CAPITULO VI

Su gran libro había aparecido: un reino, un pequeño mundo estremecido de impresiones, de voces, de visiones Fue puesto en venta, leído y arrinconado. Pasaron algunos meses; llegado el otoño, Juan lanzó un nuevo libro. ¿Qué era? De pronto, su nombre estaba en todas las bocas, la suerte le acompañaba; este nuevo libro había sido escrito lejos de los acontecimientos del país natal, era sereno y fuerte, chispeante como el buen vino.

Querido lector, he aquí el cuento de Diderico e Iselina. Escrito en los hermosos días de las penas ligeras, cuando todo era fácil de soportar, escrito con la mejor voluntad, el cuento de Diderico, al que Dios hirió de amor…

Juan estaba en el extranjero, nadie sabía dónde. Y más de un año transcurrió antes de que se supiera.

—Me parece que llaman a la puerta —dice una noche el viejo molinero.

Su mujer y él escuchan silenciosos.

—No no es nada —dice ella a su vez—; son las diez, pronto medianoche.

Transcurren varios minutos.

Entonces se oyen unos golpes fuertes y decididos, como de alguien que redoblase su energía. El molinero va a abrir Allí fuera está la señorita del castillo.

—No se asusten, soy yo —dice sonriendo con timidez, Entra, le ofrecen una silla, pero no se sienta. En su cabeza, no lleva puesto más que un chal y, en los pies, unos zapatitos, a pesar de que la estación es todavía lluviosa.

—Venía solamente a advertirles —prosigue— que el teniente llegará en la primavera…, el teniente, mi prometido. Y puedo ser que vaya a la caza de las becadas por estos alrededores. Quería decírselo para que no les sorprenda.

El molinero y su mujer miraron, asombrados, a la castellana. Nunca hasta ahora se les había prevenido cuando los invitados del castillo iban de caza por el monte o por los campos.

Le dieron las gracias humildemente…, ¡era demasiado buena!

Victoria va a salir.

—No quería decirles otra cosa. He pensado que tratándose de personas de edad como ustedes, no estaría de más decírselo.

El molinero respondió:

—¿Por qué se ha tomado esta molestia la señorita? Y para esto la señorita se ha mojado los zapatitos…

—Paseaba por aquí. Además, están secos los caminos —dijo ella con tono breve—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Levanta el pestillo y, en el umbral, se vuelve:

—Es verdad. Y Juan, ¿tiene noticias suyas?

—No, nada sabemos de él, absolutamente nada. Gracias por su interés.

—Vendrá dentro de poco. Creía que tenía noticias…

—No, no tenemos cartas de él desde la primavera pasada. Dicen que está en el extranjero.

—Sí, está en el extranjero. Sigue bien. El mismo escribe en uno de sus libros que vive en los días de las penas ligeras. Debe, pues, estar bien.

—En fin, en fin… Dios lo sabe. Lo esperamos; pero no nos escribe, no escribe a nadie. Lo esperamos solamente.

—Debe de encontrarse a gusto donde está, puesto que sus penas son ligeras. En fin, esto es cosa suya. Sólo quería saber si debía regresar en la primavera. Repito, buenas noches.

—Buenas noches.

El molinero y su mujer la siguen hasta la puerta. La ven regresar al castillo, con la cabeza erguida, saltando con sus zapatitos los charcos del camino mojado.

Dos o tres días después, llegó una carta de Juan. Regresaría dentro de un mes largo, cuando hubiese terminado otro libro. Buenas noticias de todo este tiempo; pronto estaría acabada la nueva obra: una pululación de pensamientos cruzando por su cerebro…

El molinero fue al castillo. En el camino encontró un pañuelo marcado con las iniciales de Victoria; lo habría perdido la otra noche, seguramente.

La señorita estaba arriba, pero una sirvienta se ofreció para devolver la respuesta. ¿De qué se trataba?

El molinero rehusó, prefiriendo esperar. Por fin, la señorita apareció.

—¿Dicen que desea hablarme? —preguntó ella, abriendo de par en par la puerta de un salón.

Entró el molinero, entregó el pañuelo y dijo:

—Además, hemos recibido una carta de Juan.

Fue breve, pero un relámpago de alegría pasó por la cara de ella. Después dijo:

—En efecto, el pañuelo es mío, muchas gracias.

—Ahora no tardará en venir —prosiguió el molinero casi en voz baja.

Ella adoptó una actitud altiva:

—Hable más alto, molinero; ¿quién dice usted que va a venir?

—Juan.

—¿Juan? ¡Ah! ¿Y qué?

—No, era… Pensábamos que era necesario decírselo a usted. Hablé de ello con mi mujer y también lo creyó así Anteayer usted nos preguntó si iba a volver en la primavera. Sí, vendrá.

—Entonces, deben estar contentos —dijo la castellana—. ¿Cuándo llega?

—Dentro de un mes.

—¡Ah…! ¿Y no tenía nada más qué decirme?

—No, solamente pensábamos, puesto que usted preguntaba… No, ninguna otra cosa. Nada más que eso.

El molinero había bajado todavía la voz.

Ella volvió a conducirlo hasta la puerta. En el vestíbulo encontraron a su padre; con tono indiferente y elevando la voz, ella le dijo:

—El molinero explica que Juan volverá. Debes de recordar bien a Juan…

El molinero salió del castillo jurándose a sí mismo que jamás, nunca jamás, sería juguete de su mujer; nunca la escucharía cuando se hiciese la entendida en cosas secretas. Así se lo haría saber.