Caffrey y Kelleher empujaron la puerta de la taberna, una de esas puertas que se cierran solas.
—¡Eh! —gritaron, pues no había nadie.
Algunos vasos de cerveza medio vacíos se agriaban en las mesas que ningún paño solícito había fregado aún. Dos o tres taburetes yacían derribados por salidas precipitadas.
—¡Eh! —dijeron Caffrey y Kelleher.
Un hombre fue asomando gradualmente detrás del mostrador. No parecía muy tranquilo. Un mechón de pelo le acuchillaba la frente angosta, y lucía un bigotito de cabo austríaco.
—¡Finnegans wake! —exclamaron Kelleher y Caffrey.
—What do you say? —preguntó el tabernero.
—¡Finnegans wake! —aullaron los dos insurrectos.
—Yo —dijo Smith (pues tal era el apellido del tabernero)—, yo no me meto en política. Y que Dios salve al rey —añadió azuzado por un miedo estúpido.
—¿Nos lo cepillamos? —propuso Caffrey.
—El jefe nos ha recomendado que seamos correctos —replicó Kelleher.
Cogió una botella de Guinness y la cascó en el cráneo del tabernero Smith, cuya cabeza empezó a destilar stout-grenadine. Pero no estaba muerto, sino simplemente descalabrado.
—Danos un cajón de güisqui —dijo Caffrey— y diez de cerveza.
—Te firmaremos un vale de requisa —añadió Kelleher.
Smith, apoyado en el mostrador con ambas manos y atontado por el golpe, contemplaba con los ojos extraviados el stout-grenadine que se iba extendiendo sobre la caoba del mostrador.
—¡Venga! —dijo Caffrey—. ¡Muévete, tabernero infame!
Y le dio un empujón.
El otro se encabritó tímidamente en un espasmo de vitalidad; luego se desplomó, transpuesto, meando sangre por todas las venas del cráneo.
—Nos las arreglaremos sin él —dijo Kelleher—. Tú vete escribiendo el vale.
—Escríbelo tú —dijo Caffrey—. Yo iré por una carretilla.
—¿Y por qué no lo escribes tú?
—¿El qué?
—El vale.
—No, yo no.
—¿Por qué tú no?
Caffrey se rascó el cráneo.
—Déjame en paz.
—Eso no es una razón.
Junto a la cabeza del hombre se iba ensanchando el charco de sangre, tan hondo ya que Caffrey vio su cara reflejada en él, como en un espejo.
—Hay una razón —dijo Caffrey.
—Dila. Estamos perdiendo el tiempo.
—Es que no sé escribir.
Kelleher lo miró de arriba abajo. Procedían de grupos distintos y casi no se conocían. Caffrey, examinado, oyó decir primero:
—¡Qué desastre!
Y luego:
—Haberlo dicho antes. Anda, ve por la carretilla, que yo haré el vale.
Caffrey miró al hombre de la taberna, que yacía sin el menor resuello: hasta la sangre le había dejado de chorrear.
—¿Crees que está difunto?
—Vete a buscar la carretilla —dijo Kelleher.