XXIV

A las cuatro de la mañana, a Walter lo despertó un ruido que no fue capaz de identificar. Se esforzó una y otra vez por atrapar aquellas leves vibraciones que parecían venir de cerca y que le resultaban más agradables que el miedo al insomnio, pero a sus oídos sólo llegaba el silencio absoluto de las atroces horas que precedían a la salida del sol, un silencio que hizo presa en su reposo. Aguardó impaciente el canto de los pájaros en los eucaliptos que había ante la ventana, ésa solía ser la señal para levantarse. La expectación aguzó sus sentidos antes de tiempo. Aunque el día aún no había capturado el hálito de la primera luz cenicienta, Walter creyó distinguir los contornos de las cuatro grandes cajas de madera clara que viajarían a ultramar.

Desde que llegaran a África, las habían utilizado a modo de armarios, y ahora, rotuladas con la letra empinada e infantil de Jettel, ocupaban una pared del dormitorio cada una. La noche anterior, Owuor había terminado de empaquetarlo todo y las había claveteado con unos golpes tan vehementes que los Keller, en el apartamento contiguo, habían respondido a su vez con furiosos puñetazos. Walter se sintió liberado al pensar que por fin estaba guardada la mayor parte de la vida de los últimos nueve años. Las dos semanas que quedaban hasta que zarpara el Almanzora transcurrirían sin las agotadoras discusiones que desencadenaba toda nueva decisión sobre lo que podían llevarse y lo que debían dejar.

Para Walter fue como si la fortuna le concediera un último retazo de normalidad. El plazo de gracia se le antojó demasiado breve. Escuchó el rechinar de sus dientes tan concentrado como si aquel desagradable ruido tuviera una importancia especial. Para su sorpresa, al cabo de un rato se sintió realmente liberado de la carga que lo atormentaba durante el día. Desarmado por un sentimiento de culpa del que no podía hablar si no quería perder su fuerza, había tenido que dar cuentas o bien a Jettel o bien a Regina de cada comentario, de sus suspiros, de cada enfado e inseguridad.

Sólo de noche podía admitir que lo torturaba el desencanto antes de que pudiera brotar la semilla de la esperanza. Desde los días en que empezaron a embalar, Walter se sintió apesadumbrado por el hecho de que las cajas sólo le recordaran con intensidad la partida hacia el destierro. No simbolizaban, como él se había figurado durante meses de reparadora euforia, la partida, tanto tiempo anhelada, hacia la reencontrada dicha.

Para obligarse a serenarse, apretó fuertemente los labios hasta que el dolor físico fue lo bastante grande como para emprender la lucha contra los malvados fantasmas que surgían del pasado y amenazaban el futuro. Entonces oyó por segunda vez el ruido que lo había arrancado del sueño. De la cocina llegaba un sonido suave que revelaba los lentos movimientos de unos pies descalzos sobre el tosco suelo de madera, y de vez en cuando era como si Rummler restregara su rabo contra la puerta cerrada.

Al pensar que el perro pudiera abrir siquiera un ojo antes de que la tetera se llenara de agua, Walter sonrió, pero la curiosidad le impulsó a comprobarlo. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Jettel y se deslizó de puntillas hasta la cocina. Los restos de una pequeña vela pegada a una tapadera de hojalata bañaban con su larga llama la habitación en una mortecina luz amarilla. En un rincón estaba Owuor, sentado en el suelo entre unas cuantas cacerolas y la oxidada sartén de Leobschütz, con los ojos cerrados, frotándose los pies para calentarlos. A su lado yacía Rummler. El perro estaba despierto y tenía una gruesa cuerda alrededor del cuello.

Bajo la mesa de la cocina había una toalla de cuadros blancos y azules anudada formando un hatillo muy abultado que colgaba de un grueso palo de madera. Por uno de los numerosos agujeros asomaba una manga del kanzu blanco con el que Owuor sirviera la comida desde los tiempos de Rongai. En el alféizar de la ventana estaba la toga de abogado de Walter, recién planchada y cuidadosamente doblada formando un rectángulo negro. Sólo la reconoció por la delicada seda del cuello y la solapa.

—Owuor, ¿qué estás haciendo aquí?

—Estoy sentado esperando, bwana.

—¿Por qué?

—Espero al sol —aclaró Owuor. Sólo se tomó un segundo para hacer surgir como por arte de magia en sus ojos el mismo asombro que el bwana tenía en los suyos.

—¿Y por qué Rummler lleva una cuerda al cuello? ¿Quieres venderlo en el mercado?

