XXIII

Conscientes de que era el momento adecuado para impulsar un resurgimiento cultural, dos días antes de Nochevieja los refugiados del Hove Court decidieron por unanimidad, algo nunca visto hasta la fecha, recibir juntos el año 1947. Numerosos emigrantes esperaban convertirse muy pronto en súbditos británicos; practicaban incansables —aunque con lamentable frecuencia sin resultados satisfactorios— con la intención de acercarse al menos a la pronunciación correcta de las palabras United Kingdom, Empire y Commonwealth, cruciales para su destino. En los dos meses anteriores, cuatro matrimonios y dos hombres solteros habían logrado, gracias a la nacionalización, despojarse del estatus de bloody refugees, al menos oficialmente, y agenciarse apellidos con sonido inglés, los cuales eran más importantes para la autoestima que los bienes materiales.

Los Wohlgemuth se apellidaban ahora Welles y los Leubuscher pasaron a ser Laughton. Siegfried y Henny Schlachter aprovecharon la ocasión para desligarse por completo de las raíces de su apellido. Rechazaron enérgicamente las irónicas propuestas de sus vecinos de llamarse Butcher[21] y se decidieron por Baker[22]. Constituyó una enorme sorpresa para todos que precisamente los Schlachter fueran de los primeros en convertirse en British subjects.

Tenían grandes dificultades con su nueva lengua materna y ciertamente no habían hecho más por la recién adoptada patria que muchos otros cuya instancia había sido desestimada por las autoridades sin motivo alguno. Los envidiosos se consolaban afirmando que los Schlachter habían obtenido el pasaporte británico por el mero hecho de que, en el preceptivo examen de inglés, un funcionario oriundo de Irlanda había confundido el deje suabo del anciano matrimonio con un acento celta que ya apenas se oía.

A la fiesta de Nochevieja se invitó, naturalmente, a la señora Taylor y a la señorita Jones, así como a un comandante de Rodesia recién jubilado y muy taciturno que al elegir el lugar de su retiro se había dejado engañar por el nombre inglés del complejo residencial, pero los tres enfermaron justo el mismo día y de la misma dolencia. El comité organizador se esforzó por mantener la compostura, pero la decepción por el hecho de que precisamente la primera fiesta de este tipo se viera ensombrecida por tan inesperadas indisposiciones no pudo disimularse a la admirada y fría manera británica en un espacio de tiempo tan breve y sin siglos de práctica.

En el comité organizador eran los «jóvenes ingleses», como se los denominaba sarcásticamente, quienes llevaban la voz cantante. Fue a ellos en particular a quienes no les pareció suficiente compensación por la triple cancelación que Diana Wilkins no hubiera caído enferma. A decir verdad, era indiscutible que Diana poseía la nacionalidad británica desde hacía años por su matrimonio con el pobre señor Wilkins, muerto de un disparo, pero ella no sabía apreciar en absoluto aquel honor. Tras un cuarto de botella de whisky confundía a los ingleses con los rusos, por los que aún seguía sintiendo un odio encarnizado.

Aun más indignación causó el hecho de que precisamente Walter, que debido a sus planes de trasladarse a Alemania no escatimaba injurias y sembraba la discordia a diario, tuviera la desfachatez de hablar de la «enfermedad inglesa». Tan sólo la circunstancia de que aún vistiera el uniforme del Ejército de Su Majestad y la compasión que despertaba su esposa, cuyas ideas acerca de Alemania eran de sobra conocidas, lograron preservar a Walter de una abierta hostilidad.

Aunque ahora la fiesta tuviera que celebrarse sin aquellos invitados que con su mera presencia le habrían garantizado el debido prestigio social, los responsables se sentían comprometidos con la tradición inglesa. Precisamente porque no sabían a ciencia cierta cómo reconciliar de forma creíble esa ambición con su ausencia de conocimientos sobre la vida en la alta sociedad británica, los refugiados observaron escrupulosamente aquellos detalles que habían ido advirtiendo en sus frecuentes visitas a los cines. Los reportajes sobre las ceremonias en la casa real inglesa que, justo por esa época, podían verse con todo lujo de detalles en los noticiarios constituyeron una ayuda inestimable.

