En Gilgil los días volaban más aprisa que los patos salvajes en su largo safari hacia el lago Naivasha. Regina sólo trató de defenderse del vuelo del tiempo los primeros días. Al comprender lo mucho que la inquietaba intentar retener la felicidad, empezó a observar detenidamente a los viajeros de resplandecientes plumas verdes y azules. Para ella, aquellos pájaros que pasaban planeando bajo los remolinos de nubes formaban parte de la magia única de Arkadia, la granja de los tres acertijos imposibles de resolver.
Entre las montañas, con sus cimas carcomidas por el calor y las tormentas, y las enormes schambas de maíz, pelitre y lino, los ojos jamás se topaban con una valla o una zanja. En esa llanura interminable, el dios Mungo reinaba sobre las gentes de Gilgil con mano aún más dura que en Ol’ Joro Orok. A éstas les bastaba con tener suficiente comida para ellas y su ganado. No se habían dejado domeñar ni por las órdenes ni por el dinero de los blancos; lo sabían todo acerca de la vida en la granja, pero de ellas la granja únicamente sabía que existían. Sólo Mungo podía disponer sobre la vida y la muerte de aquellos seres orgullosos que cuidaban de sí mismos y sólo permitían que llegara a su nariz el olor de lo familiar.
A partir de los primeros rebaños de ovejas que pastaban en la hierba, las cabras que brincaban hábilmente entre pequeños riscos musgosos, las vacas tumbadas que en su saciedad apenas movían la cabeza y las apelotonadas chozas con minúsculas piedras blancas en sus paredes de barro, Mungo sólo dejaba oír su voz en el estruendo de la lluvia muy de mañana, pero su poder era palpable por doquier. En ese reino de imágenes y sonidos familiares había pequeñas schambas que pertenecían a los chicos de las chozas.
En ellas crecían altas plantas de tabaco, arbustos de hierbas medicinales de aroma dulzón cuyos efectos sólo conocían los ancianos sabios y bajas plantas de maíz de vigorosas hojas que hablaban en voz queda con cada soplo del viento. Por la mañana y en las primeras horas de la tarde trabajaban allí jóvenes mujeres de cabezas rapadas, pechos desnudos y niños sujetos a la espalda con pañuelos de colores. Cuando dejaban sus azadas en la hierba y se llevaban los niños al pecho, las gallinas sacaban a picotazos de entre sus pies, encostrados de tierra, pequeños escarabajos relucientes. Mientras trabajaban, las mujeres rara vez cantaban como los hombres; cuando hacían agujeros en el largo silencio riendo como niños, a menudo hablaban festivamente de la memsahib y su bwana, que tanto amaban las palabras que arañaban el cuello y la lengua.
Para Regina, Lilly, con aquella voz que volaba sobre los árboles y llegaba sin esfuerzo a las montañas, se convirtió en la hermosa señora de un castillo blanco que recibía mensajes de mundos extraños. Aquel castillo tenía grandes ventanas que guardaban el calor del día hasta bien entrada la noche y transformaban en grandes bolas las más pequeñas gotas de lluvia. En el cristal, al que dos jóvenes kikuyus sacaban brillo a diario bajo la supervisión de Manjala hasta poder escupir en su propia cara, el sol pintaba con más colores que en ningún otro paraíso africano.
En el salón, con la gran chimenea hecha de una piedra que se teñía de un rosa pálido tan pronto comenzaba a crepitar la madera al arder, de la pipa de Oha surgía un rey suave. Tenía el vientre abultado y los huesos oprimidos por una carga que Regina era incapaz de identificar, pero trepaba con facilidad y astucia a las diminutas lomas grises de tabaco allá en lo alto y desde ellas bendecía sonriente la casa con la sonora carcajada, la suave música y la amabilidad de unos sonidos hermosos, extraños, singulares.
