Regina dejó cuidadosamente el sombrero, azul marino en los primeros días de miedo y nostalgia, en el portaequipajes situado sobre los asientos de terciopelo marrón claro, y con un movimiento largamente ensayado alisó el áspero fieltro. Cuando se dejó caer en el sillón, tuvo que apretar firmemente la nariz y la boca contra la ventanilla para no echarse a reír. La costumbre de ocuparse primero de su sombrero y sólo entonces de sí misma le pareció ridícula en vista de los cambios que se avecinaban. Al final del trayecto, aquel sombrero, demasiado estrecho desde hacía años y descolorido por el sol y el aire salado del lago, no sería más que un sombrero como otro cualquiera.
La delgada cinta a rayas blancas y azules con el escudo Quisque pro ómnibus estaba casi nueva. La inscripción, bordada con grueso hilo de oro, resplandecía de forma llamativa en la pequeña mancha de sol que penetraba en el compartimiento. Para Regina fue como si el escudo se burlara de ella. Trató de hallar cobijo en la alegría que le provocaban las vacaciones, pero pronto cayó en la cuenta de que las ideas la rehuían y se sintió insegura.
Durante años había deseado en vano la cinta del sombrero del colegio de Nakuru para dejar de ser por fin una marginada en una sociedad que juzgaba a las personas por sus uniformes y a los niños por los ingresos de sus padres, y entonces había conseguido la cinta por su decimotercer cumpleaños, casi demasiado tarde. Tan pronto la locomotora entrara en Nairobi, Regina no volvería a necesitar ni el sombrero ni la cinta. El colegio de Nakuru, que había devorado el salario de su padre como los voraces monstruos de las leyendas griegas a sus indefensas víctimas, tan sólo sería su colegio durante unas pocas horas.
Después de las vacaciones, Regina iría al Instituto para chicas de Kenia, en Nairobi, y sabía de sobra que odiaría el nuevo colegio de igual modo que el viejo. Volverían a empezar de nuevo las pequeñas vejaciones que se iban acumulando a lo largo del día hasta convertirse en un gran suplicio: profesoras y alumnas incapaces de pronunciar su nombre que torcían el gesto al hacerlo como si cada una de las pequeñas sílabas les produjera el mayor de los dolores; los infructuosos esfuerzos por jugar bien al hockey o, al menos, por recordar las reglas y fingir que era importante para una negada en deportes a qué portería iba a parar la bola; el tormento de estar entre las mejores de la clase o, peor aún, de ser nuevamente la primera de la clase; lo más opresivo, empero, era tener y querer a unos padres con un acento que negaba a cualquier niño la posibilidad de formar parte discreta pero plena de la comunidad escolar.
Era una suerte, cavilaba Regina mientras contemplaba absorta el cuero arañado de su maleta, que Inge, la única amiga que había encontrado y deseado en los cinco años que había pasado en Nakuru, también fuera a ir al colegio de Nairobi. Inge ya no llevaba el traje bávaro; afirmaba sin rubor alguno que sólo hablaba un idioma, el inglés, y se avergonzaba sobremanera de tener un apellido alemán. No obstante, Inge seguía prefiriendo con mucho el queso fresco casero que su madre le enviaba para la hora del té a las acres galletas de jengibre por las que se pirraban los niños ingleses, y continuaba besando a sus padres cuando hacía tiempo que no los veía, en lugar de darles a entender con un leve gesto que había aprendido a dominar sus sentimientos. Sobre todo, Inge nunca hacía preguntas estúpidas, como por qué Regina no tenía familia aparte de su padre y su madre o por qué nunca cerraba los ojos ni abría la boca mientras rezaban el avemaría en el salón de actos.
Al pensar en Inge, Regina lanzó un suspiro de alivio en dirección a la cortina marrón de la ventanilla. Asustada, miró alrededor para ver si alguien se había percatado. Sin embargo, las otras chicas que iban con ella a Nairobi para pasar las vacaciones estaban entretenidas con su futuro, sus vocecillas agitadas y sus relatos impregnados de esa arrogancia que les conferían la casa paterna y la lengua materna. Regina ya no envidiaba a sus compañeras. De todos modos ya no volvería a verlas. Pam y Jennifer se habían matriculado en un colegio privado de Johannesburgo, Helen y Daphne se irían a Londres, y a Janet, que no había aprobado el examen final del colegio de Nakuru, la esperaba una tía rica que criaba caballos en Sussex. Regina se permitió otro suspiro de alivio que esta vez profirió con deleite.
