XVII

Después de la guerra, incluso en los círculos conservadores de la colonia, la tolerancia y la apertura al mundo se consideraban concesiones inevitables a los nuevos tiempos por los que tantos sacrificios había tenido que hacer el Imperio. Con todo, los tradicionalistas estaban unánimemente de acuerdo en que, a ese respecto, sólo el buen sentido británico de la proporción era capaz de protegerlos de exageraciones precipitadas y, por desgracia, también de muy mal gusto. Así pues, en sus conversaciones con los preocupados padres, Janet Scott, la directora del Instituto para chicas de Kenia, mencionaba de pasada que el internado de su colegio, a diferencia del instituto asociado para alumnos externos, de mucho menor prestigio social, sólo admitía un exiguo número de hijos de refugiados. El elevado nivel del internado, baluarte de los viejos ideales, se propaló a gran velocidad por sí solo precisamente en una época de auge social que tendía a apostar más por los sentimientos que por la razón.

Sólo en el círculo íntimo de quienes compartían su parecer recordaba la señora Scott, con un leve arrebol que delataba su orgullo, haber solucionado tan difícil problema con elegancia. Las alumnas que vivían a menos de cincuenta kilómetros del colegio sólo podían acudir al renombrado internado a petición y en circunstancias especiales. Las demás chicas únicamente podían ser admitidas como alumnas externas y no eran consideradas miembros de pleno derecho de la comunidad escolar ni por el profesorado ni por sus compañeras.

Sólo se hacían excepciones, saltándose la norma a la hora de admitir a chicas en el internado, cuando sus madres eran exalumnas del centro o sus padres resultaban ser patrocinadores generosos. Eso ofrecía garantía suficiente de que las cosas se mantendrían en el equilibrio que tanto apreciaban los arrogantes tradicionalistas. La solución de adaptarse a la nueva situación sin perder de vista la esencia del elemento conservador era considerada por sus partidarios tan diplomática como práctica.

«Es curioso —solía reflexionar la señora Scott a un volumen admirado por su osadía— que precisamente los refugiados sean tan proclives a amontonarse en la ciudad y, por ende, en su mayor parte no tengan la posibilidad de entrar en el internado. Dada su enorme susceptibilidad, es probable que esos pobres diablos se consideren en cierto modo discriminados, pero ¿qué podemos hacer nosotros para ayudarlos?». Sólo cuando la directora se encontraba realmente segura entre los suyos y a salvo de los molestos malentendidos de las nuevas modas, maravillaba a cuantos la escuchaban con su opinión, expresada de forma objetiva y reparadora, sin sarcasmos gratuitos, de que por fortuna algunas personas eran más hábiles que otras en el trato con las denominadas discriminaciones.

En los dos meses que llevaba de alumna externa, sin ese prestigio social que en la vida escolar de la colonia tenía aún más peso que en cualquier otro sitio, Regina sólo había visto a Janet Scott una vez y de lejos. Fue en la ceremonia celebrada en el salón de actos con motivo de la capitulación de Japón. De comportarse con la discreción que con mayor motivo era de esperar en las alumnas externas, apenas sí existía la necesidad de conocer más de cerca a la directora.

Con todo, la obligada distancia no atenuaba en modo alguno el aprecio que Regina sentía por la señora Scott. Más bien al contrario. Le estaba inmensamente agradecida a la directora del colegio —que no exigía de ella más que la limitada autoestima a la que de todos modos estaba acostumbrada— por un reglamento que la preservaba de una condena aún mayor, la de la odiosa vida en el internado.

También Owuor le debía a la desconocida señora Scott su permanente euforia. Disfrutaba cada día de la posibilidad de ir al mercado con dos kikapus en lugar de con una diminuta bolsa y no tener que bajar los ojos ante los chicos de las memsahib ricas, de volver a cocinar en grandes cacerolas y, sobre todo, de mantener los oídos bien abiertos a las vivencias de tres personas, como en los mejores tiempos de la granja. Por la noche, antes de llevar la comida de la minúscula cocina a la sala de la mesa redonda y la hamaca en que dormía la pequeña memsahib, decía con la intensa satisfacción de un cazador con suerte: «Ya no somos gente cansada de safari».