A la caída del sol, las damas aparecieron ataviadas con escotados trajes de noche hasta los pies totalmente pasados de moda, la mayoría de los cuales aún no se había lucido desde la emigración. Muy a su pesar y debido a su escasa previsión al expatriarse, los caballeros se vieron obligados a renunciar al esmoquin, que entre los granjeros asentados desde hacía tiempo en las tierras altas se consideraba asimismo sin motivo concreto un dinner dress apropiado. Los gentlemen alemanes compensaron esa carencia con una digna actitud enfundada en trajes oscuros demasiado estrechos. No tardó en circular un malicioso comentario de Elsa Conrad.

«No me cabe en la cabeza que se atreva usted a oler a naftalina alemana», le dijo, olisqueando con insolencia, precisamente a Hermann Friedländer, que presumía de soñar en inglés.

Entre las obstinadas espinas de los resecos cactus se colgaron con prusiana precisión multitud de triquitraques, que en la vieja madre patria eran accesorios utilizados en todo caso en los cumpleaños infantiles y sobre los cuales, pese a todos los esfuerzos de reorientación espiritual, seguía planeando la sombra del ridículo. Con encomiable celo pero también con el desconocimiento de quienes aún no han desarrollado una relación como es debido con el objeto de sus nuevas ilusiones, se adquirieron discos con los éxitos del momento; en ninguna de las fiestas de Nochevieja de la colonia sonó tantas veces Don’t fence me in como entre la puesta del sol y la medianoche en el amarillento césped del Hove Court. Con el auténtico whisky escocés que el comité organizador designó categóricamente como la única bebida aceptable, pese a su exorbitante precio, se produjo un pequeño contratiempo.

Apenas se bebió y, a pesar del ambiente de euforia y del paralizante calor, revivió, de un modo que más tarde fue imposible reconstruir, pero que en cualquier caso resultó en extremo embarazoso, nostálgicos recuerdos del ponche y los buñuelos berlineses. Surgió una discusión sumamente abstrusa sobre si los típicos dulces de San Silvestre de los tiempos que en realidad todo el mundo quería olvidar estaban rellenos de mermelada de ciruela o de jalea de grosella.

Con todo, el pequeño castillo de fuego fue un éxito rotundo, y más aún la idea de cantar Auld lang syne bajo el jacarandá. La canción, que habían ensayado ex profeso en honor a los vecinos ingleses, por desgracia enfermos, sonó particularmente dura en las gargantas alemanas. Aunque formaron a la perfección el preceptivo corro y se agarraron de la mano con la mirada arrobada de las damas victorianas, poco se oyó en la noche africana de la suave melancolía escocesa.

Walter había escuchado muchas veces aquella vieja melodía en la cantina de la tropa y con divertida malicia advirtió el abismo que había entre querer y poder, pero se guardó de exteriorizar su burla por mor de Jettel. Así y todo, su sonrisa fue registrada por los circundantes con tanta desaprobación como si hubiese pregonado su crítica a los cuatro vientos. Aún peor sentó que, cuando se hubo escuchado la última nota, le susurrara a su esposa descaradamente alto: «El año que viene, en Francfort». Jettel no entendió la alusión a la vieja y nostálgica plegaria de la Pésaj[23] y contestó enojada: «Hoy no». El patinazo, que puso de manifiesto que Jettel no tenía ni idea de las costumbres religiosas y la tradición judía, se consideró un justo castigo por la irreverencia de Walter y, sobre todo, un merecido freno a su insultante falta de tacto.

Con el estruendo de los fuegos artificiales y en el punto álgido de una disputa que se desató en torno a la letra exacta de No hay país más hermoso en esta época y que fue censurada por la mayoría al considerarla increíblemente indigna, Max se despertó. Le dio la bienvenida al nuevo año a la manera tradicional de los niños nacidos en la colonia. Si bien aún no había cumplido los diez meses, pronunció su primera palabra inteligible. Sin embargo, no dijo ni mamá ni papá, sino «aja». Chebeti, que estaba sentada en la cocina y al primer gimoteo se precipitó sobre la cama del niño, le repitió una y otra vez aquella palabra que le proporcionaba a su piel un calor más agradable que una manta de lana en las frías tormentas de su hogar, en las montañas. Completamente despierto por la risa gutural del aja y fascinado por los breves y melodiosos sonidos que acariciaban sus oídos, Max dijo por segunda vez «aja», y luego otra vez y otra más.

