XVIII

En la larga noche del 6 de marzo de 1946 fueron muchos los agotados inquilinos del Hove Court que no hallaron el descanso que en épocas de extraordinario calor defendían aún con más pasión que sus bienes personales. En la mayoría de las habitaciones y los apartamentos, las lámparas ardieron hasta el amanecer; los niños gritaban llamando a sus ajas y pidiendo sus biberones ya antes de medianoche; los chicos perdieron el sentido de la razón, el deber y el orden y pusieron a calentar el agua para el té de la mañana antes de escuchar el canto de los primeros pájaros; los perros le ladraban a la luna, a las sombras, a los árboles resecos y a la irritada gente; se enzarzaban con enconada animosidad en peleas que invariablemente desembocaban en una lucha sin cuartel entre sus dueños; las radios proclamaban los grandes éxitos del momento con tanta sonoridad como al término de la guerra en Europa; hasta la señorita Jones, casi sorda, apareció en camisón ante la oficina cerrada para notificar que había oído mucho barullo.

Owuor, que estaba solo con la memsahib kidogo, no fue a su cuarto ni para cenar ni para ver a la joven mujer a la que había hecho venir de Kisumu hacía una semana. Tres horas después de que se pusiera el sol, sacudió todas las mantas y los colchones, luego barrió los suelos de madera y cepilló al perro, y por último se arregló las uñas con la lima de la memsahib, cosa que ésta jamás le habría permitido de haber estado en casa.

Con un gran peso en el pecho y el vientre, meció su agotamiento en la hamaca de Regina hasta lograr serenarse sin que el sueño fuera lo bastante intenso para disolver las imágenes de su cabeza. De vez en cuando trataba de entonar la melancólica canción de la mujer que busca a su hijo en el bosque y sólo oye su propia voz, pero a menudo la melodía se le atascaba en la garganta y al final tuvo que expulsar su impaciencia tosiendo.

Regina estaba tumbada en la cama de sus padres con la blusa blanca del colegio y la delicada falda gris que exigía aún más cuidados que un polluelo recién salido del cascarón. Se había propuesto leer David Copperfield de principio a fin sin siquiera levantarse por un vaso de agua, pero ya en los dos primeros párrafos las letras empezaron a enmarañarse y a pasar ante sus ojos a toda velocidad como círculos de un rojo encendido. Tenía las manos húmedas del esfuerzo de acariciar las perlas de colores del cinturón mágico; la lengua ya temía las penalidades de formular correctamente el único deseo que Regina quería volver a pedirle al destino para así convencer al taciturno dios Mungo de que esta vez tenía que estar de su parte y no de la de la muerte, como en los días de las lágrimas ahogadas.

Desde que Walter y Jettel salieran corriendo en mitad de la cena con una maletita y, despidiendo el olor de una manada de perros rabiosos, se marcharan en el coche del señor Slapak, Regina luchaba contra el miedo, que tenía una fuerza más malvada que una serpiente famélica. La incertidumbre bramaba en sus entrañas como una cascada furiosa tras una tormenta. Sólo cuando la pedregosa montaña de su garganta amenazó con deslizarse entre sus dientes, corrió hacia Owuor, palpó con los dedos las familiares curvas de sus hombros y le preguntó:

—¿Crees que éste será un buen día?

Entonces Owuor abrió los ojos y, como si en toda su vida sólo hubiera aprendido a decir esa única frase, repuso:

—Sé que será un buen día.

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, él y la memsahib kidogo miraron al suelo, y es que ambos tenían una cabeza que no podía olvidar. Y ambos sabían que un nítido recuerdo de los días en cuestión era aún peor que el palo vengador de la víctima sobre la piel desnuda del ladrón pillado in fraganti.

A las tres de la mañana, Elsa Conrad regó las camelias de su ventana y se llamó a sí misma loca senil tan alto que la señora Taylor salió al balcón hecha una furia, pidiendo a gritos un poco de silencio. Pese a todo, no pasó a mayores, pues precisamente en el momento en que a Elsa se le ocurrieron por fin los improperios adecuados en inglés y además tuvo clara su pronunciación correcta, vio al profesor Gottschalk. Estaba paseando por el oscuro jardín con el sombrero y el diminuto plato de porcelana en que tomaba su papilla de avena por la mañana. Las dos se gritaron: «Ya está», y se tocaron al mismo tiempo la sien con el índice para indicar que dudaban de que estuviera en sus cabales.

