Justo el día que Max cumplió seis meses puso fin, con una inesperada determinación, al rumor de que la ternura de Chebeti lo había ablandado y lo había hecho tan perezoso como los vástagos de su propio clan, que seguían aferrados al pecho de su madre cuando ya habían aprendido a andar. El pequeño áscari de Chebeti se incorporó por sí solo en su cochecito, pasando por encima de las reticencias de las experimentadas madres alemanas. Era domingo por la mañana cuando ocurrió. Entonces el jardín del Hove Court no ofrecía al pesado bebé el ambiente propicio para llamar la atención con proezas físicas.
La mayoría de las mujeres se mantenía fiel —si bien con cierto embarazo, ya que, desde que la palabra brunch comenzara a cobrar cada vez más popularidad, ya no se correspondía con las costumbres del país— al ritual europeo del opíparo almuerzo dominical. Todas estaban ocupadas supervisando a la servidumbre en la cocina y quejándose de la calidad de la carne sin manir. Los hombres se afanaban con el Sunday Post, que con sus florituras lingüísticas, sus ambiciones literarias y los complicados relatos de la vida de la alta sociedad londinense fatigaba de tal modo a la mayoría de los refugiados que sólo se sentían capaces de hacer frente a las penalidades de la lectura alternándola con largas pausas y con la idea, pronto desechada, de que querer es poder.
Si Owuor se hubiera asomado a la ventana cada poco, como hacía siempre, habría visto erguido en el cochecito al niño de sus ojos, al que se empeñaba en llamar «áscari» a pesar de que la tranquilidad se iba apoderando de las noches. Pero en aquel preciso instante Owuor vociferaba en la cocina como un joven masai en su primer día de caza, pues sobre las patatas había caído demasiada lluvia antes de la cosecha y se deshacían en el agua. Las patatas, que después de cocidas se parecían a las nubes que coronaban la gran montaña de Ol’ Joro Orok, solían provocar en Owuor una sensación de fracaso y en el rostro del bwana, un surco de ira entre la nariz y la boca.
Chebeti planchaba los pañales, lo que Owuor consideraba un envidioso ataque a su virilidad: entre las labores de un aja sólo se contaba lavar la ropa, no andar con la pesada plancha, que sólo le obedecía a él. Jettel y Walter habían aplazado su disputa de la noche anterior con aquel agotamiento que zanjaba prematuramente toda conversación desde el día en que Jettel comprendió hasta sus últimas consecuencias el significado de la palabra repatríation.
Ella y Walter habían ido a visitar al profesor Gottschalk. Éste se había torcido un tobillo y dependía desde hacía tres semanas de que sus amigos lo abastecieran tanto de comida como de noticias del mundo exterior, con el que no podía mantener contacto ni a través de la radio ni por los periódicos, sino sólo mediante conversaciones personales.
Así que sólo estaba presente Regina cuando su hermano, con un vigoroso impulso y un fuerte berrido, que sin embargo sólo atrajo la atención del perro de Diana, adoptó una nueva postura en la vida. En menos tiempo del que necesita un pájaro para desplegar sus alas ante un peligro, Max se transformó de un bebé que no veía más que el cielo y al que había que coger en brazos para que pudiera ensanchar su horizonte en un ser lleno de curiosidad capaz de mirar a la gente a los ojos en todo momento y de contemplar la vida desde lo alto a su antojo.
El cochecito se encontraba a la sombre del guayabo en que antaño se alojara el hada inglesa. Desde que aquella dama clasista dejó de ocuparse de los deseos y las inquietudes de la solitaria hija de un refugiado, Regina sólo buscaba la protección de su fantasía cuando el sol la empujaba despiadado hacia las sombras, devolviéndola así al pasado.
