CAPITULO III

Juan volvió a la ciudad. Transcurrieron días, y años, un tiempo largo y agitado, tiempo de ensueños, de estudio y de trabajo. Se había abierto camino; había logrado escribir un poema sobre Esther, «hija de Judea y reina de Persia», obra que fue impresa y que le pagaron. Otro poema, El laberinto del amor, descrito por el monje Vendt, dio a conocer su nombre.

Sí, ¿qué era el amor? Un viento que susurra entre las rosas… ¡Oh!, no, una fosforescencia amarilla cálida, diabólica, que hace latir hasta los corazones de los más ancianos. Era como la margarita que, en cuanto llega la noche, se abre plenamente, y era la anémona que a un soplo de aire se cierra y muere al ser tocada.

Así era el amor.

Abatía a un hombre y de nuevo lo levantaba para volverlo a abatir; hoy me anima a mí, mañana a ti, a otro la noche siguiente, tal es su inconstancia. Pero también podía perdurar, semejante a un sello infrangible, quemar como un fuego continuo, hasta el momento supremo, de tal forma era eterno. ¿Cómo es, pues, el amor?

¡Oh! El amor es una noche estival, bajo el cielo estrellado, sobre la tierra embalsamada. Pero ¿por qué es causa de que el adolescente siga senderos escondidos y hace erguirse al anciano en su habitación solitaria? ¡Ah! El amor hace el corazón de los hombres semejante a un vivero, un jardín ubérrimo e insolente, donde crecen misteriosas y atrevidas plantas.

¿No es también la causa de que, por la noche, el monje se deslice entre los cercados jardines, con los ojos clavados en las ventanas de las hermosas que duermen? ¿Y no llena de locura a la monja no trastorna la razón de la princesa? Humilla la cabeza del rey hasta el suelo, para hacerle barrer el polvo con sus cabellos: mientras se murmura a sí mismo palabras desvergonzadas y ríe, sacando la lengua.

Así es el amor.

No, no; todavía es otra cosa, sin parecido a nada en el mundo. Vino a la tierra en una noche de primavera, cuando un adolescente vio unos ojos. Los contempló, fijándolos en los suyos. Besó una boca, y fueron dos rayos de luz que se cruzaron en su corazón, un sol resplandeciendo hacia una estrella. Cayó entre dos brazos, y ya no vio ni oyó otra cosa en el mundo entero.

El amor es la primera palabra de Dios, es el primer pensamiento que cruzó por su mente. Cuando dijo: «¡Que la luz sea!», nació el amor. Y halló muy bueno todo lo que había creado; nada hubiera querido cambiar. Y el amor fue el origen del mundo, el maestro del mundo.

Mas todos sus caminos están llenos de flores y de sangre, de sangre y de flores.

Un día de setiembre.

Esta calle retirada era su paseo; la recorría de un extremo al otro como si se hallase en su habitación, pues nunca encontraba a nadie. En los jardines que bordeaban una y otra acera había árboles de follajes rojos y amarillos.

¿Por qué se pasea Victoria por este lugar? ¿Cómo es que sus pasos la conducen por aquí? Juan no se equivocaba, era ella; quizá también fuese ella la que ayer pasaba por allí cuando él la miró por la ventana.

Su corazón palpitaba fuertemente. Sabía que Victoria estaba en la ciudad, lo había oído decir; pero frecuentaba unas esferas a las que no iba el hijo del molinero.

Tampoco veía a Ditlef.

Haciendo un esfuerzo, continuó delante de la dama. ¿No le reconocía? Andaba seria y pensativa, con la cabeza erguida, el cuello estirado, altanera.

Él saludó.

—Buenos días —dijo ella muy bajo.

Como no hizo ademán de pararse, él pasó silencioso. Notó que le temblaban las piernas. Al final de la pequeña calle, dio media vuelta como tenía por costumbre. «Mantendré los ojos fijos en el suelo, sin levantarlos», se dijo. Sólo había andado diez pasos cuando levantó la cabeza.

Victoria se había parado ante un escaparate.

¿Sería preciso esquivar el encuentro y retirarse disimuladamente por la calle vecina? ¿Por qué se quedaba allí? Era un humilde escaparate, insignificante portada de tienda, donde se veían algunas barras de jabón rosa puestas en cruz, grano mondado en un vaso y algunos sellos viejos para la venta.

