Por oriente, por donde sale el sol, se extiende una franja metálica de delicada calidad. La ciudad comienza a despertar; aquí y allí se percibe ya el rodar lejano de los carros que vienen del campo, grandes y pesados, carros rústicos que traen cosas al mercado: heno, carne y leña. Por las calles, los carros hacen bastante ruido, pues aún hiela un poco por las noches. Estamos a fines de marzo.
En el puerto no se percibe aún el menor ruido. Acá y allá se divisa un marinero soñoliento sobre la cubierta de algún barco; los patrones, a medio vestir, asoman la cabeza por sus camarotes y miran qué tiempo hace, mientras el mar calla, sosegado y tranquilo. Comienzan a abrirse los almacenes, en los que se ven grandes pilas y montones de cajones, sacos y toneles. Pasan hombres arrastrando cables y carretillas, bostezando, medio dormidos; comienzan las operaciones de carga y descarga de los barcos.
En las calles se van abriendo puertas, una tras otra; los aprendices barren las tiendas y sacuden el polvo de los mostradores.
En la gran casa de comercio H. Henriksen, el hijo está ya sentado ante su mesa y hojea la correspondencia.
Un joven atraviesa con paso cansado y soñoliento la plaza de la estación; viene de una cervecería, donde ha estado con unos amigos, y está dando un paseo antes de acostarse. Junto al parque de los bomberos, encuentra a un conocido, que viene también de una reunión, y se saludan.
—¿Ya estás levantado, Ojén? —dice el primero.
—Sí; es decir, no me he acostado todavía —responde el otro.
—Yo tampoco —replica el primero—. Buenas noches.
Y sigue su camino, sonriéndose de haber dado las buenas noches en pleno día. Es un muchacho que promete mucho, y que se había dado a conocer de pronto dos años antes con la publicación de un gran drama lírico. Ahora todo el mundo conoce a Irgens, que así se llama. Lleva zapatos de charol y es guapo; tiene un pelo negro y brillante, y un bigote de guías retorcidas.
Irgens va atravesando los distintos mercados. Le divierte, en su calidad de trasnochador, ver a los campesinos que llegan uno tras otro con sus carros, ocupando todas las calles de la ciudad. El sol de primavera ha tostado sus rostros; llevan al cuello gruesas bufandas de lana, y sus manos son recias y sucias. Al ver al paseante se apresuran a ofrecerle sus ganados, y hasta llaman de lejos al joven de veinticuatro años, sin familia, un lírico que camina indiferente, para distraerse.
El sol va ascendiendo. Todo está ya en movimiento, y el ruido aumenta. Comienza en las fábricas, en los arsenales, en los talleres, en los aserraderos; se mezcla con el estrépito de los carros y las voces humanas; de vez en cuando se ve cortado por la sirena de un barco, cuyo grito estridente perfora el aire como un lamento; finalmente, desemboca concentrado en las grandes plazas, en el mercado, hasta que la ciudad entera está envuelta en un inmenso clamor.
Y en medio del ajetreo véase a los ordenanzas de Telégrafos con las carteras, en que, transmiten avisos y comunicaciones de todos los países del mundo. La grande y maravillosa poesía del comercio penetra en la ciudad; florece el trigo en la India y el café en Java, y los mercados españoles piden pescado, mucho pescado, para la Cuaresma.
Son ya las ocho, e Irgens se dispone a irse a su casa. Al pasar por delante de la casa H. Henriksen, se decide a entrar un momento. El hijo de la casa, un hombre joven, está atareado en su mesa. A pesar de que su piel es morena, tiene grandes ojos azules; un rizo desordenado le cae sobre la frente. Es alto, recio, bastante reservado, y parece tener unos treinta años. Sus amigos le estiman mucho, porque con frecuencia los ayuda con dinero y también con diversos comestibles de la despensa de su padre.
—Buenos días —dice Irgens.
El otro contesta, sorprendido:
—¿Eres tú? ¿Estás levantado a estas horas?
—Sí; es decir, no me he acostado todavía.
—Eso es otra cosa; yo estoy aquí desde las cinco, y he telegrafiado ya a tres países.
—Ya sabes que a mí el comercio me es indiferente. Sólo quiero preguntarte una cosa, Henriksen: ¿tienes por ahí una copa?
Los dos amigos salen del despacho, atraviesan la tienda y bajan al sótano. Ole Henriksen saca apresuradamente una botella; tiene prisa, porque su padre puede llegar de un momento a otro. El padre es viejo; pero se procura no obrar contra su voluntad.
Irgens bebe y dice:
—¿Puedo llevarme a casa el resto?
Ole asiente con la cabeza.
Al volver a la tienda, Henriksen abre uno de los cajones del mostrador, e Irgens, que comprende lo que significa, mete mano y saca algo, que se mete en la boca. Es café tostado, para el aliento.