CAPITULO PRIMERO

El hijo del molinero caminaba con la imaginación llena de ensueños. Era un mocetón de catorce años, curtido por el viento y el sol y con muchas ideas en la cabeza.

Cuando fuese mayor se haría fosforero, lo que se le antojaba deliciosamente peligroso. Sus dedos estarían llenos de azufre, y así nadie se atrevería a alargarle la mano. Y además los compañeros le tendrían el mayor respeto a causa de su siniestro oficio.

A través del bosque, sus ojos seguían el vuelo de los pájaros. Los conocía a todos; sabía dónde encontrar sus nidos y comprendía sus trinos, a los que correspondía con diferentes gritos. Más de una vez les había echado bolitas de pasta, confeccionadas con harina del molino.

También los árboles del sendero le eran familiares. Durante la primavera les extraía la savia, y en invierno era como un padre para ellos, quitándoles la nieve y ayudándoles a enderezar las ramas. Y allá arriba, en la cantera de granito abandonada, ninguna piedra le era desconocida; en sus superficies había grabado letras y signos y habíalas alineado como fieles en torno de un sacerdote. En aquella antigua y solitaria cantera ocurrían cosas extraordinarias.

Desvió su camino y se dirigió al borde del lago. Las ruedas del molino estaban en marcha, y un ruido inmenso, ensordecedor, lo envolvió. Acostumbraba a pasear por allí hablando consigo mismo en voz alta. Abajo, en la presa, el agua caía vertical como un lienzo tendido al sol; y cada rizo de espuma parecía cantar su pequeño tesoro de vida. En el lago los peces nadaban bajo la cascada; a menudo se paraba allí con su caña.

Cuando fuese mayor sería buzo. Sí, sería buzo. Entonces, desde el puente de un navío, descendería hasta el fondo del mar y se aventuraría por aquellos desconocidos reinos en que ondulaban mágicas selvas gigantescas. Y muy al fondo, encontraría un castillo de coral. Desde una ventana, la princesa le haría señas: «¡Entra!».

En aquel momento oyó gritar su nombre detrás de él. Su padre le llamaba: «¡Juan! Te envían a buscar desde el castillo; tienes que llevar los muchachos en barca hasta la isla».

Se alejó con paso rápido. Era una nueva y gran aventura que la suerte deparaba al hijo del molinero.

En el verde paisaje, la quinta tenía el aspecto de un pequeño castillo; sí, de un increíble palacio en la soledad. Era un edificio de madera pintada de blanco, con numerosas ventanas cimbradas, abiertas en las paredes y en la techumbre. Cada vez que había invitados en la casa, ondeaba una bandera en la torrecilla redonda. Los habitantes la llamaban el «castillo». Más allá estaban, a un lado la bahía, al otro los bosques inmensos, y a lo lejos se divisaban algunas casitas aldeanas.

Juan llegó al embarcadero e hizo subir los muchachos a la barca. Ya los conocía: eran los hijos del «castellano» y sus amigos de la ciudad. Todos llevaban botas altas para andar por el agua. Cuando atracaron en la isla fue preciso llevar a tierra a Victoria, que calzaba unos zapatitos bajos y no tenía más que diez años.

—¿Quieres que te lleve? —le preguntó Juan.

—Permíteme —se apresuró a decir Otto, un jovencito que habitaba en la ciudad, de unos quince años, al mismo tiempo que la tomaba en sus brazos.

Juan quedóse mirando como el otro la llevaba a una buena distancia de la orilla y oyó como ella le daba las gracias. Luego, Otto, volviéndose, dijo:

—Entretanto, guardarás la barca tú… A propósito, ¿cómo se llama?

—Juan —respondió Victoria—. Sí, él guardará la barca.

Y se quedó. Los otros se dirigieron hacia el interior de la isla, llevándose cestas para recoger huevos. Quedó unos momentos pensativo; ¡cuánto le hubiera gustado acompañarles! Sencillamente, se habría podido arrastrar la barca a tierra. ¿Qué era demasiado pesada? No, no lo era. Y, tirando vigorosamente con el puño, varó la embarcación.

