XXXIV

No estaba seguro de no ser uno de los dos. Pero ¿quién era el otro, entonces? ¿Quién era y qué había podido hacer el otro? En cuanto a lo suyo, Callinan, no, seguro, era imposible que los demás estuviesen enterados. Tal vez alguno había estado escuchando detrás de la puerta. Pero, en tal caso, Mac Cormack hubiera gritado más. Porque lo que había hecho Callinan era una falta de corrección, una verdadera falta de corrección. Aunque la culpa no era del todo suya.

Al llegar a la puerta, sacó la llave del bolsillo, pero le empezó a temblar la mano, y la llave estuvo bailando alrededor de la cerradura. Tenía la garganta seca y se estaba poniendo nervioso. Apoyó el chopo en la pared y, una vez localizado el ojo de la cerradura con la mano izquierda, introdujo la llave en él y la hizo girar. Luego empujó la puerta, que se abrió lentamente. Se olvidó el fusil.

Había salido el sol, pero aún lo ocultaban los tejados. La mañana clareaba, brumosa. Las nubes huían. Las buhardillas de las casas por la parte de Trinity College empezaban a enrojecerse. Gertie, encogida de piernas, seguía echada en la mesa en que la había dejado Callinan y parecía dormir. Se había bajado un poco la falda y ya no se le veía mucho más allá de media pantorrilla. El pelo corto se le esparcía en desorden por la cara y por el secante del escritorio.

Callinan se acercó sin hacer ruido, pero sin intentar ser del todo silencioso. La chica no se movía. Respiraba lenta y regularmente. Callinan se paró y se inclinó sobre su cara. Tenía los ojos abiertos de par en par.

—Gertie —murmuró.

Ella lo miró. Callinan no sabía interpretar su mirada. No se movía.

—Gertie —murmuró de nuevo.

Ella lo miraba. Callinan no sabía interpretar su mirada. No se movía. Alargó sus anchas manos y la agarró por la cintura. Luego fue subiendo despacio hacia los pechos. ¡Se lo había figurado! No llevaba corsé. Esa particularidad, sumada al hecho de que llevaba el pelo corto, volvió a turbarlo mucho a Callinan. Debajo de las axilas, palpó los tirantes del sostén, y este detalle subvestimentario acabó de confundirlo. Sería la última moda, pero ¿cómo la conocía tan bien una simple empleada de correos dublinesa en plena guerra? Todo eso salía de Londres, tal vez de París.

—¿Qué piensas? —murmuró Gertie de repente.

Le sonreía cariñosamente, un poco burlona. Callinan, desconcertado, la soltó y quiso enderezarse, pero ella le sujetó la cadera con las rodillas y luego, cruzando las piernas, lo atrajo hacia sí.

—¡Otra vez! —murmuró.

Y añadió:

—Pero que dure más.