Cuando Max, presa de un asombro que hizo que sus ojos se tornaran redondos como la luna que en las noches de máximo esplendor nos regala la claridad del día, abandonó la seguridad de su almohada, su hermana acababa de hacer un descubrimiento irritante. Experimentó por vez primera con una claridad meridiana que un mero olor familiar era capaz de despertar de su letargo aquellos recuerdos tan bien enterrados que avivaban en su mente el fuego de un turbador sufrimiento. El dulce aroma de aquellos días que ya nunca más serían le produjo un cosquilleo de nostalgia en la nariz. Sobre todo, lo que Regina no sabría decir a ciencia cierta era si deseaba que su hada volviera o no. La elección entre las dos posibilidades la hacía dudar.
—No —decidió al fin—, ya no la necesito. Te tengo a ti. Tú al menos sonríes cuando te cuentan algo. Y contigo puedo hablar inglés exactamente igual de bien que antes con el hada. Por lo menos cuando estamos solos. ¿O prefieres que te hable en suajili?
Regina abrió la boca de par en par como un ave que alimenta a su nidada, llenó sus pulmones de aire fresco y rió sin perturbar la calma. Aún disfrutaba, con el mismo gozo que el maravilloso día en que le fue dado contemplar por vez primera aquel milagro, del hecho de que su sonrisa era capaz de hacer brotar la alegría como por arte de magia en el rostro de su hermano. Satisfecho, Max profería ruidos guturales y logró canalizar el torrente de expresiones de júbilo que se agolpaba en su interior hasta formar un sonido que Regina interpretó como «aja».
—No dejes que papá oiga eso —le dijo reprimiendo una risita—, se volverá loco si la primera palabra de su hijo es en suajili. Querrá hablar contigo de su patria en su idioma. Di mejor Leobschütz o al menos Sohrau.
Regina descubrió demasiado tarde que se había comportado de forma tan inexperta como un buitre joven que mediante un graznido prematuro atrae a sus congéneres y ha de compartir con ellos su presa. Se había dejado arrastrar por su fantasía a un abismo del que no podría salir incólume. El antiguo y agradable juego del interlocutor que nunca daba una respuesta y, por tanto, siempre ofrecía la deseada había dado paso a una presencia con gesto burlón, y Regina recordó la pelea de sus padres, que ahora se repetía con tanta frecuencia como el aullido de las hienas en las noches de Ol’ Joro Orok.
Ya entonces Regina sabía hasta qué punto la palabra Alemania, tan pronto como su padre pronunciaba las primeras sílabas, era sinónima de pesar y disgusto. Pero desde hacía algún tiempo, Alemania representaba para todos una amenaza aún más fuerte que el poder de todas las palabras incomprensibles que Regina había aprendido a temer en su niñez. Cuando sus oídos no lograban cerrarse a tiempo a la despiadada batalla de sus padres, tenían que oír hablar una y otra vez de aquella despedida que Regina se imaginaba mucho más dolorosa aún que la separación de la granja, la cual no podía olvidar pese a sus esfuerzos y a la promesa hecha a Martin.
No eran sólo las barbaridades con las que sus padres se torturaban mutuamente las que asustaban a Regina, sino también y sobre todo la sensación de que se esperaba de ella que decidiera entre dar la razón a su cabeza o a su corazón. Su cabeza estaba del lado de su madre, su corazón latía por su padre.
—¿Sabes, áscari? —dijo Regina, y habló con su hermano en la hermosa y dulce lengua jaluo, como hacían Owuor y Chebeti tan pronto se quedaban a solas con el niño—, a ti te pasará exactamente lo mismo. Nosotros no somos como los demás niños. A los demás niños no les cuentan nada, a nosotros nos lo dicen todo. Nosotros tenemos unos padres que no pueden tener la boca cerrada.
Regina se puso en pie, disfrutó por un instante de las punzadas de la hierba dura en los pies descalzos como si de un vivificante baño se tratara, echó luego a correr hacia el florido hibisco y arrancó un ejemplar lila de la exuberante planta. Llevó con cuidado la delicada flor hasta el cochecito y acarició con ella al bebé hasta que éste berreó y chilló y de su garganta brotaron de nuevo aquellos monosílabos que sonaban como una mezcla de jaluo y suajili.
