El hecho de que el 8 de mayo de 1945 la radio comenzara todos los noticiarios del día con la frase «no se esperan incidentes especiales» se debía al tiempo, que de Mombasa al lago Rodolfo era inusitadamente estable y seco para la estación. Por deferencia hacia los granjeros, a quienes no se les podía exigir que, justo en la época de la primera cosecha tras las grandes lluvias, escucharan cada hora el relato de los lejanos acontecimientos mundiales primero y sólo entonces los detalles de interés vital, en la emisora de Nairobi los partes meteorológicos siempre habían tenido prioridad.
Ni la muerte de Jorge V, ni la abdicación de Eduardo VIII, ni la coronación de Jorge VI, ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial se habían considerado motivo suficiente para romper esa tradición. De modo que el redactor de turno tampoco creyó que la capitulación incondicional de los alemanes hubiera de ser una excepción. Pese a todo, la colonia se abandonó a una borrachera de victoria que en modo alguno le iba en zaga al júbilo de la sufrida madre patria.
En Nakuru, el señor Brindley ordenó embanderar todo el colegio, lo cual puso a prueba el talento para la improvisación de profesores y alumnos de un modo nunca visto hasta entonces. En el colegio sólo había una única y descolorida Union Jack que en cualquier caso ondeaba a diario en el edificio principal. Se valieron de banderas pegadas apresuradamente y cosidas a toda prisa con sábanas desechadas y los disfraces de mono rojo de la última función escolar.
Para el azul que aún faltaba en las banderitas se cortaron uniformes escolares y trajes de los exploradores, más concretamente los de los niños pudientes, que poseían un amplio guardarropa y a quienes después costó un gran esfuerzo no hacer demasiada ostentación de su orgullo por tan gozoso sacrificio.
Regina no se desalentó por sólo tener una falda y un traje de exploradora descolorido y, por consiguiente, tener que contemplar en silencio tan patriótica guerra de tijeras. El destino le tenía preparado algo más elevado. El señor Brindley no sólo dispensó a todos los hijos de miembros del ejército de los deberes del día siguiente, sino que además los animó en un tono imperioso, mas inusitadamente amable, a que escribieran a sus uniformados padres una carta digna de tan fausto acontecimiento para felicitarlos por la victoria en los lejanos escenarios bélicos del mundo, pacificado de repente de un modo maravilloso.
Al principio, Regina tuvo dificultades con la tarea. Se preguntaba si Ngong —a sólo unos kilómetros de Nairobi—, donde se encontraba destinado su padre desde hacía tres meses, se podía considerar un lejano escenario bélico según el señor Brindley. A ello había que añadir que se avergonzaba de no haber querido sacrificar a su padre por el Imperio Británico. En vista de la victoria, ya no le parecía bien haberse sentido tan aliviada e incluso haber dado gracias a Dios cuando rechazaron su solicitud de traslado a Birmania.
Pese a todo, empezó su carta con las palabras «mi héroe, mi padre» y concluyó con la frase «theirs but to do and die», de su poema favorito. Lo cierto es que sospechaba que su padre no podría apreciar la belleza lingüística y que poco sabría de la fatal batalla de Balaklava y de la Guerra de Crimea, pero en un momento tan decisivo de la historia universal no fue capaz de renunciar a alabar la valentía inglesa.
No obstante, para dar a su padre una alegría especial en la hora de la verdad para Inglaterra, le obsequió con su propia lengua, añadiendo en letra muy pequeña: «Proto biajaremos a Leobschütz», algo que Brindley, pese a su desconfianza de aquello que no entendía, pasó generosamente por alto. Con todo, leyó la famosa cita con benevolencia, asintió dos veces seguidas en señal de aprobación y le pidió a Regina que ayudara con sus cartas a las niñas menos expresivas.
Por desgracia, con ello avergonzó a las malas estudiantes de un modo muy poco inglés, si bien Regina se sintió como si se cumpliese un viejo sueño y la hubieran distinguido con la Cruz de la Victoria. Cuando acto seguido el director invitó a los hijos de los combatientes a tomar el té en su despacho, le devolvió su carta a Regina para que relatara el homenaje que había recibido. Afortunadamente, al señor Brindley no le llamó la atención que ahora su agradecimiento a los héroes, ése que él mismo ensalzara y leyera públicamente, concluyera con el comentario «Bloody good for a fucking refugee». Regina sabía perfectamente lo mucho que él detestaba la vulgaridad.