Con la esperanza de que el milagro se repitiera en el lugar adecuado, Chebeti llevó a su gorgoriteante trofeo hasta el grupo de asistentes a la fiesta, que se encontraba bajo el árbol. Se vio recompensada con creces. La memsahib y el bwana se quedaron pasmados, con la boca abierta y fuego en los ojos le quitaron de los brazos al pataleante toto y le repitieron ora «mamá» ora «papá», primero en voz queda y entre risas, mas pronto en alto y con una determinación que les hizo parecer guerreros antes de la batalla decisiva. La mayoría de los hombres tomó partido bramando «papá»; todo aquél que recordó a tiempo su nuevo pasaporte británico lo intentó con «daddy». Las mujeres apoyaron a Jettel gritando «mamá» con voz lisonjera, como esas muñecas de su infancia que al apretarles la barriga empezaban a hablar. No obstante, hasta que se sumió en un agotado sueño, Max no se dejó arrancar más sonido que «aja».

Desde ese día, la evolución lingüística del joven Max Redlich fue imparable. Decía «kula» cuando quería comer, «lala» cuando lo acostaban, un correctísimo «chai» para la tetera, «menú» cuando le salió el primer diente, «toto» a la imagen que le devolvía el espejo y «bua» cuando llovía. Decía hasta «kessu», la palabra para mañana, futuro y para esa imprecisa unidad de tiempo que sólo era un concepto comprensible y racional para Owuor.

Walter se reía cuando oía hablar a su hijo, y, sin embargo, una susceptibilidad —que intentaba disculpar ante sí mismo achacándola a sus sobreexcitados nervios— echaba a perder su alegría por el parloteo del pequeño. Aunque le parecía pueril y del todo enfermizo darle tanta importancia a aquel asunto, le atormentaba la idea de que África ya lo hubiera distanciado de su hijo. Más aún lo torturaba la sospecha de que Regina le enseñaba aquellas palabras a su hermano a propósito y disfrutaba con la irritación que provocaba cada una de ellas. Walter cavilaba apesadumbrado, y aún más dolido, si su hija querría transmitirle de ese modo su amor por África y su desacuerdo con la decisión de regresar a casa.

Sin embargo, Regina negaba con una indignación que, aparte de ella, sólo Owuor era capaz de imponer a su rostro en el momento adecuado su participación en un proceso que Walter, en sus momentos más depresivos, acostumbraba denominar kulturkampf[24], aunque jamás decía la palabra en voz alta. A ello venía a añadirse que en el Hove Court todo el mundo se burlaba constantemente del vasto vocabulario suajili del pequeño Max. Hasta para los escasos vecinos comprensivos y tolerantes, aquello constituía una prueba clara de que el niño era más inteligente que su irresponsable padre y de que, en su inocencia, estaba dando a entender que no se le debía arrastrar a Alemania.

Cuando finalmente Max consiguió formar un sonido de tres sílabas, que con una gran dosis de fantasía podía interpretarse como el nombre de Owuor, a Walter le traicionaron los nervios. Con la cara como un tomate y los puños cerrados, le gritó a su hija: «¿Por qué quieres hacerme daño? ¿No te das cuenta de que todos aquí se ríen de mí porque mi hijo se niega a hablar mi idioma? Y luego tu madre se extraña de que quiera marcharme. Siempre pensé que al menos tú estabas conmigo».

Regina comprendió horrorizada lo rastreramente que la había engañado su fantasía, seduciéndola para que traicionara su lealtad y su amor. El arrepentimiento y la vergüenza le escaldaron la piel y le clavaron puñales en el corazón. Tanto se había metido en su papel de hada que domina la magia de la lengua que no había tenido ni ojos ni oídos para su padre. Asustada, buscó una disculpa, pero, como siempre que estaba nerviosa, sólo pensar en el idioma de su padre le paralizó la lengua.