Tan pronto Regina saboreaba el primer bocado de comida, llenaba la cabeza de Owuor y su propio corazón de un regocijo siempre embriagador repitiendo la hermosa frase con la cadencia precisa de una voz satisfecha. De noche, en el estrecho columpio de su cama, seis días a la semana convertía aquella magia en un verboso agradecimiento al generoso dios Mungo, que tras tantos años de anhelo y desesperación por fin había escuchado sus plegarias. Las dos horas de autobús antes y después de clase le parecían un precio ínfimo por la certeza de que nunca más tendría que separarse de sus padres durante tres largos meses.

Antes de que saliera el sol, antes aun de que se encendieran las primeras lámparas en las bajas casitas del servicio, se montaba con su padre en el abarrotado autobús que iba a la avenida Delamare, y allí en otro aún más repleto que salía de la ciudad y sólo utilizaban los nativos. Tras numerosas instancias al capitán McDowell, que tenía cuatro hijos en Brighton, abundantes y nostálgicos recuerdos de una vida en familia y una permanente escasez de espacio para sus hombres en los barracones de Ngong, Walter obtuvo permiso para pernoctar en casa en el sexto mes de embarazo de Jettel.

Todos los días acudía a su puesto en el servicio de correos e información de su unidad y no regresaba al Hove Court hasta el anochecer, tan sólo los viernes llegaba a tiempo, la mayor parte de las veces, de acompañar a Regina a la sinagoga. En un principio, cuando su padre retomó la tradición de su infancia con la misma naturalidad que si nunca hubiera renegado de ella para siempre en la desesperación del destierro, Regina pensó que lo único que le importaba era rogar por el bienestar del niño en el lugar adecuado.

«Se trata de ti —le dijo sin embargo su padre—, debes saber cuál es tu sitio. Ya va siendo hora». Regina no se atrevió a pedir la explicación que ansiaba, pero, sea como fuere, los viernes suprimió sus conversaciones nocturnas con Mungo.

Un viernes de diciembre, aun antes de llegar a los limoneros que había tras las palmeras, Regina oyó a su padre hablando exaltado. Ni siquiera tuvo tiempo de oler el caldo de gallina y el pescado dulce de aquellos apartamentos cuyos inquilinos todavía no hablaban exclusivamente inglés entre ellos y habían pasado a sacrificar el sabat a sus agotadores esfuerzos de adaptación. A decir verdad, no era habitual que su padre estuviera de vuelta tan temprano, si bien tampoco contradecía por principio todas sus experiencias anteriores. De modo que, en principio, no tenía motivo para estar intranquila.

Pese a ello, echó a correr por el jardín más deprisa que de costumbre y decidió tomar el atajo que conducía al apartamento por entre los hormigueros. El miedo fue más veloz que sus piernas, descendió a toda prisa de la cabeza al estómago y permitió que sus ojos contemplaran las imágenes que no querían ver. Cuando Regina salió del angosto agujero del frondoso seto de las espinas, la puerta de la cocina estaba abierta. Encontró a sus padres en un estado que no conocía por experiencia, pero del que lo sabía todo. Aunque la tarde aún conservaba el calor abrasador del día y a su madre le costaba moverse en el húmedo aire más de lo habitual, a Regina le pareció que sus padres habían estado bailando.

Durante un instante lleno de deseo, Regina creyó que el gran milagro de Ol’ Joro Orok se había repetido y que Martin había llegado de visita tan inesperadamente como en los días en que aún era un príncipe. Su corazón acezaba en su interior y su fantasía galopaba hacia un futuro tejido con un manto de estrellas doradas con piedras de un resplandeciente rojo rubí en las puntas. Entonces vio en la mesa redonda un sobre amarillo con muchos sellos. Regina trató de leer el texto que había entre las líneas onduladas del matasellos, pero, aunque todas las palabras estaban en inglés, ninguna de ellas tenía sentido. Al mismo tiempo se dio cuenta de que la voz de su padre era tan aguda como la llamada de un pájaro que siente ' las primeras gotas de lluvia en las alas.

—¡Ha llegado la primera carta de Alemania! —gritó Walter. Tenía el rostro enrojecido, pero sin miedo; los ojos, límpidos, iluminados por minúsculos destellos.

