LXIV

En cuanto se calmó la cosa, Mat Dillon salió del cráter en que se había escondido, en el jardín de la Academia. Descubrió complacido que la caja que llevaba debajo del brazo había salido indemne del incidente.

Para entrar de nuevo en la estafeta de Eden Quay, no necesitó escalera de manos: la tapia se había hundido y no tuvo más que saltar por encima de unos ladrillos rotos. La puertecita había sido arrancada. Penetró en el vestíbulo y lo primero que vio, enseguida, fue a Gertie, de pie, contra una pared, contemplando el desastre con una mirada vaga. No iba más vestida que antes. El suelo estaba sembrado de cadáveres. Kelleher, junto a su ametralladora, sacudía el cuerpo y se frotaba la cabeza: sólo estaba atontado. Pero Mac Cormack, Gallager y Callinan parecían bien muertos. O’Rourke se puso a gemir. Era el único que tenía el mal gusto de agonizar. Su pantalón presentaba una gran mancha roja en el bajo vientre. Llamó con voz apagada:

—Gertie… Gertie…

Dillon dejó la caja sobre un montoncito de escombros diversos y se acercó a O’Rourke, que continuaba gimiendo:

—Gertie… Gertie…

Gertie no se movía. Dillon constató que a Larry lo habían desgraciado demasiado como para poder sobrevivir.

—Ánimo, muchacho, que ya te falta poco —le dijo.

—Gertie, te amo… Gertie, te amo… Gertie, te amo…

—Vamos, hombre, no digas tonterías. ¿Quieres que rece las oraciones para los agonizantes?

—¿Por qué no se acerca? ¿Dónde está? Está viva, lo sé.

Dillon le levantó la cabeza y Larry, abriendo un poco los ojos, vislumbró a Gertie, tan desnuda y tan hermosa como antes. Le sonrió. Ella lo miró duramente.

—Te amo, Gertie. Acércate.

Gertie no se movió.

—Vamos, acérquese —le dijo Mat—. En su estado actual, no le hará ningún daño.

—¿Me ha traído el vestido? —le preguntó Gertie.

—Sí. Pero haga lo que le pide él.

Se acercó con aire hostil. Cuando la tuvo cerca, Larry la miró de hito en hito, admirando estéticamente la línea de sus piernas, la curva de su cintura y el modelado de sus senos. Luego movió tristemente la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Se agitó un poco, y su mano se hundió con dificultad en el pantalón. La sacó cubierta de sangre y cerrada. Mirando a Gertie, se la tendió y la abrió. La joven se inclinó para ver mejor.

—Era para ti —dijo él con un soplido—. Era para ti.

Agachó la cabeza y cerró definitivamente los ojos. Dejó caer el brazo y el trocito de carne rodó por el suelo. Larry O’Rourke acababa de morir. Dillon le apoyó la cabeza en el suelo, se levantó y se persignó, aunque, como todo buen católico, tenía una acusada tendencia al ateísmo.

Con el pie, distraída y discretamente, Gertie empujó el sanguinolento cachito de ser humano hacia unas tablas calcinadas, bajo las que desapareció.

—Pobre cosita —murmuró.

Se volvió hacia la caja puesta sobre los escombros y se apoderó de ella.

—¿Es mi vestido? —le preguntó a Mat.

Requiescat in pace —masculló Dillon—. Entre nosotros, seguro que ha muerto en pecado mortal.

Dillon se sentó en los restos de una silla y lió un cigarro pensativamente. Examinaba con atención a Gertie.

—¿Sabe? —acabó diciendo—, comprendo que se acabó el corsé, lo cual no quiere decir que no vuelva a estar de moda algún día, de una forma u otra.

—No me haga reír —dijo Gertie.

—Por supuesto que está usted muy bella con la faja. ¡Y con una libertad de movimiento! Pero…

—Reconozca que es sobria, deportiva, clásica, racional…

—¡Racional, racional! No sólo se necesita lo racional para desnudar a una mujer. ¿Ve usted…?

Se interrumpió.

—¿Me permite llamarla Gertrude?

—¡Ya está bien! —exclamó Kelleher, que lo oía todo, pegado a su ametralladora—. ¡Vaya modo de hacer comedia!

—¿Sabe? —continuó Mat Dillon—, me imagino perfectamente la vuelta al corsé dentro de veinte o treinta años.

