XXVIII

El zafarrancho acabó como había empezado, sin motivo aparente. Los británicos no parecían haber avanzado lo más mínimo. Seguramente habían tenido bajas. En la estafeta de Eden Quay no había heridos. En el primer piso, tras unos minutos de silencio, los cinco hombres se miraron. Al fin Mac Cormack se decidió a decir que aquello parecía terminado, y Larry O’Rourke lo corroboró.

—¿Volvemos a empezar el interrogatorio? —le preguntó Caffrey.

La chica seguía en el suelo, atada a la silla, sin moverse.

Dillon fue a levantarla, pero se le adelantó O’Rourke. Agarrando a Gertie por debajo de los brazos, volvió a colocar a muchacha y silla sobre sus seis pies. Dejó un instante las manos bajo las axilas de Gertie, cálidas y un poco húmedas. Las retiró lentamente y, como quien no quiere la cosa, se las pasó por la nariz. Palideció un poco. Caffrey lo vigilaba, imperturbable.

O’Rourke fue a sentarse al lado de Mac Cormack. Éste estaba arrellanado en su sillón: tenía sueño. Se restregó los ojos.

—Sigamos —dijo—. Caffrey, ¿no te toca a ti estar de guardia?

—Sí —dijo Caffrey—. Ya voy. Me jode este interrogatorio. No me lo imaginaba así.

Fue a apostarse frente a la tronera y ya no apartó los ojos de la rendija de arquitectura militar. Mac Cormack se volvió hacia Larry.

—¿Qué? ¿Sigues con tus preguntas?

—Ya sabemos que no es católica —dijo Callinan.

—No cree en nada —añadió Dillon.

—De todas formas, no vamos a perder la noche martirizando a esta chica —dijo Callinan—. ¿Y si durmiéramos un poco, jefe? Mañana la jornada será dura. Nuestra insurrección no es cosa de broma.

Hubo un silencio extraño. O’Rourke levantó la cabeza y le dijo a Callinan:

—Está bien, Callinan. Tienes razón. Lo has entendido. Me quedan una o dos cosas que quiero preguntar a la señorita.

—Por cinco minutos no pasa nada —dijo Callinan.

Caffrey se encogió de hombros en su rincón. Sacó una pluma de un cojín protector y se puso a mondarse los dientes, sin quitar la vista de O’Connell Bridge, por lo demás desierto.

—Pues empieza —dijo Mac Cormack.

O’Rourke se concentró y dijo:

—Señorita, antes ha hecho una profesión de fe agresiva o, por lo menos, teñida de ateísmo. Y, sin embargo, parece rechazar toda acusación de escepticismo, si es que he entendido bien el significado profundo de las frases que ha pronunciado, interrumpidas, la verdad sea dicha, por algunos comentarios de mis compañeros de armas.

Caffrey no chistó. Larry prosiguió:

—Sí, no parece usted negar del todo a nuestro Dios. Señorita, ¿qué conserva de él? ¿Su majestad?

Sin alzar los ojos, Gertie preguntó:

—¿Y quiénes son ustedes para interrogarme así?

—Somos combatientes. El Ejército Republicano Irlandés —respondió O’Rourke—. Y luchamos por la libertad de nuestro país.

—Son unos rebeldes —dijo Gertie.

—Exacto. Es justamente lo que somos.

—Rebeldes contra la corona inglesa —prosiguió Gertie.

A Caffrey se le escapó el fusil de lo nervioso que estaba. Gertie se asustó.

—No tienen derecho a rebelarse —declaró.

—Se está pasando —dijo Callinan—. Encerrémosla ahí al lado y descansemos un rato, para cuando las cosas se pongan feas de verdad.

Mac Cormack bostezó.

—Sólo es un minuto —insistió Larry—. Nos interesa conocer a nuestros adversarios.

—¡Como si no los conociéramos desde hace siglos! —replicó Dillon, que empezaba a dormirse.

—Cree en el rey y no cree en Dios —exclamó Larry—. ¿No es extraordinario y apasionante?

—Es curioso —dijo Mac Cormack con tono indiferente—. Pero —añadió, sin el menor interés, dirigiéndose a Gertie—, ¿tan bueno le parece su rey?

—Tiene pinta de imbécil —dijo Callinan.

—Enséñale el retrato —dijo Mac Cormack—. Desde ahí no puede verlo.

Callinan se subió a una silla y descolgó la fotografía del rey, que estaba en la pared, frente a la mesa. Una bala pasajera había rajado el cristal y se había llevado un canto del marco. El armatoste empezaba a carecer de dignidad. Callinan lo apoyó en un archivador y puso la vela de tal modo que lo alumbrara correctamente.

Gertie miró el retrato.

—La verdad es que no parece un lince —comentó Larry O’Rourke—. No hay nada en su cara que demuestre inteligencia o energía. Y este mediocre es el símbolo de la opresión de cientos de millones de seres humanos por unas decenas de millones de británicos, pero los oprimidos ya no se extasían ante esa facha insulsa, y usted misma ve, aquí y ahora, los primeros resultados de este juicio crítico.

—Así se habla —aprobó Callinan.

—No tengo nada más que decirle sino: ¡Dios salve a nuestro rey!

—Pero si usted no cree en Dios. ¿Quién quiere que lo salve?

—¡Dios salve a nuestro rey! —repitió Gertie.

—¡Qué animal! —exclamó Callinan.

—Acabará creyéndose una Juana de Arco —observó Dillon.

—Pero —vociferó Mac Cormack (gritaba para espantarse el sueño, que le asediaba por todas partes)—, pero ¿no le están diciendo que su rey es un pobre imbécil? Prueba de ello es que no consigue vencer a los alemanes, que los dirigibles bombardean Londres y que miles de soldados ingleses están cayendo en Artois para que los franceses puedan imponer su dominio en Europa, ¡lo que no es muy ocurrente!

—Lo reconozco —concedió Gertie.

—¡Lo ve! Y todo el mundo sabe, en Irlanda, que se entrega al vicio solitario y eso lo deja tan atontado que es incapaz de entender el menor informe. ¡Sí, señora!

—¿Usted cree? —dijo Gertie.

—Desde luego. Su rey es un desgraciado, un pelagatos, en una palabra, vuelvo a repetírselo: un imbécil.

—Pero —exclamó Gertie—, si el rey de Inglaterra fuese un imbécil, ¡todo estaría permitido!