Al darse cuenta de que sus labios se disponían a pronunciar la palabra missuri, que significaba bueno y al mismo tiempo era una señal de que uno por fin había entendido, sacudió la cabeza. Lentamente, pero con decisión, se dirigió hacia su padre y se tragó su tristeza. Luego le lamió la sal de los ojos. Al día siguiente, Max dijo «papá».

No obstante, cuando al final de la semana dijo «mamá», los oídos de su madre no se mostraron receptivos a tan ansiada dicha, aunque en ese preciso instante las lágrimas le llegaran a la barbilla. Max estaba berreando «mamá» por segunda vez y Chebeti aplaudiendo cuando Walter entró precipitadamente en la cocina.

—¡Tenemos pasajes para el Almanzora!. El barco sale de Mombasa el nueve de marzo —gritó, arrojando la gorra en el sofá, loco de alegría.

—Puttfarken se ha salvado —sollozó Jettel.

—¿De dónde demonios sale ahora ese Puttfarken? ¿Quién es?

—Puttfarken, SchützenstraJSe —repuso Jettel. Se puso en pie, se secó las lágrimas en la manga de la blusa con un brusco movimiento de la cabeza y fue hacia la ventana, como si llevara tiempo esperando ese momento. Luego se llevó la mano a los labios y, aunque sólo eran las cinco de la tarde, echó las cortinas.

Walter comprendió al punto. A pesar de todo, preguntó incrédulo:

—No te estarás refiriendo a nuestro Puttfarken de Leobschütz, ¿no?

—¿A quién si no, cuando echo las cortinas en pleno día? Anna, corra primero las cortinas —imitó Jettel aquella voz tanto tiempo olvidada, reencontrada de pronto—. Es mejor que nadie me vea aquí. Soy un funcionario y debo ser precavido. Dios, Walter, ¿recuerdas cómo se enfadaba siempre nuestra Anna? No hacía más que llamarlo cobarde.

—No lo era. Pero ¿por qué te acuerdas de él?

Bwana, la carta —intervino Owuor, señalando la mesa.

—Es de Wiesbaden —añadió Jettel—. Ahora es un pez gordo. «Consejero ministerial» —leyó en voz alta, atragantándose con la risa en cada sílaba—. Deja que te la lea. Llevo todo el día ilusionada pensando en hacerlo.

«Querido amigo Redlich —empezó Jettel—, debido a una fuerte gripe (si es que en su soleado paraíso aún recuerda lo que es eso), hoy por primera vez tengo ocasión de escribirle. Supongo que ya le habrá llegado la carta del ministerio. Debería haber sido al revés. Imagino lo mucho que se habrá devanado los sesos tratando de averiguar cómo es que el azar dispone que alguien lo conozca a usted en Wiesbaden. Aquí hace tiempo que sabemos que el azar es la única magnitud estable en la que aún se puede confiar, pero espero sinceramente que sus vivencias a este respecto hayan sido algo mejores.

»Cómo describirle mi perplejidad cuando aterrizó precisamente en mi mesa una solicitud de incorporación al servicio del Ministerio de Justicia de Hesse cursada por el doctor Walter Redlich. Desde la destitución de Bismarck, probablemente sea el primer funcionario alemán que llora en el desempeño de su cargo. Leí su solicitud una y otra vez y aun así no podía creer que siguiera con vida. Poco después de su partida, en Leobschütz corrió el rumor de que había sido atacado por un león y había encontrado así la muerte. Sólo la mención de sus años de estudio en Breslau y la práctica de la abogacía en Leobschütz me proporcionó la certeza de que realmente era usted el amigo de los buenos tiempos ya para siempre pasados.

