Comió en silencio delante de todos. Cuando terminó la lata de conserva, se la tendió a Gallager, que se puso a manosear con aire ensimismado la lata de conserva vacía. O’Rourke le ofreció entonces un vaso de güisqui, y ella se lo tomó.
—¿Estaba escondida? —preguntó Mac Cormack.
—¿Es un interrogatorio? —replicó Gertie.
Le devolvió el vaso a O’Rourke.
—Ha muerto —dijo—. La cabeza está ahí (hizo un gesto con la mano) y el cuerpo allí (señaló otro punto más distante). Es horrible —añadió con educación—. Y el obús se ha llevado también todo un trozo de pared. Querría otro vaso de güisqui.
O’Rourke le alargó otro vasito lleno a rebosar, y se lo bebió.
—¿Estaba escondida? —preguntó otra vez Mac Cormack.
—Pero ¿Caffrey lo sabía? —inquirió Dillon—. ¿Me ha mentido, entonces? ¿Dónde estaba usted?
—¡Pobre Caffrey! —dijo Gallager, lloriqueando de nuevo—. ¡Pobre Caffrey!
—Pregúnteselo —respondió Gertie.
Y señaló a Gallager.
—¿La has visto al llevarle la ración a Caffrey?
—¡Es horroroso, Virgen Santa! Es horroroso.
Mac Cormack miró a Gertie con repentina y violenta sospecha.
—¿Qué le ha hecho usted? Lo del obús es un cuento. ¿Lo ha matado? ¿Lo ha matado?
—Vaya a verlo.
Estaba muy serena, muy serena. Los demás se mantenían a cierta distancia de ella. Callinan, de guardia, se daba la vuelta constantemente para mirarla, asombrado. Ella le sonrió. Callinan no se volvió más: tenía los ojos clavados en la tronera.
—¿Por qué sonríe? —preguntó Mac Cormack. Pero ya no sonreía.
—Voy a ver —dijo Mat Dillon.
Siempre estaba a punto para ir de un lado a otro.
—Pisará sangre —le dijo Gertie—. Es horrible —añadió con educación.
—¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa! —mascullaba Gallager.
Mac Cormack y O’Rourke lo zarandearon, injuriándolo. Se calmó. Dándole la espalda a Gertie, se fue a buscar el fusil para apostarse ante una de las ventanas fortificadas: parecía no ocurrir nada a bordo del Furious.
—¿Cómo se llama el barco que nos está bombardeando?
Todos se fijaron en aquel «nos», pero ninguno de los que estaban de guardia contestó. Fue O’Rourke quien le explicó que se trataba del Furious, y agregó:
—¿Por qué lo pregunta?
—Todos los buques no llevan el mismo nombre.
La encontraba poco amable con él.
—Si —repuso Mac Cormack—, si, ¿cómo diría yo?, si no ha tenido nada que ver con la muerte de Caffrey, y si Caffrey está realmente muerto, la devolveremos a los británicos.
Entonces Callinan y Gallager se sobresaltaron, se volvieron y miraron a O’Rourke; éste no entendió por qué.
Gertie fingió reflexionar y contestó:
—No quiero.
—¿Así que estaba escondida? —preguntó otra vez Mac Cormack, aferrado a su idea.
—Sí.
Y, a continuación, añadió:
—Caffrey lo sabía.
Gallager y Callinan apartaron los ojos de ella para fijarlos de nuevo en el Furious, que seguía tan tranquilo como antes.
Mac Cormack se sentía cada vez peor. Empezó a gruñir:
—¡Caffrey! ¡Ay, Caffrey! ¡Ah, sí!
Y luego enmudeció, observando a Gertie con angustia, con un miedo loco de que se decidiera repentina y públicamente a repetir las acciones incongruentes, por no decir inimaginables, de antes; unas acciones para las que ni el mismo catecismo tiene prevista confesión, aunque Mac Cormack tenía que reconocer, en su fuero interno, que no estaba muy enterado de lo que puede hacer confesar un cura a una mujer. Su mirada se cruzó con la de Gertie sin lograr descifrarla, y entonces se estremeció. Otra vez empezó a gruñir, con una expresión perfectamente estúpida: «¡Ah, sí, Caffrey… Caffrey!». Y, de pronto, se decidió: «Hay que tomar una decisión», decidió. Y se puso a actuar con autoridad. Antes de que nadie pudiera comentar su decisión de tomar una decisión, agarró a Gertie de un brazo, la arrastró, estupefacta, hacia uno de los despachos pequeños (el mismo en que Gallager y Kelleher habían depositado el cadáver del conserje), le dio un empujón y la encerró con dos vueltas de llave, que revelaban la férrea energía de un jefe.
Luego volvió junto a los demás y pronunció las siguientes palabras:
—Queridos camaradas y amigos, así no podemos seguir. Y no lo digo por los británicos, está claro: nos podrán, estamos perdidos, no hay que disimular, lo cual no quita que vamos a jorobarlos de lo lindo: seremos héroes, unos héroes fantásticos, lo del heroísmo también está asegurado, pero lo que no pita en absoluto es lo de la chica, a quién se le ocurre meterse en el retrete al empezar el follón, no hay manera de quitársela de encima ahora, no sabemos lo que quiere, pero veo muy claro que lleva una intención, ¿y qué digo una intención? Quizá varias. No. No. No. Con esa pájara aquí, metida entre nosotros, todo se va al carajo. Hay que tomar una decisión. ¡Una decisión clara y precisa, me cago en la leche! Y no sólo es eso, tenemos que aclarar qué pasa con ella, tenemos que decirnos verdades respecto a ella. Os voy a dar mi opinión. Soy el jefe y he tomado una decisión: primero, tomar una decisión, como jefe que soy, y luego, o sea, después, o mejor dicho, antes que todo, decirnos la verdad sobre esa persona del otro sexo a la que acabo de encerrar en ese despachito.
Después de ese rollo, el silencio que hubo fue lo que se dice sepulcral. Tanto que hasta los que hacían guardia se sintieron incómodos. Callinan se volvió y dijo:
—Todo sigue inmóvil en el Furious.
Con un retraso de una décima de segundo, Gallager se volvió y dijo:
—Todo sigue inmóvil en el Furious.
Lo cual produjo interferencias, igual que en una clase de física, cuando se compara la luz con el sonido.
Pero a ninguno de los presentes le importaba un pito las interferencias. Hacían cábalas sobre las chorradas que les había largado John Mac Cormack. Y los que estaban de guardia, que habían acogido en sus entrañas el sentido último de su discurso, abandonaron su actividad de guardaboquetes, corriendo el desagradable riesgo de un ataque a lo borde, solapado y subrepticio, por parte británica.
Kelleher, mientras le rascaba el vientre a la Maxim, rasgó el silencio con estas palabras:
—Puesto que eres el jefe, adelante: dinos la verdad sobre la criatura humana del sexo contrario a la que acabas de enchiquerar.
—Vale —dijo John Mac Cormack.
Se metió la mano derecha por la abertura de la camisa y estuvo rascándose la piel velluda de la barriga.
Luego se detuvo con aire de fastidio.
—Por cierto —dijo Kelleher—, ¿qué carajo estará haciendo Dillon? Tarda mucho en bajar.