Gobierno de Hesse
Ministro de Justicia
Wiesbaden
Bahnhofstr. 18
Doctor Walter Redlich
Hove Court
POB 1312
Nairobi (Kenia).
Wiesbaden, 23 de octubre de 1946
Asunto: su solicitud de empleo en el servicio de justicia del Estado de Hesse de 9 de mayo de 1946.
Estimado doctor Redlich:
Nos complace comunicarle que su solicitud de empleo en el servicio de justicia de Hesse de 9.5 del año en curso ha sido aceptada mediante resolución de 14 del corriente. Por el momento pasará a desempeñar el cargo de juez en el tribunal de primera instancia de la ciudad de Francfort. Le rogamos que, a su regreso, se presente a la mayor brevedad posible ante el doctor Karl Maaj3, presidente de dicho tribunal, quien ya ha sido informado por nosotros sobre el particular. Asimismo le rogamos ponga en su conocimiento la fecha exacta de su traslado a Francfort. En el cálculo de sus emolumentos se han computado como años de servicio los transcurridos desde su destitución como abogado en Leobschütz (Alta Silesia), ocurrida en 1937.
El abajo firmante tiene el deber de comunicarle que es usted conocido personalmente en el Ministerio de Justicia de Hesse. Su deseo de colaborar en la reconstrucción de una justicia libre ha sido recibido aquí como una señal particularmente esperanzadora para la joven democracia de nuestro país.
Con la expresión de nuestros mejores deseos de futuro para usted y su familia, nos reiteramos a su entera disposición.
Atentamente,
Fdo.: Doctor Erwin Pollitzer.
Por orden del Ministro de Justicia del Gobierno de Hesse.
Owuor captó la importancia del momento con los ojos, la nariz, los oídos y la cabeza de un hombre al que la experiencia ha dotado de inteligencia y el instinto ha mantenido ágil como un joven guerrero. Era el cazador que vela toda la noche y sólo aguzando permanentemente sus sentidos consigue la tan ansiada presa. Ese día, que había empezado como los demás, deparó aquella carta que era más importante que todas las anteriores.
A Owuor le habrían bastado las manos temblorosas del bwana y la brusquedad con que su piel cambió de color al abrir el grueso sobre amarillo. Aún más reveladores fueron el acre olor a miedo que emanaba de los dos cuerpos y la impaciencia que hizo llamear los cuatro ojos como un fuego que se enciende a toda prisa. En la misma habitación en que Owuor, aún sin nerviosismo ni precipitación, contara las burbujas del café caliente antes de ir a la oficina del Hove Court a recoger el correo, el silencio dejaba oír ahora de tal modo la respiración que se diría que el bwana y la memsahib tuvieran encerrados tambores en el pecho.
Mientras calmaba los latidos de su propio corazón tocando una y otra vez objetos que habría reconocido incluso con los ojos cerrados, Owuor observaba al bwana y a la memsahib mientras leían. Si abriera únicamente los ojos y no el cajón repleto de las vivencias de los días que ya no volverían, aquellas dos personas pálidas por el gran miedo no parecerían distintas de los otros momentos en que las lejanas cartas ardieran con tanta vehemencia como un pedazo de manteca grande en una cacerola pequeña. Y, sin embargo, para Owuor el bwana y la memsahib se habían vuelto unos extraños.
Primero permanecieron los dos sentados en el sofá, separando una y otra vez los labios como enfermos muertos de sed sin que asomaran sus dientes. Después las dos cabezas se volvieron una, y finalmente ambos cuerpos se fundieron en una montaña petrificada que se tragó toda la vida. Era como los dik-diks que buscan protección el uno en el otro cuando el sol abrasador está en lo alto, pero que tampoco quieren separarse cuando la sombra es demasiado pequeña para ambos. La imagen de los inseparables dik-diks inquietaba a Owuor. Le quemaba los ojos y le resecaba la boca.
Le vino a la memoria la inteligente historia que contara Regina en Rongai muchas estaciones de las lluvias atrás. Fue mucho tiempo antes del hermoso día de las langostas. Un muchacho se había transformado en un corzo y su hermana no podía hacer nada contra el encantamiento. Ya no podía hablar con el hermano en la lengua de los hombres y temía por ello a los cazadores, pero el corzo no fue capaz de oler su miedo y abandonó la protección de la hierba alta.