Supo que el tren ya había abandonado las sombras del bajo edificio de la estación por la deslumbrante claridad que inundó el compartimiento. Se alegró de estar sentada junto a la ventanilla y poder contemplar tranquilamente una vez más su antiguo colegio. Se sintió como un buey agotado al que desuncen del yugo demasiado tarde, y sin embargo tuvo la necesidad de despedirse sin prisas. No como en Ol’ Joro Orok, cuando abandonó la granja sin sospechar nada y sus ojos no pudieron aprovechar el tiempo por todos los días que vendrían después.
El tren avanzaba lenta, ruidosamente. En la bruma del incipiente calor diurno, los edificios blancos del colegio, que tanto habían amedrentado a Regina cuando tenía siete años que mucho tiempo después su único deseo seguía siendo desaparecer por un gran agujero como Alicia en el País de las Maravillas, se veían extremadamente luminosos sobre la colina de arena rojiza. Las casitas de tejados grises de chapa ondulada e incluso el edificio principal, con sus gruesas columnas, se le antojaron más pequeños y, en su familiaridad, más amables que el día anterior.
Aunque era consciente de que sólo alimentaba su mente con fantasía, Regina se imaginó que podía ver la ventana del despacho del señor Brindley y a él mismo agitando una bandera hecha de pañuelos blancos. Desde hacía meses la inquietaba la certeza de que lo echaría de menos, pero no sospechaba que su añoranza tardaría tan poco tiempo en brotar como el lino tras la primera noche de las grandes lluvias. El último día antes de las vacaciones el director la hizo llamar de nuevo. No dijo gran cosa, se quedó mirando a Regina como si buscara una palabra concreta que se le hubiera extraviado. Fueron los labios de Regina los que no pudieron contenerse. Regina sintió que la invadía de nuevo el calor al pensar cómo había roto el hermoso silencio y balbuceado:
—Le estoy muy agradecida, señor, le estoy muy agradecida por todo.
—No olvides nada —repuso Brindley, y puso cara de ser él y no ella quien tuviera que emprender un safari sin retorno. Luego murmuró—: Little Nell.
Y ella se apresuró a responder, pues le resultaba difícil tragar saliva:
—No olvidaré nada, señor. —Y añadió sin quererlo realmente—: No, señor Dickens.
Ambos se echaron a reír y tuvieron que carraspear a la vez. Por fortuna, Brindley, al que seguían sin gustarle los lloricas, no se dio cuenta de que a Regina se le habían anegado los ojos en lágrimas.
La certeza de que a partir de ese momento no habría ni un señor Brindley ni ninguna otra persona que conociera a Nicholas Nickleby, a la pequeña Dorrit o a Bob Cratchitt, y con toda seguridad tampoco a la pequeña Nell, le arañaba la garganta como un hueso de pollo atascado. Era la misma sensación que retumbaba en su cabeza cuando pensaba en Martin. Su nombre le vino a las mientes con demasiada prontitud. Apenas había llegado a sus oídos cuando la neblina de sus ojos se llenó de agujeros de los que salieron disparadas pequeñas y afiladas flechas.
Regina recordó con claridad el día que Martin fue a recogerla al colegio vestido de uniforme y cómo los dos fueron en el jeep hasta la granja y se tumbaron bajo el árbol poco antes de llegar. ¿Fue entonces cuando decidió casarse con aquel rubio príncipe encantado o acaso fue más tarde? ¿Seguiría pensando Martin en su promesa de esperarla? Ella había mantenido la suya y nunca lloraba al pensar en Ol’ Joro Orok; al menos, no lágrimas.