Expedida como correo militar de las fuerzas de ocupación de la zona británica, la carta iba dirigida a «Walter Redlich, farmer in the surrounding of Nairobi» y la enviaba Greschek. Owuor, que había ido a recogerla a la oficina del Hove Court y había desencadenado sin sospecharlo la alegría que aún horas más tarde llameaba como un incendio en el matorral, pronunciaba ya tan bien aquel apellido que la lengua apenas se le quedaba pegada entre los dientes.

—Greschek. —Rió, dejó el sobre en la hamaca y observó atentamente cómo la fina envoltura se balanceaba como si fuera uno de aquellos barquitos que viera una vez en Kisumu siendo joven—. Greschek —repitió, haciendo que también su voz se tambaleara.

—¡Josef lo ha conseguido! —exclamó Walter lleno de entusiasmo, y sólo entonces se percató Regina de que las lágrimas le resbalaban por la barbilla—. ¡Se ha salvado! No me ha olvidado. ¿Sabes quién es Greschek?

—Greschek contra Krause —recordó Regina con alegría. De pequeña creía que aquella frase encerraba la mayor magia del mundo. No tenía más que decirla y su padre se echaba a reír. Era un juego maravilloso, pero un buen día comprendió que, cuando se reía, su padre parecía un perro apaleado. Después de eso enterró en el fondo de su cabeza aquellas tres palabras cuyo significado jamás llegó a entender—. He olvidado lo que quiere decir —continuó, cohibida—. Pero siempre decías eso en Rongai. Greschek contra Krause.

—Tal vez tus profesores no sean tan tontos. A decir verdad pareces una niña muy lista.

El halago acarició suavemente el oído de Regina, tranquilizándola. Se paró a pensar satisfecha cómo podía hacer que el aplauso recién cosechado desembocara en una gran ovación sin parecer vanidosa.

—Fue contigo hasta Roma cuando tuviste que marcharte de tu patria —se le ocurrió por fin.

—Hasta Génova, Roma no tiene puerto. ¿Es que no os enseñan nada en el colegio?

Walter le tendió la carta a Regina. Ésta vio que a su padre le temblaba la mano y comprendió que esperaba de ella la misma agitación que sacudía su cuerpo. Sin embargo, al contemplar la delgada caligrafía con sus arcos y sus picos, que le pareció la escritura de los mayas que había visto hacía poco en un libro, no consiguió reprimir la risa a tiempo.

—¿Tú también escribías así cuando eras alemán? —preguntó sin dejar de reír.

—Soy alemán.

—¿Cómo va a leer la Sütterlin[18]? —le increpó Jettel, acariciando la frente de Regina y llevándose en su mano la turbación. Tenía la mano caliente, el rostro le ardía y la bola de su vientre se movía de un lado a otro—. También el niño está excitado, Regina. —Rió. —No ha parado de patalear como un loco desde que llegó la carta. Dios mío, quién habría pensado que pudiera ponerme tan nerviosa una carta de Greschek. No te puedes hacer una idea de lo curioso que era. Pero también era una de las pocas personas decentes de Leobschütz. No soporto que se hable mal de él. Nos envió a su Grete para que nos ayudara a hacer las maletas cuando yo ya no sabía dónde tenía la cabeza. Nunca lo he olvidado.

Sumergidos en un pasado que volvía a ser presente gracias a una única carta, Walter y Jettel se recluyeron en un mundo donde sólo había sitio para ellos dos. Estaban sentados muy juntos en el sofá, cogidos de la mano, pronunciando nombres, suspirando y empapándose de nostalgia. Juntos sólo tenían diez dedos cuando empezaron a discutir si Greschek tenía la tienda en la calle de Jägerndorf y la casa en la calle Troppau o viceversa. Walter no era capaz de convencer a Jettel y ella tampoco a él, pero sus voces seguían siendo dulces y alegres.

Finalmente convinieron en que, sea como fuere, el doctor Müller tenía la consulta en la calle Troppau. Durante unos instantes de peligro, y precisamente por causa del doctor Müller, las amables llamas del buen humor amenazaron con convertirse en el fuego habitual de las ofensas no olvidadas. Jettel sostenía que él había tenido la culpa de su neumonía tras el nacimiento de Regina, y Walter replicó enojado:

—No le diste la menor oportunidad y llamaste de inmediato al médico de Ratibor. Aún hoy me resulta embarazoso. Al fin y al cabo, Müller era miembro de mi asociación estudiantil.