Mucho antes, Chepoi había tenido que despachar a dos oficiales decepcionados sin que los hambrientos jóvenes pudieran juzgar siquiera con una mirada los encantos de la famosa señora Wilkins. La propia Diana aún seguía asomada a la ventana al amanecer. Llevaba la corona dorada con las piedrecitas de colores que, en su única actuación en Moscú, le hiciera creer en la promesa de un futuro ilusorio. En los breves descansos que se tomaba en el sillón, rociaba tan a menudo a su perro con su perfume favorito que éste le mordía el dedo con inusitado arrojo para protegerse la nariz.

Por su parte, Diana insultaba al extenuado animal llamándolo «sucio Stalin». Aullando de dolor y rabia, y atormentada por una vaga animadversión hacia todo aquello que, de haber estado sobria, habría podido definir claramente con la palabra «bolcheviques», cedió por fin a los esfuerzos de Chepoi por calmarla. Tras un forcejeo desacostumbradamente breve, se dejó arrancar de las manos la botella de whisky y permitió que su chico la llevara a la cama con la promesa de despertarla en caso de que hubiera novedades.

Sin embargo, sin que ni el más mínimo indicio apuntara en el Hove Court a la trascendencia de aquel instante, a las cinco y un minuto, en la Clínica de Maternidad Eskotene, a cinco millas de distancia, nacía Max Ronald Paul Redlich. Su primer berrido se produjo al unísono con un repentino estruendo en el cielo que sonó como la estampida de una manada de ñúes amenazados. Cuando la hermana Amy Patrick colocó al niño en la balanza y anotó su peso, de cinco libras y cuatro onzas, y aquel nombre tan largo y difícil de deletrear, sus vidriosos ojos revivieron levemente y ella habló de un milagro.

»Ni la sonrisa —exagerada para la ocasión— de la comadrona, agotada tras su tercera noche en vela, ni la eufórica evocación de un poder sobrenatural tenían nada que ver con el niño, como tampoco con la aliviada madre, cuyo acento, atroz para oídos sensibles, le había resultado tan molesto a la hermana Amy durante el difícil parto. El espontáneo entusiasmo de Amy Patrick era únicamente la expresión de un asombro comprensible por el hecho de que las pequeñas lluvias hubieran salvado a Nairobi, sin el correspondiente aviso en el parte meteorológico del día anterior, de una ola de calor nunca vista hasta entonces. La comadrona se sintió tan aliviada que, pese a la lamentable circunstancia de carecer de un público versado, sacó a relucir su humor inglés. Cuando le estaba poniendo el ombliguero al recién nacido, dijo con un suspiro de satisfacción: “Dios santo, el muchacho berrea como un inglesito”».

Aquella bendición del cielo fue extraordinariamente escasa para ser una estación de las lluvias tardía. A lo sumo, sería tema de conversación durante una semana y apenas alcanzaría para limpiar de polvo el plumaje de los pájaros más pequeños, los tejados de chapa ondulada y las ramas más altas de los espinos egipcios. No obstante, el hecho de que lloviera reafirmó a toda la gente de buena fe que había sacrificado voluntariamente su reposo nocturno en la creencia de que el nacimiento de Max Redlich era un suceso extraordinario y de que el niño podía ser portador de esperanzas para la segunda generación de refugiados.

Al principio, Regina y Owuor no se percataron de la llegada de Walter. No oyeron ni el fuerte empujón que le propinó a la puerta, que no cerraba bien, ni la imprecación que soltó al tropezar con el perro, que estaba dormido. Sólo salieron de su somnolencia, sobresaltados como dos soldados ante una repentina orden de ataque, al oír unas atronadoras arcadas procedentes de la cocina. Owuor le dio un puntapié a la puerta abierta con el que ni siquiera de joven habría arreado a un burro obstinado. Su bwana estaba arrodillado, lanzando ayes, ante un cubo herrumbroso al que se aferraba con ambas manos.

Regina corrió hacia su padre e intentó abrazarlo por detrás antes de que la decepción y el pánico la paralizaran. Cuando Walter notó los brazos de Regina en torno a su pecho, se levantó como un árbol que hubiera acusado la sed en sus raíces y sintiera justo a tiempo en sus hojas las gotas de agua que habían de salvarlo.

—Ha llegado Max —jadeó—. Esta vez Dios ha sido bueno con nosotros.