También en Nairobi se festejó el final de la guerra en Europa con vehemencia, como si sólo la colonia hubiera contribuido a la victoria. La avenida Delamare se transformó en un mar de flores y banderas, e incluso en los comercios de poca categoría y minúsculos escaparates donde los blancos casi nunca compraban se exhibieron fotografías adquiridas deprisa y corriendo de Montgomery, Eisenhower y Churchill junto al retrato del rey Jorge VI. Igual que lo vieran en los noticiarios los espectadores de los cines durante la liberación de París, personas desconocidas se abrazaban jubilosas y besaban a hombres de uniforme, ocurriendo en ocasiones que, en medio de la euforia, incluso besuqueaban a indios de piel especialmente clara.
Coros de hombres formados apresuradamente entonaban Rule Britannia y Hang out yow washing on the Siegfried Line; damas entradas en años lucían cintas rojas, blancas y azules en sus sombreros y sus perrillos; vocingleros niños kikuyu se calaban sobre los rizos gorros de papel hechos con la edición especial del East African Standard. Ya a mediodía, las recepciones del New Stanley Hotel, el Thor’s y el Norfolk no admitían más reservas para sus solemnes banquetes triunfales. Para la noche se había preparado un gran castillo de fuego y para los días siguientes, desfiles triunfales.
En el Hove Court, el señor Malan, en un arrebato de patriotismo que lo desconcertó aún más a él mismo que a sus inquilinos, mandó limpiar los cactus de la puerta, cubiertos por una costra de tierra, rastrillar los senderos que rodeaban el parterre de rosas e izar la bandera del Reino Unido en el viejo mástil, que hubo de ser reparado expresamente para ello. No había vuelto a utilizarse desde que Malan se hiciera cargo del hotel. Por la tarde, la señora Malan, que lucía el sari rojo y dorado de las festividades, hizo colocar una mesa de caoba y sillas tapizadas en seda bajo el eucalipto de ramas caídas y tomó allí el té con cuatro hijas adolescentes que parecían flores tropicales y cuyas cabezas se mecían al viento entre frecuentes risitas cual embriagadas rosas.
Pese a las furiosas protestas de Chepoi, Diana no desistió de su propósito de corretear por el jardín descalza, con un camisón transparente y una botella de whisky medio vacía, gritando ora «to hell with Stalin» ora «malditos bolcheviques». Un comandante, invitado de la señora Taylor, le indicó con cierta brusquedad que los rusos habían contribuido a la victoria de forma considerable y con un sacrificio digno de admiración. Cuando Diana comprendió que ni siquiera su perro se creía que era la hija menor del zar, aun cuando ella lo juraba por su vida, la invadió tal sensación de desgracia que se echó a llorar bajo un limonero. Chepoi acudió presuroso para calmarla y finalmente logró llevarla de vuelta al apartamento. La trasladó en brazos como a un niño, tarareando la triste canción del león que ha perdido su fuerza.
En los últimos meses, al profesor Gottschalk se le veía delgado y muy taciturno. Caminaba como si le doliera cada paso, ya no bromeaba con los niños de los cochecitos, rara vez acariciaba a un perro y apenas dirigía cumplidos a las mujeres jóvenes. Los allegados intentaron averiguar si su decaimiento había comenzado precisamente en la época en que los aliados arrojaban a diario sus bombas sobre las ciudades alemanas, pero el bienquisto profesor no estaba dispuesto a hablar del tema. El día de la gloriosa victoria se hallaba sentado ante su apartamento en una vieja silla de cocina, pálido el semblante, y en lugar de leer como de costumbre, contemplaba los árboles pensativo y murmuraba una y otra vez: «Mi hermosa Francfort».