Regina apenas se atrevía a respirar. Sabía que el doctor Müller podía desencadenar una guerra entre sus padres con la misma rapidez que una vaca robada entre los masai. No obstante, se percató aliviada de que esta vez las flechas con que se libraba la batalla no estaban envenenadas. No la encontraba tan desagradable como había esperado, e incluso se puso interesante cuando Walter y Jettel empezaron a discutir si el día era lo suficientemente señalado como para descorchar la última botella de vino de Sohrau, para la que seguían aguardando una ocasión especial. Jettel estaba a favor y Walter en contra, pero luego ambos cambiaron de opinión. Antes de que el enfado se colara en la habitación, dijeron los dos a la vez: «Será mejor que esperemos un poco, quizá todavía llegue un día mejor».

Mandaron a Owuor a la cocina a preparar café. Lo sirvió en la esbelta jarra blanca con rosas en la tapa y, mientras lo hacía, no paró de guiñar el ojo izquierdo, algo que en él siempre significaba que también estaba al tanto de aquellas cosas de las que no podía hablar. Cuando comprobó que, nada más ver la carta, el bwana y la memsahib se ponían locos de contentos, sacó la levadura para los panecillos que sólo sus manos sabían hacer tan redondos como los hijos de una luna mofletuda.

La memsahib no olvidó mostrarse asombrada al verlo aparecer con el plato lleno de diminutos panecillos calientes, y el bwana, en lugar de decir «senté sana» pestañeando tres veces rápidamente, le comunicó:

—Ven, Owuor, ahora vamos a leerle la carta a la memsahib kidogo.

Henchido del orgullo que calentaba su vientre sin necesidad de comer, y aún más su cabeza, Owuor se sentó en la hamaca. Se abrazó a su rodilla, dijo «Greschek» con voz cantarína y, en el último rayo de sol, alimentó sus oídos con la risa del bwana cuyo rostro era tan suave como el pelaje de una joven gacela.

—«Querido doctor —leyó Walter—, no sé si aún sigue con vida. En Leobschütz se contaba que se lo había comido a usted un león. Nunca he acabado de creérmelo. Dios no salvaría a un hombre como usted para que luego se lo comiera un león. He sobrevivido a la guerra. Grete también. Pero tuvimos que marcharnos de Leobschütz. Los polacos sólo nos dieron un día. Fueron aún peores que los rusos. Ahora vivimos en Marke. Es un pueblo muy feo del Harz. Más pequeño aún que Hennerwitz. Aquí nos llaman chusma polaca y gentuza del Este y piensan que sólo nosotros hemos perdido la guerra. No tenemos mucho que comer, pero sí más que otros, ya que también trabajamos más. Lo hemos perdido todo y queremos volver a abrirnos camino. Eso es algo que aquí les molesta bastante. Pero ya conoce a su Greschek. Grete recoge chatarra y yo la vendo. ¿Recuerda lo que siempre me decía?: Greschek, lo que hace usted con Grete no está bien. Pues me casé con ella cuando huimos, y ahora me alegro mucho de haberlo hecho.

»Hasta que estalló la maldita guerra, me acercaba a menudo a Sohrau y, por la noche, les llevaba alimentos a su señor padre y a su hermana. Las cosas les iban bastante mal. Grete rogaba por ellos todos los domingos en la iglesia. Yo no era capaz. Si Dios ha visto todo esto y no ha hecho nada, entonces tampoco habrá escuchado ninguna plegaria. Al señor Bacharach las SA lo molieron a palos en plena calle y luego se lo llevaron poco después de que usted se marchara de Breslau. No hemos vuelto a saber nada de él.

»Espero que esta carta llegue a África. Le he conseguido un casco de acero a un soldado inglés. Todos están locos por hacerse con esos chismes. El hombre hablaba algo de alemán y me prometió enviarle esta carta. Quién sabe si mantendrá su palabra. Nosotros aún no podemos enviar correo.