Había noches en que sólo las altas llamas iluminaban la estancia, sumiéndola en una bruma de un rojo muy vivo. Entonces el aroma, una sutil y armoniosa mezcla de cedros en los que aún habitaba el bosque y tembo de caña de azúcar recién quemado que Oha bebía después de cenar en pequeñas copas de cristal pintado, demoraba una y otra vez su despedida. En tales noches incluso los taciturnos espíritus mágicos salían de sus escondrijos. Eran sordos a las voces de la gente, pero para ellos era una placentera necesidad enviar sus ojos a un safari sin principio ni fin.
Luego, de los oscuros marcos de madera de los cuadros escapaban unos hombres rechonchos con anchos fajines anaranjados, altos sombreros negros y camisas de cuello blanco formado por pequeños pliegues rígidos. Los seguían mujeres de porte muy serio con tocados de encaje blanco, perlas en el cuello tan blancas como la joven luna y vestidos de grueso terciopelo azul. Los niños llevaban atuendos de luminosa seda que envolvían sus cuerpos como la propia piel y ceñidos gorros con diminutas perlas en las costuras. Reían con la boca, mas nunca con los ojos.
Estos seres de las moradas de los colores misteriosos se instalaban a sus anchas por un breve instante en los mullidos sillones verde oscuro. Antes de volver a su sitio en las pétreas paredes con una risa que no era más sonora que el primer berrido de un niño, murmuraban con voz ronca en un idioma cuyos guturales sonidos eran iguales a los de los bóers.
Cuando por la noche Regina observaba a tan distinguido grupo en su huida de los estrechos marcos de los cuadros, se sentía como la sirenita de los cuentos a la que la tempestad arrastra a la orilla y ya no puede andar, pero tampoco se atreve a regresar. En cambio, si se sentaba de día en el gran sillón con las cabezas de león talladas en los brazos, a la sombra del muro, cubierto de arvejas rosas y blancas, y contemplaba, inmediatamente después de que cesara la lluvia, la encrespada danza de las nubes, se sentía fuerte como Atlas, con el pesado globo terráqueo a sus espaldas.
La entusiasmaba la idea de encontrarse exactamente en la encrucijada entre tres mundos. No habrían podido ser más distintos entre sí ni aunque el propio Mungo se hubiese tomado la molestia de darle a cada uno una forma inconfundible. Los tres mundos se llevaban tan bien como la gente que no habla el mismo idioma y, por tanto, tampoco puede avenirse en el significado de la palabra conflicto.
La hierba, que se extendía desde las montañas —con su resplandor rojizo— hasta el valle, había acumulado demasiado sol para adquirir en la estación de las lluvias un tono tan verde como en el resto de las tierras altas. Los grandes arbustos amarillos coloreaban la luz como si las agostadas plantas tuvieran que protegerse de las miradas. Ello le confería al paisaje una suavidad que no tenía y lo hacía abarcable. Las gruesas franjas de las cebras resplandecían en sus henchidos cuerpos hasta que el sol se precipitaba desde el cielo, y el pelaje de los babuinos se asemejaba a un tupido manto tejido con tierra pardusca.
Había días muy claros que convertían a los monos en bolas inmóviles, y en aquella luz blanca, que apenas toleraba una sombra, sólo tras múltiples y fatigosos esfuerzos lograba el ojo distinguirlos de las jorobas de las vacas que pastaban no muy lejos. Pero también había unas pocas horas que no pertenecían ni al día ni a la noche. En ellas los babuinos jóvenes, cuya experiencia y precaución aún no les habían arrancado la curiosidad del rostro, se acercaban tanto a la casa que cada una de sus voces adquiría un timbre propio.
Tras el último maizal se hallaba el bosque de los cedros cuyas copas ya no alcanzaban a ver las raíces y los bajos espinos egipcios de secas ramas. Cuando sonaban los tambores, su eco imponía un breve y tenso silencio incluso al más furioso de los vientos. Eran estos sonidos, que tanto echara de menos en Nairobi, los que más acariciaban los oídos de Regina. Hacían que los recuerdos, que nunca había aprendido a tragarse, se trocaran en un presente que la embriagaba como en los días dichosos el tembo a los hombres de las chozas. Cada uno de los tambores le arrebataba el temor de ser sólo una viajera sin destino que únicamente pudiera alimentarse fugazmente de la recobrada felicidad y le confirmaba que en verdad ella era Ulises, de vuelta en casa para siempre.
