—Estamos perdidos —murmuró Dillon.
Kelleher no contestó. Acariciaba suavemente su ametralladora, que se iba enfriando lentamente después de la última alarma.
De nuevo, los británicos se concentraban para preparar la liquidación definitiva. Ya sólo sonaba algún que otro disparo lejano y esporádico.
—¿Qué efecto te hace? —preguntó Dillon.
Kelleher respondió:
—Ninguno.
Le dio unas palmadas a la ametralladora.
—Buen animalito.
Y añadió:
—Si no es esta vez, será la próxima.
—En cuanto a nuestra patria —exclamó Dillon—, no temo nada. Nuestra Eire es eterna. Como la era cristiana. Pero pienso en nosotros.
—Sí, entre nosotros, se acabará enseguida.
—¿Y qué efecto te hace?
—Un día u otro tenía que ocurrir.
Dillon se quedó pensativo.
—A lo mejor salimos de ésta.
—No —dijo Kelleher.
—¿No? ¿Crees que no?
—Sí, creo que no.
—¿Por qué?
—Porque nos matarán a todos.
—¿Es lo que opinas?
—No vamos a entregarnos.
Dillon hizo crujir los dedos.
—Eres muy valiente, Corny.
Kelleher se levantó y dio unos pasos, meditabundo.
—Me pregunto qué habrá pasado arriba.
—¿Arriba? Han combatido como nosotros.
—Me refiero a la chavala.
—Me importa un huevo.
Luego alzó la cabeza.
—¿Te preocupa eso?
Kelleher no contestó.
—Nos está jodiendo la puta ésa. Seguro que nos traerá problemas. Siempre pasa igual con las mujeres. ¡Si las conoceré yo! Tú eres demasiado joven aún. Yo hace veinte años que trato con ellas por mi oficio. Mira, después de ti, lo que más sentiré perder será el oficio. Me gustaban los trajes. Y los vestidos, cuando cambiaban. La moda, vamos. Y luego el material, la seda, las puntillas, el encaje de punto de Irlanda…
Se levantó, agarró a Kelleher de un hombro y lo estrechó contra su pecho.
—Te echaré de menos, ¿sabes?
Y añadió:
—¿De verdad piensas en la furcia de arriba?
Kelleher se soltó sin brusquedad, pero con decisión, del abrazo de Dillon. Y en silencio. Entonces oyeron la voz cordial de Gallager.
—Ay, chicas, nada de escenitas de celos.
—Yo no entiendo esas costumbres —añadió Callinan.
—Nadie os ha preguntado vuestra opinión —replicó Dillon.
—¡Bah! —dijo Gallager—. Con lo mal que estamos. Hay que ser comprensivos.
—Venimos a buscar una caja de municiones y otras de güisqui. ¿Quedan? —preguntó Callinan.
—Sí —respondió Kelleher.
—¿Y la moral —preguntó Callinan— pita?
—Estamos perdidos, ¿no?
Eso lo dijo Dillon.
—Van a matar hasta el apuntador —declaró Gallager con una ligereza alegre que le rompió el corazón al modisto.
—¿Qué te pasa, Mat? —le preguntó Callinan—. ¿No irás a rajarte?
—Ni hablar. Ni hablar.
Gallager y Callinan se miraron encogiéndose de hombros. Luego se metieron en la despensa.
—¡Qué bien hemos hecho tirando los fiambres al agua! —dijo Gallager—. Desde entonces me siento la mar de ligero y con el espíritu en paz.
—¡Cuidado! —exclamó Kelleher, que no había quitado los ojos de una tronera.
Los demás callaron en el acto, sumidos en un gran cristal de silencio.
—¡Ahí están! —prosiguió Kelleher—. Con una bandera blanca. Detrás va un oficial…
—¿Querrán rendirse los británicos? —preguntó Gallager.