¿Y si continuase unos diez pasos más antes de retroceder?

Entonces Victoria le miró y, súbitamente, fue en derechura hacia él, con pasos rápidos, como movida por una resolución heroica. Sonrió nerviosamente y dijo, no sin dificultad:

—Buenos días. ¡Qué feliz encuentro!

¡Señor, cómo palpitaba su corazón! No palpitaba; temblaba. Quiso decir algo, y no lo consiguió; sólo sus labios se movieron. Un perfume emanaba de las ropas de Victoria, de su vestido amarillo, o quizá fuese de su boca. En aquel momento no distinguía los rasgos de su cara, pero reconocía la línea fina de sus hombros, su mano larga y delgada en el puño de su sombrilla. Era la mano derecha; en ella llevaba una sortija. De momento no prestó atención; no reflexionó ni tuvo ningún presentimiento de desdicha. Era su mano extrañamente hermosa.

—Estoy en la ciudad desde hace una semana —prosiguió ella—, pero no le había visto sino una vez, en la calle; alguien me dijo que era usted. ¡Se ha hecho tan alto!

—Sabía que estaba usted aquí —farfulló él—. ¿Se quedará mucho tiempo?

—¡Oh! No, mucho tiempo, no; sólo algunos días. Regreso pronto.

—Doy gracias a la casualidad que ha dirigido sus pasos hacia este lado, permitiéndome saludarla.

Un momento de silencio.

—El caso es que temo haberme extraviado por aquí —repuso Victoria—. Me alojo en casa del chambelán; ¿qué dirección hay que tomar?

—Si usted lo permite, la acompañaré.

Se pusieron a andar.

—¿Está en la casa Otto? —preguntó Juan, como sin pensarlo.

—Sí, está aquí —respondió ella brevemente.

Dos hombres que transportaban un piano salieron de un portal, cortando el paso. Victoria se apartó hacia la izquierda y se apretujó contra su compañero.

—Perdón —dijo.

Un escalofrío de voluptuosidad le recorrió a este contacto; el aliento de Victoria le había rozado la mejilla.

—Veo que lleva usted una sortija —dijo sonriendo, con aire indiferente—. ¿Debo felicitarla por eso?

¿Qué le diría ella? Esperó su respuesta sin mirarla, conteniendo la respiración.

—¿Y usted? ¿No lleva sortija? ¡Oh!, no. Sin embargo, alguien me había asegurado… Se habla tanto de usted en los periódicos…

—Por algunas poesías que he escrito, pero que usted seguramente no habrá leído.

—¿No era un libro? Me parece que…

—Sí, escribí también un librito.

Ella andaba sin prisa, a pesar de tener que ir a casa del chambelán; al llegar a una plazoleta, se sentó en un banco. Juan permaneció de pie delante de ella,

—Siéntese a mi lado —le dijo de pronto, tendiéndole la mano.

Y no se la soltó hasta que estuvo sentado a su vera. Él intentó reanudar su tono jovial e indiferente; sonrió, con la vista fija delante de él, pensando: «¿Habrá llegado el momento?».

—¡Ah!, es cierto que está usted prometida y no quiere decírmelo. A mí, que allá soy su vecino.

Ella vaciló.

—No hablemos hoy de esto.

Juan se puso serio de repente y dijo en voz muy baja:

—En fin, lo comprendo perfectamente.

Pausa.

—Naturalmente, siempre supe que era inútil…, sí, que no sería yo quien…, yo, que no era más que el hijo del molinero, y usted… Naturalmente, es así. Y no acierto a comprender cómo en este momento puedo permanecer aquí, a su lado, dándole a comprender… Debía estar de pie delante de usted, o a distancia, de rodillas en el suelo. Sólo esto sería digno. Pero es como si yo… Y todos estos años que he estado ausente, también han servido para algo. Ahora, diríase que me atrevo más. Sé que ya no soy un niño, y también sé que no puede usted encarcelarme, si tal fuese su deseo. Por eso me atrevo a hablar así. Pero no se enoje conmigo, antes me callaría.

—No, hable. Hable, dígame todo lo que quiera.