»Y luego tampoco podía imaginarme que alguien que ha logrado escapar de Alemania quiera regresar a estas ruinas con las gentes que le hicieron lo que con usted y con su pueblo se ha hecho. ¡Las cosas que habrá vivido, lo mal que lo estará pasando para que haya tenido el valor de tomar tan fatal decisión! Ni que decir tiene que la aplaudo. Aquí, en Alemania, hemos destituido a los jueces con antecedentes políticos y son muy pocos los que han quedado sin antecedentes para reconstruir la justicia. De modo que prepárese, pues no pasará mucho tiempo en el juzgado de primera instancia antes de que lo asciendan. Le gustará Maaj3, el presidente del tribunal. Es un hombre muy respetable al que los nazis expulsaron de la judicatura y que tuvo que mantener a flote a su familia como pudo todos estos años.

»Y así llegamos a mi destino. De nada me sirvió que su Anna (espero que entretanto me haya perdonado, era una excelente persona) corriera las cortinas cada vez que iba a verlo a Asternweg para que nadie se enterara de que aún tenía trato con judíos. Poco después de que usted abandonara Leobschütz, me suspendieron del cargo de juez debido a que mi esposa era judía, pero gracias a la intercesión del buen Tenscher me asignaron al menos una especie de empleo en el registro de la propiedad.

»Al cabo de unos meses también me apartaron de aquel puesto a instancias del jefe de distrito Rummler, del que espero que no se acuerde tan bien como yo. Previamente, me hicieron comparecer tres veces en Breslau y me prometieron la reincorporación inmediata a la función pública si me divorciaba de mi esposa judía. Hasta que estalló la guerra, me las arreglé para sacar adelante a mi familia más mal que bien haciendo trabajos ocasionales para el abogado Pawlik, de los que naturalmente nadie podía saber nada. Ya nunca podré pagarle a Pawlik la deuda de gratitud que contraje con él.

»Cayó en Polonia en el primer mes de guerra. Yo mismo fui declarado “indigno del ejército” y en 1939 me obligaron a desempeñar trabajos forzados. De esa época le hablaré cuando volvamos a vernos. La pluma se resiste a poner por escrito lo vivido, aunque soy muy consciente de que podría haber sido mucho peor.

»Con el primer éxodo, una vez terminada la guerra, Käte, mi hijo Klaus, que nació el mismo año que su hija, y yo logramos escapar de la Alta Silesia. Debido al permanente miedo de ser deportada, a Käte no le ha ido muy bien todos estos años y, para colmo, en la huida se produjo una herida en la pierna que nos hizo temer lo peor. Aunque he perdido la costumbre de creer en Dios, hemos de estarle agradecidos por el hecho de que al final hayamos venido a parar aquí los tres, a Wiesbaden, donde nos acogió un pariente lejano. Ahora tengo que agradecerle precisamente a Hitler una carrera con la que jamás me habría atrevido a soñar en nuestro Leobschütz.

»Käte se emocionó muchísimo cuando le conté lo de su solicitud. Y mi hijo está deseando conocer a un hombre que ha estado en África. Es un joven reservado, marcado por las vivencias de estos años tan malos e incapaz de olvidar el miedo de sus padres y las humillaciones y vejaciones a que fue sometido por sus amigos y, sobre todo, por sus profesores. No pudo iniciar una educación superior[25] y hoy tiene muchos problemas en la escuela. Está demasiado obsesionado para su edad con la idea de emigrar y creo que pronto lo perderemos.

»Temo haber sido demasiado prolijo, pero escribirle me ha venido bien. Sólo saber que esta carta va a Nairobi, a un mundo libre, sin escombros, me fascina. Y mientras le escribo, tengo en todo momento la sensación de estar sentado en su salón de Leobschütz. ¡Con las cortinas abiertas! No me atrevo a preguntarle por la suerte que han corrido su padre y su hermana, a los que conocí una vez en su casa. Tampoco me atrevo a darle ánimos en su nueva andadura. Los alemanes no sólo han sacrificado gran parte de su país y sus ciudades. También han perdido su alma y su conciencia. El país está lleno de gente que no ha visto nada ni sabía nada o que “siempre estuvo en contra”. Y los pocos judíos que aún quedan y que escaparon del infierno vuelven a ser difamados. Además de la miserable ración de alimentos del ciudadano de a pie, reciben una prima de penosidad. Eso les basta a los culpables para aislar de nuevo a las víctimas.