Cuando su piel notaba el viento, el sol y la lluvia, y sus ojos se aferraban al horizonte como un chacal a la primera presa de la noche, Regina se sentía embriagada con el éxtasis, desconocido hasta entonces, del gran olvido. Aunaba lo familiar y lo ignoto, la fantasía y la realidad, y la dejaba sin fuerzas para pensar en el futuro al que su padre ya había dado caza. En su cabeza se formaba una tupida red de desconcertantes historias de un lugar lejano en el que Lilly se convertía en Sheherezade.
Cada vez que Chebeti entraba con el biberón caliente en una bandejita de plata y Regina se lo metía en la boca a su hermano, se abría de golpe la puerta de un paraíso del que sólo la señora del castillo tenía llave. Chebeti se sentaba en el suelo y enterraba sus delgadas manos en las grandes flores amarillas de su vestido. Regina esperaba a oír los primeros chasquidos de la lengua del bebé y luego les hablaba a Max y Chebeti, con el mismo tono solemne con el que recitaba en el colegio los patrióticos poemas de Kipling, de las cosas con que Lilly alimentaba sus oídos.
En Gilgil, hasta la leche estaba encantada. Por la mañana, la bienhechora era la parda Antonia, que no podía cantar y a la que un violín atrajo a la muerte. El almuerzo del pequeño áscari procedía de la blanca Cho-Cho-San, que, con el puñal del padre en la mano y el aria Muere honrosamente en los labios, se quitó la vida cantando; por la noche, Max se dormía con el relato de Konstanze, mientras Lilly cantaba La tristeza fue mi sino, el caniche aullaba y Oha se enjugaba las lágrimas con la burda tela de su chaqueta.
Ya a los pocos días de estar en Gilgil, Regina comprendió que en lo referente a las favoritas de Lilly el apelativo de vacas lecheras era tan sólo un disfraz. Nada en ellas era como en las demás vacas. Cada sílaba de sus nombres, que nadie salvo Lilly y Oha podía pronunciar, tenía un significado. Esos eufónicos nombres, que por arte de magia se transformaban en canto en la garganta de Lilly con sólo mentarlos, eran para los demás de la granja una carga para cabeza y lengua. No había una sola vaca que entendiera suajili, kikuyu o jaluo. A menudo, cuando sólo la acompañaba Chebeti con Max en el cochecito, Regina trataba de hablar con Ariadne, Aida, Donna Anna, Güday Melisande del enigma de su origen. Pero las hechizadas vacas dejaban que el sol les calentara el cogote como si no tuvieran oídos. Tan sólo por boca de Lilly podían revelar sus secretos. Arabella era la última; mas también fue la primera que permitió a Regina barruntar que en el paraíso de Lilly la felicidad era tan delicada como las flores del frágil hibisco.
—¿Por qué le hablas a Arabella como si fuera un niño? —le preguntó Regina.
—Ay, niña, ¿cómo explicártelo? Arabella fue la última ópera que tuve la oportunidad de ver. Para ello, Oha y yo fuimos expresamente a Dresde. Eso no volverá a repetirse en esta vida. La ópera de Dresde está tan destrozada como mis sueños.
Precisamente porque hacía apenas una hora, en el desayuno, Lilly había cantado Nunca sueño, a Regina le costó mucho dar con el significado de su queja, pero desde el día de la historia de Arabella supo que no sólo las vacas de Lilly tenían sus secretos. Lo cierto es que la señora del castillo, con su mágica voz, podía reír tan alto que su carcajada hallaba eco hasta en la pequeña despensa, pero sus ojos con frecuencia tenían que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Pequeñas arrugas surcaban entonces el rostro de Lilly. Parecían regueros de agua en la tierra reseca y hacían que la boca se viera muy roja y la piel, tan fina como un pellejo extendido sobre una piedra.