—¿Sí? ¿Lo que quiera? Pero en este caso tampoco su sortija debería prohibirme nada.

—No —respondió, muy bajo—. No, mi sortija no le prohíbe nada.

—¿Cómo? Pero, entonces, ¿qué? Dios mío, Victoria, ¿estaré equivocado?

Se levantó con viveza e inclinóse hacia adelante para escudriñar su rostro.

—Quiero decir: esta sortija… ¿no significa nada?

—Tranquilícese, se lo ruego.

Él se sentó.

—¡Ah! ¡Si supiera cómo he pensado en usted! ¡Señor, nunca hubo otro pensamiento en mi corazón! ¡De todo cuanto veía y conocía, usted era lo único en el mundo! Me repetía sin cesar a mí mismo: Victoria es la más bella, la más espléndida, y yo la conozco. La señorita Victoria, pensaba siempre. No es que no me diese cuenta de que nadie estaba tan distante de usted como yo. Pero sabía que usted existía. ¡Ah! Sí, era mucho para mí. Sabía que vivía allí y que quizá alguna vez llegaría a acordarse… ¡Oh!; bien sé que usted no pensaba en mí; pero muchas tardes, sentado en mi silla, soñaba que de cuando en cuando me recordaría. Y mire, señorita Victoria, entonces era como si el cielo se abriera a mis ojos. Le escribía poesías, le compraba flores con todo cuanto poseía, las llevaba a mi casa y las ponía en búcaros. Todos mis poemas están escritos pensando en usted; los que tienen otra inspiración son muy pocos y nadie los conoce. Pero usted sin duda no habrá leído los que han publicado… Ahora he empezado un libro de importancia… ¡Qué reconocido le estoy; soy completamente suyo y en esto está toda mi felicidad! Todos los días, y las noches también, veo o escucho cosas que me evocan su presencia… He escrito su nombre en el techo y, cuando estoy acostado, lo miro. La sirvienta que arregla mi cuarto no lo ve; lo he escrito muy pequeño, a fin de reservármelo para mí solo. Y esto me proporciona cierta felicidad…

Ella se volvió, entreabrió su escote y sacó un papel.

—Mire —dijo, con un profundo suspiro que levantó su pecho—. Lo recorté y me lo guardé. Ya puedo decírselo; por la moche lo leo. Cuando papá me lo enseñó por primera vez, me fui junto a la ventana para verlo. «¿Dónde está? No lo encuentro», dije hojeando el periódico. Pero ya lo había encontrado y lo estaba leyendo. ¡Y me sentía tan dichosa!

El papel tenía el olor de su corpiño. Ella lo desplegó y le mostró uno de sus primeros poemas: una pequeña cuarteta dedicada a la amazona del caballo blanco. Era la confesión ingenua o impetuosa de su corazón joven, sus irrefrenables impulsos, reflejados en aquellas líneas, como luceros que se encienden.

—Sí —dijo—, escribí eso hace mucho tiempo. Fue una noche, mientras las hojas de los álamos susurraban en el viento frente a mi ventana. ¡Ah! ¿De verdad lo vuelve a su pecho? Gracias por guardárselo…

Su voz era dulce y grave cuando exclamó, turbado:

—Usted ha venido, está aquí, sentada a mi lado. Siento su brazo junto al mío y emana de usted un calor que penetra en mí. ¡Cuántas veces, solo, su recuerdo me ha transido de emoción…! ¡La última vez que le vi a usted, en casa, estaba hermosa, pero hoy está más hermosa todavía! Son sus ojos, sus cejas, su sonrisa, no sé, pero es todo, todo lo que es usted.

Ella sonreía mirándole, con los oíos entornados; las sombras se azulaban bajo sus largas pestañas, pareció abandonarse a una dicha suprema e inconscientemente tendió la mano hacia él.

—¡Gracias! ¡Ah, gracias! —dijo.

—No me dé las gracias, Victoria.

Todo su ser se abalanzó hacia ella, en un imperioso deseo de decirle cosas y más cosas… Sus confesiones apretábanse en confusas exclamaciones; estaba como aturdido.