Bwana, ¿quién va a comprar un perro viejo?

—Quería verte reír. Y ahora dime de una vez por qué estás aquí.

—Eso ya lo sabes.

—No.

—Sólo mientes con la boca, bwana. Rummler y yo vamos a emprender un largo safari. El que primero se va de safari conserva los ojos secos.

Walter repitió cada una de las palabras sin que le fuera posible abrir la boca. Al darse cuenta de que le dolía la garganta, se sentó en el suelo y acarició el corto y tieso pelaje del pescuezo de Rummler. El cálido cuerpo del animal le recordó aquellas noches ante la chimenea de Ol’ Joro Orok que creía enterradas hacía tiempo y lo adormeció un tanto. Trató de combatir la calma que empezaba al paralizarlo apretando la cabeza contra las rodillas. En un principio, la presión que sentía en las cuencas de los ojos le resultó agradable, mas luego comenzaron a molestarle los colores, que se descomponían en la luz de igual modo que sus ideas.

Era como si ya hubiera vivido esa escena que ahora se le antojaba tan irreal, pero no sabía cuándo. Su memoria se dejó llevar con demasiada rapidez y complacencia por las confusas imágenes. Vio al su padre delante del hotel de Sohrau, pero cuando la vela inició su último combate por la vida, el padre se apartó del hijo y se convirtió en Greschek, que estaba en Génova, en la cubierta del Ussukuma.

La bandera de la cruz gamada ondeaba en la tormenta Exhausto, Walter esperaba oír la voz de Greschek, la dura pronunciación y la obstinada ira en las sílabas que harían la despedida aún más difícil de lo que ya de por sí era. Pero Greschek no dije nada, se limitó a sacudir la cabeza con tal violencia que la bandera se soltó y se precipitó sobre Walter. No sintió más que el propio desmayo y la opresión del silencio.

—Kimani —dijo Owuor—. ¿Tu cabeza aún recuerda a Kimani?

—Sí —se apresuró a responder Walter. Se alegró de poder oír y pensar de nuevo—. Kimani era un amigo, como tú, Owuor. Pienso en él a menudo. Se marchó de la granja antes de que yo abandonara Ol’ Joro Orok. No le dije kwaheri.

—Él te vio marchar, bwana. Se quedó demasiado tiempo ante la casa. El coche se hacía cada vez más pequeño. A la mañana siguiente Kimani estaba muerto. En el bosque sólo quedó un pedazo de su camisa.

—Eso no me lo habías dicho nunca, Owuor. ¿Por qué? ¿Qué le pasó a Kimani?

—Kimani quería morir.

—Pero ¿por qué? No estaba enfermo. No era viejo.

—Kimani sólo hablaba contigo, bwana. ¿Te acuerdas? El bwana y Kimani estaban siempre bajo el árbol. Era la schamba más hermosa, la del lino más alto. Le llenaste la cabeza con las imágenes de tu cabeza. Kimani quería más a esas imágenes que a sus hijos y al sol. Era listo, pero no lo bastante listo. Kimani dejó que la sal entrara en su cuerpo y se secó como un árbol sin raíces. Un hombre ha de ir de safari cuando llega su hora.

—Owuor, no te entiendo.

—Owuor, no te entiendo. Eso decías siempre cuando tus oídos no querían oír. Incluso el día que llegaron las langostas. Yo dije: Han llegado las langostas, bwana, pero el bwana dijo: Owuor, no te entiendo.

—Deja de robarme la voz —repuso Walter. Notó que su mano se abría paso desde el pelaje de Rummler hasta la rodilla de Owuor; trató de retirarla, pero ya no obedecía a su voluntad. Durante un instante que se le hizo demasiado largo y en el que sintió cada vez con más intensidad el calor y la suavidad de la piel de Owuor, se negó a entender. Luego llegó el dolor y con él, la certeza de que esa despedida era más cruel que todas las anteriores.

»Owuor —dijo imponiendo su dominio a su herida abierta—, ¿qué le voy a decir a la memsahib cuando hoy no vengas a trabajar? ¿Le digo: Owuor ya no quiere ayudarte? ¿Le digo: Owuor quiere olvidarnos?

—Chebeti hará mi trabajo, bwana.

—Chebeti no es más que un aja. No trabaja en la casa. De sobra lo sabes.

—Chebeti es tu aja, pero también es mi mujer. Ella hará lo que yo diga. Irá contigo y la memsahib hasta Mombasa y sostendrá al pequeño áscari.