Al igual que a él, a muchos refugiados les resultó inesperadamente arduo mostrar de forma apropiada su alivio por el fin de la guerra, esperado desde hacía días. Algunos hacía tiempo que ya no querían hablar alemán y en verdad creían que habían olvidado su lengua materna. Precisamente ésos hubieron de constatar en tan dichoso momento que su inglés en modo alguno bastaba para expresar su sentimiento de liberación. Con una amargura que eran incapaces de explicarse, envidiaban a los que lloraban abiertamente. No obstante, esas lágrimas de alivio hicieron sospechar a sus vecinos ingleses que los refugiados simpatizaban en secreto con Alemania y ahora lamentaban la merecida victoria británica.
Jettel sintió únicamente una lástima pasajera por no poder pasar tan extraordinaria noche con Walter, como correspondía a la esposa de un combatiente. Sin embargo, estaba acostumbrada al ritmo quincenal de sus visitas y encontraba su compañía tan bien dosificada que ni siquiera en un día verdaderamente prometedor como ése deseaba cambio alguno. Además, estaba de muy buen humor para dejar que su conciencia la afligiese más de lo necesario. Justo ese día cumplía tres meses trabajando en el Horse Shoe y desde entonces recibía cada noche la confirmación largamente anhelada de que aún era una mujer joven y deseable.
El Horse Shoe, con su mostrador en forma de herradura, era el único local de Nairobi en el que había mujeres blancas detrás de la barra. Aunque no se servía alcohol, aquel agradable establecimiento de paredes rojas y muebles blancos se consideraba un bar. Su clientela, mayoritariamente masculina, lo apreciaba tanto precisamente porque eran mujeres y no camareros indígenas quienes servían. Los jóvenes oficiales ingleses que frecuentaban el Horse Shoe sentían una permanente nostalgia y una insaciable sed de contacto y flirteo. No les molestaba ni el duro inglés de Elsa Conrad, pronunciado a gritos con lengua berlinesa, ni el escaso vocabulario de Jettel. Los clientes lo encontraban agradable; podían desplegar su encanto sin necesidad de muchas palabras. Era un agasajo mutuo. Jettel les proporcionaba una sensación de importancia que no tenían, y para ella la amabilidad y el buen humor que ella misma provocaba eran como una medicina que le trae a alguien una curación inesperada tras una gravísima enfermedad.
Cuando a última hora de la tarde Jettel se maquillaba, probaba nuevos peinados o simplemente intentaba recordar un cumplido especialmente emocionante de los jóvenes soldados, que, cosa curiosa, siempre se llamaban John, Jim, Jack o Peter, volvía a enamorarse de nuevo de la imagen que le devolvía el espejo. Algunos días incluso mostraba cierta tendencia a creer en las hadas de Regina. Su piel clara, que en la granja siempre se veía amarillenta o grisácea, volvía ahora a producir aquel antiguo y hermoso contraste con su oscuro cabello, sus ojos resplandecían como los de un niño colmado de elogios y la redondez que empezaba a vislumbrarse dotaba a la aparente indiferencia de su ser de una atractiva feminidad.
En el Horse Shoe, Jettel podía olvidarse por unas horas de que Walter y ella seguían siendo unos refugiados con escasos ingresos, sólo unos parias con miedo al futuro, y dejar a un lado la realidad con una delirante alegría. Era como una colegiala rodeada de admiradores que no pudiera perderse ni un baile en ninguna de las fiestas de estudiantes de Breslau. Jettel era feliz aunque sólo fuera Owuor el que chasqueara la lengua y la llamara su «hermosa memsahib».
De no haber sido por Elsa Conrad, que cada noche le decía: «Si engañas a tu marido una sola vez, te rompo todos los huesos del cuerpo», Jettel se habría abandonado tan desenfrenadamente a su embriagadora vanidad como a sus ocasionales sueños de futuro, en los que Walter era capitán, construía una casa en el mejor barrio de Nairobi y Jettel recibía en ella a la flor y nata de la sociedad, que, cautivada por su levísimo acento, la tomaba por suiza.