Desde entonces Owuor sabía que, para las personas, un silencio demasiado largo podía ser mucho más amenazador que el gran ruido que engorda los oídos como sacos demasiado llenos. Owuor tosió para liberar su garganta, aunque el interior de su cuello estaba tan suave como el cuerpo recién aceitado de un ladrón. En ese instante se dio cuenta de que el bwana no había perdido la voz por siempre jamás. Era sólo que cada uno de los sonidos había de buscar trabajosamente el camino entre la lengua y los dientes.
—Dios mío, Jettel, que tenga que pasar por esto. No puede ser verdad. No sé qué decir. Dime que no estoy soñando y he de despertarme ahora mismo. Da igual lo que digas, basta con que abras la boca.
—Mis padres fueron de viaje de novios a Wiesbaden —susurró Jettel por toda respuesta—. Mi madre me hablaba a menudo del Schwarzer Bock[20] y de las borracheras que pillaba mi padre. El vino se le subía a la cabeza y ella se enfadaba muchísimo.
—Jettel, compórtate. ¿Entiendes lo que ha pasado? ¿Sabes lo que esta carta significa para todos nosotros?
—No del todo. No conocemos a nadie en Wiesbaden.
—¡Entérate de una vez! Quieren que volvamos. Podemos regresar. Podemos regresar sin preocupaciones. Se acabó ser un pobre desgraciado.
—Walter, tengo miedo, tengo mucho miedo.
—Pero lee esto, señora Redlich. Me han nombrado juez. A mí, al abogado y notario destituido de Leobschütz. Estoy aquí y soy el último capullo de Kenia, y en casa me nombran juez.
—Capullo —rió Owuor—. No he olvidado esa palabra, bwana. Ya la decías en Rongai.
Cuando el bwana empezó a bramar sin que hubiera ira en su voz, pataleando al mismo tiempo como un bailarín que se ha llenado la barriga de tembo antes que los demás, Owuor volvió a reír. Su garganta tenía más púas que la lengua de un gato enfurecido. El bwana de los ojos sin reflejo y la espalda demasiado estrecha que se doblegaba ante cualquier carga se había convertido en un toro que por primera vez en su vida siente la fuerza de sus lomos.
—Jettel, acuérdate. En Alemania un funcionario tiene la vida solucionada y un juez más aún. Lleva la cabeza bien alta, nadie puede despedirlo y cuando está enfermo, se queda en la cama y sigue recibiendo su salario. A un juez lo saludan por la calle aunque no lo conozcan personalmente: «Buenos días, señoría; adiós, señoría, salude de mi parte a su señora». No es posible que lo hayas olvidado todo. Santo cielo, ¡di algo!
—Nunca dijiste nada de ser juez. Siempre pensé que querías volver a ser abogado.
—De eso siempre estoy a tiempo más adelante. Si primero soy juez, podremos empezar de forma muy diferente. Alemania siempre ha velado por sus funcionarios. Incluso reciben una vivienda del Estado. Eso nos facilitará mucho las cosas.
—Creía que las ciudades alemanas habían sido destruidas por los bombardeos. Si es así, ¿de dónde van a sacar las viviendas para sus jueces?
A Jettel le gustó tanto la frase que se disponía a repetirla, mas al comprender que había demorado demasiado su triunfo se tiró de un mechón de pelo, desconcertada. Pese a todo, su nerviosismo disminuyó por un instante y la vivificante autoestima de su juventud le produjo una agradable sensación de calidez en la frente. Qué razón tenía su madre cuando dijo: «Mi Jettel no sacará las mejores notas, pero en el día a día nadie tiene nada que enseñarle».
Al pensar que aún conservaba en sus oídos el tono de su madre, Jettel sonrió ligeramente. Primero se abandonó a la dulce nostalgia del recuerdo y luego a la certeza de que con una sola frase le había dejado claro a su esposo que era un soñador que no tenía vista para las cosas que realmente contaban en la vida. Sin embargo, cuando miró a Walter, en su rostro no vio más que una determinación que primero la hizo sentirse insegura y luego enfadarse.
—Y si hemos de volver, ¿por qué ahora? —le reprochó recalcando cada palabra.
—Porque sólo podré hacer carrera si estoy allí desde el principio. Las oportunidades sólo se presentan cuando un país sucumbe o cuando resurge de sus cenizas.
—¿Quién lo ha dicho? Hablas como un libro.
—Lo leí en Lo que el viento se llevó. ¿No te acuerdas del pasaje? Hablamos de él en su momento. Me impresionó mucho.
—Ay, Walter. Tú y tus sueños de la patria. Somos tan felices aquí. Tenemos todo lo que necesitamos.