La idea de que un gran pesar pudiera devorar su tristeza era nueva para Regina, mas no le resultaba desagradable. El tren mecía sus sentidos y la trasladaba a un estado en que aún podía oír palabras sueltas, pero ya no era capaz de formar una frase con ellas. Cuando estaba explicándole a Martin que no se llamaba Regina, sino pequeña Nell, lo cual provocó en él aquella maravillosa risa que al cabo de tanto tiempo seguía haciendo arder sus oídos como el fuego, el primer vagón entró resoplando en Naivasha. El vapor de la locomotora envolvió la casita de color amarillo claro del jefe de estación en un velo blanco y húmedo. Hasta el hibisco de los muros perdió el color.
Escuálidas ancianas kikuyu con el vientre hinchado bajo un paño blanco, los ojos vidriosos y pesados racimos de plátanos sobre sus encorvadas espaldas golpeaban las ventanillas. Sus uñas les arrancaban el mismo sonido que el granizo a un depósito de agua vacío. Si aquellas mujeres querían hacer negocio, tenían que vender sus plátanos antes de que el tren se pusiese en marcha. Susurraban tan conjuradoras como si tuvieran que apartar a una serpiente de su presa. Regina trazó un amplio movimiento con su mano derecha para indicar que no tenía dinero, pero las mujeres no la entendieron. Entonces bajó la ventanilla y les gritó en kikuyu:
—Soy pobre como un mono.
Las mujeres se echaron a reír golpeándose el pecho con los puños y vociferando como los hombres cuando se sentaban solos por la noche ante las chozas. La más vieja, una mujer menuda maltratada por el clima y la vida con un resplandeciente pañuelo azul en la cabeza y sin un solo diente, aflojó la correa de cuero que ceñía sus hombros, dejó en el suelo el pesado racimo, arrancó un gran plátano verde y se lo tendió.
—Para el mono —le dijo, y las carcajadas de todos los que lo oyeron resonaron como el relincho de los caballos. Las cinco chicas del compartimiento miraban a Regina con curiosidad y se sonreían entre sí, pues se entendían sin palabras y se consideraban demasiado adultas para mostrar su desaprobación de otro modo que no fuera con la mirada.
Cuando la mujer deslizó el plátano por la ventanilla, sus rígidos dedos tocaron por un instante la mano de Regina. La piel de la anciana olía a sol, sudor y sal. Regina trató de retener en su nariz aquel olor tan familiar, tan largamente ansiado, todo el tiempo que le fue posible, pero cuando el tren se detuvo en Nyeri, del intenso recuerdo de los buenos tiempos no quedaba más que esa sal de afilados granos que oprimían los ojos como los minúsculos dudus chupasangre bajo las uñas de los pies.
En la estación de Nyeri había mucha gente con pesados fardos envueltos en mantas de colores y grandes cestas de sisal de las que surgían bolsas de papel marrón llenas de harina de maíz, trozos de carne sangrienta y pieles de animales sin curtir. Sólo faltaba una hora para llegar a Nairobi.
Las voces ya no tenían la melodiosa suavidad de las tierras altas. Eran sonoras y, pese a ello, difíciles de entender. Los hombres, que al igual que sus padres y abuelos antes que ellos iban gallina en mano arreando a sus mujeres —los fardos a rastras— como si fueran vacas camino de casa, llevaban zapatos en los pies y camisas tan coloridas como si hubieran recortado el arco iris tras una tormenta. Algunos jóvenes lucían relojes plateados en la muñeca y muchos portaban en la mano un paraguas en lugar de la habitual vara. Sus ojos se asemejaban a los de animales acorralados en una cacería, pero su paso era enérgico y uniforme.
Indias con un punto rojo en la frente y brazaletes que resplandecían como estrellas danzarinas incluso a la sombra ordenaban a negros silenciosos que subieran sus equipajes a los vagones, aun cuando sólo podían viajar en segunda. Soldados de piel clara vestidos de caqui, que pese a los años que llevaban en África seguían creyendo en la puntualidad de los horarios, subían precipitadamente a los vagones de primera. Al desfilar, iban cantando el éxito de la posguerra Don’t fence me in. El joven revisor indio les sujetaba la puerta sin mirarlos. La locomotora anunciaba la salida con un estridente silbido.