Jettel tenía claro que la victoria también se celebraría por todo lo alto en el Horse Shoe y que era su deber patriótico prepararse para los combatientes que tan lejos estaban de la patria: Cuando se conoció la noticia de la capitulación alemana, se apuntó de inmediato en la lista del baño y, tras una acalorada discusión con la señora Keller, que precisamente en un día tan importante para Jettel quería obtener un baño para su esposo saltándose el orden, consiguió el cuarto de aseo a mediodía. Después de mucho pensar, se decidió, no sin que su buen humor sufriera un pequeño revés, por el traje de noche largo aún sin estrenar que desde que llegara a Rongai fuera motivo de permanente discusión con Walter, pues él no estaba dispuesto a olvidar su nevera.
Necesitó más tiempo de lo previsto para enfundar pecho y caderas en aquel vestido de grueso tafetán azul con cuerpo a rayas blancas y amarillas, mangas de farol y diminutos botones en la espalda. Más aún tardó en encontrar en el pequeño espejo de la pared a la mujer que buscaba, pero se sonrió con tal resolución e ilusión que acabó por sentirse satisfecha.
Siempre supe que necesitaba este vestido, se dijo, y alzó el mentón frente al espejo, pero la obstinación, que sólo había querido saborear por un instante como un juego festivo, como el helado de vainilla que era la especialidad del Horse Shoe, se transformó en un cuchillo que destruyó de un enérgico tajo el espléndido retrato de la hermosa joven en pleno delirio triunfal.
De pronto, con una brusquedad que aceleró su respiración, vio la casa de Rongai, con aquel tejado incapaz de resguardarlos tanto de la lluvia como del calor, vio a Walter decepcionado, mirándola por encima de las cajas de Breslau, y lo oyó maldecir: «Nunca podrás ponerte esa cosa de ahí. No tienes idea de lo que nos has hecho». Trató de ahogar ambas frases entre risitas sofocadas, pero su memoria le cerró el paso y las palabras le parecieron un símbolo de los años que las seguirían.
Las anchas franjas blancas y amarillas que rodeaban su pecho se tornaron estrechos y firmes anillos de hierro. Como si cada uno de ellos portara un látigo, empujaron a Jettel hacia sus recuerdos, a duras penas reprimidos. Con una precisión inusitada, casi como un suplicio, volvió a vivir de nuevo el día en que llegó a Breslau la carta de Walter con la noticia de que estaba listo el aval para que ella y Regina emigraran. En el delirio de la salvación, compró el vestido con su madre. Cómo rieron las dos al imaginarse la perplejidad de Walter cuando viera el vestido en lugar de la nevera.
La idea de que su madre no se riera tanto ni tan gustosamente con nadie como con ella logró infundirle ánimos, pero sólo por un breve instante. La última imagen la torturó sin piedad. La madre acababa de decir: «Sé buena con Walter, te quiere tanto…», y de repente estaba en el puerto de Hamburgo, llorando y diciéndole adiós, cada vez más pequeña. Jettel sintió que apenas le quedaba tiempo para volver al presente. Sabía que no podía pensar en su madre, en su ternura, su valentía y su abnegación, y desde luego no en la última carta, aquella terrible carta, si quería salvar su sueño de prosperidad. Era demasiado tarde.
Primero se le secó la garganta, y luego el dolor desgarró su cuerpo con tal violencia que ni siquiera tuvo tiempo de quitarse el vestido antes de arrojarse sobre la cama entre sollozos entrecortados. Intentó llamar a su madre, después a Walter y, por último, en su extrema desolación, a Regina, pero ya no lo logró. Cuando Owuor regresó con Rummler del jaleo de la avenida Delamare, el cuerpo de su memsahib yacía en la cama como una piel secándose al sol.
—No llores —dijo en voz queda, acariciando al perro.
Owuor tragó satisfacción. Llevaba algún tiempo deseando para sí una memsahib que fuera como una niña, como la que veía cuando Chepoi arrancaba a Diana de las garras del miedo y luego el orgullo alisaba y agrandaba su rostro. Para Owuor era emocionante vivir en Nairobi, pero a menudo tenía los ojos llenos y la cabeza vacía. Rara vez le hacían cosquillas en la garganta las bromas del bwana, y en las vacaciones la pequeña memsahib hablaba y reía demasiado con Chepoi. Owuor se sentía como un guerrero al que han enviado a la batalla, pero le han robado las armas.
