El capitán Bruce Carruthers se puso en pie enérgicamente, pisó un escarabajo que había en el suelo, aplastó luego contra el cristal de la ventana una curruca que confundió con un mosquito y volvió a sentarse desganado. Le disgustaba tener que revolver el montón de papeles de su escritorio para sacar una carta concreta antes de hablar con aquel sargento que siempre saludaba como si estuviera ante el mismísimo rey y hablaba inglés como un indio miserable, aquel sargento que, pese a algunas reservas difíciles de explicar, en realidad no le era del todo antipático. Carruthers tenía aversión a toda forma de indisciplina y una repugnancia enfermiza a un desorden que él mismo había provocado. Le daba vueltas —demasiadas, pensaba malhumorado— al hecho de que precisamente a él, que detestaba las discusiones aún más que el desvarío entre los soldados, le tocara siempre la tarea de decirles a sus hombres cosas que no deseaban oír.
A él, que no quería otra cosa que poder por fin pasear por Princess Street en una neblinosa mañana de otoño y sentir en la piel las primeras señales del invierno, era al único al que nadie le había comunicado que su solicitud de baja del ejército había sido «pospuesta hasta nuevo aviso». Esa decepción había tenido que procurársela él mismo sacándola del correo dos días atrás. Desde entonces, el capitán tenía aún más claro que antes que África no era un buen lugar para un hombre que hacía cinco años, demasiado largos ya, había dejado en Edimburgo, además de su corazón, a una mujer muy joven que cada vez tardaba más tiempo en responder a sus cartas y ya hacía mucho que no podía explicar de forma convincente por qué.
El capitán Carruthers se tomó como una doble ironía del destino tener que informar ahora a aquel singular sargento con ojos de collie sumiso de que el Ejército de Su Majestad no tenía interés en prolongar su servicio.
—¿Por qué demonios quiere este tipo irse a Alemania? —rezongó.
—Allí me siento como en casa, señor.
El capitán miró a Walter sorprendido. Ni lo había oído llamar a la puerta ni se había percatado de que hablara solo, algo que últimamente le ocurría con lamentable frecuencia.
—¿Desea unirse al ejército de ocupación británico?
—Sí, señor.
—No es mala idea. Supongo que sabe alemán. Por algún motivo, parece usted de allí.
—Sí, señor.
—Allí sería usted el hombre adecuado para poner orden entre los fucking jerries.
—Así lo creo, señor.
—Los de Londres no piensan así —afirmó Carruthers—. Si es que piensan alguna vez. —Rió con ese asomo de burla que le había granjeado reputación de oficial con el que siempre se podía hablar.
Cuando comprendió que había malgastado su ingenio, le tendió la carta a Walter. Se quedó contemplando con una impaciencia que no venía a cuento cómo Walter se peleaba con las ceremoniosas fórmulas de los arrogantes burócratas londinenses.
—En casa —dijo con una brusquedad que lamentó un tanto cuando la advirtió— no quieren ningún soldado en las fuerzas de ocupación que no tenga pasaporte inglés. Realmente, ¿qué quería hacer en Alemania?
—Quería quedarme allí cuando me licenciara.
—¿Por qué?
—Alemania es mi patria, señor —balbuceó Walter—. Perdone, señor, que se lo diga.
—No tiene importancia —respondió el capitán, distraído.
Tenía claro que no necesitaba entrar en discusiones sobre el tema. Sólo estaba obligado a poner a sus hombres al corriente de aquellas cuestiones que les concernían y a cerciorarse de que también ellos entendían las decisiones, algo que, con la cantidad de extranjeros y la maldita gente de color que había en el ejército, ya no era tan obvio como en los buenos tiempos. El capitán se espantó una mosca de la frente. Sabía que se implicaría innecesariamente en un asunto que no le incumbía si no zanjaba la conversación de inmediato.
Sin embargo, un impulso, que más tarde se explicaría por la duplicidad del destino y su melancolía, le hizo demorar más de la cuenta la leve inclinación de la cabeza con que se habría deshecho del sargento del modo habitual y habría quedado libre para la siguiente batalla con los estúpidos mosquitos. El hombre que tenía ante sí había hablado de patria, y precisamente esa necia, profanada y romántica palabra perturbaba desde hacía meses el descanso de Bruce Carruthers.
—Mi patria es Escocia —dijo, y por un instante creyó de veras que hablaba de nuevo consigo mismo—, pero a algún chiflado de Londres se le ha metido en su retorcida cabeza que debo pudrirme aquí, en la condenada Ngong.
