XIV

El hotel Hove Court, con costrosas palmeras a ambos lados de la puerta de entrada de hierro negro primorosamente forjado, limoneros con duras frutas verdes y amarillas, exuberantes moreras, gigantescos cactus, crecidos rosales en un gran jardín y floridas buganvillas de un intenso violeta ante bajas casitas blancas dispuestas en torno a un cuidado césped, tenía casi la misma edad que la propia ciudad de Nairobi. Cuando en 1905 un arquitecto de Sussex con fe en el futuro construyó aquella amplia edificación, ésta servía de primer alojamiento a los funcionarios del gobierno recién llegados hasta que se traían a sus familias a la colonia y se mudaban a una casa propia.

El aire exquisitamente distinguido que en los turbulentos años de la fundación de la joven ciudad hizo de él un enclave marcadamente inglés había desaparecido desde que el señor Malan era su propietario. Al encargar letreros nuevos y prescindir, en un gesto calculador, de la palabra «hotel», fue el responsable de que el Hove Court dejara de ser, de forma tan rápida como radical, el lugar adecuado para quienes sabían vivir como correspondía a su posición social.

El avezado comerciante de Bombay supo ver con su diestra mirada las exigencias de una nueva época. Ya no eran funcionarios del gobierno con nostálgicos sueños de la vieja patria quienes buscaban alojamiento, ni tampoco cazadores de safari con una acuciante necesidad de elegancia y comodidad antes de partir hacia la gran aventura, sino refugiados de Europa. En opinión de Malan, que debía su fortuna a un acusado instinto para sacar partido de los baches de la vida, con ellos el trato era fácil. Tenían que forjarse una nueva vida, y en su celo y diligencia eran tan moderados y modestos como los compatriotas suyos que se atrevían a empezar de cero en Kenia.

A los refugiados, que no podían permitirse la nostalgia, se les ofrecía mucho mejor servicio con precios bajos que con la tradición de las antiguas casas de campo inglesas. Ya a mediados de los años treinta, cuando llegaron al país los primeros emigrantes del continente, Malan mandó transformar las habitaciones grandes en pequeños apartamentos. Reformó los salones y las pequeñas cocinas y baños, convirtiéndolos en habitaciones individuales con un lavabo tras una cortina, instaló servicios comunes y únicamente dejó en su estado original las pequeñas y mugrientas cabañas con techo de chapa ondulada de la servidumbre negra que había en la explanada detrás del gran jardín. Esta única concesión a las costumbres del país pronto demostró ser una jugada especialmente acertada.

Si bien los inquilinos de Malan eran de una pobreza y humildad inusitadas entre los blancos y vivían casi con la misma sencillez y las mismas estrecheces que sus parientes de Bombay, gracias a la estratagema de Malan, que denotaba una excelente perspicacia psicológica, podían permitirse la servidumbre establecida por leyes no escritas para las clases altas blancas y, con ello, la ilusión de hallarse en camino hacia la integración y de tener el mismo nivel de vida que los ingleses ricos de las casas de las afueras de la ciudad. Todo el que, tras una angustiosa espera y a menudo también tras el pago de un generoso suplemento al vencimiento del primer alquiler, lograba alojarse en el Hove Court, acababa instalándose para largo. Algunas familias llevaban años viviendo allí.

El señor Malan no sabía gran cosa de la geografía europea y tampoco tenía los prejuicios que correspondían a un hombre de su fortuna; era sólo que a la hora de elegir a sus inquilinos prefería a los refugiados alemanes. Éstos eran mucho más apocados que, por ejemplo, los pretenciosos austríacos, más limpios que los polacos, ante todo puntuales en los pagos, no ponían cara de dolor, como los arrogantes blancos nativos, al oír su acento y, por descontado, dadas las dificultades que tenían con el idioma, no eran propensos a protestar, algo que Malan detestaba.

Había descubierto que los alemanes, contra los que, dicho sea de paso, no tenía nada ni siquiera después de que estallara la guerra por la sencilla razón de que él mismo odiaba a los ingleses, temían los cambios y deseaban vivir con los suyos más que la mayoría de la gente. Eso le beneficiaba. Un cambio repentino en el Hove Court y las ineludibles reformas que ello acarrearía no habrían hecho más que perjudicarlo económicamente. De modo que cada año aumentaban tanto su cuenta corriente como su prestigio, también fuera del pequeño círculo de los comerciantes indios, y no le preocupaba en absoluto que su próspera propiedad tuviera que medirse por un rasero completamente distinto del de los lujosos hoteles de la ciudad.

