CAPITULO VII

Había pensado algunas veces cortar aquel esbelto serbal de junto al lago y hacerse con él una caña de pescar. Ahora que habían pasado muchos años, el árbol se había hecho más grueso que su brazo. Lo miró, lleno de sorpresa, y pasó.

A lo largo del río, aún verdeaba el impenetrable soto de helechos; era todo un bosque de hojas ondulantes, en el fondo del cual el ganado se había abierto sólidos senderos con su pisoteo. Como en los días de su infancia, abrióse camino a viva fuerza a través de la espesura, hundiéndose entre las plantas altas, maniobrando con las manos y buscando a tientas dónde poner el pie. Los insectos y los reptiles se asustaban y huían ante su proximidad.

Allá arriba, en la cantera de granito, encontraba nuevamente majuelos en flor, anémonas y violetas. Cogió al azar un ramo y su perfume familiar le recordó los días de antaño. Volvía a ver en la lejanía los montes azulados de la vecina comarca, oía otra vez al cuco iniciar su estribillo…

Se sentó, quedó unos momentos pensativo y después se puso a tararear. Del otro lado del sendero llegó a él un ruido de pasos.

El día tocaba a su fin, el sol se había ocultado, pero el calor vibraba aún en el aire, bañando las montañas, el agua y el bosque en una calma infinita. Una mujer subía hacia la carretera; era Victoria; llevaba una canastilla.

Juan se levantó, saludó y pensó en alejarse.

—No quería molestarle —le dijo Victoria—. Venía a ver si había flores por aquí.

Él no contestó. Habría podido decirle que ella tenía en su jardín todas las flores del mundo…

—He traído una canastilla para las flores —prosiguió—; pero quizá no encuentre. Las necesitamos para adornar la mesa, pues vamos a dar una fiesta.

—Aquí hay anémonas y violetas —dijo él—. Más arriba, otras veces, había lúpulo, pero debe de ser aún demasiado pronto para que haya floras.

—Está usted más pálido que la última vez —observó ella—. Desde entonces han transcurrido más de dos años… Estuvo ausente, según me han dicho. He leído sus libros.

A todo esto, no respondió nada. Tuvo la intención de irse, de decir: «Buenas tardes, señorita», y alejarse. Sólo les separaban algunos pasos; ella estaba en medio del sendero, con un traje amarillo, la cabeza cubierta con un gran sombrero encarnado. Era extrañamente hermosa. Tenía el cuello desnudo.

—Le privo el paso —murmuró él bajando. Se reprimía para no dejar traslucir ninguna emoción.

Ahora hallábanse uno frente a otro. Victoria no se movió para dejarle pasar. Sus miradas se cruzaron. Súbitamente, ella ruborizóse, turbado el semblante, y se apartó, mas no sin una sonrisa.

Cuando hubo pasado, se detuvo; su amarga sonrisa le había conmovido. De nuevo, su corazón voló hacia ella e impensadamente, dijo:

—Como es natural usted habrá estado muchas veces en la ciudad desde…, desde aquella vez… A propósito de las flores, recuerdo dónde había siempre en otro tiempo. Era en el altozano del parque, junto a la señal.

Ella se volvió hacia él; vio, sorprendido, que su cara se había tornado pálida y grave.

—¿Quiere usted ser de los nuestros esta noche? ¿Podría venir a la fiesta? Damos una fiesta —continuó ruborizándose nuevamente—. Vendrán amistades de la ciudad; será dentro de pocos días, pero se lo haré saber exactamente. Contésteme: ¿Quiere usted?

Él no respondió nada. No era para él esta fiesta, no solía frecuentar el castillo.

—No me diga que no. No se aburrirá; lo he pensado, tendré una sorpresa para usted.

Pausa.

—Usted ya no puede sorprenderme —dijo él.

Ella se mordió los labios; una sonrisa desesperada dibujóse de nuevo en su cara.

—¿Qué quiere usted que haga? —dijo con voz apagada.

—No quiero pedirle nada, señorita Victoria. Estaba sentado allí, en una piedra; le ofrezco marcharme, esto es todo.

—¡Ah! Sí, andaba por casa, dando vueltas todo el día de un lado para otro, luego he venido aquí. Hubiera podido bordear el río, tomar otro camino; entonces no hubiese venido precisamente aquí…

—Querida señorita, el lugar es suyo y no mío.

—Una vez le hice sufrir, Juan; quisiera remediarlo borrándolo. De veras, tongo una sorpresa que, creo…, es decir, espero le agradará…, no puedo decirle más. Pero le ruego que asista esta vez.

—Si eso puede serle agradable, iré.

—¿Me lo promete?

—Sí, le agradezco su amabilidad.