A la luz amarilla del sol de la tarde, que arrojaba sombras alargadas, las altas montañas que rodeaban Nyeri parecían gigantes inmóviles. Manadas de gacelas avanzaban dando saltos hacia las charcas de agua de un reluciente gris perla. Los babuinos trepaban arriba y abajo por los peñascos terrosos. El trasero de los vocingleros machos cabecillas era de un rojo luminoso. Las crías se aferraban al peludo vientre de sus madres. Regina los observaba con envidia y trataba de imaginarse que también ella era un monito con una gran familia, pero el juego de la infancia había perdido su magia.
Como le sucedía siempre al ver las primeras montañas de Ngong, empezaron a asaltarla las preocupaciones habituales: si su madre dispondría de tiempo para ir a buscarla a la estación o si tendría que ir a trabajar al Horse Shoe y enviaría a Owuor. Para Regina ' era algo muy especial cuando su madre tenía tiempo, pero también le encantaba intercambiar con Owuor, tras tres meses de separación, aquellas miradas, bromas y juegos de palabras que sólo ellos entendían. A pesar de todo, cuando empezaron las últimas vacaciones se sintió un tanto avergonzada al ver que sólo había ido a recibirla el chico. Experimentó satisfacción cuando comprendió que esta vez todo sería diferente y que cuando el tren llegara a Nairobi no tendría que volver a ver nunca más a sus antiguas compañeras.
Regina sabía perfectamente que su madre la atiborraría de albondiguillas de Kónigsberg[17] y le diría: «En este país de monos no hay alcaparras». Su plato favorito nunca llegaba a la mesa sin aquella lastimera frase y Regina tampoco olvidaba preguntar: «¿Qué son alcaparras?». Consideraba aquellas costumbres parte de su hogar, y cada vez que regresaba sus sedientos ojos y oídos bebían con deleite la prueba de que nada había cambiado en su vida. Pensar en sus padres, que siempre se esforzaban por hacer de su regreso un día especial, la emocionó aún más que otras veces. Era como si acariciara ya el cariño que esperaba. Recordó que en la última carta antes de las vacaciones su madre le había escrito: «Te vas a quedar de piedra cuando veas la sorpresa que te hemos preparado».
Para prolongar la expectación, Regina se había prohibido pensar en la sorpresa hasta que no viera la primera palmera, pero en la última parte del trayecto el tren iba más deprisa que en todo el viaje y entró en Nairobi con una brusquedad inesperada. Regina no tuvo tiempo de asomarse a la ventanilla como de costumbre. Fue la última en coger su maleta y tuvo que esperar a que bajaran las chicas de su compartimiento para buscar con la mirada quién había ido a recogerla. Por un breve instante que se le antojó eterno permaneció indecisa ante el tren y no vio más que un muro de piel blanca. Oía gritos excitados, pero no la voz que esperaban sus oídos. Sin respetar el intervalo entre tensión y miedo, Regina sintió la sacudida de la vieja duda de que su madre pudiera haber olvidado el día en que comenzaban sus vacaciones o de que Owuor hubiese salido demasiado tarde para llegar a tiempo a la estación.
Presa de un pánico que la avergonzaba, pues le parecía excesivo e indigno, pero que amenazaba con arrancarle el corazón, Regina cayó en la cuenta de que no tenía dinero para tomar el autobús al Hove Court. Decepcionada, se sentó en la maleta y se alisó la falda del uniforme con movimientos presurosos. Desesperanzada, obligó a sus ojos a vagar de nuevo en la distancia. Entonces descubrió a Owuor. Estaba tan tranquilo en el otro extremo del andén, casi delante de la locomotora: alto, confiado, sonriente y con la negra toga de abogado. Aunque sabía que Owuor iría a su encuentro, corrió hacia él.
Casi lo había alcanzado y ya había colocado entre la lengua y los dientes la broma que él esperaba, cuando se percató de que no estaba solo. Walter y Jettel, que se habían escondido tras un montón de tablones, se incorporaron lentamente y la saludaron con gestos cada vez más excitados. Regina dio un traspié y casi se cae sobre la maleta. La dejó en el suelo, siguió corriendo, extendió los brazos, y mientras corría pensó a quién debía abrazar primero. Decidió estrechar a sus padres con tanta fuerza que los tres se fundieran en uno solo. Tan sólo unos metros la separaban de ese viejo sueño que había dado por perdido hacía tiempo. Entonces se dio cuenta de que de sus pies nacían vigorosas raíces. Se detuvo asombrada: su padre era sargento y su madre estaba embarazada.