Malan se dejaba caer por el Hove Court tres veces por semana, principalmente para aclararles a los que se quejaban que vivían en un país libre y que tenían derecho a irse a otra parte cuando quisieran. No le preocupaba la jerarquía del Hove Court. En el apartamento más hermoso, con un frondoso eucalipto ante la ventana y un minúsculo jardín con claveles rojo sangre, amarillo vainilla y rosa, vivían la anciana señora Clavy y su viejo perro Tiger, un bóxer marrón con auténtica aversión a los sonidos alemanes, demasiado duros. Por el contrario, la propia señora Clavy, cuyo prometido había muerto de malaria a las seis semanas de llegar a Nairobi, mucho antes de la Primera Guerra Mundial, era muy amable. No juzgaba a los niños por su lengua materna y les sonreía sin ninguna reserva.

Lydia Taylor, en su día camarera del Savoy de Londres, era la otra inglesa que sobrellevaba la vida en aquella comunidad de extranjeros con una serenidad que los refugiados no encontraban en absoluto natural. Su tercer marido era capitán y no estaba dispuesto a proporcionarles a ella y a sus tres hijos, de los cuales sólo uno era suyo, más dinero que el del alquiler mensual de dos habitaciones en el Hove Court.

Sus caros y escotados vestidos de seda, supervivientes del breve tiempo que duró su segundo matrimonio con un comerciante textil de Manchester, sus tres criados y una anciana aja que, nada más salir el sol, aparecía en el jardín empujando el cochecito y cantando a pleno pulmón eran la comidilla del lugar. La señora Taylor era envidiada por su terraza. Allí daba el pecho a su hijo de día y recibía, al caer la noche, a multitud de ruidosos jóvenes de uniforme. Ellos garantizaban su prestigio social desde que, para alivio suyo, a su esposo lo destinaran a Birmania.

Igualmente bien alojados, casi siempre en la codiciada umbría del jardín y con frecuencia con diminutos voladizos en las ventanas, justo lo bastante grandes para colocar algunas macetas de próspero cebollino, se encontraban los emigrantes de la primera hornada. Suscitaban una enorme envidia entre los refugiados llegados después y los trataban con la caritativa condescendencia que en la vieja patria se consideraba la actitud adecuada con los parientes pobres.

Entre la élite de emigrantes favorecida por el destino se hallaban los viejos Schlachter de Stuttgart, a los que no había forma de convencer de que revelaran su receta de los maultaschen[16] y los spátzle7 y de qué vivían; el desabrido carpintero Keller con su esposa y su insolente hijo adolescente, de Erfurt, que había llegado a ser director de una maderería; y Leo Slapak con su esposa, su suegra y sus tres hijos, de Cracovia. Slapak ganaba bastante dinero con su tienda de artículos de segunda mano, pero no estaba dispuesto a gastarlo precisamente en vivir mejor.

A Elsa Conrad se la consideraba una inquilina veterana del Hove Court, si bien no por derecho, sino por haberse ganado rápidamente el respeto de todos por su superioridad en el trato con el señor Malan. Aunque se había establecido en el país después de que estallara la guerra, tenía dos grandes habitaciones y una terraza casi tan amplia como la de la señora Taylor. El profesor Siegfried Gottschalk, con sus ochenta años, sí que era uno de los primeros inquilinos del señor Malan. Pese a todo, lo encontraban simpático hasta los desafortunados que habitaban los pequeños cuartuchos; era el único que no hacía alarde de su condición de perspicaz emigrante temprano que supo ver a tiempo las señales de la inminente desgracia.

En la Primera Guerra Mundial sacrificó por el kaiser la movilidad de su brazo derecho y después sirvió con igual entrega a su ciudad natal como profesor de filosofía. Un día de primavera de 1933 que quedaría grabado para siempre en su memoria, primero por su suave brisa y más tarde por la tormenta de su corazón, lo echaron a la calle unos alborotadores estudiantes de la Universidad de Francfort. Hasta que llegó su hora lo consideraban un extraordinario mentor, mimado entre los suaves algodones de la ilusión, profesándole un cariño que exteriorizaban sin tapujos.