—Sólo que cuando necesitamos algo más que la propia vida dependemos de la caridad de gente desconocida. Sin la Comunidad Judía no habríamos podido pagar ni el médico ni el hospital cuando nació Max. Esperemos que el señor Rubens sea tan generoso cuando uno de nosotros caiga enfermo.
—Aquí al menos tenemos a gente que nos ayuda. En Francfort no conocemos a nadie.
—¿Y a quién conocías cuando tuvimos que venir a África? ¿Y cuándo hemos sido felices aquí? Exactamente dos veces. Con el primer sueldo que cobré del ejército y cuando nació Max. Nunca cambiarás. Mi Jettel…, siempre deseando las ollas de Egipto. Pero al final siempre acabo teniendo razón yo.
—No puedo irme de aquí. Ya no soy lo bastante joven para empezar de cero.
—Eso es exactamente lo que decías cuando teníamos que emigrar. Entonces tenías treinta años, y si te hubiera hecho caso, a estas alturas estaríamos todos muertos. Si cedo ahora, seguiremos siendo toda la vida unos pobres diablos indeseados en un país extranjero. Y no voy a permitir que el rey Jorge me tenga eternamente como el idiota de la compañía.
—Sólo dices eso porque quieres volver a tu maldita Alemania. ¿Acaso has olvidado lo que le pasó a tu padre? Yo no. Le debo a mi madre no pisar jamás el suelo por el que ha corrido su sangre.
—No vayas por ahí, Jettel. Es pecado. Dios no nos perdonará que profanemos a los muertos. Debes confiar en mí. Saldremos adelante. Te lo prometo. Deja de llorar. Algún día me darás la razón, y ese día no tardará tanto en llegar como puedas creer ahora.
—¿Cómo vamos a vivir entre asesinos? —sollozó Jettel—. Aquí todo el mundo dice que estás loco y que uno no debe olvidar. ¿Crees que a una mujer le gusta oír que su marido es un traidor? Aquí puedes encontrar un empleo como hacen todos los demás. Ayudan a la gente del ejército. Eso dicen todos.
—Me han ofrecido un trabajo. En una granja en Yibuti. ¿Te gustaría ir allí?
—Ni siquiera sé dónde está Yibuti.
—¿Lo ves? Yo tampoco. En todo caso no está en Kenia, pero sí en África.
La casi olvidada necesidad de abrazar a su esposa y quitarle el miedo como a un niño desconcertó a Walter. Aún más lo atormentaba saber que a ambos les dolían las mismas heridas. También él se sentía inerme contra el pasado. Éste sería siempre más fuerte que la esperanza de un futuro.
—Nunca olvidaremos —añadió, clavando la vista en el suelo—. Si de verdad quieres saberlo, Jettel, es nuestro destino ser un poco infelices allá donde vayamos. Hitler se ha ocupado de que así sea a partir de ahora. Los que hemos sobrevivido nunca más podremos vivir normalmente. Pero prefiero ser infeliz allí donde me respetan. Alemania no era Hitler. También tú lo comprenderás algún día. Los hombres de bien volverán a tener la palabra.
Aunque trató de resistirse, Jettel se dejó enternecer por la voz queda y el desvalimiento de Walter. Vio cómo su marido se metía las manos en los bolsillos y buscó algo que decir, pero no fue capaz de decidir si quería volver a herirlo o si por una vez prefería consolarlo, de modo que guardó silencio.
Permaneció un rato observando a Owuor planchar. Inflaba las mejillas, escupía en la ropa y, con amplios movimientos, dejaba caer la pesada plancha desde una gran altura sobre dos pañales extendidos.
—Llevo tanto tiempo viviendo aquí —suspiró Jettel, y se quedó mirando fijamente las pequeñas nubes de vapor que ascendían, y le parecieron el símbolo de toda la felicidad que jamás codiciaría—. ¿Cómo voy a arreglármelas con un niño pequeño y sin servicio? Regina no ha cogido una escoba en toda su vida.
—Gracias a Dios que vuelves a ser tú. Ésta es mi Jettel. Siempre que hemos tenido que tomar una decisión en nuestra vida, has tenido miedo de no encontrar sirvienta. Esta vez no tienes de qué preocuparte, señora Redlich. Alemania entera está llena de gente que se alegrará de encontrar un trabajo. Hoy por hoy no puedo decirte cómo será nuestra vida, pero te juro por lo más sagrado que tendrás una sirvienta.
—Bwana, ¿lavo las maletas con agua caliente? —quiso saber Owuor mientras apilaba la ropa recién planchada en aquella bienoliente montaña que sólo él sabía hacer tan alta y tan lisa.