Reinó el silencio hasta que la cenicienta piel de Walter se tiñó de nuevo de aquel tenue beige que tan bien le sentaba a su uniforme. Regina dejó que las palabras de su padre se entretuvieran demasiado tiempo en sus oídos, de modo que no pudo hacer más que obligar a su cabeza a describir pequeños movimientos uniformes. Tardó treinta penosos segundos en sentir el vivificador torrente de lágrimas.

Cuando por fin logró abrir los ojos, vio que también Walter estaba llorando; arrimó su cara a la de él para compartir largamente la cálida savia salada de la alegría.

—Max —dijo Owuor. Sus dientes relucían como velas nuevas en la oscura estancia—. Ahora tenemos un bwana kidogo —rió.

De nuevo nadie dijo nada. Pero luego Owuor repitió el nombre una vez más, pronunciándolo con tanta nitidez como si lo conociera de toda la vida, y entonces el bwana le dio una palmada en el hombro. Al hacerlo, se echó a reír como el día en que huyeron las langostas y lo llamó rafiki.

La suave y dulce palabra para amigo, que Owuor sólo podía saborear con orgullo cuando el bwana la decía bajito y un tanto ronco, voló hacia sus oídos como una mariposa en un día caluroso. Aquellos sonidos caldearon su pecho y borraron el miedo de la larga noche, esculpido con un cuchillo demasiado afilado.

—¿Ya has visto al niño? —quiso saber—. ¿Tiene dos ojos sanos y diez dedos? Un niño ha de parecerse a un monito.

—Mi hijo es más hermoso que un mono. Ya lo he tenido en mis brazos. Hoy por la tarde lo verá la memsahib kidogo. Owuor, he preguntado si podía llevarte con nosotros, pero en el hospital las hermanas y el médico me han dicho que no. Quería que estuvieras presente.

—Puedo esperar, bwana. ¿Lo has olvidado? He esperado cuatro estaciones de las lluvias.

—¿Con tal exactitud sabes cuándo murió el otro niño?

—Tú también lo sabes, bwana.

—A veces tengo la sensación de que Owuor es el único amigo que tengo en esta maldita ciudad —dijo Walter de camino al hospital.

—Un amigo basta para toda una vida.

—¿De dónde has sacado eso? ¿De tu estúpida hada inglesa?

—De mi estúpido Dickens inglés, pero el señor Slapak también es un poco tu amigo. Te ha prestado su coche. Si no, ahora tendríamos que ir en autobús.

Regina arrancó un trocito del relleno de los desgastados asientos y le hizo cosquillas a Walter en el brazo con la dura punta de la crin de caballo. Nunca había visto a su padre al volante de un coche y, a decir verdad, ni siquiera tenía idea de que supiera conducir. Estaba a punto de decírselo, pero temió, sin que pudiera explicarse el motivo, que el comentario pudiera ofenderlo, de modo que en su lugar observó:

—Conduces muy bien.

—Ya conducía cuando aún nadie contaba contigo.

—¿En Sohrau? —preguntó obediente.

—En Leobschütz. El Adler de Greschek. Dios mío, si Greschek supiera qué día es hoy.

El traqueteante Ford ascendía la colina gemebundo, dejando tras de sí espesas nubes de fina arena rojiza. El coche no tenía cristales ni en el lado izquierdo ni en la parte delantera, y en el oxidado techo había grandes agujeros por los que entraba un sol abrasador. El calor, con sus veloces alas, y el sofocante viento arañaban la piel volviéndola roja. Regina se sentía como en aquel jeep en que Martin había ido a buscarla para pasar las vacaciones. Vio los oscuros bosques de Ol’ Joro Orok con una nitidez que hacía tiempo no recordaba, y luego una cabeza de rubio cabello y ojos claros de los que salían volando pequeñas estrellas que se perdían a lo lejos.

Por unos momentos disfrutó del pasado con igual regocijo que del presente, pero un repentino ardor en la nuca le devolvió aquel doloroso anhelo que creía devorado para siempre por los días de espera. Mascó aire para liberar a sus ojos de aquellas imágenes que ya no podía volver a ver y a su corazón de aquella aflicción que tan poco casaba con su embriagadora felicidad.

—Te quiero mucho —susurró.