Oha parecía aquejado de un mal similar. En verdad se reía a carcajadas y su pecho temblaba cuando llamaba a sus animales, pero después de que Arabella delatara a Lilly, Regina constató rápidamente que tampoco Oha era siempre el gigante amable y pacífico que ella adorara desde su infancia. En realidad era la reencarnación de Arquímedes, que no quería ver perturbado su círculo.
Les había puesto nombres a sus gallinas y bueyes. Estaban los gallos Cicerón, Catilina César. También las gallinas eran para Oha masculinas y oriundas de Roma. Las más hermosas se llamaban Antonio, Bruto y Pompeyo. Cuando Lilly las llamaba para darles de comer, Oha a menudo se sentaba en su sillón, cogía siempre el mismo libro de la repisa de la chimenea y leía sin hacer ruido al pasar las páginas. Durante un rato se reía tan ruidosamente para sus adentros como si se hubiese atragantado con su hilaridad. Con todo, cuando Regina lo observaba detenidamente, siempre pensaba en Owuor, que había sido el primero en revelarle que dormir con los ojos abiertos hacía enfermar la cabeza.
Los bueyes habían sido bautizados con nombres de compositores. Chopin y Bach eran las mejores bestias de tiro; el toro se llamaba Beethoven; su hijo menor desde hacía cuatro horas, Mozart. Al feliz término de la larga noche en que nació y en la que Manjala, debido a las débiles contracciones de Desdémona y a su repentino ahogo, tuvo que acudir a su hermano en busca de ayuda, Lilly propuso con voz solemne que fuera Regina quien le pusiera nombre al ternero que acababan de salvar.
—¿Por qué Regina? —protestó Oha—. No está al tanto de nuestras cosas. Un nombre así es una atadura para toda la vida.
—No seas bobo —repuso Lilly—. Dale ese gusto a la niña.
Regina estaba demasiado ocupada con la felicidad de Desdémona para darse cuenta de que Lilly acababa de ofrecerle una parte del botín de Oha. Puso la mano en la cabeza del animal, dejó que el aroma de la satisfacción invadiera su nariz y que en su cabeza penetraran recuerdos que se aprestaron a la lucha con demasiada celeridad. Como se vio obligada a pensar al mismo tiempo en el niño muerto de su madre y en el nacimiento de su hermano, olvidó en el momento de tomar la decisión, de enorme responsabilidad, que el ganado de Gilgil tenía que estar bajo el embrujo de la música. Le vino a la cabeza la salvación del vigoroso ternero, que casi llega demasiado tarde.
—David Copperfield —dijo contenta.
Oha sacudió la cabeza, tiró, con una brusquedad inusitada en él, la lámpara de parafina que Manjala sostenía y dijo un tanto enfadado:
—Tonterías.
La titilante luz empequeñecía sus ojos, los labios parecían dos cerrojos blancos ante los dientes, y por vez primera Regina vio que también Oha y Lilly se peleaban, aunque lo hicieran más bajito y durante menos tiempo que sus padres.
—Llamaremos al pequeño Yago —propuso Lilly.
—¿Desde cuándo les pones tú el nombre a los toros? —preguntó Oha, troceando su propia voz con un cuchillo—. Me hacía ilusión llamarlo Mozart. Y no voy a dejar que me lo chafes.
A la mañana siguiente, Oha volvía a ser el gigante barrigón que no olía ni a irritación ni al desasosiego de un repentino mal humor, sino sólo a tabaco dulce y al suave aroma de una comprensiva serenidad. Se esforzó por no detener su mirada en Lilly, clavó los ojos en Regina y le dijo:
—Lo de ayer no lo dije con mala intención. —Se puso a contar cuidadosamente las pepitas negras de su papaya y luego prosiguió como si no hubiera necesitado mucho tiempo para tomar aliento.—
Pero es que sería gracioso que le pusiéramos aquí un nombre inglés. —Sonrió—. Sabes, ésos no los conocemos bien.
—No importa —le sonrió Regina a su vez. Su rápida cortesía la desconcertó, y creyó haber hablado en inglés, como era habitual cuando se disculpaba sin arrepentimiento—. David Copperfield —aclaró cohibida, y cayó en la cuenta demasiado tarde de que en realidad no quería abrir la boca— es un viejo amigo mío. La pequeña Nell también —añadió.