—¿Por qué lo preguntas?
—Necesitarás tus maletas para el safari. Y la memsahib también.
—Qué sabrás tú, Owuor.
—Todo, bwana.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tiempo.
—Pero si no entiendes lo que hablamos.
—Cuando llegaste a Rongai, bwana, sólo escuchaba con los oídos. Esos días se han terminado.
—Gracias, amigo.
—Bwana, no te he dado nada y me das las gracias.
—Claro que sí, Owuor, tú eres el único que me ha dado algo —repuso Walter.
Experimentó un dolor que lo avergonzó, muy breve y sin embargo suficientemente prolongado para comprender que a las viejas heridas acababa de sumarse una nueva. Su Alemania había dejado de existir. Pisaría la recobrada patria no como repatriado embriagado, sino con nostalgia y tristeza.
La separación de Owuor no sería menos dolorosa que las despedidas anteriores. Eran muchas las ganas que sentía de acercarse a Owuor y abrazarlo, mas cuando dijo «todo irá bien» era a Jettel a quien acariciaba.
—Ay, Walter, ¿quién le dice a Regina que ahora la cosa va en serio? No es más que una niña y le tiene tanto apego a todo esto…
—Hace tiempo que lo sé —la interrumpió Regina.
—¿De dónde sales tú? ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—He estado todo el tiempo en el jardín, con Max, pero oigo con los ojos —aclaró Regina. Se dio cuenta de que su padre nunca sabría lo que significaba que una persona imitara la voz de otra.
—Y tus padres ni siquiera pueden fiarse de sus ojos —replicó Walter—. ¿O acaso te imaginas, Jettel, quién es el que conoce personalmente a este viejo tonto en el Ministerio de Justicia de Hesse? No se me va de la cabeza.
Se puso a pensar febrilmente en la increíble coincidencia que estaba a punto de cambiar el rumbo de su vida, pero por más que escudriñó el pasado y examinó el incierto futuro en busca de una posibilidad que pudiera habérsele escapado, le fue imposible aclarar ese punto.
Ocho días más tarde, Walter se presentó ante el capitán Carruthers. Había traducido la carta del Ministerio de Justicia de Hesse a duras penas con ayuda de Regina. Parecía un estudiante preparado para su examen de licenciatura. La comparación, que hacía sólo dos semanas ni siquiera se le habría pasado por la cabeza, le divirtió.
Antes de que el capitán terminara de ojear desganado la correspondencia, de llenar cuidadosamente su pipa y luchar con múltiples y enojados movimientos contra la ventana, que no cerraba bien, Walter se sorprendió pensando satisfecho que parecía irle mejor a él que al capitán.
El capitán Bruce Carruthers opinaba de forma similar. Con un leve rastro de irritación, que antaño fuera en él más bien el logrado preludio de un comentario irónico cuidadosamente meditado que la expresión de un repentino mal humor, dijo:
—Parece usted distinto de la última vez. ¿Es usted el hombre que yo pienso? ¿Ése que no entiende nada?
Aunque Walter lo había entendido, se sintió inseguro.
—Sargento Redlich, señor —confirmó cohibido.
—¿Por qué ustedes, los del continente, no tienen el menor sentido del humor? No es de extrañar que Hitler haya perdido la guerra.
—Sorry, sir.
—Eso ya me lo conozco. Lo recuerdo perfectamente. Usted dice sorry y yo empiezo desde el principio con toda esta tontería —censuró el capitán, cerrando los ojos un instante—. ¿Cuándo fue la última vez que lo vi?
—Hace casi seis meses, señor.
El capitán parecía mayor y aún más apesadumbrado que en su primer encuentro; él lo sabía. No eran sólo los dolores de estómago al despertarse y la desazón tras el último whisky de la noche. Sentía sobre todo, con una molesta melancolía, que ya no tenía aquel saludable sentido de la proporción necesario en un hombre de su edad para preservar el delicado equilibrio de la vida. Hasta las menudencias más insignificantes perturbaban a Bruce Carruthers sobremanera, como por ejemplo, que sólo haciendo un esfuerzo auténticamente degradante fuera capaz de recordar el nombre del sargento que estaba ante él. Y eso que en un montón de ocasiones había tenido que transcribir aquella caricatura de nombre de un estúpido formulario a otro. Los superfluos problemas de memoria mermaban sus fuerzas más de lo que era conveniente en un hombre de su categoría.