—Si no se lo cuentas a nadie —le susurró, lo sentó en su regazo y prosiguió, algo más alto, en inglés—, te lo explico. Ayer oí a mamá gritar: «Nadie logrará llevarme al país de esos asesinos», y no tuve más remedio que llorar con ella. Sabía que estaba pensando en su madre y su hermana. Sabes, eran nuestra abuela y nuestra tía. Pero entonces papá le contestó, también a gritos: «No todos eran asesinos», y estaba tan pálido y temblaba tanto que me dio una pena horrible. Y entonces lloré por él. Siempre es igual. Nunca sé de qué lado estoy. ¿Entiendes por qué prefiero hablar contigo? Ni siquiera sabes que existe Alemania.
—¡Vaya, Regina! ¿Ya estás atosigando a tu hermano con tus poesías en inglés o acaso estás inculcándole algún otro disparate? —gritó Walter desde lejos, asomando tras la morera.
Regina alzó a su hermano y ocultó el rostro tras su cuerpo. Esperó hasta que la turbación dejó de colorear su piel y tuvo la sensación de ser un cazador cazado. Esta vez Owuor se había equivocado. Él sostenía que Regina tenía la vista de un guepardo, pero no había visto venir a su padre.
—Creía que estabas en casa del viejo Gottschalk —balbuceó.
—Allí estábamos. Te manda recuerdos y dice que a ver si te dejas caer por allí alguna vez. Debes hacerlo, Regina. El pobre hombre está cada vez más solo. Hay que prestarle la poca ayuda que uno pueda de buen grado. No podemos darle nada salvo a nosotros mismos. Mamá se ha adelantado y va camino del apartamento. Y yo he pensado que mis hijos se alegrarían de verme. Pero mi hija parece una ladrona de huevos sorprendida con las manos en la masa.
La fuerza del arrepentimiento al percibir la decepción de Walter sacudió a Regina de aquel estado. Se levantó pesadamente, como una anciana desdentada y sin fuerzas, devolvió a Max a su almohada, se acercó a su padre poco a poco, vacilante, y lo abrazó tan fuerte como si ella sola pudiera con sus brazos aprisionar aquellos pensamientos de los que él no podía saber nada. El temblor de su padre le transmitió aun con más claridad que su expresión la agitación de la noche anterior. Aunque se resistía, sobre Regina pesaba una tristeza que le oprimía; buscó palabras con las que ocultarle su compasión, pero él se le adelantó.
—No fuiste muy cuidadosa en la elección de tus padres —dijo Walter, sentándose bajo el árbol—. Y ahora quieren llevarte con ellos a un país extranjero por segunda vez.
—Tú quieres, mamá no.
—Sí, Regina, quiero y debo. Y tú tienes que ayudarme.
—Pero aún soy una niña.
—No lo eres y lo sabes. Al menos no me lo pongas más difícil. Nunca podría perdonarme haberte hecho desgraciada.
—¿Por qué tenemos que ir a Alemania? Los demás no tienen que hacerlo. Inge dice que su padre será inglés el año que viene. Tú también puedes serlo. Tú estás en el ejército y él no.
—¿Es que le has contado a Inge que queremos volver a Alemania?
—Sí
—¿Y qué dice ella?
—No lo sé. Ya no quiere hablar conmigo.
—No sabía que los niños pudieran ser tan crueles. No querría hacerte eso —murmuró Walter—, pero trata de entenderme. Es posible que al padre de Inge le den un pasaporte inglés, pero no por eso va a ser inglés. Dime, ¿crees que van a invitarlo a los hogares de las familias inglesas? Digamos, por ejemplo, ¿a casa de tu querida directora?
—¡A casa de ella nunca!