Se paró a pensar, aterrada, si ahora tendría que seguir hablando y contarle a Oha la historia de la pequeña Nell, pero se percató de que los pensamientos de éste estaban muy lejos de allí. Como no respondía, Regina se tragó su alivio sin llamar la atención de Oha. No estaba bien hablar de cosas que aceleraban el corazón sin una boca ajena que acudiera en su ayuda.
Manjala, que durante todo ese tiempo había permanecido de pie junto a la vitrina de las relucientes copas, los cuencos blancos con reborde dorado y las gráciles bailarinas de porcelana blanca, puso su cuerpo en movimiento y sacó las manos de las largas mangas de su kanzu blanco. Recogió los platos, primero lentamente y luego con más prisa, e hizo danzar los cubiertos. Max se incorporó en el cochecito y acompañó cada sonido con una palmada que hizo entrar en calor los oídos de Regina.
Chebeti apartó al caniche de sus desnudos pies, se levantó, miró a Manjala con los ojos entornados, pues le había arrebatado la tranquilidad y dijo: «El pequeño áscari quiere beber», y fue a buscar el biberón. Sus pasos hicieron temblar el suelo de madera tan levemente como un viento atrapado de repente entre los árboles.
Lilly se sacó del bolsillo del pantalón el espejo dorado engastado con diminutas piedrecillas, se retocó los labios hasta que parecían recortados de su blusa roja y lanzó un beso al aire.
—He de ir a ver a Desdémona —anunció.
—Y a Mozart —rió Regina. Volvió a reír cuando se dio cuenta de que por fin había logrado pronunciar el nombre sin acento inglés. Lanzó un beso, como acababa de ver hacer a Lilly, en dirección a la cabeza de su hermano y notó que la pesadez huía de sus miembros y los acuciantes recuerdos de la noche, de su cabeza.
Era una sensación agradable que la llenaba como el posho de las chozas por la noche. Oyó en el bosque los primeros tambores del día. Tras las grandes ventanas, el sol teñía el polvo de múltiples colores. Regina entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas capaces de transformar las imágenes. Las siluetas de las cebras eran sólo franjas. El azul del cielo se tornó una pequeña mancha de color, los espinos egipcios perdieron su verde y los cedros se volvieron negros.
Regina sacó a Max del cochecito, apoyó la cabeza de su hermano en su hombro y alimentó sus oídos. Aguardó expectante los agudos sonidos que habían de indicarle que su hermano ya era lo bastante listo para disfrutar de la familiaridad. Cuando Chebeti entró con el biberón y le metió al niño la tetilla en la boca, el silencio empequeñeció la gran estancia.
El biberón estaba casi vacío cuando Oha trazó círculos con la cabeza y dijo:
—Te envidio mucho por tu David Copperfield.
Al pronunciar las dos últimas palabras, Oha tragó demasiado aire, y Regina tuvo que emplearse a fondo para tragarse a su vez su risa y convertirla a tiempo en la tos de rigor.
—I’m sorry —repuso. Esta vez supo en el acto que había hablado en inglés.
—Déjalo —la tranquilizó Oha—. Yo de ti también me reiría si me oyera chapurrear inglés. Por eso me gustaría tener por amigo a David Copperfield.
—¿Para qué?
—Para sentirme un poco como en casa.
Regina dividió primero cada una de las palabras en sílabas y luego volvió a unirlas. Incluso las tradujo a su lengua, pero no consiguió averiguar por qué Oha las había dejado salir de su garganta.
—Pero si ya estás en tu casa —repuso ella.
—Podría decirse que sí.
—Pero si es tu granja —insistió Regina. Tuvo la sensación de que Oha quería decirle algo, pero solamente puso la lengua entre los labios, sin lograr proferir sonido alguno, de modo que ella repitió—: Ya estás en tu casa. Es tu granja. Todo aquí es tan bonito…
—Pro transeuntibus, Regina. ¿Lo entiendes?