Cuando veía a Chepoi llevar a su memsahib por el jardín, sentía que lo abrasaba un fuego amarillo con deslumbrantes y convulsos destellos. La envidia lo confundía. No era que quisiera ver a Jettel tumbada bajo un árbol borracha o medio desnuda y con unos ojos que ya no podían retener nada, y seguro que para el bwana habría supuesto un golpe capaz de derribar un árbol. Sin embargo, un hombre como Owuor tenía que sentir su propia fuerza una y otra vez si no quería ser como los demás.
Jettel yacía en la cama con aquel vestido que había tomado los colores del cielo y el sol, y parecía la niña que Owuor deseaba, pero la preocupación le arañaba la cabeza con afiladas garras. La boca pintada de rojo de la memsahib era como los espumarajos sanguinolentos del hocico de una joven gacela que vuelve a ponerse en pie tras una mortal dentellada en la cerviz. El miedo que emanaba de aquel cuerpo exangüe olía como la última leche de una vaca envenenada. Cuando Owuor abrió la ventana, Jettel soltó un gemido.
—Owuor, querría no volver a llorar nunca.
—Sólo los animales no lloran.
—¿Por qué no soy un animal?
—Mungo no nos pregunta lo que queremos ser, memsahib.
La voz de Owuor era tranquila y sonaba tan llena de compasión y seguridad que Jettel se incorporó y, sin que él dijera nada, se bebió el vaso de agua que le tendía. Owuor le colocó una almohada en la espalda y, al hacerlo, rozó su piel. En aquel breve instante de gracia, a Jettel le pareció como si los fríos dedos de Owuor hubiesen borrado de un solo golpe toda la vergüenza y desesperación que había en ella, mas el alivio no duró mucho. Las imágenes que no quería ver, las palabras que no quería oír la atormentaban ahora con más insistencia que antes.
—Owuor —balbució—, es el vestido. El bwana tenía razón. No es bueno. ¿Sabes lo que dijo la primera vez que lo vio?
—Que parecía un león que hubiese perdido el rastro de su presa —rió Owuor.
—¿Aún lo recuerdas?
—Fue mucho antes del día en que las langostas llegaron a Rongai. Eran los días en que el bwana aún no sabía que soy listo —recordó Owuor.
—Eres un hombre listo, Owuor.
Él sólo se tomó el tiempo que un hombre necesita para guardar en su cabeza aquellas bonitas palabras. Luego cerró la ventana, corrió la cortina, acarició una vez más al perro dormido y dijo:
—Quítate el vestido, memsahib.
—¿Por qué?
—Tú lo has dicho. No es un vestido bueno.
Jettel permitió que Owuor le desabrochara los numerosos botoncitos de la espalda y se permitió a sí misma sentir su tacto agradable y la fuerza que emanaba de él trayéndole la salvación. Percibió su mirada y supo que lo íntimo de aquella situación que nunca antes se había dado tendría que haberla hecho sentirse insegura, pero no notó más que el grato calor que despedían sus ya calmados nervios. Los ojos de Owuor reflejaban la misma dulzura que aquel día en Rongai, hacía muchos años, en que él sacó a Regina del coche, la estrechó contra sí y la hechizó para siempre.
—¿Has oído, Owuor? —quiso saber Jettel, y se sorprendió al darse cuenta de que estaba susurrando—. La guerra ha terminado.
—Todo el mundo lo comenta en la ciudad. Pero no es nuestra guerra, memsahib.
—No, Owuor, era mi guerra. ¿Adónde vas?
—A ver a la memsahib monenu mingi —respondió Owuor sonriendo, pues sabía que Jettel siempre se echaba a reír cuando él llamaba así a Elsa Conrad, ya que hablaba más de lo que podía atrapar el mayor de los oídos—. Voy a decirle que hoy no vas a trabajar.
—Pero eso no puede ser. Tengo que ir a trabajar.
—Primero ha de acabar la guerra de tu cabeza —sentenció Owuor—. El bwana siempre dice: primero ha de acabar la guerra. ¿Va a venir hoy con nosotros?
—No, la próxima semana.