—Sí, señor.
—¿Conoce Escocia?
—No, señor.
—Una tierra maravillosa con buen clima, buen whisky y buena gente en la que aún se puede confiar. Los ingleses no tienen ni la menor idea de lo que es Escocia ni de lo que nos hicieron cuando capturaron a nuestro rey y nos robaron la independencia —prosiguió el capitán. Cayó en la cuenta de que era totalmente ridículo hablar de Escocia y del año 1603 con un hombre que aparentemente no podía decir mucho más que sí y no.
—¿A qué se dedica en la vida civil? —preguntó en su lugar.
—En Alemania era abogado, señor.
—¿De verdad?
—Sí, señor.
—Yo también soy abogado —replicó el capitán. Recordó que la última vez que había pronunciado esa frase fue cuando ingresó en el maldito ejército—. ¿Cómo diablos —preguntó pese al descontento por su repentina curiosidad— ha venido a parar a este país de monos? Un abogado necesita su lengua materna. ¿Por qué no se quedó en Alemania?
—Hitler no me quería.
—¿Y por qué no?
—Soy judío, señor.
—Cierto. Lo dice aquí. ¿Y ahora quiere volver a Alemania? ¿Acaso no ha leído esos horribles informes sobre los campos de concentración? Al parecer, Hitler ha tratado muy mal a su gente.
—Los Hitler van y vienen, pero el pueblo alemán perdura.
—Vaya, de repente sabe inglés. ¡Cómo lo ha expresado!
—Lo dijo Stalin, señor.
Los años en el ejército habían enseñado al capitán Carruthers a no hacer más de lo que a uno se le exigía y, sobre todo, a no cargar sobre sus espaldas cuitas ajenas, pero la situación, por grotesca que fuera, le fascinaba. Acababa de mantener la primera conversación inteligente en meses, y precisamente con un hombre con el que no era capaz de comunicarse mejor que con el mecánico indio de la compañía, que interpretaba cada papel escrito como una ofensa personal.
—Seguro que quiere que el ejército le pague el pasaje. Un billete a casa gratis. Eso es lo que queremos todos.
—Sí, señor. Es mi única oportunidad.
—El ejército está obligado a enviar a cada soldado a su patria con su familia —le aclaró el capitán—. Eso lo sabe, ¿no?
—Disculpe, señor, no le he entendido.
—El ejército debe llevarlo a Alemania si allí es donde está su hogar.
—¿Quién ha dicho eso?
—Las ordenanzas. —El capitán rebuscó entre los papeles de su escritorio, pero no encontró lo que buscaba. Finalmente, sacó del cajón una hoja amarillenta, escrita con letra pequeña y muy apretada. No esperaba que el sargento pudiera leer lo que decía, pero le tendió de todas formas el reglamento y descubrió, perplejo y un tanto conmovido, que a todas luces Walter parecía entender la complicada exposición de los hechos, al menos en lo que a él concernía—. Un hombre de letras —sonrió Carruthers.
—Disculpe, señor, de nuevo no le he entendido.
—No tiene importancia. Mañana cursaremos su solicitud de licenciamiento y traslado a Alemania. ¿Por casualidad me ha entendido esta vez?
—Oh, sí, señor.
—¿Tiene familia?
—Esposa y dos hijos. Mi hija va a cumplir catorce años y mi hijo tiene ahora mismo ocho semanas. Se lo agradezco mucho, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí.
—Creo que sí —lo interrumpió Carruthers pensativo—. Pero no se haga demasiadas ilusiones —añadió con una ironía que ya no le salió con tanta facilidad como antes—, en el ejército todo va muy despacio. ¿Cómo dicen aquí los malditos negros?
—Pole pole —se alegró Walter y, al repetir lentamente las dos palabras, tuvo la sensación de ser Owuor. Cuando vio que Carruthers inclinaba la cabeza, se apresuró a abandonar el despacho.
Al principio no era capaz de explicarse las cambiantes emociones que sentía. Lo que primero había interpretado como la perspicacia de un hombre que tenía valor suficiente para reconocer su fracaso de repente le parecía una imprudencia irresponsable. Y, sin embargo, presentía que había surgido una chispa de esperanza que ni las dudas ni el miedo al futuro podían apagar.