»¿Va a volver a Alemania? Aquella vez, en Génova, me dijo: Greschek, volveré cuando esos cerdos se hayan ido. ¿Qué podría hacer ahora entre los negros? Siendo como es abogado. Ahora los que no eran nazis consiguen buenos empleos y obtienen una vivienda más rápidamente que los demás. Si viene, Grete ayudará de nuevo a su señora con el traslado. Aquí en el oeste no trabajan tan bien como nosotros. Son todos unos vagos. Y además tontos. Si tiene tiempo, escríbame, por favor. Y salude de mi parte a su señora y a la niña. ¿Aún le tiene miedo a los perros? Atentamente, su viejo amigo Josef Greschek».

Cuando Walter hubo terminado de leer, sólo los cadenciosos ronquidos de Rummler arañaban un silencio espeso como la niebla de los bosques lluviosos. Owuor seguía sosteniendo el sobre en la mano y estaba a punto de preguntarle al bwana por qué un hombre enviaba sus palabras a un safari tan largo, en lugar de decirle al amigo las cosas que sus oídos llevaban tanto tiempo esperando. Pero vio que el bwana sólo estaba en la habitación en cuerpo, mas no en alma. El suspiro de Owuor al ponerse lentamente en pie para preparar la cena despertó al perro.

Más tarde, Walter dijo:

—Se acabó la mala racha. Tal vez pronto sepamos algo más de casa. —Pero su voz sonaba fatigada cuando añadió—: No volveremos a ver nuestro Leobschütz.

Se fueron todos a la cama antes de que en el jardín cesaran las voces de las mujeres, como si ésa fuera la costumbre los viernes y no otra. Durante un rato, Regina oyó a sus padres hablando al otro lado de la pared, pero entendía demasiado poco para seguirlos por un mundo de nombres y calles ajenos. La imagen de la extraña letra de Greschek la sacó del primer sueño, y luego fue como si los retazos de conversación de la habitación contigua tuvieran también arcos y picos y volaran raudos a su encuentro. La irritaba no poder defenderse y, aunque era viernes y a su conciencia le pesaba como una losa, habló largo rato con Mungo.

Al día siguiente, lo primero que mencionaron las noticias fue el extraordinario bochorno de Nairobi. El calor se revolvía como un león herido. Abrasaba la hierba, las flores y hasta los cactus, debilitaba los árboles, acallaba los pájaros, enloquecía a los perros y abatía a las personas. Ni siquiera en los espaciosos apartamentos de costosos cortinajes lo soportaban, se apiñaban todos en las exiguas sombras de los grandes árboles y rescataban de sus álbumes de fotos y sus recuerdos —con pudor, mas con una nostalgia tan desconcertante como ávida— imágenes enterradas hacía tiempo de invernales paisajes alemanes.

El último día del año 1945 hacía tanto calor que muchos hoteles indicaban primero el número de ventiladores del comedor y sólo entonces los platos que componían el menú del banquete. En Ngong ardían en el monte bajo los mayores incendios desde hacía años. En el Hove Court había restricciones de agua y ya no regaban las flores; incluso Owuor, que había crecido en el calor de Kisumu, tenía que secarse a menudo el sudor de la frente mientras cocinaba. No había duda de que la pequeña estación de las lluvias ya no llegaría y de que, antes de julio, no cabía esperar alivio alguno.

Jettel estaba demasiado agotada para quejarse. A partir del octavo mes de embarazo, se condenó a sí misma a una retirada absoluta de la vida y se volvió sorda a todo consuelo y a todos los buenos consejos. No había quien le quitara de la cabeza, que el aire de fuera era más llevadero que el de los espacios cerrados y ya a las ocho de la mañana corría a refugiarse bajo el guayabo de Regina. Aunque el doctor Gregory le decía que había engordado demasiado y que necesitaba hacer ejercicio, se pasaba horas sentada en la silla que Owuor le sacaba al jardín y cubría con pañuelos blancos con tanto esmero como si quisiera erigir un trono.

Las mujeres del Hove Court admiraban de tal modo la ocurrencia de Owuor que acudían al árbol a visitar a Jettel con tanta asiduidad como si realmente fuera una reina que sólo concediese audiencia a sus súbditos a determinadas horas. Sin embargo, eran pocas las que poseían la paciencia necesaria para escuchar sentimentalismos sobre el saludable invierno de Breslau, y muchas en cambio las que tenían la costumbre, insoportable para la sensibilidad de Jettel, de refugiarse lo antes posible en su propio pasado. Encontraba el lastre de la vida ajena aún más difícil de soportar que el permanente temor de que el calor pudiera dañar al niño y una vez más viniera al mundo muerto.