—¿Y a mí qué?

—Me imagino, en un periódico parisiense de la época, un artículo más o menos así: «En estos principios de temporada hace su reaparición sensacional un fantasma del pasado: el corsé. Su razón de ser es remodelar el cuerpo de la mujer, como una estatua viviente. Los imperativos de la moda son aún más categóricos que los de la alta filosofía».

—Le está entrando el espíritu profético —dijo Kelleher, que vigilaba atentamente las maniobras de la tripulación del Furious—. A veces ocurre eso en el momento de la muerte.

—Me imagino —prosiguió Dillon— «balconcillos de nailon muy aballenados. En ellos duermen opulentos senos cobijados en hornacinas de tul». Veo fajas «de punto elástico que bajan hasta los muslos. En la cintura son de un tejido distinto, más rígido, gracias al cual se ensanchan las formas a cada lado de un talle minúsculo». Y el artículo terminaría con una evocación del corsé, muerto en 1916, gran artífice de la nueva silueta femenina: «senos generosos, talle de avispa y posaderas parisienses».

—Bravo —dijo Kelleher—, tus majaderías son geniales.

—Yo prefiero mi moda porque es la actual —dijo Gertie.

—Tiende a lo masculino. Sin nalgas, sin senos y con los hombros cuadrados.

—Tengo la impresión de que van a desembarcar —dijo Kelleher—. Deben de creer que estamos todos muertos. Voy a mandarles una ráfaga para que nos tiren unos cuantos obuses más.

—A ése no lo conozco —dijo Gertie, fingiendo descubrir a Kelleher—. ¿Los demás han muerto todos?

—Empezando por Caffrey —respondió Dillon tranquilamente.

—¡Mierda! —empezó a gritar Kelleher—. ¡Me cago en la leche! Se me ha encasquillado la máquina. Y esos cabrones acercándose.

Se afanó en torno a su ametralladora.

—No puedo hacer nada. No entiendo nada.

Se volvió hacia los otros supervivientes, fijándose en Gertie. No había entendido nada de su conversación con Dillon, ni por qué estaba allí el vestido. La miró, muy interesado, y fue hacia ella.

—Ya va siendo hora de que me vista —dijo Gertie con dulzura.

Puso la caja en el suelo. Dillon cortó la cuerda. Ella la abrió. Dillon apartó el papel de seda. Ella miró dentro.

—¡Mi traje de boda! —exclamó.

Y dirigiéndose a Dillon:

—¡Qué amable! —le dijo.

Dillon la ayudó a ponérselo.

Kelleher estaba cerca de ellos.

—Espabilad. Vamos a bajar al sótano para dispararles a las piernas y morir como héroes. Ni hablar de que nos pesquen vivos.

—¿No? —le preguntó Gertie con aire inocente.

—A usted no la matarán. Vamos, espabilad.

—¿Y el sostén? Lo he perdido.

—¿Qué más da? —dijo Mat—. No le hace falta.

—No es decente ir así —dijo Gertie.

—Y cierre el pico, ¿eh? —dijo Kelleher—, cuando los otros la encuentren junto a nuestros dos cadáveres.

—¿Que cierre el pico? ¿Qué quiere decir?

—Vamos, Mat, espabila, espabila. Parece que quieras magrearla. Sí, rica, tendrás que callarte.

—¿Callarme qué? ¿Por qué?

—Somos unos héroes, no unos cabritos. ¿Está claro?

—Quizá.

—Claro que lo has entendido. Sin ti, habríamos muerto sin problemas, pero como has ido a mear en el preciso momento de la insurrección, nuestra fama puede quedar empañada por chismorreos infames y repugnantes calumnias.

—¡Hay que ver de qué dependen las cosas! —declaró Dillon distraído.

Retrocedió unos pasos para contemplar su obra.

—¿Verdad que está bella? —le preguntó a Kelleher.

—Sí, está estupenda. Acabarás convenciéndome de que las mujeres pueden ser tentadoras.

Y dirigiéndose a Gertie, le dijo:

—¿Me has oído? Aquí no ha pasado nada. No ha pasado nada. No ha pasado nada.

—Eso puede decirlo un hombre —respondió Gertie con una sonrisa inmodesta—. Para una mujer es distinto.

Y le lanzó una mirada severa que lo dejó tieso.