—Ni a la de nadie. ¿Lo ves? No quiero ser un hombre con un apellido que no le pertenece, pero debo saber por fin adonde pertenezco. No puedo seguir siendo un bloody refugee al que nadie toma en serio y al que la mayoría desprecia. Aquí se limitarán a soportarme y nunca dejaré de ser un marginado. ¿Puedes hacerte una idea de lo que eso significa?
Regina se mordió el labio inferior, pero aun así respondió de inmediato:
—Sí —dijo—, sí que puedo. —Se preguntaba si su padre se figuraba lo que había sufrido y aprendido en todos aquellos años en el colegio, primero en Nakuru y ahora también en Nairobi—. Aquí —le explicó— es aún peor. En Nakuru sólo era alemana y judía, ahora soy alemana, judía y una bloody scholar. Eso es peor que ser un bloody refugee. Créeme, papá.
—Nunca nos habías dicho nada de eso.
—No podía. Al principio no tenía palabras suficientes y luego no quise que te pusieras triste. Y además… —agregó tras una larga pausa durante la cual la asediaron los fantasmas de la soledad—, no me importa. Ya no.
—Lo mismo le pasará a Max cuando vaya al colegio. Espero que tenga un corazón tan grande como el tuyo y que no le reproche a su padre ser un fracasado.
Cuando el amor de una niña se tornó la admiración de una mujer, Regina decidió guardar silencio, pero supo que sus ojos la delataban. Su padre no era tonto, soñador y débil, como pensaba su madre. No era un cobarde ni huía de las dificultades, como afirmaba ella cada vez que discutían. El bwana era un luchador lleno de fuerza y tan astuto como sólo podía serlo un hombre que no abría la boca hasta el momento oportuno. Sólo un vencedor sabía cuándo debía sacar su mejor flecha, y él calculaba su disparo con gran precisión para hallar el punto más sensible de aquellos a los que quería alcanzar. A ella el intrépido bwana le había dado en pleno corazón, tan hondo como Cupido y tan sagaz como Ulises. Regina se preguntaba si debía reír o llorar.
—Tú luchas con las palabras —admitió Regina.
—Es lo único que sé hacer. Y quiero volver a hacerlo. Por todos vosotros. Debes ayudarme. Sólo te tengo a ti.
La carga que su padre le imponía era pesada. Regina trató una vez más de rebelarse, pero al mismo tiempo se sintió como si estuviera perdida en el bosque y acabara de descubrir el claro que habría de salvarla. El tira y afloja por su corazón tocaba a su fin. Su padre tenía en su mano de una vez por todas el trozo más largo de cuerda.
—Prométeme —dijo Walter— que no te pondrás triste cuando regresemos a casa. Prométeme que confiarás en mí.
Aun mientras su padre hablaba, los recuerdos golpearon a Regina tan certeros como un hacha afilada a un árbol enfermo. Aspiró el aroma del bosque de Ol’ Joro Orok, se vio a sí misma tumbada en la hierba, sintió el fuego de un inesperado roce y luego, al instante, un lancinante dolor.
—Martin también me dijo eso. Cuando aún era un príncipe y fue a buscarme al colegio. «No debes ponerte triste cuando tengas que marcharte de la granja», me dijo. Tuve que prometérselo. ¿Lo sabías?
—Sí. Algún día olvidarás la granja. Te lo prometo. Y otra cosa, Regina, olvídate de Martin. Eres demasiado joven para él y él no es suficientemente bueno para ti. Martin sólo se quiere a sí mismo, siempre ha sido así. Ya le hizo perder la cabeza a tu madre. Por aquel entonces, ella no era mucho mayor que tú ahora. ¿Te ha escrito?
—Lo hará —se apresuró a decir Regina.
—Eres igual que tu padre. Un pobre diablo que todo se lo cree. Quién sabe si volveremos a tener noticias de Martin. Se quedará en Sudáfrica. Debes olvidarlo. El primer amor nunca llega a nada en la vida, y está bien así.