La Clínica de Maternidad Eskotene, un edificio blanco de sólida construcción con ventanas de cristal azul celeste y esbeltas columnas en el pórtico por las que trepaban rosas del color del cielo a la caída del sol, se hallaba en un parque con un estanque en el que se distinguían carpas doradas entre los nenúfares y una cuidada alfombra de tupida hierba verde. Los altos cedros, sobre cuyas ramas los mirlos metálicos desplegaban su plumaje de un azul resplandeciente formando pequeños abanicos, aún vaheaban tras la lluvia de la mañana. Ante el portón de la verja de hierro había un áscari de anchas espaldas con uniforme azul marino y un grueso palo de madera que sostenía con ambas manos. Un lebrel irlandés color café de barba gris yacía dormido a sus pies.

La costosa clínica privada se mostraba reacia a ayudar a los hijos de los refugiados a iniciar su andadura en la vida, y a este respecto el doctor Gregory, por lo demás siempre dispuesto a transigir, no se avenía a razones. Por principio, no atendía a ninguna paciente en el Hospital General, en el que los médicos tenían que atravesar los pasillos en que se encontraban las unidades para negros antes de llegar a la sección de los europeos. Durante el embarazo sus honorarios habían acabado con todos los ahorros que Jettel había acumulado con su empleo en el Horse Shoe, y la factura del parto y la estancia en el Eskotene se llevaría seguramente la paga extraordinaria que le correspondía a un sargento por el nacimiento de un hijo.

Pese a todo, el doctor Gregory hacía gala de una simpatía y un esmero intachables incluso con aquellas pacientes que no podían permitirse pagar sus honorarios y que no se correspondían con su categoría, alcanzada con el sudor de su frente. Tal como relató él mismo con aire risueño en su círculo íntimo, no sin cierto asombro ante aquel talante tan tolerante, nunca visto hasta la fecha, incluso se había acostumbrado a la pronunciación de Jettel. Cada vez que la examinaba, se sorprendía luego arrastrando la erre durante algún tiempo de un modo ciertamente absurdo.

Pero, sobre todo, no dejó que aquel extraño personaje advirtiera en su distinguida consulta que para sufragar la fuerte suma restante que le correspondía había recurrido, con total discreción y aludiendo a la edad de Jettel y a las complicaciones que cabía esperar durante el embarazo y el parto, a la Comunidad Judía de Nairobi. Al fin y al cabo, hacía años que estaba en la junta directiva con el anciano Rubens y nunca había vacilado en declarar públicamente su adhesión al judaísmo, ni siquiera cuando cambió su nombre, de origen polaco, por la versión inglesa, más fácil de pronunciar.

El doctor Gregory, que visitaba a sus pacientes dos veces al día porque el Eskotene le quedaba de camino al campo de golf y poseía desde joven un talento especial para combinar las obligaciones y las aficiones, estaba con Jettel cuando apareció Walter con Regina. Al verlo, los dos se quedaron indecisos en la puerta. La torpeza de ambos, la turbación del padre, que de inmediato se trocó en un atribulado servilismo, y la hija, con el cuerpo de una niña y un rostro que parecía cincelado por vivencias demasiado prematuras, conmovieron al médico.

Se preguntó, algo aturdido por una vergüenza que lo irritaba más de lo que le agradaba, si no debería haberse preocupado más de la suerte de aquella pequeña familia que, en su palpable unión, la cual se le antojaba grotescamente anticuada, le recordaba a los relatos de su abuelo. Hacía años que no pensaba en aquel anciano que, en su pequeño y húmedo piso del East End londinense, solía apelar un tanto fastidiosamente a las mismas raíces de las que el ambicioso estudiante de medicina había intentado librarse tan tenazmente. Con todo, la emoción fue demasiado efímera para dejarse vencer por ella.

-Come on! —exclamó, pues, a un volumen un poco exagerado que se había acostumbrado a utilizar expresamente con las gentes del continente, sedientas de cordialidad, para luego añadir, en voz más queda e incluso algo tímida y con un sentimiento de comunión que sólo podía explicarse con sentimentalismo—: Massel tow. —Le dio unas palmaditas a Walter en la espalda, acarició distraído la cabeza de Regina, rozando con su mano la mejilla de la niña, y abandonó a toda prisa la habitación.

Sólo cuando el médico cerró la puerta tras de sí vio Regina apoyada en el brazo de Jettel una diminuta cabecita con una corona de pelusilla negra. Oyó, como salida de una niebla que se tragara los sonidos, la respiración de su padre y, a continuación, un leve gimoteo del recién nacido y a Jettel acallando al bebé con tentadores arrullos. Regina deseaba echarse a reír a carcajadas o al menos dar gritos de alegría como sus compañeras cuando ganaban un partido de hockey, pero de su boca sólo salió un ruido gutural que le pareció francamente mezquino.