A ello había que añadir que, día tras día, Carruthers se veía obligado a constatar de nuevo que el destino ya no era benévolo con él. Cuando iba de caza, le costaba mucho concentrarse y pensaba demasiado en Escocia, y con excesiva frecuencia el golf se le antojaba un pasatiempo del todo absurdo para un hombre que en su juventud soñaba con ser científico. Le había llegado la tan temida carta de su mujer en la que le decía que ya no podía soportar más la separación y que quería el divorcio. Inmediatamente después había recibido del maldito ejército la orden que había de seguir reteniéndolo en Ngong.
El capitán se sobresaltó al percatarse de que se había perdido en el laberinto de su rebelión. También eso le ocurría con más frecuencia que en los buenos tiempos.
—Supongo que sigue queriendo que lo manden a Alemania —dijo desalentado.
—Oh, sí, señor, por eso estoy aquí —se apresuró a contestar Walter, juntando las punteras de las botas.
Carruthers sintió una curiosidad contraria a su naturaleza; la encontraba inadecuada, pero a la vez extrañamente fascinante. Entonces lo supo. El modo en que respondía a sus preguntas aquel tipo grotesco que tenía ante sí era diferente de la primera vez. Sobre todo había cambiado su acento. Lo cierto es que seguía siendo molesto para un oído sensible, pero en cierto modo el inglés que hablaba aquel hombre era mejor. Al menos se le entendía. Realmente no podía uno fiarse de esos tipos tan ambiciosos del continente. A una edad a la que otros sólo pensaban en la vida privada, ellos se sumergían entre libros y aprendían una lengua extranjera.
—¿Ya sabe lo que quiere hacer en Alemania?
—Voy a ser juez, señor —respondió Walter, tendiéndole la traducción de la carta.
El capitán se quedó perplejo. Sentía esa aversión a la vanidad y el orgullo típica de sus compatriotas, y sin embargo su voz era tranquila y amable cuando acabó de leer la carta.
—No está mal —dijo.
—Sí, señor.
—Y ahora espera que el ejército británico se ocupe del problema y se encargue de que los fucking jerries consigan un juez a buen precio.
—Perdón, señor, no le he entendido.
—El ejército deberá pagar su pasaje, ¿no es eso? Así lo ha planeado usted.
—Así lo dijo usted, señor.
—¿Ah sí? Interesante. No me mire con esa cara de cordero degollado. ¿Acaso no ha aprendido en el Ejército de Su Majestad que un capitán siempre sabe lo que ha dicho, aun cuando esté encerrado en este país dejado de la mano de Dios y ya no sea capaz de acordarse de nada? ¿Tiene usted idea de cómo se embrutece uno aquí?
—Oh, sí, señor, lo sé muy bien.
—¿Le gustan los ingleses?
—Sí, señor. Ellos me salvaron la vida. Nunca lo olvidaré.
—Entonces, ¿por qué quiere marcharse?
—Yo no les gusto a los ingleses.
—Tampoco yo. Soy escocés.
Ambos guardaron silencio. Bruce Carruthers se puso a pensar por qué un maldito sargento que no era británico conseguía volver a trabajar en su antigua profesión y un capitán de Edimburgo con una abuela de Glasgow no.
Walter temía que el capitán diera por terminada la conversación sin siquiera mencionar la palabra repatriación. Con alarmante lujo de detalles, se imaginó a Jettel cuando se enterara de que no había logrado nada. El capitán revolvió con la mano derecha en un montón de papeles y aplastó con la izquierda una mosca, entonces se puso en pie como si no tuviera otra cosa en la cabeza, rascó cuidadosamente la mosca muerta de la pared, se sacó por vez primera la pipa de la boca y preguntó:
—¿Qué opina usted del Almanzora?
—Señor, no le entiendo.
—Hombre de Dios, el Almanzora es un barco. Cubre permanentemente la ruta Mombasa-Southampton y lleva a las tropas a casa. ¿O es que a vosotros sólo os interesan el alcohol y las mujeres?
—No, señor.
—Antes del nueve de marzo del año que viene no llegará ningún contingente en la vieja dama. Pero si lo desea, puedo intentarlo para marzo. ¿Cómo era? ¿Cuántas mujeres e hijos tiene usted?
—Una mujer y dos hijos, señor. Se lo agradezco muchísimo, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí.
—Creo que eso ya lo he oído en otra ocasión —sonrió Carruthers—. Aún hay algo más que debo saber. ¿Por qué de repente habla inglés?
—No lo sé. Sorry, señor. No me había dado cuenta.