—¡Ah! Victoria, si me amase un poco… No lo sé, pero dígamelo, aunque no sea así. ¡Dígamelo, se lo ruego! ¡Oh!, le prometeré hacer grandes cosas, cosas casi inconcebibles. Usted no sospecha lo que yo podría hacer; hay momentos en que, llevado por mis sueños, me siento rebosante de obras a realizar… Muchas veces la copa rebosa; hay noches en las que, ebrio de visiones, voy tambaleándome por la habitación. Un hombre ocupa la pieza contigua y, como no puede dormir, golpea la pared. Al amanecer, entra furioso en mi cuarto. No me importa; yo me río de él; porque entonces he soñado ya tanto con usted que me parece tenerla cerca de mí. Voy a la ventana y canto; empieza a nacer el día; fuera, los álamos susurran en el viento. «Buenas noches», digo al alba; y es a usted a quien se lo digo. «Ahora ella duerme —pienso—; buenas noches. ¡Que Dios la tenga en su guarda!». Luego me acuesto. Así se suceden las noches. Pero nunca la había creído tan hermosa; cuando se haya marchado, la recordaré así, tal como está aquí. No quiero olvidar nada…

Victoria dijo:

—¿No irá pronto allá, a su casa?

—No, no tengo medios para ello. Pero sí, iré. Y marcharé en seguida. No dispongo de medios, pero haré todo en el mundo, todo lo que usted desee… Si pasea por el jardín, si sale alguna vez por la tarde, quizás entonces pueda verla, pueda darle los buenos días, ¿no es cierto? Pero si me ama un poco, si puede aceptarme, dígamelo… ¡Oh!, sí, déme esta alegría… Mire, hay una palmera que florece una sola vez en su vida, y no obstante llega a los setenta años: es la palmera corifa. Ahora soy yo el que florece… Sí, me procuraré dinero y marcharé allá. Publicaré lo que tengo escrito, todo lo que está terminado. Venderé en seguida desde mañana, un gran libro en el que trabajo y que me pagarán a buen precio. ¿Quiere usted, pues, que yo regrese?

—Sí.

—¡Gracias! ¡Oh, gracias! ¡Perdóneme si mis esperanzas son quizá desmedidas; pero, es tan bueno creer en posibilidades extraordinarias! Este es el día más feliz de cuantos he vivido…

Quitóse el sombrero y lo puso a su lado.

Victoria volvió la cabeza, vio a una señora que bajaba por la calle, y, más lejos, a una mujer llevando una canasta. Se llevó la mano al reloj, inquieta.

—¿Tiene que marcharse ya? —preguntó él—. ¡Dígame usted algo antes de partir, déjeme oír su…! La quiero y se lo confieso. De su respuesta depende lo que yo… ¡Dispone usted tan enteramente de mí! Contésteme, ¿quiere?

Victoria permaneció silenciosa.

Él, bajando la cabeza, suplicó:

—No, no lo diga.

—No se lo diré ahora, sino cuando estemos allá —respondió Victoria.

Se marcharon.

—Dicen que va usted a casarse con aquella muchacha, la joven a quien salvó usted la vida; ¿cómo se llama?

—¿Se refiere a Camila?

—Camila Seier. Dicen que va a desposarse con ella.

—¡Ah! ¿Por qué me pregunta eso? Es todavía muy joven. He estado en su casa con frecuencia; tiene un castillo como el de ustedes, muy grande y suntuoso. No es más que una chiquilla.

—Tiene quince años. Algunas veces la he visto en la calle y la he encontrado encantadora. ¡Qué bonita es!

—¡Ah! ¿De verdad?

Él la miró; sus facciones se contrajeron.

—Pero ¿por qué me dice todo esto? ¿Por qué hablarme de otra?

Ella, sin contestar, aceleró el paso.

Delante de la residencia del chambelán, le cogió la mano, lo arrastró hacia el espacioso vestíbulo y subió la escalera.

—No debo entrar —dijo él, algo extrañado.

Ella tiró de la campanilla. Y volvióse hacia él, con el pecho jadeante.

—Le amo —dijo—. ¿Lo entiende? Es a usted a quien amo.

De súbito, haciéndole descender algunos escalones, le rodeó con sus brazos y le besó. Todo su ser temblaba apretado contra él.

—Es usted a quien amo —repitió.

Arriba, se abrió la puerta. Ella desprendióse precipitadamente y subió corriendo.