Llegado a los linderos del bosque, volvióse y miró. Victoria se había sentado, con la canastilla en el suelo, a su lado. No regresó a su casa, continuó vagando, iba y venía por el camino, mil pensamientos le asaltaban. ¿Una sorpresa? Ella lo acababa de decir, y su voz temblaba. Una alegría viva y nerviosa le invade, haciendo latir aceleradamente su corazón. Se siente como levantado en vilo por encima del camino. Y era una casualidad que hoy también llevase un traje amarillo… Había mirado su mano que, la vez anterior, lucía una sortija; ya no la llevaba.

Pasó una hora. El perfume del bosque y del campo lo envolvía, penetrando su aliento y su corazón… Se sentó, tendióse cómodamente en el suelo, con las manos cruzadas detrás de la nuca, escuchando, unos momentos, las notas aflautadas del cuco, que venían del otro lado del agua. A su alrededor, el aire vibraba con el canto de los pájaros.

Había vivido aún este momento. Cuando ella subía por la cantera, con el vestido amarillo y el sombrero rojo sangre, hubiérase dicho una mariposa vagabunda que, posándose de piedra en piedra, iba a pararse delante de él. «No quería molestarle», dijo sonriendo, y su sonrisa era dorada e iluminaba todo su rostro, sembraba estrellas. Unas venas finas y azules habían aparecido en su cuello y, por debajo de sus ojos, unas pecas le daban un tono cálido. Cumpliría pronto los veinte años.

¿Una sorpresa? ¿Cuál era su propósito? ¿Le mostraría tal vez sus libros, pondría bajo sus ojos aquellos dos o tres volúmenes, para darle el gusto de demostrarle que los había comprado y abierto todos? ¡Se le ofrece un poco de agasajo y de cariñoso consuelo! ¡No desdeñe la humilde aportación!

Irguióse impetuosamente… Victoria regresaba, la canastilla estaba vacía.

—¿No ha encontrado flores? —preguntó él distraídamente.

—No; he renunciado a ello. Ni siquiera he buscado; sencillamente, me quedé sentada allá arriba.

Él dijo:

—Estoy pensando: no crea usted que me causará pena alguna. Nada tiene que reparar ni mitigar con ninguna clase de consuelos.

—¡Ah! ¿Es cierto? —dijo ella, desconcertada—. ¡Ah!, no… Creía que aquella vez… No quería que me guardase usted rencor indefinidamente a causa de lo ocurrido.

—No, no le guardo rencor.

Ella reflexionó un momento. Y recobrando luego todo su orgullo:

—Muy bien —dijo—. Verdaderamente, habría debido suponerme que esta historia no le dejó impresión alguna. En fin, está bien, no hablemos más de ello.

—No, no hablemos más. Hoy, como siempre, mis impresiones le son indiferentes.

—Adiós —dijo ella—. Hasta pronto.

—Adiós.

Marcháronse cada uno por su lado. Juan se detuvo, y volvió la cabeza y vio cómo se alejaba, Tendiendo las manos, murmuró muy bajo palabras tiernas: «No te guardo rencor, no: ¡oh!, no. Te amo aún, te amo…».

—¡Victoria! —gritó.

Ella le oyó, tuvo un sobresalto, volvióse, pero continuó su camino.

Pasaron algunos días, Juan, presa de extremada agitación, ya no trabajaba ni dormía, y pasaba casi todo el día en el bosque. Subió a la alta colina cubierta de pinos donde se hallaba el mástil del pabellón del castillo; la bandera ondeaba. En la torre redonda de la quinta estaba igualmente izada.

Una singular exaltación se apoderó de él. Irían invitados al castillo, habría una fiesta…

La tarde era tranquila y tibia; como un pulso, corría el río por el ardiente paisaje. Un vapor deslizábase hacia la orilla, dibujando en el agua un abanico de blancos surcos. Del patio del castillo salieron cuatro coches, camino del muelle.

El barco atracó; damas y caballeros desembarcaron y tomaron asiento en los carruajes. Un estallido de disparos de fusil resonó allá arriba; dos hombres, apostados en lo alto de la torre, cargaban, disparaban y volvían a cargar. Hechos, así, veintiún disparos de fusil, los carruajes entraron por la puerta de honor y el estrépito cesó.

Cierto. En el castillo estaban de fiesta. Los invitados fueron recibidos con todo el ceremonial. Los salones aparecían todos engalanados. Dentro de los carruajes veíanse militares; quizás estaba allí Otto, el teniente…

Juan descendió de la colina y emprendió el camino de su casa. Le alcanzó un hombre del castillo que llevaba una carta dentro de su gorra: lo enviaba la señorita Victoria y esperaba respuesta.

Juan leyó la corta con el corazón palpitante; a fin de cuentas, Victoria le invitaba; con calurosos términos le rogaba que fuese, suplicándole que no rehusara por esta única vez y que mandase su contestación por el portador.

Le invadió una insospechada alegría, una oleada de sangre subiósele a la cabeza; contestó al hombre que iría. Sí, iría en seguida, ¡gracias!

Después de dar al portador una moneda de plata ridículamente grande, avivó el paso hacia su casa para arreglarse.