—Pero mamá también fue tu primer amor. Ella misma me lo dijo.
—¿Y qué hemos sacado en limpio?
—Max y yo —repuso Regina. Se quedó mirándolo hasta que por fin logró arrancarle una sonrisa.
De camino al apartamento, preguntó:
—Si tenemos que irnos a Alemania, ¿qué será de Owuor? ¿Podrá venir con nosotros también esta vez?
—Esta vez no. Nos partirá el corazón y la herida no cicatrizará jamás. Regina, lamento que ya no seas una niña. A los niños se les puede engañar.
Durante el almuerzo, no fue difícil justificar las lágrimas aduciendo un dolor físico. Owuor había hecho de las patatas deshechas un puré compacto con mucha pimienta y aún más sal.
El jueves, Regina fue con Chepoi de compras al mercado con la vista puesta en el cumpleaños de Diana. Después tuvo que emplear mucho tiempo y muchas palabras, sacadas de un poema de Shakespeare y traducidas con mucha libertad, para aplacar los celos de Owuor, y por fin pudo visitar al profesor Gottschalk. Por primera vez desde la caída, volvía a estar sentado ante su puerta en la desvencijada silla de tijera con la gruesa chaqueta de terciopelo negro. Sobre la manta que cubría sus rodillas estaba el ya familiar libro, pero las tapas de piel roja con caracteres dorados que siempre habían fascinado a Regina de tal modo que no era capaz de concentrarse en las letras ahora estaban cubiertas de polvo.
Regina comprendió con una angustia que le hizo paladear el amargo sabor del miedo, y que sólo al día siguiente aprendió a identificar como un dolor, que aquel anciano ya no deseaba leer. Había enviado a sus ojos de safari por un mundo en el que los limoneros bajo los cuales había paseado tan a menudo en sus días de plenitud ya no daban frutos. Desde su última visita, el sombrero negro se había vuelto más grande y el rostro que cubría, más pequeño, pero su voz sonó firme cuando dijo:
—Cuánto me alegro de que hayas venido, el tiempo se acaba.
—En absoluto —se apresuró a negar Regina con aquella obsequiosa amabilidad que tanto había tenido que ensayar como virtud de los exploradores—. Estoy de vacaciones.
—Antes yo también tenía vacaciones.
—Pero si usted siempre está de vacaciones.
—No. En casa tenía vacaciones. Aquí todos los días son iguales. Un año tras otro. Perdona, Lilly, que sea tan ingrato y que diga tantos disparates. Tú no puedes hacerte una idea de lo que quiero decir. Aún eres lo bastante joven para que tus ojos beban cuanto se les ofrece.
Cuando Regina se percató de que el profesor la había confundido con su hija, quiso decírselo, pues no era bueno que una persona se apropiara del nombre de otra, pero no sabía cómo explicarle una historia tan compleja si no era con las palabras y en la lengua de Owuor.
—Mi padre también dice esas cosas —murmuró.
—Pronto ya no las dirá más, su corazón está listo para despedirse y comenzar de nuevo —dijo el profesor, e hizo un guiño sin que sus ojos reflejaran alegría. Por un breve instante, su rostro volvió a ser tan grande como su sombrero—. Tu padre es un hombre inteligente. Vuelve a tener esperanza. Y lo que dice la voz interior no defrauda al alma esperanzada.
Regina se preguntaba desconcertada por qué sentía tanto frío en la piel aun cuando la sombra del muro no podía alcanzarla. Entonces cayó en la cuenta. El aullido de las hienas demasiado viejas para capturar una presa resonaba en las noches oscuras como la risa del profesor a plena luz del día. Al mismo tiempo, pensaba cuántos años tendría el profesor y por qué la gente mayor decía tan a menudo cosas aún más difíciles de descifrar que los misteriosos enigmas de las leyendas antiguas.