—¿No era su guerra? —preguntó Owuor, dándole un pequeño puntapié a la puerta. Para él, los días sin el bwana eran como las noches sin mujeres.
—Era su guerra, Owuor. Vuelve pronto. No quiero estar sola.
—Yo cuidaré de ti, memsahib, hasta que él venga.
La guerra en la cabeza de Walter estalló en el idílico paisaje de Ngong cuando menos se esperaba una rebelión. A las cuatro de la tarde se encontraba asomado a la ventana de su dormitorio contemplando sin nostalgia cómo la mayor parte de la décima unidad del Royal East África Corps subía a los jeeps para remojar la victoria en la cercana Nairobi. Él se había ofrecido voluntario para el servicio nocturno, y los eufóricos soldados de su unidad e incluso el teniente McCall, un escocés parco en palabras, lo habían aclamado breve y enérgicamente como a jolly good chap.
Walter no estaba de humor para celebraciones. La noticia de la capitulación no le había suscitado ni júbilo ni sensación de liberación. Le zahería lo contradictorio de sus sentimientos, que consideraba una ironía especialmente maliciosa de la historia, y a medida que avanzaba el día se iba sintiendo cada vez más abatido, como si el fin de la guerra hubiera decidido su destino. Le pareció representativo de su situación que la renuncia a una noche fuera de los barracones no le supusiera ningún sacrificio. La necesidad de estar solo en aquel día, que tanto significaba para los demás y para él no lo bastante, era demasiado grande para cambiarla por los inconvenientes de una visita sin previo aviso a Jettel.
Poco después de que lo destinaran a Ngong y Jettel empezara a trabajar en el Horse Shoe, Walter comprendió que se avecinaban cambios en su matrimonio. Jettel, que seguía escribiéndole cartas cariñosas, a veces incluso apasionadas, a Nakuru, ya no daba mayor importancia a su presencia en Nairobi. Él la entendía. Un marido con galones de cabo en la bocamanga, sentado en la barra con expresión malhumorada y taciturna mientras su esposa trabajaba, no encajaba en la vida de una mujer rodeada por un enjambre de alegres caballeros con uniforme de oficial.
Paradójicamente, en un principio los celos lo habían estimulado en lugar de atormentarlo. De un modo tierno, romántico, le habían recordado su época de estudiante. Durante aquel plazo de gracia demasiado breve, Jettel volvió a ser la quinceañera del traje de noche a cuadros lilas y verdes, una bella mariposa en busca de admiración; él tenía otra vez diecinueve, estaba en el primer semestre y era lo bastante optimista para creer que, en algún momento, la vida también ofrecería su recompensa a los pacientes. No obstante, en la monotonía de la rutina militar, y más aún por las vivencias de los ratos de ocio, los nostálgicos celos, con las idealizadas y agradables imágenes de Breslau, se transformaron en la apatía de África. Su excesiva susceptibilidad, que creía tan corroída por los años de emigración como los sueños de tiempos mejores, renació de nuevo.
Cuando Walter tenía que esperar en el Horse Shoe a que Jettel terminara de trabajar, sentía su nerviosismo, barruntaba su rechazo. Más aún le molestaban las miradas altivas y suspicaces de la señora Lyons, que no aprobaba las visitas privadas a sus empleadas y parecía contar con el ceño fruncido cada helado que Jettel le ponía a su esposo para mantenerlo de buen humor y en silencio hasta que ambos pudieran marcharse a casa.
Sólo pensar en la señora Lyons y en su Horse Shoe y en el ambiente que habría allí esa noche provocaba en Walter esa necesidad de lucha y evasión que tan duros zarpazos asestaba a su orgullo. Enfadado, cerró de un golpe la pequeña ventana del dormitorio. Permaneció un rato mirando absorto a través del cristal tapizado de moscas muertas, pensando, hastiado, cómo podía matar de una sola vez el tiempo, su desconfianza y los primeros asomos de pesimismo. Se sintió satisfecho al recordar que hacía días que no escuchaba las noticias en alemán y que era una buena ocasión para intentarlo de nuevo. La cantina de la tropa, con su estupenda radio, estaría vacía, así que no se produciría ningún alboroto si el aparato profería los sonidos del enemigo y para colmo en la noche de la gran victoria.