Oyó alejarse a los jóvenes camaradas entre charlas y risas. ¡Hasta luego! Pero bien hubieran podido llevarle con ellos. Él sabía dónde había nidos; habría podido conducirles a ver los extraños agujeros, disimulados en las rocas, donde anidaban las aves de presa, con sus picos erizados de pelos. En una ocasión había visto un armiño.

Volvió a poner nuevamente la barca a flote y se dirigió hacia la otra orilla. Llevaba un buen rato remando cuando oyó una voz que le gritaba:

—¡Vuélvete! Espantas a los pájaros.

—Sólo quería indicaros dónde está el armiño —contestó él, en tono interrogativo. Esperó unos momentos—. Y después podríamos ahumar el nido de las víboras. He traído cerillas.

No obtuvo respuesta. Entonces, cambiando de rumbo, volvió al lugar de partida. Sacó la barca a tierra.

Cuando fuese mayor, compraría al Sultán una isla y vedaría la entrada en ella. Tendría una cañonera para proteger sus costas. «Excelencia —irían a anunciarle los esclavos—, un barco ha naufragado; está embarrancado en los arrecifes, y sus jóvenes tripulantes van a perecer». «¡Qué perezcan!», respondería él. «Excelencia, piden socorro y aún se está a tiempo de salvarlos: entre ellos hay una joven vestida de blanco». Entonces, con voz de trueno, daría la orden: «Salvadlos». Vuelve a ver, después de muchos años, a los hijos del castellano. Victoria se echa a sus pies por haberla salvado. «No tenéis que darme las gracias por nada —responde él—; no he hecho más que cumplir con mi deber; id libremente donde os plazca en mis dominios». Y les abre las puertas del castillo y les sirve de comer en vajilla de oro, y trescientas esclavas negras cantan y danzan durante toda la noche. Pero cuando llega la hora en que los hijos del castellano han de partir, Victoria no puede dejarle; se echa a sus pies y, entre sollozos, confiesa que le ama. «Permitidme que me quede aquí, señor mío, no me rechacéis, haced de mí una de vuestras esclavas…».

Transido de emoción, se pone a recorrer la isla. Bueno, salvaría a los hijos del castellano. Quién sabe, quizá en este momento andaban extraviados. Tal vez Victoria había quedado aprisionada entre dos piedras, sin poder salir. Y él no tenía más que alargarle los brazos para libertarla.

Pero, a su regreso, los niños quedáronse mirándole llenos de asombro. ¿Había abandonado la barca?

—Te hago responsable de la canoa —dijo Otto.

—Podría enseñaros dónde hay frambuesas…

Todos guardaron silencio. Seguidamente, Victoria accedió:

—Di, ¿dónde están?

Pero Otto, dominando en seguida su deseo, objetó:

—No es momento de ocuparse de esto.

Juan prosiguió:

—También sé dónde hay conchas.

Nuevo silencio.

—¿Con perlas dentro? —preguntó Otto.

—¡Oh! ¡Si las hubiese! —exclamó Victoria.

Juan respondió que no: vamos, que no lo sabía: pero las conchas estaban allá lejos, sobre la arena blanca; se necesitaba una barca y, además, zambullirse para cogerlas.

La idea se ahogó entre sonoras carcajadas, y Otto observó:

—Sí, veo que tienes todo el aspecto de un buzo…

Juan empezaba a sentirse oprimido.

—Si quisierais, podría subirme a lo alto de la vertiente y, desde allí, hacer rodar una gran piedra hasta el mar —dijo.

—Y eso, ¿por qué?

—¡Oh!, por nada. Podríais contemplarlo.

Tampoco esta proposición fue aceptada y Juan calló avergonzado. Después, se puso a buscar huevos en el otro extremo de la isla, apartado de los demás.

Cuando todo el grupo se había reunido junto a la barca, Juan había recogido más huevos que todos ellos; los traía cuidadosamente colocados en su gorra.

—¿Cómo es que has encontrado tantos? —preguntó el jovencito de la ciudad.