—Ya no soy capaz de concentrarme cuando alguien me cuenta algo —se lamentaba ante Elsa Conrad.

—Tonterías, eres demasiado vaga para escuchar. Despierta de una vez. También las demás tienen niños.

—Ya no puedo ni discutir como Dios manda —se quejó Jettel por la noche.

—No te preocupes —la consoló Walter—, ya podrás. Eso no lo has olvidado en ningún momento de tu vida.

Sólo cuando Regina volvía del colegio y se sentaba con ella bajo el árbol, emergía Jettel del estado entre soñolienta desesperación y profundo sueño. Únicamente el mundo de las hadas y los deseos cumplidos de Regina, al que no quería renunciar aunque su padre se burlara de ella tan pronto oía una palabra al respecto, y también su entusiasmo cuando describía la vida con el nuevo niño liberaban a Jettel de las molestias de su pesado cuerpo y forjaban de nuevo un fuerte vínculo con su hija, como ya hicieran durante el infortunado embarazo de Nakuru.

El último domingo de febrero devolvió a Jettel a la realidad con una violencia que nunca olvidaría. Por la mañana, el día no se diferenció en nada de los anteriores. Después de desayunar, Jettel se instaló bajo el árbol, suspirando, y Walter se quedó en el apartamento para escuchar la radio. A mediodía, Owuor, que por lo general nunca se alejaba de la memsahib, no respondió a ninguna de sus llamadas. Enfadada, Jettel mandó a Regina a la cocina por un vaso de agua, pero ésta no regresó. La sed dio paso de pronto a un ardor tan vehemente que Jettel resolvió levantarse. Se percató de que la desgana entumecía sus miembros y luchó en vano contra la pereza, que le parecía tan indigna como ridícula.

Lentamente, logró poner un pie delante del otro y esperó a cada paso que aparecieran Owuor o Regina para ahorrarle el resto del camino. Pero no vio a ninguno, de modo que supuso, exhausta a causa de una ira que la importunaba aún más que el breve trayecto sin sombra a lo largo del agostado seto espinoso, que los sorprendería a ambos en una de las numerosas conversaciones sobre la granja que a ella siempre le parecían una traición a su desvalido estado.

Al abrir la puerta de un empujón, vio a Owuor. Estaba de pie en la cocina, cabizbajo, y no pareció advertir la presencia de Jettel. Repitió varias veces «bwana» con una voz tan queda como si llevara rato hablando consigo mismo. En el dormitorio las cortinas estaban echadas. En el aire denso y la mortecina luz, los escasos muebles de la habitación parecían tocones en un paisaje desierto. Walter y Regina, ambos sorprendentemente pálidos y con los ojos rojos, estaban sentados en el sofá y permanecían abrazados como dos niños confusos.

Jettel se asustó tanto que no se atrevió a preguntar nada. Se quedó mirándolos fijamente. Sintió frío y al mismo tiempo fue consciente de que el fresco que tanto había anhelado le hería la piel como un montón de alfileres.

—Papá lo ha sabido todo este tiempo —sollozó Regina, aunque su sonoro llanto se tornó al punto un suave lamento.

—Cállate. Has prometido no decir nada. No debemos poner nerviosa a mamá. Eso puede esperar hasta que llegue el niño.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Jettel. Su voz sonó firme y, aunque la invadió una vergüenza que no alcanzaba a explicarse, se sintió más fuerte que en todas las semanas anteriores. Incluso se agachó junto al perro sin notar dolores en la espalda. Se llevó la mano al corazón, mas no percibió sus latidos. Estaba a punto de repetir la pregunta cuando vio que Walter trataba de ocultar, apresurada y torpemente, un papel en el bolsillo del pantalón.

—¿La carta de Greschek? —preguntó sin esperanza.

—Sí —mintió Walter.

—¡No! —exclamó Regina—. ¡No!

Fue Owuor el que obligó a su lengua a decir la verdad. Se apoyó en la pared y anunció:

—El padre del bwana ha muerto. Y su hermana también.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué significa todo esto?