No obstante, cuando Walter regresó al Hove Court aún estaba ofuscado por la inquietante mezcla de euforia e incertidumbre. Se detuvo en la puerta y se quedó allí un rato que se le hizo eterno, entre los cactus, contando las flores y tratando, sin éxito, de hallar la suma de las cifras de cada número. Más tiempo aún necesitó para vencer la tentación de pasarse primero por casa de Diana y sacar fuerzas de su buen humor y, sobre todo, de su whisky. Su paso era lento y silencioso cuando se decidió a continuar, pero entonces vio a Chebeti sentada con el bebé bajo el mismo árbol que había ofrecido consuelo, protección y sombra a Jettel durante el embarazo. Decidió darle un respiro a sus nervios.
Su hijo yacía oculto entre los pliegues del vestido azul celeste de Chebeti. Tan sólo asomaba su diminuta gorra de lienzo blanco. Ésta rozaba la barbilla de la mujer y, con el suave viento, parecía un barco en el océano en calma. Regina, con una corona de hojas de limonero en la cabeza, estaba acurrucada en la hierba con las piernas cruzadas. Como no sabía cantar, les leía al aja y a su hermano con voz solemne y enigmática una canción infantil con muchos y repetitivos sonidos.
Por un instante, Walter se enfadó pues no conseguía entender ni una sola palabra; luego comprendió, reconciliándose al punto consigo mismo y con el destino, que al recitarlo su hija estaba traduciendo sobre la marcha el texto inglés a la lengua jaluo. Tan pronto Chebeti captaba un sonido familiar, aplaudía y su garganta se inundaba de una risa dulce y melodiosa. Cuando su temperamento se encendía, los movimientos de su cuerpo despertaban a Max y era como si éste intentara imitar los tiernos y tentadores ruiditos antes de ser mecido hasta volver a sumirse en un placentero sueño.
Owuor estaba sentado, muy erguido, bajo un cedro de hojas oscuras y contemplaba hasta el menor movimiento del bebé con viva atención. A su lado yacía el bastón con la cabeza de león tallada en la empuñadura que se había comprado el primer día de trabajo de Chebeti. Se afanaba en el cuidado de sus dientes con un pedacito de caña de azúcar verde que roía con vigorosas dentelladas, y de cuando en cuando escupía a la alta hierba hasta que ésta refulgía al sol vespertino con los mismos visos multicolores que el rocío de la mañana. Con la mano izquierda acariciaba a Rummler, que incluso dormitando respiraba lo bastante fuerte como para espantar a las moscas antes de que llegaran a molestarle.
La armonía y plenitud de la escena le recordaron a Walter las imágenes de los libros de su infancia. Sonrió levemente al darse cuenta de que en la canícula europea la gente no era negra ni se sentaba bajo cedros y limoneros. Como la conversación con el capitán seguía bulléndole en la cabeza, deseaba impedir que sus ojos bebieran del idílico efluvio que flotaba en el ambiente, si bien sus sentidos no permitieron que les infligiera semejante castigo por mucho tiempo. Aunque el aire era pesado a causa de la humedad, disfrutaba de cada bocanada. En su inocencia, sentía un deseo impreciso de retener aquella imagen que lo fascinaba y se alegró de que Regina advirtiera su presencia y lo rescatara de sus sueños. Lo saludó y él le devolvió el saludo.
—Papá, Max ya tiene un nombre como es debido. Owuor lo llama askarija ossjeku.
—Un poco excesivo para un niño tan pequeño.
—Sabes lo que significa askarija ossjeku, ¿no? Soldado nocturno.
—Quieres decir vigilante nocturno.
—Pues claro —repuso Regina impaciente—, porque se pasa todo el día durmiendo y por la noche siempre está despierto.
—No sólo él. ¿Dónde está tu madre?
—Dentro.
—¿Y qué hace en casa a estas horas y con este calor?
—Ponerse nerviosa —dijo Regina reprimiendo una risita. Se dio cuenta demasiado tarde de que su padre no sabía interpretar ni las voces ni las miradas y de que estaba a punto de arrebatarle la tranquilidad—. Max —añadió a toda prisa, arrepentida— sale en el periódico. Yo ya lo he leído.
—¿Por qué no lo has dicho antes?
—¿No me has preguntado dónde estaba mamá? Chebeti dice que una mujer debe cerrar el pico cuando un hombre envía a sus ojos de safari.
—Eres peor que todos los negros juntos —la reprendió Walter, si bien fue una estimulante impaciencia la que le hizo levantar la voz.