La mayor de las felicidades paralizó por un instante las piernas de Regina, pero de tal manera sus sentidos que cada aliento tenía melodía propia. Era como si no pudiera mantener los ojos abiertos por más tiempo sin destruir aquella embriagadora imagen. Mientras corría hacia Owuor, se hizo la oscuridad. Hundió la cabeza en la tela, ahora burda, de la desgastada toga, vio la piel de Owuor a través de sus numerosos agujerillos y olió el recuerdo que la devolvió a la niñez, oyó su corazón y se echó a llorar.
—Nunca olvidaré esto —aseguró cuando sus labios recobraron la movilidad.
—Te lo había prometido —rió Jettel. Llevaba el mismo vestido con el que esperara en Nakuru al niño que no logró vivir. Como entonces, el vestido le apretaba el pecho.
—Pero pensaba que lo habías olvidado —confesó Regina, sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo iba a hacerlo? No me has dejado.
—También yo he contribuido un poco.
—Lo sé, sargento Redlich —se burló Regina. Se caló ceremoniosamente el sombrero, que recogió del suelo, extendió tres dedos de la mano derecha y saludó a la manera de los exploradores.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace tres semanas.
—Me estás tomando el pelo. Pero si mamá ya está gorda.
—Hace tres semanas que tu padre ascendió a sargento. Tu madre está en el cuarto mes.
—¡Y no me lo habéis dicho en las cartas! Podría haber rezado.
—Era una sorpresa —aclaró Jettel.
—Primero queríamos estar seguros, y ya hemos empezado a rezar —añadió Walter.
Mientras Owuor daba palmas y enviaba sus ojos al vientre de la memsahib como si acabara de enterarse de la hermosa schauri, los cuatro se quedaron mirándose en silencio y cada uno supo en qué estaban pensando los demás. Luego, los seis brazos de Walter, Jettel y Regina volvieron a unirse en una muestra de gratitud y amor. Así que no era ningún sueño infantil.
Las palmeras que flanqueaban la puerta de hierro del Hove Court aún estaban repletas de la savia de la última gran lluvia. Owuor se sacó un pañuelo rojo y le vendó los ojos a Regina. Ella tenía que subirse a su espalda y rodear su cuello con los brazos. Él seguía tan fuerte como en los días de Rongai, que hacía ya tanto se tragara el tiempo, aunque su cabello se había vuelto más sedoso. Owuor chasqueó la lengua tentador, dijo en voz baja «memsahib kidogo» y la llevó por el jardín como un pesado saco, pasando ante la rosaleda, que desprendía el calor del día cuando, a última hora de la tarde, comenzaba a refrescar.
Tras el pañuelo, que la llenaba de expectación y la cegaba a un tiempo, Regina podía oler el árbol de las aromáticas guayabas; oyó a su hada tocar muy bajito la canción infantil de la estrella que brillaba en la noche como un diamante. Aunque no podía ver nada salvo los destellos en el firmamento de la fantasía, sabía que el hada llevaba un vestido de flores de hibisco rojas y que soplaba una flauta plateada.
—Gracias —le gritó Regina al pasar a su lado, pero lo dijo en jaluo, y sólo Owuor rió.
Cuando éste, con el gemido de un asno que lleva días sin hallar agua, la bajó por fin y le quitó el pañuelo de la frente, Regina se encontró ante un pequeño horno en una cocina extraña que olía a pintura fresca y madera húmeda. Sólo reconoció la cacerola de esmalte azul en que las albondiguillas de Kónigsberg —más redondas y grandes que nunca— flotaban en una espesa salsa tan blanca como las dulces gachas de los cuentos infantiles alemanes. Rummler salió gimoteando de la habitación contigua y se abalanzó, jadeante, sobre ella.
—Ahora éste es nuestro apartamento. Dos habitaciones con cocina y lavabo propio —anunciaron Walter y Jettel haciendo de sus voces una sola.
Regina cruzó los dedos para mostrarle a la fortuna que sabía ser agradecida.
—¿Cómo ha sido? —preguntó, dando un paso vacilante en la dirección por la que acababa de aparecer Rummler.