—¿Te alegras de irte a Alemania? —quiso saber el profesor.
—Sí —dijo Regina, cruzando los dedos como había aprendido de Owuor cuando era niña para proteger su cuerpo del veneno de una mentira que su boca no había podido retener. Ahora estaba segura de que el profesor no hablaba con ella, pero eso no la confundía. ¿Acaso no había visto en su padre una y otra vez que un hombre necesita a alguien que le escuche aunque ese amigo no sea el más adecuado?
—Cuánto me gustaría estar en tu lugar. Imagínate que estás en casa, sales a la calle y todo el mundo habla alemán. Hasta los niños. Sólo tienes que preguntarles algo y te entienden de inmediato y te responden.
Regina abrió la boca lentamente y volvió a cerrarla aún más despacio. Necesitaba tiempo para averiguar si el profesor sabía que estaba sentada en el suelo junto a su silla. Él esbozó una sonrisa, como si llevara toda la vida hablando con monos bostezadores que ni siquiera tuvieran que proferir un sonido para llamar la atención.
—Francfort —espetó el profesor, rasgando con voz suave el apacible silencio— era tan bonito. ¿Te acuerdas? ¡Cómo puede alguien no ser de Francfort! Eso ya sabías decirlo cuando eras una canija. Todos se reían. Dios mío, ¡qué felices éramos entonces! ¡Y qué necios! Saluda a la patria de mi parte cuando la veas. Dile que no he podido olvidarla. Dios sabe que lo he intentado una y otra vez.
—Lo haré —respondió Regina. Se tragó su desconcierto y comenzó a toser.
—Y gracias por haberlo conseguido a tiempo. Dile a tu madre que no debe regañarte si llegas tarde a clase de canto.
Regina cerró los ojos mientras esperaba que la sal que había bajo sus párpados se convirtiera en pequeños granitos secos. Tardó más de lo que pensaba en volver a ver con claridad y entonces se dio cuenta de que el profesor se había quedado dormido. Hacía tanto ruido al respirar que el tenue silbido del viento enmudeció; el ala del sombrero negro le rozaba la nariz.
Aunque Regina no llevaba zapatos y sus pasos sobre la tierra encostrada apenas hacían más ruido que una mariposa que se detiene a descansar sobre un sediento pétalo de rosa, procuró que sólo las puntas de sus pies tocaran el suelo. A medio camino se dio la vuelta de nuevo, pues de pronto le pareció conveniente e importante que el profesor no se despertara hasta que recuperase las fuerzas para ordenar en su cabeza las formas y los colores.
Le complacía y, por algún motivo que aún no alcanzaba a entender, le alegraba verlo dormir plácidamente. Como sabía que no la oiría, cedió al repentino y desbordante impulso de exclamar kwaheri en lugar de adiós.
Cayó la tarde antes de que a los inquilinos del Hove Court comenzara a extrañarles que el profesor Gottschalk, que tenía auténtica aversión al súbito frío que acompañaba a las noches africanas, siguiera plácidamente sentado en su silla. Pero luego, tan deprisa como si lo hubieran anunciado los tambores de la selva con sus ecos hechizados, corrió la voz de que había muerto.
El entierro tuvo lugar al día siguiente. Como era viernes y el difunto debía ser inhumado antes del comienzo del sabat, el rabino, pese a las alusiones a la extraordinaria furia de la estación de las lluvias en Gilgil, se negó a retrasar el sepelio más allá del mediodía. Procuró mostrar su comprensión por la irritación que suscitaba en el cortejo fúnebre su deber de fidelidad a las leyes sagradas con un amago de sonrisa y toda una serie de gestos conciliadores, pero desoyó toda objeción, incluso los argumentos, expuestos en un inglés de lo más comprensible, de que el profesor tenía derecho a estar acompañado de su hija y su yerno en su último viaje.
