XL

Mountcatten encontró a Cartwright estudiando los telegramas.

—Todo marcha de maravilla —dijo el comodoro—. Tengo la impresión de que la revuelta está sofocada. Se han recobrado todos los puntos ocupados por los rebeldes. Todos o casi todos. Lo estoy punteando. Me parece que son todos. Los Four Courts, la estación de Amiens Street, la central de correos, la estación de Westland Row, el hotel Gresham, el colegio de cirujanos, la cervecería Guinness, la estación de Harcourt Street, el Shelbourn Hotel, todo eso está reconquistado. ¿Qué más queda? ¿La Casa del Marino? Tomada, según el telegrama 303-B-71. ¿Los baños de Townsend Street? (Vaya ocurrencia). Tomados, según el telegrama 727-G-43. Etcétera, etcétera. El general Maxwell ha hecho un buen trabajo y ha despejado la situación con energía, rapidez, decisión y apenas un poco de la lentitud que caracteriza a nuestro ejército.

—¿Entonces no tendremos que disparar contra los irlandeses? Lo prefiero. Sería malgastar obuses que están deseando calentar a los hunos.

—Conozco su opinión al respecto.

El radiotelegrafista entró, trayendo otro telegrama.

—Un momento, que acabo de puntear.

Acabó.

—Sólo falta la estafeta de Eden Quay —dijo Cartwright. Cogió el telegrama y lo leyó: «Y ésta es la orden de acoderar frente a O’Connell Street».

—Pues vamos a malgastar obuses —dijo Mountcatten.

De repente al comodoro Cartwright se le ensombreció un poco el semblante.