—¿Es que no lo sabe? ¿Cómo se entiende lo que acaba de decirle? ¿Qué significa eso de: las mujeres pueden ser tentadoras?

—Basta. Ahora que ya se ha emperifollado, hundámonos bajo tierra para librar el último combate.

—Vamos —asintió Dillon filosófico.

Gertie agarró a Kelleher y lo mantuvo inmóvil frente a ella.

—Contésteme. ¿Se da cuenta de lo imbécil que es su «aquí no ha pasado nada»? ¿O quiere que se lo explique con gestos?

—Le he dicho que se calle más tarde, cuando nos hayamos muerto nosotros.

—¿Por qué? ¿Por la gloria de su Irlanda?

—Sí.

—Tiene gracia —dijo Gertie.

Dillon intervino:

—Quizá no estés enterado de que va a casarse con el fulano que nos está bombardeando.

—Eso sí que tiene gracia —dijo Kelleher.

Con un movimiento seco se soltó de la sujeción de la muchacha y, agarrándola a su vez del brazo, empezó a zarandearla.

—¿Te vas a callar cuando estemos muertos, eh? Caffrey, Callinan, Mac Cormack, O’Rourke, todos eran unos valientes y unos puros. ¿No vas a ensuciar su nombre, eh?

—Si piensa que aún me acuerdo de sus nombres… ¿Cuál es el suyo?

—Corny Kelleher —respondió Mat Dillon.

—Tú cállate. ¿Por qué nos ha provocado? Nuestros camaradas son víctimas. Y tú una impúdica. ¿Cómo se llama?

—Miss Gertie Girdle —respondió Mat Dillon.

—Eres una impúdica, Gertie Girdle. Una impúdica.

—Y sus heroicos camaradas que me han violado, ¿qué son?

—Ya me está cabreando —dijo Kelleher.

—Es un sentimiento muy débil —dijo Gertie.

—Déjala ya —dijo Mat—. Le vas a arrugar el vestido.

—A la mierda el vestido. Quiero que me prometa que se callará.

—Tú mismo decías que no se atrevería, que no son cosas que repita una joven prometida.

—¿Ah, sí?

—Ahora veo mejor la situación —declaró Kelleher.

—La situación está clara —dijo Gertie—. Los han aplastado, y van a morir.

—No me refiero a eso. Se trata de usted. Aún no lo ha visto todo.

—¿Qué más quieres que vea? —le preguntó Dillon.

Gertie se abalanzó sobre Kelleher, riendo.

—¿Qué más? —dijo—. ¿Qué más?

Pegó la boca a la del insurrecto y forzó la barrera de los dientes.

Él empezó a acariciarle los pechos y sintió que se les erguían los pezones.

—Todavía no lo ha visto todo —repetía con sombría obstinación—. Tiene que callarse. Todavía no lo ha visto todo.

Mat Dillon se estaba liando otro pitillo y observaba lo que ocurría con curiosidad.

—Me van a estropear el vestido —murmuró.

Luego se invirtieron los papeles y Mat comenzó a vislumbrar las intenciones de Kelleher. No sabía si debía aprobarlas, pero, en medio de ese desastre, unas horas antes, no más, sin duda, quizá unos minutos antes de morir, todo le daba igual, y además, seguía sintiendo la mayor ternura e indulgencia por Kelleher.

—Aguántala —le dijo éste.

Era justamente lo que había imaginado. Tiró el cigarrillo de un papirotazo, agarró a Gertie con un vigor que la muchacha no sospechaba y la mantuvo inmóvil. De hecho, Gertie no protestaba y se lo dejaba hacer todo, porque aún no lo había entendido. Pero tardó muy poco en exclamar:

—Haga el favor, que eso no se hace. Que no lo sabe hacer. Le aseguro que con una mujer no es así. Ignorante. Se cree entre gentlemen. Le estoy diciendo que así no es. Que no quiero. No quiero. Que… Que…

—La muy bribona no dirá nada —gritaba Kelleher, no dirá nada, y nadie podrá decir que no hemos sido unos héroes, unos valientes y unos puros. ¡Finnegans wake!

—¡Finnegans wake! —contestó Mat Dillon, muy emocionado por lo que estaba sucediendo—. Yo también la haría callar —propuso tímidamente.

Gertie, al cambiar de manos, seguía empeñada en negar lo bien fundado de la cosa.