—Los apartamentos que se quedan libres han de ofrecerse primero a los soldados —aclaró Walter. Pronunció la frase, que había aparecido en el periódico y que se había aprendido de memoria, tan aprisa en su duro inglés que la lengua se le enredó, mas Regina se dio cuenta a tiempo de que no debía reírse.
—¡Hurra! —exclamó después de que el nudo de su garganta volviera a las rodillas—. Ahora ya no somos refugiados.
—Sí —corrigió Walter, riendo a pesar de todo—. Seguimos siendo refugiados. Pero no tan bloody como antes.
—Pero nuestro niño no será un refugiado, papá.
—Algún día ninguno de nosotros será un refugiado. Te lo prometo.
—Ahora no —intervino Jettel enojada—. Hoy de verdad que no.
—¿No tienes que ir al Horse Shoe?
—Ya no trabajo. El médico me lo ha prohibido.
La frase penetró en la cabeza de Regina y removió los recuerdos que había enterrado hasta formar un espeso lodo de miedo y desamparo. Pequeños puntitos bailoteaban ante sus ojos, ahora ardientes, cuando preguntó:
—¿Es un buen médico esta vez? ¿Atiende también a los judíos?
—Pues claro —la tranquilizó Jettel.
—Es judío —explicó Walter, recalcando cada palabra.
—Y un hombre muy atractivo —apuntó Diana entusiasmada. Estaba en la puerta con un vestido amarillo claro que hacía palidecer su piel de tal modo que se diría que la luna brillaba ya en el cielo. En un primer momento, Regina sólo vio el resplandor de las flores de hibisco en sus rubios cabellos y, durante un instante de delirio, lo que tardó en abrir y cerrar los ojos, pensó realmente que su hada había bajado del árbol. Luego cayó en la cuenta de que el beso de Diana sabía a whisky y no a guayabas—. Últimamente estoy hecha un lío —sonrió ésta al ir a acariciar el cabello de Regina sin soltar primero a su perro, al que llevaba en brazos—. Vamos a tener un niño. ¿Has oído? Vamos a tener un niño. Ya no puedo dormir por las noches.
Owuor sirvió la cena con el largo kanzu blanco y el fajín rojo del bordado dorado. No dijo ni palabra, tal como aprendiera con su primer bwana en Kisumu, mas sus ojos ya no quisieron regresar a la ardua quietud de una granja inglesa. Sus pupilas estaban tan grandes como la noche en que ahuyentó a las langostas.
—No hay alcaparras en este país de monos —se quejó Jettel, pinchando la albondiguilla con el tenedor.
—¿Qué son alcaparras? —preguntó Regina, masticando complacida y saboreando la agradable magia del anhelo satisfecho, si bien por primera vez no se dio tiempo suficiente para hacer llegar la respuesta a su corazón—. ¿Cómo se llamará nuestro niño? —quiso saber.
—Hemos escrito a la Cruz Roja.
—No lo entiendo.
—Estamos intentando averiguar algo de tus abuelos, Regina —aclaró Walter, metiendo la cabeza debajo la mesa, aunque Rummler estaba detrás de él y tampoco tenía nada en la mano para darle—. Mientras no sepamos qué ha sido de ellos, no podremos llamarlo Max o Ina en memoria suya. Ya sabes que entre nosotros los niños no pueden llevar el nombre de parientes vivos.
Durante un breve instante, Regina se permitió desear no haber entendido aquellas palabras cargadas con flechas envenenadas, igual que Diana, que le susurraba ternezas a su perro al oído y le metía en la boca bolitas de arroz. Pero vio que la seriedad de su padre se transformaba en una expresión de sombría angustia. Los ojos de su madre estaban húmedos. El miedo y la ira se disputaban la victoria en la mente de Regina, y envidió a Inge porque en casa podía decir: «Odio a los alemanes».
Con la lentitud de un mulo viejo, hizo acopio de fuerzas para concentrarse únicamente en por qué las albondiguillas de Konigsberg se convertían en su garganta en una pequeña montaña de sal y acritud. Finalmente logró al menos mirar a su padre como si fuera ella y no él la criatura necesitada de ayuda.