Echó a correr hacia la casa con tal prisa que Owuor se puso en pie alarmado. Arrojó al suelo la caña de azúcar y el bastón y apenas se dio tiempo a desentumecer sus miembros. También Rummler espabiló y salió tras Walter con la lengua colgando tan rápido como se lo permitieron sus pesadas patas.
—¡Enséñamelo, Jettel! —exclamó aún a la carrera—. No creí que fuera tan rápido.
—Aquí. ¿Por qué no me habías dicho nada?
—Quería que fuera una sorpresa. Cuando nació Regina, aún pude regalarte el anillo. Con Max sólo daba para un anuncio.
—Pero menudo anuncio. Me alegré mucho cuando el viejo Gottschalk llegó hace un momento con el periódico. Estaba muy impresionado. Imagínate cuánta gente lo leerá.
—Eso espero, ésa era la intención. ¿Ya has visto a algún conocido?
—Aún no. Quería dejarte a ti el placer. Esa parte siempre te ha tocado a ti.
—Pero siempre has sido tú la que ha encontrado las buenas noticias.
El periódico estaba abierto sobre un pequeño escabel que había junto a la ventana. El fino papel crujía con cada ráfaga de viento y dejaba barruntar la familiar y a la vez siempre nueva melodía de la esperanza y el desencanto.
—Nuestros tambores —dijo Walter.
—A mí me pasa como a Regina —reconoció Jettel, inclinando a un lado la cabeza con un rastro de su antigua coquetería—, oigo historias antes de que sean contadas.
—Jettel, a ver si a tu edad vamos a descubrir en ti a una poetisa.
Se hallaban de pie ante la ventana abierta, contemplando embriagados las exuberantes buganvillas lilas junto al muro blanco, sin percatarse de lo cerca que estaban sus cuerpos y sus rostros; era uno de los escasos momentos de su matrimonio en que cada uno aprobaba los pensamientos del otro.
Der Aufbau no era un periódico cualquiera. Ya antes de la guerra, y más aún después, aquel diario en lengua alemana escrito en América era más que un mero portavoz para los emigrantes del mundo entero. Cada edición, lo quisieran o no los afectados, alimentaba las raíces que los unían al pasado e impulsaba el carrusel de los recuerdos hacia la tormenta del dolor. Incluso unas pocas líneas podían convertirse en destino. No eran los reportajes y los editoriales lo que primero se leía. Siempre y en todos los casos eran los anuncios de búsqueda de desaparecidos y acontecimientos familiares.
A través de ellos se reencontraban personas que no habían vuelto a saber nada las unas de las otras desde la emigración. Las referencias a la vieja madre patria podían resucitar a los dados por muertos e informaban mucho antes que las organizaciones humanitarias oficiales de quién había escapado del infierno y quién había sucumbido en él. Aun once meses después de que terminara la guerra en Europa, Der Aufbau seguía siendo con frecuencia la única posibilidad que tenían los supervivientes de enterarse de la verdad.
—Dios mío, el anuncio es enorme —se sorprendió Walter—. Y está arriba del todo. ¿Sabes lo que creo? Mi carta debió de caer en manos de alguien que nos conoce de antes y que ha querido hacernos un favor. Imagínate: alguien sentado en Nueva York, y de repente lee nuestro nombre y que somos de Leobschütz. Y se entera de que no he sido devorado por un león.
Walter carraspeó. Se dio cuenta de que siempre lo hacía antes de iniciar un alegato, pero reprimió la idea con una turbación que se le antojó la confesión de un delito. Aunque no le cabía duda de que Jettel ya se sabía el texto de memoria, leyó en alto las escasas líneas:
—«El doctor Walter Redlich y la señora doña Henriette, de soltera Perls (antes residentes en Leobschütz), se complacen en anunciar el nacimiento de su hijo Max Ronald Paul. P. O. B. 1312, Nairobi, Kenya Colony. 6 de marzo de 1946». ¿Qué dices a eso, Jettel? Tu marido vuelve a ser el doctor. La primera vez en ocho años.
Aún mientras hablaba, Walter comprendió que el azar le había dado pie para contarle a Jettel lo de la conversación con el capitán y la gran oportunidad de llegar a Alemania por cuenta del ejército. Sólo tenía que buscar las palabras adecuadas y, sobre todo, hallar el valor necesario para comunicarle con el mayor tacto posible que finalmente se había decidido por el viaje con retorno. Durante un instante lleno de deseo, y en contra de su propia convicción, se abandonó a la ilusión de que Jettel lo comprendería e incluso quizá admirara su perspicacia, pero su experiencia no le permitió engañarse por mucho tiempo.