—Nunca nos dijiste que Chebeti era tu mujer —lo interrumpió Walter. Su voz, llena de reproche, le pareció infantil, y se enjugó el sudor de la frente desconcertado—. ¿Por qué yo no lo sabía? —preguntó en voz queda.

—La memsahib kidogo lo sabía. Ella siempre lo sabe todo. Sus ojos son como los nuestros. Tus ojos siempre dormían, bwana —rió Owuor—. El perro —continuó, hablando tan aprisa como si hiciera ya tiempo que tenía en la boca cada una de aquellas palabras— no puede ir en barco. Es demasiado viejo para empezar una nueva vida. Yo me iré con Rummler. Igual que me fui de Rongai y luego de Ol’ Joro Orok a Nairobi.

—Owuor —pidió Walter cansado—, debes decirle kwaheri a la memsahib kidogo. ¿O le digo a mi hija: Owuor se ha ido y no quiere volver a verte? ¿O le digo: Rummler se ha ido para siempre? El perro forma parte de la vida de mi hija. Ya lo sabes. Tú estabas presente cuando ella y Rummler se hicieron amigos.

El suspiro fue como el primer silbido del viento tras la lluvia. El perro movió una oreja. Aún tenía el aullido en el hocico cuando se abrió la puerta.

—Owuor ha de irse, papá. ¿O acaso quieres que se le seque el corazón?

—Regina, ¿cuánto hace que no estás durmiendo? Has estado escuchando. ¿Sabías que Owuor se marchaba? Como un ladrón en la noche.

—Sí —replicó Regina. Al repetir la palabra, sacudió la cabeza con el mismo movimiento leve con que impedía a su hermano hurgar en el cuenco del perro—. Pero no como un ladrón —aclaró, la tristeza oprimiendo su voz—. Owuor ha de irse. No quiere morir.

—Cielo santo, Regina, ¡deja de decir tonterías! Nadie muere por una despedida. De lo contrario, hace tiempo que yo estaría muerto.

—Algunas personas están muertas y siguen respirando. —Asustada, Regina atrapó su labio inferior entre los dientes, pero era demasiado tarde. Estaba tragando sal y su lengua ya no tenía fuerzas para retener aquella frase. Se hallaba tan confundida que incluso creyó oír la risa de su padre y no se atrevió a mirarlo.

—¿Quién te ha dicho eso, Regina?

—Owuor. Hace mucho tiempo. Ya no recuerdo cuándo —mintió.

—Owuor, eres listo.

Owuor tuvo que aguzar el oído como un perro que, tras un profundo sueño, oye el primer sonido, pues el bwana había hablado como un anciano que tiene demasiado aire en el pecho. Pese a todo, logró saborear el halago como en los buenos tiempos de viva alegría. Trató de asir aquellos tiempos ya muertos, pero se le escurrieron entre los dedos como maíz muy molido. De modo que desplazó su cuerpo pesadamente hacia un lado y Regina se sentó entre él y su padre.

El silencio estaba bien, conseguía que el dolor que no procedía del cuerpo se volviese ligero como la pluma de una gallina antes de poner su primer huevo. Los tres permanecieron callados hasta que la luz del día se tornó blanca y clara y el sol tiñó las hojas del verde oscuro que anunciaba un día con fuego en el aire.

—Owuor —dijo Walter al abrir la ventana—, aquí está mi viejo abrigo negro. Lo has olvidado.

—No he olvidado nada, bwana. El abrigo ya no me pertenece.

—Te lo regalé. ¿Acaso el inteligente Owuor ya no lo recuerda? Te lo regalé en Rongai.

—Ahora volverás a ponerte el abrigo.

—¿Cómo lo sabes?

—En Rongai dijiste: ya no necesito el abrigo. Pertenece a la vida que he perdido. Ahora has vuelto a encontrar tu vida. La vida con el abrigo —replicó Owuor, mostrando los dientes al reír como en los días que ya sólo eran harina de maíz.

—Debes quedártelo, Owuor. Sin el abrigo me olvidarás.

Bwana, mi cabeza no puede olvidarte. He aprendido tantas palabras de ti.

—Dilas, dilas otra vez, amigo mío.

Perdí mi corazón en Heidelberg —tarareó Owuor. Notó que su voz cobraba más y más fuerza con cada nota y que la música en su garganta seguía siendo tan dulce como la primera vez—. Lo ves, mi lengua tampoco puede olvidarte —afirmó triunfante.

Resuelto y sin embargo con manos temblorosas, Walter tomó la toga, la sacudió y se la puso a Owuor sobre los hombros, como si fuera un niño al que el padre ha de proteger del frío.