En la unidad de Walter, los que más protestaban por las emisiones en alemán eran los escasos refugiados que había, mientras que los ingleses rara vez perdían la calma. De todos modos, cuando no se trataba del suyo, la mayoría de las veces ni siquiera sabían qué idioma estaban oyendo. Walter lo había comprobado en repetidas ocasiones, y en la mayoría de los casos sin inmutarse, pero de pronto aquel afán de los refugiados por pasar inadvertidos ya no le pareció ridículo, sino una envidiable prueba de su talento para desligarse del pasado. Sin embargo, él seguía siendo un marginado.
En el trayecto de su barracón a la cantina, en el edificio principal, intentó huir de esa melancolía que solía desembocar indefectiblemente en depresión. Igual que un niño que se aprende la lección de memoria sin molestarse en buscar el sentido, se decía una y otra vez, y en ocasiones incluso en voz alta, que ése era un día afortunado para la humanidad. Pese a todo, sólo sentía vacío y cansancio. Con una nostalgia que se reprochó por considerarla un sentimentalismo especialmente necio, Walter pensó en el comienzo de la guerra y en cómo Süj3kind le anunció desde el camión lo del internamiento y la despedida de Rongai.
El recuerdo aumentó a un ritmo hiriente para su autoestima el deseo de volver a hablar por fin con Süskind. Hacía tiempo que no veía al protector de sus primeros días africanos, pero el contacto nunca se había roto. Al contrario que a Walter, al que el ejército rechazó para ir al frente por ser demasiado mayor, a Süskind lo enviaron a Extremo Oriente, donde resultó levemente herido. Ahora se hallaba en Eldoret. No hacía ni cinco días que había recibido su última carta.
«Es probable que pronto perdamos éste estupendo empleo con el rey Jorge —había escrito Süskind—, pero quizá, por gratitud, nos consiga un trabajo en el que volvamos a ser vecinos. Se lo debe un gran rey a unos viejos combatientes». Lo que para Süskind era una broma y Walter había entendido como tal en su momento, aquella solitaria tarde del 8 de mayo se le antojaba una significativa y despiadada alusión a un futuro que, desde su primer día de uniforme, no había querido admitir. Se irguió y sacudió la cabeza, pero se dio cuenta de que caminaba arrastrando los pies.
Faltaban apenas dos horas para la puesta de sol. Walter sentía el peso de su desamparo como un dolor físico. Sabía que sus cavilaciones estaban a punto de transformarse en fantasmas de los que ya no podría escapar y cuyos ataques serían inclementes. Agotado, se sentó en una gran piedra de superficie lisa bajo un viejo espino egipcio de exuberante copa. Su corazón latía a toda velocidad. Se sobresaltó al oírse decir en voz alta: «Walther von der Vogel-Weide». Desconcertado, se paró a pensar quién podría ser, pero el nombre le resultó ajeno. La situación le pareció tan grotesca que se echó a reír a carcajadas. Quería ponerse en pie y, sin embargo, se quedó sentado. Seguía sin saber que había llegado el momento de que sus ojos se abrieran ante lo idílico de un paisaje contra el que durante mucho tiempo se habían defendido con férrea obstinación.
Las suaves colinas azules de Ngong se elevaban entre la oscura hierba hacia una franja de finas nubes que alzaba el vuelo con el viento que acababa de levantarse. Vacas de gran cabeza y una joroba que les confería la apariencia de animales primitivos se abrían paso a través de una polvareda rojiza hacia el angosto río. Se oían con claridad los estridentes gritos de los pastores. A lo lejos, una celosía de luz blanca y negra permitía ver una gran manada de cebras con numerosas crías.
Cerca de ellas, unas jirafas que apenas movían sus largos cuerpos devoraban las hojas de los árboles hasta dejarlos desnudos. Walter se sorprendió pensando que envidiaba a las jirafas, a las que nunca había visto hasta que llegó a Ngong, porque sólo podían vivir con la cabeza bien alta. Se sintió inseguro al ver de pronto aquel paisaje como un paraíso del que habría de ser expulsado. La certeza de que no había vuelto a tener esa sensación desde que abandonara Sohrau estremeció sus sentidos.