»Hágame saber lo antes posible la fecha de su regreso. Mi pesimismo y mis vivencias me impiden hablar de retorno al hogar. Haré cuanto esté en mi mano para ayudarle, pero no espere gran cosa de un consejero ministerial que tiene el defecto de ser de Leobschütz. Aquí en el oeste nos consideran “chusma del este” y nadie creería hasta qué punto la gente, junto con la patria, ha perdido los valores materiales e ideológicos. Antes puedo hacer que lo asciendan a presidente de la audiencia territorial que conseguirle una vivienda o una libra de mantequilla.

»Pese a todo, no deje que mis lamentos, que llegados a este punto considero del todo improcedentes, le arrebaten ese optimismo suyo tan estupendo, ni tampoco su buen humor, del que tantos y tan buenos recuerdos conservo. Si le es posible, traiga algo de café. El café es la nueva moneda alemana. Con café se puede comprar de todo. Hasta unas manos limpias. Por de pronto se le llama certificado Persil[26].

»Mi esposa y yo les esperamos a usted y a su familia con impaciencia y con el corazón abierto. Hasta entonces, reciba un afectuoso saludo de su amigo,

Hans Puttfarken

»PD: Casi lo olvido, su viejo amigo Greschek ha acabado en un pueblo del Harz. Conseguí su dirección por casualidad y le he escrito contándole lo de su regreso».

Mientras metía de nuevo la carta en el sobre, Jettel trató de imaginarse el rostro de Puttfarken, pero sólo recordó que era alto y rubio y que tenía ojos muy azules. Al menos quería decirle eso a Walter, pero el silencio se había prolongado demasiado para hallar palabras que aliviaran su agitación. Con ademán vacilante, Jettel empezó a abanicarse con el sobre. Owuor le quitó la carta de la mano y la dejó sobre un plato de cristal.

Imitó los pequeños silbidos que de joven aprendiera de los pájaros, sonrió al recordar la palabra que la memsahib sacara del papel y descorrió las cortinas sin dejar de silbar. Un rayo del sol vespertino, ya bajo en el horizonte, se reflejó en el cristal, arrojando un velo de tenue niebla azul sobre el grisáceo papel. El perro se despertó, alzó la cabeza, perezoso, y al bostezar hizo sonar tanto los dientes como en su juventud, cuando aún podía oler las liebres en la hierba.

Rummler —rió Owuor—. En la carta se hablaba de Rummler. He oído el nombre de Rummler.

—Pobre infeliz, si Puttfarken supiera lo que ha sido de mi buen humor —dijo Walter—. Ay, Jettel, ¿no te reconforta un poco recibir una carta así? Al cabo de tantos años de ser el último mono.

—No lo sé. No sé qué decir. No lo he entendido todo.

—¿Y crees que yo sí? Yo sólo sé que allí hay una persona que se acuerda de mí tal como era antes. Y que está dispuesta a ayudarnos. Señora Redlich, démonos tiempo para acostumbrarnos al hecho de que las cosas han cambiado. No escuches lo que dice la gente de aquí. Nosotros hemos caído más bajo que ellos, pero también tenemos más práctica que los demás en eso de comenzar una nueva vida. Saldremos adelante. Nuestro hijo no sabrá lo que significa ser un paria.

Por un momento, a Jettel le pareció que la dulzura y el anhelo de la voz de Walter le habían devuelto los sueños, las esperanzas y la seguridad, el amor y la alegría de vivir de su juventud, pero la conformidad con su esposo le resultaba demasiado extraña para ser duradera.

—¿Qué fue lo que dijiste cuando llegaste a casa? Ya no me acuerdo.

—Sí, Jettel, sí que te acuerdas. He dicho que partimos el nueve de marzo en el Almanzora. Y esta vez no irá cada uno por su lado. Iremos juntos. Me alegro de que se acabe la incertidumbre. Creo que no habría podido soportar la espera por más tiempo.