—Es porque sé dónde están los nidos —respondió Juan lleno de alegría—. Aquí los tienes, Victoria; los pongo con los tuyos.

—¡Alto ahí! —gritó Otto—. ¿Por qué haces eso?

Todos le miraron. Otto, señalando la gorra con el dedo, añadió:

—¿Quién me asegura que esa gorra está limpia?

Juan no dijo nada. En un instante se había desvanecido toda su alegría. Dio algunos pasos hacia el interior de la isla, llevándose los huevos.

—¿Qué le pasa? ¿Adónde va? —dijo Otto, impaciente.

—¿Adónde vas, Juan? —grita Victoria, corriendo detrás de él.

Él se detiene y contesta en voz baja:

—Voy a devolver los huevos a sus nidos.

Se quedaron mirándose unos momentos en silencio.

—Y por la tarde me iré a la cantera.

Ella no contestó nada.

—Si vinieras, podría enseñarte la gruta.

—¡Oh! Pero me da tanto miedo… —dijo Victoria—. Me has dicho que era tan negra…

Entonces Juan, a pesar de su gran tristeza, dijo sonriendo con bravura:

—Es cierto, pero como yo estaré contigo…

Toda su vida había jugado en la antigua cantera de granito. La gente del país había oído cómo hablaba y trabajaba allá arriba, completamente solitario; a veces, se figuraba ser un sacerdote celebrando misa.

Desde mucho tiempo era aquel un paraje abandonado; el musgo cubría ahora las paredes, borrando las huellas de los antiguos barrenos. En la misteriosa gruta, el hijo del molinero había alineado y adornado las cosas con todo su arte; había hecho de ella su guarida, imaginándose ser el jefe de los más valientes y arrojados bandidos que en el mundo hubiese.

Agita una campanilla de plata. Un hombre diminuto, un enano, entra dando brincos; adorna su bonete una escarapela de brillantes. Es el criado. Se inclina hasta el suelo. Con voz fuerte. Juan le dice: «Cuando llegue la princesa Victoria, hazla entrar». El enano, después de inclinarse nuevamente hasta el suelo, desaparece. Juan, pensativo, se tiende indolentemente en el mullido diván… Allí la haría sentar. Allí le ofrecería los más raros manjares en fuentes de plata y oro; un fuego resplandeciente iluminaría los muros, y al fondo de la gruta, detrás del espeso cortinaje de brocado de oro, estaría su lecho, guardado por doce caballeros…

Juan se levanta, sale arrastrándose de la gruta y escucha. Acaba de oír en el sendero un ruido de hojas y el crujir de ramas secas.

—¡Victoria! —grita.

—¡Hola! —le responde una voz.

Se adelanta a recibirla.

—Casi no me atrevo —dice ella.

—Yo he ido. Ahora vengo de allí —contesta, encogiéndose indolentemente de hombros.

Dentro de la gruta, le designa una piedra como asiento, diciendo:

—En esa piedra se sentaba el Gran Brujo.

—¡Oh! No me lo expliques, no quiero saberlo. ¿Y no sentías miedo?

—No.

—Oye, me has dicho que no tenía más que un ojo; sabes de sobra que sólo los ogros no tienen más que un ojo.

Juan vacila,

—Cierto que tenía dos ojos, pero no veía más que con uno. Me lo dijo él mismo.

—¿Y qué más te dijo? Pero ¡oh, no, cállate!

—Me preguntó si quería entrar a su servicio.

—¡Ah! ¿Supongo que no aceptarías? ¡Dios mío!

—¡Oh! No dije que no. Es decir, no me negué rotundamente.

—¡Pero estás loco! ¿Es que quieres quedarte en el monte?

—A fe mía, no lo sé. Tampoco en el llano se está muy bien.

Pausa.

—Desde que los muchachos de la ciudad están aquí, no vas más que con ellos —dice.

Nueva pausa.

Juan prosigue:

—Sin embargo, soy más fuerte que ninguno de ellos para levantarte y llevarte a tierra. Estoy seguro de que tengo fuerza suficiente para sostenerte durante una hora. Mira.