—Si oyera la radio en lugar de rezar, sabría que la carretera de Gilgil a Nairobi es un barrizal —dijo Elsa Conrad exasperada—. A un hombre como el profesor no se le entierra sin sus parientes.
—Sin hombres tan piadosos como el rabino aquí presente, ya no quedarían judíos —intentó mediar Walter—. El profesor lo habría entendido.
—Maldita sea, ¿es que siempre tienes que mostrar comprensión por otra gente?
—Ésa es una cruz que he llevado toda mi vida.
Lilly y Osear Hahn llegaron al cementerio cuando el sol apenas arrojaba aún sombra y el pequeño círculo de cariacontecidos permanecía en pie, apenado, junto a la fosa. Tras las correspondientes oraciones, el rabino había pronunciado un breve discurso en inglés lleno de sabiduría y erudición, pero la indignación y, sobre todo, la falta de conocimientos lingüísticos de la mayoría de los presentes no habían hecho más que incrementar la agitación.
Oscar, vestido con unos pantalones caqui y una chaqueta oscura demasiado estrecha, no llevaba corbata, tenía rastros de barro seco en el pantalón y en la frente y respiraba con dificultad.
No dijo ni una palabra y sonrió confuso cuando llegó junto al grupo. Lilly llevaba puestos los pantalones con que daba de comer a las gallinas por las noches y un turbante rojo en la cabeza. Estaba tan nerviosa que olvidó cerrar la puerta del coche al bajarse a la entrada del cementerio. Su caniche, que, al igual que Osear, en los últimos dos años se había vuelto mucho más viejo, más gris y más gordo, corría tras ella jadeando. Desde el otro lado de los enormes árboles se oyó a Manjala, a quien Regina reconoció de inmediato por su ronca voz, llamar a gritos al perro. Lo insultaba llamándolo hijo de la voraz serpiente de Rumuruti y lo amenazaba ora con su cólera ora con la venganza del implacable dios Mungo.
Regina tuvo que tragarse la risa, que afluía a su garganta con el ímpetu de una catarata furibunda, como quien mastica por descuido bayas de pimienta demasiado maduras; por respeto al profesor se esforzó también por desterrar de su rostro la alegría que sentía al ver a Lilly y Oha. Se encontraba en pie entre Walter y Jettel, bajo un cedro desde el que un mirlo en celo, pese al calor del resistero, galanteaba tratando de llamar la atención con sonidos agudos. Cuando Regina vio cómo corría Lilly y cómo la fatiga cincelaba profundas arrugas en su rostro, se dio cuenta de que al profesor le preocupaba que su hija pudiera llegar tarde a clase de canto. Primero pensó que debía reír, y se mordió el labio horrorizada, y luego sintió las lágrimas, aunque sus ojos estaban aún secos.
Cuando Lilly llegó junto a la fosa y suspiró aliviada, el caniche olisqueó a Regina y se abalanzó sobre ella con un estridente ladrido de alegría antes de enroscarse entre sus piernas. Ella lo acarició para calmarse ella misma, además de apaciguar al perro, llamando así la atención del rabino, que se quedó mirándolos fijamente, a ella y al perro, que no dejaba de gimotear.
En voz muy baja y sin haber recuperado aún el aliento, Oha recitó el kadis por los muertos, pero hacía tanto tiempo que habían fallecido sus padres que ya no era capaz de recordar el texto de la oración lo suficientemente rápido, y a cada palabra tenía que evocar un pasado que en aquel momento de agotadora emoción lo confundía con palabras equivocadas. Todos se percataron de lo embarazoso que le resultaba tener que aceptar la ayuda de un hombre solícito y menudo a quien nadie conocía y que había aparecido detrás de una lápida justo en el momento adecuado.
