines de arreglarte, teniendo una oficina con cinco empleados? Pero la verdad es que hace dos días que no la he visto. ¿Comprendes por qué voy a los restaurantes? Quiero verla y saludar a los amigos, que tan agradablemente me ayudan a matar el tiempo. Ahora que, desde luego, todo esto es fruto del acuerdo mutuo; no vayas a figurarte… A mí me parece excelente el arreglo. Se acostumbra uno a todo.

Ole escuchaba con la boca abierta, y dijo lleno de asombro:

—¿Esa es la situación? No creía que hubieseis llegado a tal extremo.

—¿Y qué tiene de particular? ¿Es tan raro que le guste reunirse con la «peña»? Son todos gente conocida: sólo escritores y artistas, gente dé valer e ingenio. Hay que reconocer, Ole, que son muy distintos de nosotros, y que a nosotros también nos gusta su trato. ¿A qué extremo, dices? No; entiéndelo bien, no hemos llegado a ningún extremo. La cosa marcha muy bien. Yo no podía ir a comer a casa puntualmente y me iba a un restaurante. Hanka no iba a comer sola…; por consiguiente, se iba también al restaurante. Es verdad que no vamos todos los días al mismo sitio. Pero ¿qué importa?

Pausa. Tidemand deja caer la cabeza entre las manos. Ole pregunta:

—Pero ¿quién empezó el juego? ¿De quién partió la iniciativa?

—¿Crees que pude haber sido yo? ¿Me crees capaz de decirle a mi mujer: «Hanka, vete a un restaurante, para que cuando venga a comer encuentre la casa vacía»? Pero, por lo demás, no creas que me encuentro a disgusto; no, no es eso… ¿Qué te parece el que ni siquiera tenga aspecto de mujer casada? ¿A que no tienes nada que objetar? No creas; he hablado con ella del asunto; le he hecho reflexiones: una mujer casada, la casa, el hogar. Pero ella me replicó: «¿Casada dices? ¡No seas exagerado!». ¿Qué te parece? ¿Encontrar exagerado eso?

Por esa razón no se lo he vuelto a repetir; no está casada; allá ella. De vez en cuando para en la misma casa que yo; vamos a ver a los niños; entramos y salimos, nos separamos y volvemos a juntarnos. Después de todo, no tiene nada de particular, y si a ella le agrada…

—¡Pero eso es ridículo! —interrumpió Ole, sin poder dominarse—. No comprendo cómo… ¿Es que cree que tú eres un guiñapo que puede tirar a su antojo? ¿Por qué no se lo has dicho así?

—Claro que se lo he dicho. Sólo que ella respondía diciendo que quería divorciarse. Por dos veces. ¿Qué querías que hiciese? No tengo la fortuna de resignarme así, desde luego, al divorcio; más tarde, con el tiempo, será posible. ¿Decirle categóricamente mi pensamiento y se acabó? ¡Pero si quería marcharse! Me lo dijo abiertamente, y comprendí que era verdad. Por dos veces. ¿No me entiendes?

—Voy entendiendo, sí.

Permanecieron un rato en silencio. Luego Ole preguntó a media voz:

—¿Es que acaso tu mujer tiene…? Vamos, si quiere a otro.

—¡Naturalmente! —respondió Tidemand—. Así es como ocurren estas cosas…

—¿Y no sabes quién es?

—¿No iba a saberlo? Pero no te lo digo, no te lo diré nunca… Además, ya se me ha olvidado… ¿Y por qué había de saberlo? Esas cosas no pueden saberse. Puede que no quiera a nadie. ¿Crees acaso que tengo celos? No lo creas; yo sé dominarme perfectamente… En resumen: no es que, como dice la gente, quiera a otro; no es más que un capricho suyo. Probablemente un día vendrá a decirme que quiere reanudar nuestra vida de antes. No creas que es imposible: la conozco bien. Desde hace algún tiempo quiere a los niños. ¿Por qué no vienes a vernos algún día…? ¿Te acuerdas de cuando nos casamos?

—Sí.

—No estaba mal la novia, ¿verdad? ¿A que no estaba mal…? Pero habías de verla desde que ha empezado a tomarles cariño a los niños. Es indescriptible. Hay que verla con el vestido negro de terciopelo… En serio: tienes que venir a vemos un día.

—Sí que iré.

—Ahora me acuerdo de que probablemente Hanka estará hoy en casa; voy a pasar por allí, a ver si se le ocurre algo.

Los dos amigos vaciaron sus vasos y quedaron contemplándose.

—Espero que se irá arreglando todo —dijo Ole.

—Sí, sí, de seguro —replicó Tidemand—. Y gracias, muchísimas gracias. Siempre has sido un buen amigo.

Hace mucho tiempo que no he pasado una hora tan agradable.

—Entonces vuelve por aquí a menudo. Ya sabes que verte es un placer para mí.

—Sí, sí, vendré. ¡Pero oye! —Y Tidemand se detuvo en la puerta, volviéndose—. De esto ni una palabra, ¿verdad? El jueves como si no hubiera pasado nada, ¿sabes?

Y dicho esto, salió.