En contra de la costumbre generalizada en el Hove Court, Gottschalk rara vez hablaba del esplendor de los buenos tiempos. Se levantaba todos los días a las siete de la mañana e iba hasta la pequeña colina que había tras las cabañas de los criados, a los que insistía en llamar adláteres; con el salacot que se había comprado para emigrar llevaba siempre el traje oscuro y la corbata gris, que asimismo procedían de su ciudad natal, y nunca se permitía, ni siquiera al calor del mediodía, ni ropas más ligeras ni la siesta habitual en el país.

«Nuestro profesor», como lo llamaban en el Hove Court incluso aquéllos que en su tierra no habían tenido ocasión de conocer el mundo académico y que, por tanto, lo tenían por grotesco y despistado, era el padre de Lilly Hahn. Rechazaba una y otra vez las reiteradas súplicas de Lilly de que se mudara con ella y con Oha a la granja de Gilgil con el argumento de que «necesito personas a mi alrededor, no vacas».

Desde hacía casi diez años se preguntaba a sí mismo y a sus libros por qué precisamente él tenía que ser testigo de la carrera de los Jinetes del Apocalipsis y seguir viviendo, pero jamás se quejaba. Entonces llegó una carta de su hija que, al menos por unos días, consiguió animarlo e irritarlo a un tiempo. Lilly le pedía a su padre que fuera a ver a Jettel a casa de los Gordon y que intercediera en su favor ante Malan para que ella y su hija pudieran alojarse en el Hove Court.

Aunque dicha tarea lo ponía ante la situación más delicada desde su llegada al puerto de Kilindini, el anciano se sentía feliz ante la perspectiva de pasar una pequeña parte de su tiempo en compañía de otras personas aparte de Séneca, Descartes, Kant y Leibniz. El domingo a las ocho de la mañana cruzó la puerta de hierro del Hove Court con paso alegre y una botellita de agua en el bolsillo de la chaqueta. No se atrevió a tomar el autobús, pues no podía indicarle su destino al conductor ni en inglés ni en suajili, de modo que recorrió a pie los tres kilómetros que lo separaban de la casa de los Gordon.

Para su regocijo, el hospitalario matrimonio era de Kónigsberg, donde él solía pasar las vacaciones cuando era joven, en casa de un tío suyo. La palidez de Jettel, sus ojos oscuros, su expresión infantil y sus negros rizos, que le recordaban la afable imagen que un día colgara en su despacho, lo conmovieron e hicieron que se avergonzara más aún de su incapacidad para ayudarla.

—Sólo puedo servirle de acompañamiento, pero no de ayuda. No he aprendido a hablar inglés —le dijo tras la tercera taza de café.

—Ay, señor Gottschalk. Lilly me ha hablado tan bien de usted… Sólo con que me acompañe a ver al señor Malan ya me siento mejor. No lo conozco de nada.

—Por lo que sé no es ningún filántropo.

—Usted me traerá suerte —afirmó Jettel.

—Hacía mucho que no me decía algo así una mujer —sonrió Gottschalk—, y nunca una tan bonita. Mañana le enseñaré primero nuestro Hove Court y tal vez allí se nos ocurra algo.

Dos días después le escribía a su hija: «Es la mejor idea que he tenido en este país encantado». Sin embargo, no fue él quien puso las cosas en marcha, sino la casualidad y Elsa Conrad. Gottschalk estaba mostrándole a Jettel las delicadas flores de hibisco que crecían en el muro rodeadas de aleteantes mariposas amarillas cuando Elsa Conrad le arrojó al bóxer de la señora Clavy el agua que quedaba en su regadera y lo llamó «chucho asqueroso». Jettel reconoció al instante a la temperamental compañera de fatigas de los primeros días de la guerra por su larga bata de flores y el turbante rojo enrollado en la cabeza.

—¡Dios mío, la Elsa del Norfolk! —exclamó agitada—. ¿Te acuerdas? ¡Estuvimos internadas juntas allí en 1939!

—¿Acaso crees que una se puede pasar la vida en un bar sin quedarse con las caras? —preguntó Elsa indignada—. Vamos, pasa. Usted también, señor Gottschalk. Aún lo recuerdo perfectamente. Tu marido era abogado. Y tienes una niña muy mona y muy tímida. Pero si estabais en una granja. ¿Qué estás haciendo en Nairobi? ¿Acaso has huido de tu marido?