El desconocido de barba y sombrero alto y negro asistía a todos los enterramientos del círculo de los refugiados porque, por experiencia, podía estar seguro de que eran pocos los que conservaban la ortodoxia suficiente para recitar con soltura la oración por los difuntos y de que casi siempre se mostraban agradecidos por su ayuda con la generosidad de quienes no podían permitirse dar nada.
Cuando por fin Oha hubo balbuceado la última palabra de la oración por los muertos, el hoyo se cubrió de tierra rápidamente. Hasta el rabino parecía tener prisa. Ya se había alejado unos metros cuando Lilly se desasió de los brazos que la consolaban y, con una timidez casi infantil que la hizo parecer una extraña, dijo en voz queda: «Sé que la canción no pega en un entierro, pero mi padre la adoraba. Me gustaría cantarla para él una última vez».
El rostro de Lilly estaba pálido, pero su voz era suficientemente clara y firme para arrancarle más de un eco al azul resplandeciente de las montañas de Ngong cuando entonó No sé lo que significa. Algunos tararearon la melodía, y el silencio tras la última nota fue de una solemnidad tal que hasta el caniche pareció comprender, pues rompió —por primera vez en años— con su costumbre de acompañar el canto de Lilly con una salva de aullidos. Regina intentó primero tararear con los mayores y luego llorar con ellos, pero no logró ni una cosa ni la otra. La apenaba haber olvidado lo que tenía que decirles a Lilly y Oha, a pesar de que su padre había estado practicando con ella aquella misma mañana las tres palabras en alemán que tan bonitas y oportunas le habían parecido.
Jettel invitó a Lilly y Oha a cenar. Owuor, henchido de orgullo, les mostró al pequeño Max y les explicó con lujo de detalles por qué él lo llamaba áscari. Más orgulloso aún se sintió al recordar cómo le gustaban los huevos fritos a la hermosa memsahib de Gilgil. Duros y con una costra marrón, no blandos y con una telilla como al bwana. También fue Owuor quien le contó a Lilly que, poco antes de su muerte, su padre había hablado con Regina.
—Ella —le dijo— fue con él al gran safari.
Regina se asustó, pues había pensado que su último encuentro con el profesor debía permanecer en secreto, pero luego volvió a comprobar una vez más lo listo que era Owuor, pues Lilly dijo primero: «Me alegro de que estuvieras con él», y más tarde propuso: «Tal vez te gustaría contarme de qué hablasteis».
Cuando Jettel se retiró para acostar a Max y los dos hombres fueron a dar un paseo por el jardín, Regina dejó salir las palabras que guardaba en su memoria desde la muerte del profesor. Incluso la frase «cómo puede alguien no ser de Francfort».
Al principio, a Regina le daba reparo hablar de la equivocación del profesor, pero precisamente eso acudía a sus labios con tanta insistencia que parecía que llevara todo ese tiempo aguardando la liberación del cautiverio. A Lilly aquella historia pareció confortarla; rió por primera vez desde que se bajara precipitadamente del coche en el cementerio, y luego volvió a hacerlo más fuerte cuando supo lo de la clase de canto.
—Típico —recordó—, mi padre siempre temía que llegara tarde.
—Ahora tú eres algo así como la hermana pequeña que nunca tuve —dijo cuando ella y Oha se despidieron para pasar la noche en la habitación del profesor.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Lilly dejó a Regina aún más perpleja que la noche anterior cuando le preguntó:
—¿Qué te parecería venir con nosotros a Arkadia? Ya le he preguntado a tus padres. Ellos están de acuerdo.
—No puede ser —rehusó Regina, y mientras lo decía notó en el ardor de su piel que sólo había sido capaz de dominar su boca, mas no su cuerpo, y sintió vergüenza porque sabía cuánto anhelo contenía su mirada.
—¿Por qué no? Pero si estás de vacaciones.
—Me gustaría mucho volver a una granja…, pero también quiero estar con Max. Acaba de llegar.
—Ayer por la noche Max dijo con absoluta claridad que quería conocer Gilgil —sonrió Oha.