Walter sabía desde el día en que mencionó por primera vez la posibilidad de regresar a Alemania que no podría contar con el apoyo de Jettel. Desde aquel momento, discusiones fútiles se convertían cada vez con mayor frecuencia en contiendas sin lógica ni razón, llenas de amargura. Le parecía una ironía que, en esos casos, sintiera envidia de la intransigencia de su esposa. Cuántas veces había dudado él de su propia capacidad para sobreponerse al dolor, que dejaría heridas sin cicatrizar para siempre, pero al analizar sus motivos nunca había hallado otro camino que el que le imponía el anhelo de su idioma, sus raíces y su profesión. Sólo tenía que imaginarse la vida en una granja y de inmediato sabía que quería y debía volver a Alemania, por penoso que pudiera resultar el trayecto.
Jettel no pensaba igual. Se sentía feliz entre gente a la que le bastaba con el odio a Alemania para percibir el presente como la única dicha a que tenían derecho los que se habían salvado. No ansiaba más que la certeza de que había otros que opinaban como ella; siempre se había resistido a los cambios. ¡Cómo se había opuesto a emigrar a África en un tiempo en que cada día de demora suponía una amenaza mortal!
El recuerdo de la época previa a la emigración en Breslau le proporcionó a Walter la certeza definitiva. Oyó a Jettel gritar: «Antes muerta que apartarme de mi madre»; vio la insolencia infantil de su rostro tras la cortina de lágrimas con tanta claridad como si aún siguiera sentado en el sofá de pana de su suegra. Desencantado y frustrado, Walter comprendió que nada había cambiado en su matrimonio desde entonces.
Jettel no era una mujer que se avergonzara de sus errores. Se empeñaba en cometerlos una y otra vez. Sólo que esta vez Walter ya no tenía los argumentos de un hombre que quiere salvar a su familia para convencer a su esposa. Seguía siendo un desposeído y un proscrito, y cualquiera podía tacharlo de hombre sin carácter ni orgullo. Aguardaba esa ira que no podía dejar traslucir, pero sólo sentía una agotadora lástima de sí mismo.
El corazón se le salía por la boca cuando carraspeó una vez más para conferirle a su voz una firmeza que ya no sentía en su interior. Notó que su empuje disminuía. Se sintió impotente contra la indecisión y el temor a hablar de regresar y de la patria. Las palabras que con tanta facilidad habían acudido a su mente en una lengua extranjera y en presencia del capitán se burlaban ahora de él, pero aun así no quería darse por vencido. Le parecía más oportuno y, en todo caso, más diplomático utilizar el término inglés que él mismo había oído por primera vez hacía sólo unas horas.
—Repatriation —dijo.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Jettel de mala gana. Al mismo tiempo estaba pensando si tenía que conocer la palabra y si debía mandar al aja que entrara en casa con el niño o mejor ocuparse primero de que Owuor calentara el agua para hervir los pañales. Profirió un suspiro, ya que tomar decisiones a última hora de la tarde la fatigaba aún más que en la época anterior al parto.
—Bah, no es nada. Sólo se me pasó por la cabeza algo que dijo el capitán esta mañana. Tuve que buscar durante horas una ordenanza que el muy estúpido tenía desde el principio en su escritorio.
—Ah, ¿has estado con él? Al menos espero que hayas aprovechado la oportunidad para hacerle comprender que ya es hora de que te ascienda. Elsa también dice que en estas cosas no eres lo bastante decidido.
—Jettel, hazte de una vez a la idea de que en el ejército británico los refugiados no pueden pasar de sargento. Créeme, soy un maestro a la hora de aprovechar oportunidades.
La ocasión de hablar tranquilamente con Jettel de Alemania ya no volvió a presentarse. El Aufbau no lo permitió. Seis semanas después de la publicación del anuncio, llegó la primera de un montón de cartas que evocaban tanto el pasado que Walter no halló el valor suficiente para describirle a Jettel un futuro que él mismo adivinaba muy incierto incluso en momentos de optimismo.