—No. Mi esposo está en el ejército —explicó Jettel orgullosa—. Y yo no tengo ni idea de lo que debo hacer —añadió—. No tengo alojamiento y a Regina pronto le darán las vacaciones.

—Reconozco el tono de desvalimiento. ¿Sigues siendo la distinguida esposa del señor letrado? Sea como fuere, no eres más adulta. No importa. Elsa siempre ha ayudado cuando ha podido. Sobre todo a los héroes de guerra. Necesitas a alguien que vaya contigo a ver a Malan. No se lo tome a mal, profesorcito. Usted no es la persona adecuada. Iremos mañana mismo. Y no te pongas a lloriquear. Ese indio asqueroso no se deja impresionar por las lágrimas.

Malan reprimió la ira y un suspiro cuando Elsa Conrad irrumpió en su despacho y presentó a Jettel como la esforzada esposa de un soldado que necesitaba alojamiento sin demora y, naturalmente, a un precio que ni siquiera su hermano predilecto se habría atrevido a pedirle. Malan sabía por demasiadas experiencias penosas que no tenía sentido llevarle la contraria. De modo que se contentó con lanzarle una mirada que con cualquier otro habría bastado para arreglar cuentas en el acto y hacerse a la idea, que al menos a él le resultaba reconfortante, de que aquella ruidosa persona, que poseía la fuerza de un toro enfurecido, se parecía cada vez más a los acorazados que desde el desembarco de Normandía aparecían retratados incluso en los periódicos indios de orientación abiertamente antiinglesa.

A la señora Conrad no la hacía callar con sus artimañas habituales. Su voz era mucho más estridente que la de él y aquella mujerona era propensa a emplear argumentos para los que él no encontraba respuesta, ya que sus enardecidas parrafadas iban acompañadas de violentas expresiones proferidas en un idioma que él desconocía. A ello había que añadir que, por desgracia, Malan tenía que cuidar de su extensa familia y no podía enemistarse con aquel diabólico volcán.

Aquel mastodonte del provocador turbante y el ridículo clavel encima, que para más inri procedía del jardín del propio Malan, no sólo sabía que en el Hove Court casi siempre había una habitación libre para casos especiales. Además, la mujer era precisamente la encargada del Horse Shoe. En aquel pequeño bar, que debido a su ambiente íntimo, al helado de vainilla y a los platos de curry era el lugar de reunión favorito de los soldados ingleses de todo Nairobi, únicamente contrataban a personal indio para la cocina, casi siempre miembros de la diligente parentela del señor Malan.

De modo que en el caso de la esposa del soldado, que logró enternecer a Malan, pues sus ojos le recordaban las maravillosas vacas de su juventud, y que, para satisfacción suya, al menos resultó ser una refugiada alemana, la negociación fue de la brevedad habitual. Jettel consiguió la habitación libre y permiso para traer a su perro y al chico. Y el hermano pequeño de la esposa de Malan, al que le faltaban dos dedos de la mano derecha y, por consiguiente, le resultaba especialmente difícil encontrar trabajo, pasó a hacerse cargo de la limpieza del servicio de caballeros del Horse Shoe.

En el Hove Court, todo aquel al que le interesaba sabía que la nueva inquilina se encontraba bajo la protección de Elsa Conrad, de forma que Jettel se ahorró las numerosas triquiñuelas con que solían tener que apechugar sin rechistar los recién llegados a menos que quisieran que se les catalogara de refunfuñones a los que rehuían las personas decentes. Las quejas de Jettel se limitaban al sofocante calor de Nairobi, al que no estaba habituada, a la estrechez tras una «vida en la deliciosa libertad de nuestra granja» y al hecho de que Owuor tuviera que preparar la comida en un diminuto hornillo eléctrico. No obstante, aquellos arrebatos eran siempre oportunamente acallados por Elsa Conrad con el comentario: «Antes de emigrar, todo teckel era un san bernardo. Será mejor que busques un empleo».

Cuando Regina llegó al Hove Court para pasar sus primeras vacaciones, Jettel ya se había acostumbrado de tal modo a su nueva vida y, sobre todo, a las numerosas personas con que podía hablar y lamentarse que le prometía todos los días a su hija:

—Aquí te olvidarás rápidamente de la granja.

—No quiero olvidar la granja —replicaba Regina.

—¿Ni siquiera para complacer a tu querido padre?

