I

—¡Dios salve al rey! —exclamó el conserje que durante treinta y seis años había servido a un lord en el condado de Sussex, y luego su señor había desaparecido en el naufragio del Titanic sin dejar herederos ni libras esterlinas para la conservación del «cásel», como dicen en la otra orilla del canal de San Jorge. Desde su regreso a la tierra de sus antepasados celtas, el fámulo ocupaba aquel modesto empleo en la estafeta de correos que formaba esquina entre Sackville Street y Eden Quay.

—¡Dios salve al rey! —repitió con voz fuerte, pues era fiel a la corona inglesa.

Horrorizado, había visto cómo irrumpían en la estafeta siete individuos armados, a los que había tomado enseguida por republicanos irlandeses con ánimo insurrecto.

—¡Dios salve al rey! —murmuró por tercera vez.

Y sólo pudo murmurar, esta vez, porque se había excedido tanto en sus manifestaciones monárquicas que Corny Kelleher, sin esperar más, le había inyectado una bala en el coco. Al conserje muerto se le escaparon los sesos por un octavo orificio de la cabeza, y se aplastó como una tortilla en las maderas del suelo.

John Mac Cormack tomó nota de la ejecución por el rabillo del ojo. No le parecía muy necesaria, pero tampoco era hora de discutir.

Entre las empleadas de la oficina se armó un clamoroso revuelo. Eran unas doce, verdaderas inglesas o ulsterianas, y no aprobaban en modo alguno aquella serie de sucesos.

—¡Limpiad este gallinero! —vociferó Mac Cormack.

Así, pues, Gallager y Dillon se pusieron a aconsejar, con palabras y hechos, a aquellas señoritas que se largasen a todo gas. Pero unas querían recoger antes su váterpruf y otras su bolso; se adivinaba cierto pánico en su manera de comportarse.

—¡Qué imbéciles! —gritó Mac Cormack desde lo alto de las escaleras—. ¿Qué esperáis para echarlas?

Gallager agarró a la primera y le dio un manotazo en las nalgas.

—Pero con corrección —añadió Mac Cormack.

—Así no acabaremos nunca —gruñó Dillon, atropellado por dos doncellas que venían lanzadas en dirección contraria.

—¡Oh, Mister Dillon! —gimió una de ellas, reconociéndolo.

Y se quedó parada.

—¿Usted, Mister Dillon? ¡Un hombre tan fino! ¡Empuñando un fusil contra nuestro rey! ¡En vez de acabar mi lindo traje de blonda!

Dillon, la mar de fastidiado, se rascaba la cabeza. Pero Gallager acudió en su ayuda y, agarrando a su dienta por debajo del brazo, le gritó al oído:

—¡Ahueca el pompis, mamona!

Oído lo cual, la moza huyó a todo escape.

Mac Cormack trepaba al primer piso, seguido de Caffrey y Callinan. Cuando le perdió de vista, Gallager agarró a otra chica y le zurró el pandero. La muchacha dio un brinco.

—¡Con corrección! ¡Con corrección! —repetía Gallager indignado.

Y, viendo que se le ofrecía otro par de posaderas, les aplicó la bota con fuerza y mandó a rodar a una joven que se había examinado muchas veces y había contestado con exactitud a numerosas preguntas sobre la geografía mundial y los descubrimientos de Graham Bell.

—¡Vamos, fuera, fuera! —vociferaba Dillon, lleno de bravura frente a tanto mujerío.

La situación empezaba a aclararse, y el personal femenino activaba el proceso corriendo hacia las salidas y, de allí, a Sackville Street o Eden Quay.

Dos jóvenes telegrafistas esperaban una evacuación parecida a la de las damiselas, pero tuvieron que contentarse con vulgares guantazos en la jeta. Salieron asqueados de tanta corrección.

Fuera, la muchedumbre se asombraba de aquellas expulsiones. Sonaron algunos disparos. Los corros empezaron a disolverse.

—Creo que no hemos dejado a nadie —observó Dillon, echando un vistazo a su alrededor.

Ninguna doncella le hería la mirada.