—Ahora vete, amigo mío —dijo—. Tampoco yo quiero tener sal en los ojos.

—Está bien, bwana.

—¡No! —exclamó Regina, y dejó de luchar contra la opresión de las lágrimas que había estado tragándose todo ese tiempo—. No, Owuor, has de cogerme otra vez. No debo decirlo, pero lo digo de todos modos.

Cuando Owuor la tomó en brazos, Regina contuvo el aire hasta que el dolor le partió el pecho. Se frotó la frente contra los músculos de la nuca de su amigo y dejó que la nariz atrapara el aroma de su piel. Entonces se percató de que había empezado a respirar de nuevo. Sus labios se humedecieron. Las manos agarraron el cabello en el que cada día aparecía un nuevo y diminuto rayo de luz gris, pero Owuor se había transformado.

Ya no era viejo ni estaba lleno de tristeza. Su espalda volvía a estar derecha como la flecha del arco tensado de los masai. ¿O acaso era la flecha de Cupido, que atravesaba las imágenes con su silbido? Por un momento Regina temió haber visto el rostro de Cupido y haberlo empujado para siempre a aquel país al que ella no podía seguirlo, pero cuando por fin pudo alzar los párpados, vio la nariz de Owuor y el brillo de sus grandes dientes. De nuevo era el gigante que la había sacado del coche en Rongai y lanzado por los aires y posado sobre la tierra rojiza de la granja con infinita ternura.

—Owuor, no puedes irte —musitó—. La magia aún sigue ahí. No puedes destruir la magia. Tú no quieres irte de safari. Sólo tus pies quieren marcharse.

El gigante de los fuertes brazos le dio de beber a su oído. Eran unos sonidos maravillosamente suaves que podían volar, pero que no se dejaban atrapar, y sin embargo hacían fuertes hasta a los hombres débiles que lloraban. Regina devolvió sus ojos a la oscuridad cuando Owuor la dejó en el suelo. Sintió los labios de éste en su piel, pero sabía que no debía mirarlo.

Igual que los mendigos del mercado, dejó que su cuerpo cayera al suelo como si estuviera demasiado débil para combatir el entumecimiento. Escuchó atentamente la melodía de la despedida; oyó jadear a Rummler, los pasos de Owuor, que hacían crujir la madera, luego el chirrido de la puerta al abrirse enérgicamente y, a lo lejos, un pájaro que anunciaba que aún había otro mundo además del de las heridas abiertas. Durante un breve instante, la cocina siguió oliendo al húmedo pelaje de Rummler, más tarde tan sólo a la cera fría de la vela consumida.

—Owuor se queda con nosotros. No lo hemos visto marcharse —afirmó Regina. Primero cayó en la cuenta de que había hablado en voz alta y luego de que lloraba.

—Perdóname, Regina. No quería hacerte esto. Eres demasiado pequeña. A tu edad yo sólo conocía el dolor cuando me caía del caballo.

—Nosotros no tenemos caballo.

Walter miró a su hija sorprendido. ¿Tanta infancia le había arrebatado que tenía que consolarse con una broma mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro como a una niña que no entiende nada más que la obstinación de su padre? ¿O acaso sólo disfrutaba de la lengua de África y curaba su alma con un bálsamo que él nunca había probado? Quería estrechar a Regina entre sus brazos, pero los dejó caer apenas los hubo levantado.

—Ya nunca podrás olvidar, Regina.

—No quiero olvidar.

—Eso mismo dije yo, ¿y qué es lo que he conseguido? Le hago daño a la persona que más me importa en este mundo.

—No —negó Regina—. No puedes hacer otra cosa, debes emprender tu safari.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Owuor. Y me ha dicho otra cosa más.

—¿Qué?

—¿De verdad quieres que te lo diga? Te sentirás ofendido.

—No, te prometo que no me sentiré ofendido.

—Owuor me ha dicho —recordó Regina, mirando por la ventana para no ver el rostro de su padre— que he de protegerte. Eres un niño. Eso ha dicho Owuor, papá, no yo.

—Tiene razón, pero no se lo digas a nadie, memsahib kidogo.

Hapana, bwana.

Los dos se fundieron en un fuerte abrazo y creyeron que tenían ante sí un mismo camino. Por primera vez, Walter había pisado la tierra que, demasiado tarde, se había convertido para él en un pedazo de su patria. Sin embargo, Regina saboreaba lo precioso del momento: por fin su padre había comprendido que sólo el negro dios Mungo hacía feliz a la gente.