El aire fresco de la noche azotó bruscamente sus brazos y fustigó sus nervios. La oscuridad, que cayó como una losa de un cielo todavía claro, le impidió contemplar de nuevo la cadena de montañas y lo dejó desorientado. Walter quiso imaginarse Sohrau de nuevo, esta vez con mayor precisión, pero no vio ni la plaza mayor ni la casa o los árboles de delante, sino sólo a su padre y a su hermana en una gran superficie vacía. Walter tenía otra vez dieciséis años y Liesel, catorce; el padre parecía un caballero medieval. Volvía de la guerra, mostraba sus condecoraciones y quería saber por qué su hijo le había fallado a su patria.
«I am a jolly good chap», dijo Walter, avergonzándose de hablar inglés con su padre.
Regresó lentamente al presente y se vio en una granja, contando las horas desde el orto hasta el ocaso. La rabia le quemaba la piel.
«No he sobrevivido para plantar lino o lamerles el culo a las vacas», añadió. Su voz era sosegada y queda, pero el perro blanco de la mancha negra en el ojo derecho que acudía a diario a los barracones y estaba hurgando en un herrumbroso cubo lleno de apestosa basura lo oyó y movió las orejas. Primero ladró para ahuyentar aquel inesperado sonido, luego aguzó el oído un instante al tiempo que alzaba el hocico. Echó a correr hacia Walter y se restregó contra su rodilla.
«Me has entendido —dijo Walter—, lo veo en tus ojos. Un perro tampoco olvida y siempre encuentra el camino a casa».
El animal, sorprendido por tan musitada muestra de cariño, le lamió la mano. Los finos pelillos en torno al hocico se humedecieron, los ojos se volvieron más grandes. La cabeza hizo un leve movimiento hacia arriba y se deslizó entre las piernas de Walter.
«¿Lo has notado? Dios, acabo de decir casa. Te lo explicaré, amigo mío. Con todo lujo de detalles. Hoy no sólo ha acabado la guerra, sino que también mi patria ha sido liberada. Ahora puedo volver a decir patria. No me mires con esa cara de idiota. Tampoco yo he caído en la cuenta de inmediato. Se acabaron los asesinos, pero Alemania sigue existiendo».
La voz de Walter era sólo un temblor, mas también la expresión de un aliento reparador. Intentó explicarse aquel cambio de humor con detenimiento, pero no era capaz de ordenar sus ideas. La sensación de liberación era demasiado grande. Sintió que era importante enfrentarse una vez más a aquella verdad que tanto tiempo había reprimido.
«No se lo diré a nadie más que a ti —le reveló al soñoliento perro—, pero voy a volver. No puedo hacer otra cosa. No quiero seguir siendo un extraño entre extraños. A mi edad, un hombre ha de pertenecer a algún sitio. Adivina adonde pertenezco yo».
El perro se había despabilado y aullaba como un joven animalillo que por primera vez se aventura entre la alta hierba sin su madre. El marrón claro de sus ojos iluminaba el crepúsculo.
«Ven conmigo, son of a bitch. El polaco está en la cocina haciendo una sopa de hierbas. ¿Sabes?, él también siente nostalgia. Quizá tenga algún hueso para ti. Te lo has ganado».
En la cantina, Walter hizo girar todos los botones de la radio, pero sólo encontró música. Después se bebió media botella de whisky con el polaco, que hablaba inglés aún peor que él. El estómago le ardía tanto como la cabeza. El polaco sirvió la humeante sopa en dos platos y rompió a llorar cuando Walter le dijo: «Dziekuje.». Walter resolvió enseñarle al perro, que no se había apartado de su lado desde primera hora de la noche, la letra y la melodía de No sé lo que significa.
Los tres se quedaron dormidos: el polaco y Walter en un banco; el perro, debajo. A las diez de la noche Walter se despertó. La radio seguía encendida. Era la emisora alemana de la BBC. Al resumen de noticias de la capitulación incondicional del Tercer Reich Alemán siguió un informe especial sobre la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen.