Desde el comienzo del combate, Callinan se estuvo preguntando qué debía hacer. Con un fusil entre las piernas, dormitaba acurrucado junto a la puerta del despachito, donde habían decidido encerrar a su prisionera, una solución, por cierto, adoptada después de una enmarañada controversia: Callinan no veía la necesidad de permanecer delante de aquella puerta, le parecía que su deber era combatir y no hacer de carcelero. Tenía mucha curiosidad por averiguar qué pasaba dentro. Se levantó y, tras unos segundos de vacilación, hizo girar el pomo y empujó la puerta despacio. Las luces nocturnas apenas iluminaban el cuarto. Callinan adivinó una mesa de despacho, un sillón y una silla. Una bala perdida hizo añicos un cristal de una ventana. Se echó al suelo, instintivamente, y luego, levantando la cabeza con cautela, descubrió a la inglesa que, pegada a la pared, junto a la ventana, observaba con suma atención lo que pasaba fuera.
Cuando aflojó el tiroteo, Callinan se irguió. Preguntó en voz baja:
—¿No está usted herida?
Gertie no contestó. Ni siquiera se sobresaltó. Entonces se oyó el cuádruple chapuzón.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Callinan, inmóvil.
Sin dejar de mirar con suma atención a lo que ocurría fuera, le dijo por señas que se acercara. En ese momento arreció el tiroteo. Callinan, avanzando precavidamente, sin apartarse de la pared, oyó la corrida de los dos hombres, el portazo de abajo y las ráfagas de ametralladora de Kelleher. Se encontraba junto a Gertie, que le agarró una mano a tientas y se la estrechó con fuerza. Callinan miró por encima del hombro. Vio los muelles con sus montones de madera, el puente O’Connell y por último el Liffey, que se deslizaba lentamente, arrastrando una carretilla zozobrante hacia su desembocadura.
—¿Qué ha sido eso? —volvió a preguntar Callinan con voz muy baja.
Ella seguía apretándole la mano. Con la otra Callinan sujetaba el fusil. El combate proseguía, los tiros no cesaban. Callinan pensó utilizar su arma.
—Suélteme —murmuró al oído de Gertie.
Esta vez se volvió hacia él.
—¿Qué le han hecho? —le preguntó.
—¿A quién?
—A la otra.
Susurraban.
—¿Qué otra?
—La que estaba echada en la calle.
—¡Ah! ¿La que se han cargado los ingleses? Una compañera suya.
—La han tirado al Liffey.
—Ah, eso.
—Había un hombre encima de ella, un compañero suyo.
—¿Qué hacía? ¿Encima de ella?
—No sé. Se movía.
—¿Y qué más?
—No lo sé. Otro, otro compañero suyo, corría empujando una carretilla.
—¿Y qué más?
—Han arrojado un montón de cadáveres al Liffey.
—Puede ser. ¿Y qué más?
—Toda esa gente. Los he visto. Los he oído. ¿Han matado a Sir Théodore Durand?
—¿El director?
—Sí.
—Creo que sí.
—También lo han arrojado al Liffey, junto con otro y con la chica sobre cuyo vientre se había estado revolcando su compañero.
—¿Y qué más?
—¡Qué más!
Lo miró. Sus ojos eran de lo más azul.
—No lo sé —dijo.
Y entonces le puso la mano en el braguetón.*
—Mire la carretilla de los muertos, allá, bogando hacia el mar de Irlanda, arrastrada por el Liffey.
Callinan miró. En efecto, una carretilla flotaba en el río. Exhaló un débil gemido en señal de que la había visto. La mano seguía en el braguetón, inmóvil y apremiante, una mano no muy pequeña, más bien rolliza, cuyo calorcillo empezaba a traspasar la tela de la prenda. Callinan no se atrevía a moverse, aunque no todo su cuerpo obedecía al mandato de su voluntad, una parte se le estaba rebelando.
—Pues sí —dijo Callinan—, la carretilla flota.
Gertie recorrió con la mano el timón de la carretilla humana que no salía de su asombro a su lado.
—¿Por qué no me han matado —le preguntó ella—, para arrojarme al agua, después de hacerme rodar por los adoquines, como a la otra?
* Parte del traje masculino, muy corriente en Irlanda. (N. del t.)
—No lo sé —tartamudeó Callinan—, no lo sé.
—Van a matarme, ¿verdad? ¿Van a matarme? ¿Van a tirarme al río, como a mi compañera, como a Sir Théodore Durand, que me amaba tan respetuosamente?
Un escalofrío le recorrió por el espinazo y apretó nerviosamente, pero con vigor, lo que tenía en la mano.
—Me hace daño —murmuró Callinan.
Se soltó y dio un paso atrás, luego otro, pero no llegó a dar el tercero. La silueta de Gertie se dibujaba en el cielo de la ventana. Se había quedado inmóvil, de cara a Liffey. Una suave brisa nocturna convertía en espuma su cabello. Había estrellas a su alrededor.
—No se quede en la ventana —dijo Callinan—. Le van a disparar los británicos: es un blanco perfecto.
Se volvió. Ya no se veía su silueta. Ambos estaban en la oscuridad.
—¿Así que tienen la intención de fundar una república en este país? —preguntó Gertie.
—Ya se lo hemos explicado antes.
—¿Y no le da miedo?
—Soy un soldado.
—¿No le da miedo la derrota?
Sintió que ella miraba exactamente en dirección a él. Por otra parte, estaban a dos pasos el uno del otro. Callinan empezó a retroceder lentamente y sin hacer el menor ruido. Subió un poco la voz para que Gertie no se diera cuenta del cambio de distancia.
—No —contestó—, no, no y no.
A cada paso que daba hacia atrás aumentaba el volumen de voz. Dio con la espalda en la pared lateral.
—Los vencerán —replicó Gertie—. Los aplastarán. Los… los…
Callinan fue subiendo el fusil a lo largo de su cuerpo y se disponía a apuntar. En el extremo del cañón hubo un pequeño destello.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Gertie.
No contestó. Intentaba imaginar lo que iba a suceder, pero no lo conseguía; y el pequeño destello del cañón oscilaba, indeciso.
—Me va a matar —dijo Gertie—. Lo ha decidido solo.
—Sí —murmuró Callinan.
Bajó el arma poco a poco. Mac Cormack hacía mal dejando viva a esa loca, pero él, Callinan, no tenía derecho a ejecutarla. Arrimó el fusil a un rincón de la pared. Tenía las manos libres. Gertie avanzó hacia él con los brazos tendidos, palpando la oscuridad. Era bastante alta. Lo alcanzó a la altura de los sobacos. Callinan tenía desabrochada la chaqueta y no llevaba chaleco. Gertie empezó a frotarle las costillas, bajando poco a poco hasta la cintura. Entonces los brazos de Callinan se cerraron alrededor de la inglesa. Ella se le pegó al cuerpo y lo abrazó por debajo de la chaqueta, acariciándole los omóplatos musculosos. Luego recorrió el óseo y nudoso camino de la columna vertebral, mientras, con la otra mano, empezaba a desabrocharle la camisa. Sintió la carne sudorosa del irlandés, cuyos músculos pectorales se estremecieron bajo sus dedos. Se restregó la cara en un hombro que olía a pólvora, sudor y tabaco. Callinan sintió en el rostro el cosquilleo de sus cabellos. Algunos, rubios y suaves, le flotaron por las ventanas de la nariz. Le entraron ganas de estornudar. Y estornudó.
—Eres tan imbécil como el rey de Inglaterra —murmuró Gertie.
Callinan pensaba lo mismo, pues no tenía buena opinión del monarca británico, y, por otra parte, consideraba extraordinariamente culpable y estúpido tener a una inglesa entre los brazos a causa de todas las desgracias de su nación, además de lo aguamotines que resultaba. Sin ella, todo hubiera sido muy sencillo en la pequeña oficina de correos. Dispararían contra los británicos, pim, pam, y tendrían bien trazado el camino hacia la gloria y la cerveza Guinness o, por lo contrario, hacia una muerte heroica, pero habían tenido la mala sombra de que a esa pija, esa imbécil, esa chinchosa, ese pendón, ese boniato fuera a encerrarse al retrete en el momento más trágico y crucial, y a los insurrectos no les quedaba más remedio que aguantarla, por decirlo de algún modo, como una carga moral, insoportable y quizá especulatriz[8].
Evidentemente, tuvo estremecimientos, sacudidas nerviosas e intumescencias que le recordaban que no era más que un pobre pecador, un hombre carnal, pero pensaba en su deber y la corrección que predicaba John Mac Cormack.
Entretanto, Gertie había encontrado el ombligo del irlandés. Las estatuas, así como la voz pública, la habían inducido a pensar que esa parte del cuerpo humano era idéntica en el hombre y en la mujer. Con todo, no acababa de creérselo, estando enamoradísima de su propio ombligo, en el que le gustaba introducir el dedo meñique para frotar el fondo, una operación que le parecía particularmente grata y femenina. Aun admitiendo que el de los hombres fuese idénticamente igual, se figuraba, pero de modo confuso, que era imposible que fuese tan hondo y suave.
El de Callinan le encantó: era tan agradable al tacto como el suyo. En cuanto a Callinan, que era soltero, no conocía las blandicias preliminares del acto radical, ya que sus cacerías se limitaban a lugareñas o maritornes cobradas en algún montón de heno o en mesas de tabernas cubiertas aún con la grasa de todo. Así que no supo resistir a la caricia y empezó a imaginar, para toda la serie de gestos anteriores, una conclusión muy distante del noble rechazo. Pero ¿dónde tendría lugar la conclusión?, se preguntaba, sintiéndose en el último extremo. Todavía le asaltó un penúltimo escrúpulo: el nivel social de su Ifigenia; y luego el último: la virginidad de la doncella. Pero, pensando que su doncellez no pasaba quizá de probable, renunció a reflexionar más y se entregó con toda inocencia a la actividad sexual desencadenada por las provocaciones de la joven empleada de la Post Office.