La primera carta era de una anciana de Shanghai. «El destino me ha traído hasta aquí desde la hermosa Maguncia —decía—, y aún albergo una pequeñísima esperanza de averiguar, por medio de usted, estimado doctor, algo sobre el paradero de mi único hermano. La última vez que recibí noticias suyas fue en enero de 1939. Entonces me escribió desde París diciendo que quería intentar emigrar a Sudáfrica para reunirse con su hijo. Por desgracia no tengo la dirección de mi sobrino en Sudáfrica, y él tampoco sabe que yo vine a parar a Shanghai en el último transporte. Ahora es usted la única persona que conozco en África. Naturalmente, sería una casualidad que usted se hubiera encontrado con mi hermano, pero los que vivimos se lo debemos todo a la pura casualidad. Les deseo todo lo mejor para su hijo. Quiera Dios que crezca en un mundo mejor que el que nos ha sido concedido a nosotros».
Siguieron muchas más cartas de desconocidos que se aferraban a una última esperanza de recibir noticias de familiares desaparecidos por el mero hecho de que o bien eran de la Alta Silesia o bien habían escrito por última vez desde allí. «Mi cuñado fue asesinado en Buchenwald en 1934 —escribía un hombre desde Australia—, tras lo cual mi hermana se mudó con sus dos hijos pequeños a Ratibor, donde encontró trabajo en una tejeduría. Pese a todas las averiguaciones que he realizado en la Cruz Roja, no ha sido posible hallar su nombre ni el de sus hijos en ninguna lista de deportados. Me dirijo a usted porque mi hermana mencionó Leobschütz en una ocasión. Tal vez se haya topado alguna vez con su apellido o esté en contacto con judíos de Ratibor que hayan sobrevivido. Sé que es una petición disparatada, pero aún no he llegado al extremo de enterrar las esperanzas».
—Siempre pensé que nadie conocía Leobschütz —se sorprendió Jettel cuando, al día siguiente, llegó una carta similar—. Ojalá recibiéramos una buena noticia alguna vez.
—Ahora me doy cuenta —respondió Walter abatido— de lo cerca que estaba la Alta Silesia de Auschwitz. Eso me preocupa.
La plétora de desgracias ajenas y de absurdas esperanzas que se habían depositado en Nairobi no sólo hacía sangrar las heridas propias, sino que, con su violencia, lo volvía a uno apático.
—Buena la has armado —le dijo Walter a su hijo.
Un viernes de mayo Regina tomó el correo de la cesta de Owuor:
—Una carta de América —anunció—, alguien que se llama Use.
Pronunció el nombre a la inglesa, y Jettel se echó a reír:
—Así no se llama nadie en Alemania. Dámela.
Regina aún tuvo tiempo de decir:
—Pero no rompas el sobre, los de América son muy bonitos… —Y entonces vio que su madre palidecía y le temblaban las manos.
—No estoy llorando ni mucho menos —sollozó Jettel—, es que me alegro tanto… Regina, la carta es de mi amiga de la infancia Use Schottländer. Dios mío, aún vive.
Se sentaron una al lado de la otra junto a la ventana y Jettel comenzó a leer la carta en voz alta, muy despacio. Era como si su voz quisiera retener cada sílaba antes de pronunciar la siguiente. Había algunas palabras que Regina no entendía, y los extraños nombres se arremolinaban en sus oídos como langostas en un campo de maíz en flor. Tenía que hacer un gran esfuerzo para reír y llorar cuando su madre lo hacía, pero obligó a sus sentidos con decisión a soportar el temporal de tristeza y alegría. Owuor preparó té, aunque todavía no era la hora, sacó del armario los pañuelos que tenía preparados para los días en que había sellos extranjeros y se sentó en la hamaca.
Una vez Jettel hubo leído la carta por cuarta vez, ella y Regina estaban tan cansadas que ninguna de las dos dijo nada más. No fue hasta después del almuerzo, que Owuor, para su disgusto, retiró intacto, cuando estuvieron de nuevo en condiciones de hablar sin tener que respirar hondo antes.
Pensaban cómo debían contarle a Walter lo de la carta, y al final decidieron no mencionar nada y dejársela en la mesa redonda con el resto del correo. Sin embargo, a primera hora de la tarde la emoción y la impaciencia hicieron que Jettel se echara a la calle. Pese al calor y a la ausencia de sombra, se puso en camino a toda prisa, con Regina, Max en el cochecito, el aja y el perro, hacia la parada del autobús.
El autobús estaba aún en marcha cuando Walter se bajó de un salto.
—¿Le pasa algo a Owuor? —preguntó asustado.
—Hoy más que nunca ha tenido que resignarse —le susurró Jettel.