—No. Papá dice que el latín que me enseñan en el colegio es tiempo echado a los gatos.
—A los perros. Cuando vuelvas a Nairobi, pregúntale a tu padre qué significa pro transeuntibus. Él podrá explicártelo perfectamente. Es un hombre inteligente. El más inteligente de todos nosotros, aunque nadie se atreva a admitirlo.
Fueron la voz de Oha y también sus ojos los que le proporcionaron a Regina la certeza de que éste, al igual que su padre, deseaba hablar de raíces, de Alemania y de su hogar. Preparó sus oídos para aquellos sonidos tan familiares como indeseados.
Entonces entró Lilly.
—El ternero ya ha hecho honor a su nombre —rió, apretando los labios hasta formar una pequeña bola roja.
Oha rió también al preguntar:
—¿Ya es capaz de mugir la Kleine Nachtmusik?
Lilly rió melodiosamente y abrió los ojos como platos, pero no se dio cuenta de que la alegría de su esposo sólo provenía de su boca. Se frotó las manos como si quisiera aplaudir y anunció:
—He de arreglarme para celebrarlo.
—Por supuesto —convino Oha.
Sin querer, Regina lo miró y supo que aún no había regresado de aquel safari del que Lilly nada sabía. Notó que se le enfriaba la piel y se sintió como si hubiera pegado la oreja a una abertura de una pared ajena y, al hacerlo, se hubiese enterado de cosas que no debía saber. Regina necesitó fuerzas para combatir la necesidad de levantarse y consolar a Oha como hacía con su padre cuando lo atormentaban las heridas de su vida anterior. Por un momento logró reprimir cada movimiento de su cuerpo, pero las piernas no le daban tregua y finalmente vencieron a su voluntad.
—Voy fuera con Max —se disculpó. Aunque por lo general necesitaba ambas manos para sujetar a su hermano, liberó una de ellas y la pasó por la cabeza de Oha.
Los leones tallados del sillón recibieron el calor del sol, cuya sombra era aún muy pequeña. Los cedros habían recogido la lluvia de la noche en troncos y raíces. Cada vez que se movía una rama, Regina buscaba con la vista a los monos, pero sólo oía ruidos que le indicaban que las mamas mono llamaban a sus crías.
Por un momento pensó en Owuor y en la hermosa discusión de su infancia sobre si los monos eran más listos que las cebras o no, pero cuando su corazón empezó a desbocarse, se dio cuenta de que su padre estaba a punto de suplantar a Owuor. Por primera vez desde que llegara a Gilgil, se sintió asediada por la nostalgia de su hogar. Pronunció la palabra varias veces para sus adentros, primero aún alegre en inglés, luego de mala gana en alemán. En ambos idiomas las sílabas zumbaban como una abeja enojada.
A Mozart lo atrajeron hacia la hierba los dos jóvenes pastores que sólo oían la lengua de las vacas, no la de las personas. Desdé-mona, que iba empujando dulcemente a su hijo delante de ella con su enorme cabeza, de pronto se detuvo en una mancha de sol y comenzó a lamerle el suave pelaje hasta formar pequeños rizos parduscos. Un mirlo metálico se posó en el lomo de la vaca y el radiante azul de sus plumas cegó los ojos a cualquier otro color.
Lilly apareció tras un rosal de rosas amarillas con un largo vestido blanco que envolvía su cuello en un montón de volantes. Era como si ya hubiera recibido la orden de Mungo de volar hacia el cielo, sin embargo no se movió hasta que el ternero empezó a mamar. Entonces dejó salir el aire de su garganta, alzó la cabeza, juntó las manos y entonó el aria Esta imagen es de una belleza cautivadora.
Los pájaros enmudecieron y ni siquiera el viento pudo resistirse al canto de Lilly, así que la acompañó en su viaje con agudos sonidos aislados. Volaron más veloces que nunca hacia las montañas. Antes de que el último eco llegara hasta Regina, comprendió que se había equivocado. No era Ulises, feliz por volver a casa. Sólo había oído a las sirenas en Gilgil.