—Owuor ya lo ha dicho. Sólo se lo he contado a él.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—La carta llegó unos días después de la de Greschek. Me la entregaron en mano en el campamento. Me alegré de que tuviera que pasar la censura militar por venir de Rusia, así no era preciso que os hablara de ella. No he llorado. No hasta hoy. Y precisamente tiene que pillarme Regina. Se la he leído. No quería, pero no me dejaba en paz. Dios mío, me avergüenzo tanto por la niña.

—Dámela —dijo Jettel en voz baja—. Tengo que saberlo.

Se acercó a la ventana, desdobló el amarillento papel, vio la letra de imprenta e intentó leer primero únicamente el nombre y la dirección del remitente.

—¿Dónde queda Tarnopol? —preguntó, aunque no aguardó a oír la respuesta. Era como si aún pudiera eludir el horror que se avecinaba con sólo negarse el tiempo para comprender lo ocurrido.

Jettel leyó en voz alto las palabras «Estimado doctor Redlich», pero luego su voz se refugió en el aislamiento del silencio y comprendió, con una impotencia estremecedora que ya no podía esperar clemencia de sus ojos.

«Antes de la guerra yo era profesor de alemán en Tarnopol —leyó—, y hoy tengo el triste deber de comunicarle la muerte de su padre y de su hermana. Conocí bien al señor Max Redlich. Él confiaba en mí, ya que conmigo podía hablar alemán. Traté de ayudarlo en todo cuanto estuvo en mi mano. Una semana antes de su muerte me dio su dirección. Entonces supe que quería que le escribiera en caso de que le pasara algo.

»Tras muchos peligros y terribles privaciones, su padre y su hermana lograron llegar a Tarnopol. Al comienzo de la ocupación alemana aún había esperanza para él y para la señorita Liesel. Permanecían ocultos en el sótano de la escuela y querían pasar a la Unión Soviética cuando se presentara la ocasión. Luego, el 17 de noviembre de 1942, dos soldados de las SS golpearon a su padre en plena calle hasta matarlo. Murió en el acto, dejó de sufrir.

»Un mes más tarde sacaron a la señorita Liesel de la escuela y se la llevaron a Belsec. No pudimos hacer nada por ella y tampoco hemos vuelto a tener noticias suyas. Fue el tercer transporte a Belsec. De allí no volvió nadie. No sé si sabe que la señorita Liesel se casó con un checo en la huida. El señor Erwin Schweiger era camionero y el ejército ruso lo obligó a alistarse. De modo que tuvo que abandonar a su padre y a la señorita Liesel.

»Su padre estaba muy orgulloso de usted y no cesaba de mencionarlo. Siempre llevaba en el bolsillo la última carta que usted le escribió. Cuántas veces la hemos leído y nos hemos imaginado lo a gusto y seguros que estarían usted y su familia en la granja. El señor Redlich era un hombre valiente y hasta el último momento mantuvo la fe en que volverían a verse. Que Dios se apiade de su alma. Me avergüenzo de toda la humanidad por tener que escribir esta carta, pero sé que en su religión el hijo reza una oración por el padre el día de su muerte. La mayoría de sus hermanos no podrá hacerlo. Si supiera que tal vez sea un consuelo para usted poder hacerlo, mi deber resultaría menos oneroso.

»Su padre siempre me decía que tenía usted buen corazón. Que Dios se lo conserve. No me escriba a Tarnopol. Aquí las cartas del extranjero traen problemas. Ruego por usted y por su familia».

Mientras aguardaba la llegada de las lágrimas que habían de redimirla, Jettel dobló la carta cuidadosamente, mas sus ojos seguían secos. La desconcertó no poder gritar, ni siquiera hablar; tuvo la sensación de ser un animal capaz de sentir únicamente el dolor físico. Se sentó, aturdida, entre Walter y Regina y se alisó la bata, empapada en sudor. Hizo un ligero movimiento, como si quisiera acariciarlos a ambos, pero no fue capaz de alzar la mano lo suficiente, de modo que se la pasó una y otra vez por el vientre.

Jettel se preguntaba si no sería pecado dar a luz a un niño que al cabo de unos años preguntaría por sus abuelos. Al mirar a Walter, supo que éste percibía su protesta, pues negaba con la cabeza. Con todo, la desamparada obstinación de Walter fue para ella un consuelo, y dijo, sin dejar que la desesperación debilitara su voz:

—Será niño, y ya sabemos cómo se llamará.