Y tomándola en sus brazos la levantó.

Ella enlazó los suyos alrededor de su cuello.

—¡Ah! ¡Ya no tengo fuerzas!

Cuando la dejó en el suelo, dijo ella:

—Sí, pero también Otto es fuerte. Incluso se ha peleado con chicos mayores.

—¿Con chicos mayores? —pregunta Juan, incrédulo.

—Sí, te lo aseguro; en la ciudad.

Un momento de silencio. Juan queda pensativo.

—En fin, sea. No hablemos más. Ya sé lo que voy a hacer.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a entrar al servicio del Gran Brujo.

—Te repito que estás loco.

—Tanto peor; me da lo mismo. Lo haré.

Victoria vislumbra una solución.

—Quizá no venga más.

—Vendrá.

—¿Aquí? —pregunta vivamente Victoria.

—Sí.

Victoria se levanta y se acerca a la puerta de la gruta.

—Ven; vale más salir.

—No hay prisa —declara Juan, pálido también—, pues no vendrá hasta esta noche. A las doce.

Victoria, tranquilizada, quiere volver a sentarse. Pero Juan lucha para vencer la sensación de terror que él mismo se ha provocado; la gruta le parece ahora muy peligrosa, y dice:

—Si tu deseo es salir, puedo enseñarte una piedra que tengo ahí fuera, en la que he grabado tu nombre.

Se arrastran fuera de la gruta y encuentran la piedra. Al verla, Victoria se siente orgullosa y feliz. Juan, emocionado y casi llorando, le dice:

—Siempre que la mires, tendrás que acordarte de mí, cuando esté lejos. Dedicarme un pensamiento amistoso.

—Claro que sí —contesta Victoria—. Pero regresarás, ¿verdad?

—¡Ah, quién sabe…! Más bien creo que no.

Volviéronse a casa. Juan sentía las lágrimas subírsele a los ojos.

—Bueno, hasta la vista —le dice Victoria.

—Vamos, puedo acompañarte todavía un poquito más.

¡Oh! ¿Cómo era capaz de despedirse de aquella forma? Esto le amargaba y sublevaba su ánimo. Paróse bruscamente y gritó con enojo:

—Voy a decirte una cosa, Victoria: nadie será nunca contigo tan amable como yo. Te lo advierto.

—Pero también Otto es amable —objetó ella.

—Bien; si es así, quédate con él.

Andan algunos pasos en silencio.

—Voy a llevar una vida estupenda, no temas; todavía no sabes lo que van a darme en recompensa.

—No; ¿qué es lo que van a darte?

—La mitad de un reino.

—¿De veras te darán eso?

—Y además, tendré la princesa.

Victoria se detiene.

—¿Es eso verdad?

—Sí, él me lo ha dicho.

Pausa.

—Me pregunto cómo será ella… —prosigue Victoria con aire soñador.

—¡Oh! Respecto a eso, es la más hermosa de cuantas mujeres hay en el mundo. No hay que decirlo.

Victoria se siente desfallecer.

—Entonces, ¿es que la quieres?

—Sí, acabaré por quedarme con ella.

Pero, viendo a Victoria realmente emocionada, agrega:

—Puede ser que algún día regrese. Que salga a hacer un recorrido por el mundo.

—Pero no con la princesa —dice Victoria—. ¿Qué necesidad tendrías de llevarla?

—En fin, también podría venir solo.

—¿Me lo prometes?

—¡Oh! Claro que puedo prometértelo. Pero ¿qué puede importarte eso a ti? Ya sé que te es igual.

—¡Oh, Juan!… Estoy segura de que ella no te quiere tanto como yo.

Estas palabras hacen palpitar de alegría su joven corazón. Es tal su timidez y su felicidad, que, por un momento, quisiera poder ocultarse bajo la tierra. Vuelve la cabeza sin atreverse a mirarla. Luego, cogiendo una ramita, roe la corteza y se golpea la mano con ella. Finalmente, para disimular su turbación, se pone a silbar.

—Vamos, tengo que regresar —dice.

—Adiós —contesta ella, tendiéndole la mano.