—Ven —dijo Jettel—, te estábamos esperando.

—Sujétalo bien, no podemos permitirnos hacer uno nuevo —le advirtió Walter, poniéndole el niño a Regina en los brazos—. Éste es tu hermano Max —anunció con una voz extraña, solemne—. Ya le he oído gritar esta mañana temprano. Sabe exactamente lo que quiere. Cuando sea mayor te cuidará bien. No como yo a mi hermana.

Max había abierto los ojos. Iluminaban de azul un semblante que tenía el color de las mazorcas tempranas de Rongai, y su piel olía dulce como el poscho recién hecho. Regina rozó la frente de su hermano con la nariz para apoderarse del aroma. Estaba segura de que nunca en la vida volvería a sentir tal borrachera de felicidad. En ese instante le dijo un último adiós a su hada, a la que ya no tendría que molestar nunca más. Fue una despedida breve, sin pena ni titubeos.

—¿No quieres decirle nada?

—No sé en qué idioma hablar con él.

—Aún no es un refugiado en toda regla y no se avergonzará de oír su lengua materna.

Jambo —musitó Regina—, jambo, bwana kidogo. —Se asustó al darse cuenta de que la felicidad había adormecido su atención a las palabras que atemorizaban a su padre. El arrepentimiento hizo palpitar su corazón—. ¿De verdad es mío? —preguntó cohibida.

—De todos nosotros.

—Y también de Owuor —añadió Regina pensando en las conversaciones de la noche.

—Pues claro, siempre que Owuor pueda quedarse con nosotros.

—Hoy no —repuso Jettel enojada—, hoy sí que no.

Regina se tragó la pregunta que la curiosidad intentaba deslizar en su boca.

—Hoy sí que no —le explicó a su nuevo hermano, pero sólo pronunció las palabras mágicas mentalmente, y convirtió la risa que le arañaba la garganta en agudos sonidos de alegría para que ni el padre ni la madre se enteraran de que su hijo ya estaba aprendiendo la lengua de Owuor.

Owuor permaneció sentado ante la cocina con la cabeza entre las manos y el sueño bajo los párpados hasta la puesta de sol, antes de oír el coche, que chillaba más que un tractor maltratado por el barro y las piedras. Como el bwana tenía que devolverle primero el coche al tunante de Slapak, su espera aún tardaría un rato en concluir, pero él nunca había contado las horas, sólo los días buenos. Movió lentamente un brazo, y después un poco la cabeza, en dirección a la figura que estaba apoyada contra la pared detrás de él, y siguió dormitando satisfecho.

A Slapak también le gustaba el sabor de la alegría. Precisamente porque, tras cuatro hijos —el último ya estaba empezando a gatear—, contemplaba el nacimiento de un retoño en su propia familia con la misma sobriedad que el almacén de su tienda de artículos de segunda mano, cuya prosperidad era extraordinaria desde que terminara la guerra, precisamente por eso ansiaba la dicha ajena. Cuando Walter y Regina fueron a devolverle las llaves del coche, los hizo pasar a su apretada sala de estar, que olía a pañales mojados y sopa de hierbas.

Si bien la mayor parte de la gente del Hove Court sólo veía en León Slapak al taimado comerciante que vendería a su propia madre si ello le reportara el menor beneficio, en el fondo era un hombre piadoso para el que los favores con los que a otros colmaba eran la confirmación de que Dios quería el bien de los hombres buenos. Y a él siempre le había gustado aquel humilde y amable soldado de uniforme extranjero cuyos ojos delataban que sus heridas no las había recibido en el campo de batalla, sino en la lucha con la vida. Slapak siempre saludaba a Walter cuando lo veía, y le complacía la gratitud con que éste le devolvía el saludo, la cual le recordaba a los hombres de su tierra.

De modo que Slapak, al que sus vecinos despreciaban, llenó de vodka un vaso que previamente limpió a conciencia con su pañuelo, se lo puso a Walter en la mano, bebió él mismo un trago de la botella y soltó una retahila de palabras de las que Walter no entendió ni una. Era la mezcolanza habitual de los refugiados del Este; constaba de expresiones en polaco, yidish e inglés que a Walter, cuanto más lo agasajaba Slapak con su ardiente corazón y su refrescante alcohol, más le recordaban a Sohrau, ya que Slapak desistió pronto de sus esfuerzos con el inglés, y después también con el yidish, y empezó a hablar únicamente en polaco. Por su parte, Slapak, al oír a Walter chapurrear el escaso polaco que recordaba de su infancia, se alegró tanto como si acabara de hacer un lucrativo negocio del todo inesperado.

Fue una noche de complicidad entre dos hombres entregados a unos recuerdos que procedían de dos mundos muy distintos, pero que compartían las raíces comunes del dolor. Dos padres que no pensaban en sus hijos, sino en el deber de hijos que no habían podido cumplir. Aunque su invitado tenía su misma edad, Slapak lo despidió poco antes de medianoche con la antigua bendición de los padres. Después le regaló a Walter un cochecito que él mismo volvería a necesitar a lo sumo en un año, un paquete de pañales hechos jirones y un vestido de terciopelo rojo para Regina, aunque para llenarlo a ésta le faltaban varios kilos y otros tantos centímetros.

—He celebrado el nacimiento de mi hijo con un hombre con el que no puedo hablar —suspiró Walter en el breve trayecto que los separaba de su apartamento. Le dio un empujón al cochecito. Las ruedas, con la goma resquebrajada, crujieron en el empedrado—. Tal vez algún día pueda reírme de ello.

Tenía la necesidad de explicarle a Regina por qué, pese a la reconfortante sensación de calidez, consideraba la visita a Slapak como un símbolo de su disgregada vida, pero no sabía cómo.

También Regina estaba en ese momento ordenándole a su cabeza que contuviera aquellos desconcertantes pensamientos que no debía manifestar, pero entonces dijo:

—No me entristecerá si ahora quieres a Max más que a mí. Ya no soy una niña.

—¿Cómo se te ocurre semejante tontería? Sin ti no habría aguantado todos estos años. ¿Acaso crees que puedo olvidar eso? Menudo padre sería. Nunca he podido darte más que amor.

—Ha sido enough. —Regina lamentó no haber logrado encontrar a tiempo la palabra alemana. Echó a correr tras el cochecito como si fuera importante cogerlo antes de que llegara a los eucaliptos, lo paró, regresó corriendo hacia su padre y lo abrazó. El olor a alcohol y tabaco que emanaba de su cuerpo y la sensación de seguridad que bullía en el suyo se fundieron en un torbellino que la dejó aturdida. —Te quiero más que a todas las personas del mundo —le dijo.

—Yo a ti también, pero eso no se lo diremos a nadie. Nunca.

—Nunca —prometió Regina.

Owuor estaba tan erguido ante la puerta como el áscari del palo en el hospital.

Bwana, ya he encontrado un aja —anunció, el orgullo tiñendo su voz.

—¿Un aja? Eres tonto, Owuor. ¿Qué vamos a hacer con un aja? Nairobi no es como Rongai. En Rongai, el bwana Morrison pagaba al aja. Ella vivía en su granja. En Nairobi he de ser yo quien pague al aja. Y no puedo. Sólo tengo dinero suficiente para ti. No soy rico. Eso ya lo sabes.

—Nuestro niño es tan bueno como los demás —replicó Owuor—. Ningún niño puede estar sin aja. La memsahib no puede pasear por el jardín con un cochecito tan viejo. Y yo no puedo trabajar para un hombre que no tiene un aja para su hijo.

—Tú eres el gran Owuor —se burló Walter.

—Ésta es Chebeti, bwana —explicó Owuor, guarneciendo con paciencia cada una de las cuatro palabras—. No tienes que darle mucho dinero. Ya se lo he contado todo.

—¿Qué le has contado?

—Todo, bwana.

—Pero si no la conozco.

—Yo la conozco, bwana. Eso es suficiente.

Chebeti, que estaba sentada delante de la puerta de la cocina, se puso en pie. Era alta y delgada, llevaba un amplio vestido azul que le cubría los pies desnudos y colgaba de sus hombros como una capa floja. En la cabeza lucía un pañuelo blanco a modo de turbante. Tenía los movimientos lentos y elegantes de las jóvenes del clan de los jaluo, su porte seguro. Cuando Walter le tendió la mano, ella abrió la boca, mas no dijo nada.

Regina no estaba ni siquiera lo bastante cerca como para ver en la oscuridad el blanco de aquellos ojos extraños, pero se dio cuenta de que la piel de Chebeti olía igual que la de Owuor, como dik-diks a mediodía en la alta hierba.

—Chebeti será una buena aja, papá —aprobó Regina—. Owuor sólo duerme con mujeres buenas.