Walter comprendió de inmediato. Se sintió como un niño que quiere apurar la alegría del momento hasta el final y prefiere no abrir un regalo inesperado. Primero besó a Jettel y luego a Regina, acarició a su hijo y silbó la melodía de Don’t fence me in, que tanto le gustaba a Chebeti. Sólo entonces preguntó:
—¿Quién ha escrito?
—No lo adivinas en la vida.
—¿Alguien de Leobschütz?
—No.
—¿De Sohrau?
—No.
—Dilo ya, estoy a punto de estallar.
—Use Schottländer. De Nueva York. Quiero decir de Breslau.
—¿Los Schottländer ricos? ¿Los que vivían en la plaza Tauentzienplatz?
—Sí, Use iba a mi clase.
—Dios mío, hacía años que no me acordaba de ella.
—Yo tampoco —afirmó Jettel—, pero ella no me ha olvidado.
Se empeñó en que Walter leyera la carta allí mismo, en la parada del autobús. Al borde de la carretera se alzaban dos desmedrados espinos egipcios. Chebeti los señaló, sacó una manta del cochecito una vez la memsahib hubo acabado de hablar y la extendió bajo el mayor de los dos árboles, aún tarareando la hermosa melodía del bwana. Con aire risueño, sacó a Max del cochecito, dejó por un momento que las sombras bailotearan en el rostro del pequeño y luego lo colocó en su regazo. En los oscuros ojos de Chebeti refulgían chispas verdes.
—Una carta —dijo—, una carta que ha cruzado a nado el ancho mar. Owuor la ha traído.
—En alto, papá, léela en alto —le pidió Regina con voz suplicante de niña pequeña.
—¿Acaso no te la ha leído ya mamá miles de veces?
—Sí, pero lloraba tanto que aún no la he entendido.
—«Mi querida, queridísima Jettel —leyó Walter—, cuando mami llegó a casa ayer con el Aufbau, casi me vuelvo loca. Aún sigo muy emocionada y apenas puedo creer que te esté escribiendo. Os felicito de todo corazón por el nacimiento de vuestro hijo. Ojalá nunca tenga que pasar por lo que hemos pasado nosotros. Aún recuerdo con nitidez cuando nos visitabas en Breslau con tu hija. Por aquel entonces, ella tenía tres años y era muy tímida. Probablemente ahora sea una señorita y ya no hable alemán. Aquí todos los hijos de los refugiados se avergüenzan de la denominada lengua materna. Con razón.
»En realidad, sabía que habíais emigrado a África, pero a partir de ese momento os perdí la pista. Así que tampoco sé por dónde empezar. En cualquier caso, nuestra historia se cuenta rápido. El 9 de noviembre de 1938 esos monstruos derribaron nuestra casa y a mi querido padre, que estaba en cama con una pulmonía, lo sacaron a la calle a rastras y se lo llevaron. Ésa fue la última vez que lo vimos. Murió cuatro semanas después en la cárcel. Sigo sin poder pensar en esa época sin sentir la impotencia y desesperación que ya nunca me abandonarán. Por aquel entonces yo no quería seguir viviendo, pero mi madre no lo permitió.
»Esa mujer menuda y frágil, en cuyos ojos mi padre había leído siempre todos y cada uno de sus deseos y que nunca había tenido que tomar la menor decisión, vendió todo lo que nos quedaba y encontró a un primo lejano en América que fue tan amable de proporcionarnos las referencias necesarias. Aún hoy no sé quién nos tendió una mano amiga en Breslau ni cómo conseguimos los pasajes para el barco. No nos atrevimos a hablar de ello con nadie. Tampoco nos arriesgamos a despedirnos de nadie (en una ocasión vi a tu hermana Käte delante de Wertheim, pero no llegamos a hablar), pues si se corría la voz de que uno quería emigrar, las dificultades eran aún mayores. Llegamos a América en el último barco y no teníamos literalmente nada, salvo algunos recuerdos sin valor. Uno de ellos, el libro de cocina de nuestra vieja y hacendosa criada Anna, que ni siquiera tras la Noche de los Cristales Rotos dejó de visitarnos a escondidas, resultó un tesoro insospechado.
»En una habitación con dos hornillos, mi madre y yo, que habíamos estado rodeadas de cocineras y sirvientas toda la vida, comenzamos a servir comidas a refugiados. Cuando empezamos, no sabíamos cuánto tiempo había que cocer un huevo pasado por agua, y sin embargo logramos de algún modo reproducir todos los platos que en tiempos mejores engalanaran la mesa finamente vestida de los Schottländer. Qué suerte que mi padre adorara la comida casera. No obstante, no fueron nuestras artes culinarias las que nos mantuvieron a flote, sino el inquebrantable optimismo y la imaginación de mami.
»De postre ofrecía siempre los chismes de la alta sociedad judía de Breslau. No te imaginas hasta qué punto la gente que lo había perdido todo anhelaba que le contaran historias que resultaban disparatadas y absurdas en una época en que todo el mundo tenía que luchar por sobrevivir como ni siquiera lo hicieran en nuestra casa los criados y las sirvientas. Aún hoy vendemos productos caseros —mermeladas, pasteles, pepinillos envinagre con mostaza y arenques en escabeche—, aunque entretanto yo he hecho carrera. Soy dependienta en una librería y, aunque sigo sin hablar inglés especialmente bien, al menos sé leerlo y escribirlo, lo cual aquí se valora mucho. Hace tiempo que olvidé que un día quise ser escritora y que incluso llegué a cosechar mis primeros y modestos éxitos. Sólo hoy recuerdo mi sueño de juventud porque te estoy escribiendo a ti, a quien siempre tenía que ayudar con las redacciones. «Estamos en contacto con alguna gente de Breslau. Vemos con frecuencia a los dos hermanos Grünfeld. Su familia tenía un almacén al por mayor de productos textiles junto a la estación que abastecía a media Silesia. Wilhelm y Siegfried vinieron a Nueva York con sus esposas en 1936. Los padres no querían emigrar y fueron deportados. Los Silbermann (él era dermatólogo, pero nunca ha logrado superar el examen de inglés requerido y es recepcionista en un modesto hotel) y los Olschewski (él era boticario y no consiguió salvar nada, excepto a un hijo de su hermana) viven en nuestro barrio, que aquí todo el mundo conoce como el Cuarto Reich. Mi madre necesita el pasado, yo no.
»Jettel, no te imagino en África. Siempre le tuviste tanto miedo a todo…, incluso a las arañas y abejas. Y, si mal no recuerdo, detestabas todos los trabajos a los que no se pudieran llevar los más elegantes vestidos. Me acuerdo perfectamente de tu apuesto marido. He de confesar que siempre te envidié por su causa, como también por tu belleza y por tu éxito con los hombres. Yo, como tú bien me auguraste durante una discusión con sólo doce años, me he convertido en una auténtica solterona; y aunque alguien hubiera estado tan ciego como para proponerme matrimonio, lo habría rechazado.
»Después de todo lo que mami ha hecho por mí, nunca habría podido dejarla sola.
»Pero aún hay algo más que debo contarte. ¿Te acuerdas del bedel de nuestro antiguo colegio, Barnowsky? Solía echarle una mano a nuestro jardinero en primavera y a Gretel, los días de colada. Mi padre le pagaba la matrícula en el colegio a su hijo mayor, que era muy inteligente, y pensaba que no lo sabíamos. No sé cómo se enteró el buen Barnowsky de nuestra partida, pero la noche antes de marchar apareció de pronto en la puerta de casa y nos trajo wellwurst[19] para el viaje. Tenía lágrimas en los ojos y sacudía la cabeza sin cesar, y se ha ocupado durante todo este tiempo de evitar que odie a todos los alemanes.
»Ahora sí que he de poner punto final. Sé que nunca te ha gustado escribir, aun así espero de todo corazón que respondas a esta carta. Hay tantas cosas que querría que me contaras. Y mi madre se muere de ganas de saber si hay alguien más de Breslau en Kenia. A mí las historias de antaño sólo consiguen entristecerme. Cuando murió mi padre, una parte de mí murió con él, pero quejarse sería pecado. Ninguno de nosotros, los que sobrevivimos, logró salvar su alma. Escríbele pronto a tu vieja amiga Use».
Las sombras eran largas y negras cuando Walter guardó la carta en el bolsillo de la camisa. Se puso en pie, ayudó a Jettel a levantarse y por un momento fue como si ambos quisieran decir algo al mismo tiempo, pero se limitaron a sacudir la cabeza al unísono muy levemente. Durante el breve trayecto que separaba la parada del autobús del Hove Court sólo se oyó a Chebeti. Acallaba con retazos de una dulce melodía el llanto del bebé, que comenzaba a revolverse a causa del hambre, y rió satisfecha cuando se dio cuenta de que su canto también servía para secar los ojos de la memsahib y del bwana.
—Mañana —dijo contenta— llegará otra carta. Mañana será un buen día.