—Papá me entiende. Tampoco él quiere olvidar su Alemania.

—Aquí no te aburrirás nunca y podrás ir todos los días a la biblioteca en autobús y sacar tantos libros como desees. Para los miembros del ejército es gratis. La señora Conrad está ansiosa por que le traigas libros.

—¿A quién voy a contarle lo que he leído si papá no está?

—Pero si aquí hay muchos niños.

—¿Y voy a hablarles de libros a los niños?

—Pues a tu estúpida hada —repuso Jettel impaciente.

Regina cruzó los dedos a la espalda para no arrancar de su sueño a la ignorancia de su madre. Ya en su primer día de vacaciones había acomodado a su hada en un guayabo de embriagador aroma y poderosas ramas. También ella era capaz de trepar sin esfuerzo a aquel árbol de frutas verdes. El follaje le proporcionaba protección y la posibilidad de soñar de día como en casa, en Ol’ Joro Orok. No le resultó fácil acostumbrarse a su nuevo entorno. En particular, la asustaban las mujeres cuando, a última hora de la tarde, se paseaban por el jardín con los labios pintados de colores chillones y largos vestidos que llamaban housecoats y abordaban a Regina tan pronto como abandonaba su árbol.

Frente a la pequeña y oscura habitación con dos camas, una jofaina, dos sillas y una mesa con hornillo eléctrico que compartían Jettel, Regina y Rummler, vivía la señora Clavy. A Regina le gustaba porque le sonreía sin decir una palabra, acariciaba a Rummler y le daba lo que dejaba su perro Tiger. De la asiduidad con que intercambiaban sonrisas y carne de ave finamente picada pronto surgió un hábito que, en sus sueños, Regina convirtió en la gran aventura de sus vacaciones.

En aquellos días que parecían no querer acabar nunca, se imaginaba que Rummler y Tiger se transformaban en caballos y que ella regresaba a Ol’ Joro Orok montada en ellos. Pero Diana Wilkins, que vivía al lado de Jettel en un apartamento con dos grandes habitaciones, echó abajo de una única embestida los muros de la solitaria fortaleza de Regina.

Un día caluroso y seco, como un cebado incendio en el matorral, en que Regina volvía a su árbol después de almorzar, se encontró a Diana sentada en una rama. La grácil mujer de ojos azules, largo cabello rubio y una piel que resplandecía como la luna entre el espeso follaje llevaba un vestido de encaje blanco transparente que le llegaba hasta los pies descalzos. Tenía los labios pintados de un rosa suave y en la cabeza brillaba una corona dorada con piedrecitas de colores en las puntas.

Durante un sobrecogedor instante, Regina se quedó asombrada de haber logrado dar vida a un hada en la que hacía tiempo ya no creía. No se atrevía a respirar, pero cuando Diana dijo: «Si no subes tú, bajaré yo», su cuerpo se vio sacudido por una risa tan vehemente que la vergüenza le escaldó la piel. El inglés que hablaban los refugiados y que bramaba en los oídos de Regina como el viento que lucha contra un bosque lleno de gigantes era un suave murmullo en comparación con la dura pronunciación de Diana.

—Nunca te había visto reír —constató Diana satisfecha.

—Nunca había reído en Nairobi.

—La tristeza afea. Ahora ya vuelves a reír.

—¿Eres una princesa?

—Sí. Pero la gente de aquí no se lo cree.

—Yo sí —contestó Regina.

—Los bolcheviques me han robado mi patria.

—A mi padre también le han robado su patria.

—Pero no los bolcheviques.

—No, los nazis.

Diana Wilkins era de Letonia, de pequeña pasó por Alemania, Grecia y Marruecos, huyendo, y a principios de los años treinta se quedó en Kenia sólo porque alguien le dijo que en Nairobi iban a inaugurar un teatro. Había sido bailarina y estaba convencida de que los buenos tiempos aún estaban por llegar. El apellido inglés y una pensión de viudedad, ambas cosas aún más envidiadas por los inquilinos del Hove Court que su belleza, se los debía a un brevísimo matrimonio con un joven oficial. Un rival celoso le pegó un tiro.

Cuando le enseñó su habitación a Regina por primera vez, señaló orgullosa las gotas de sangre seca de la pared. En realidad eran mosquitos aplastados, pero Diana estaba aún más sedienta de romanticismo que de whisky y encontraba demasiado triste la idea de que el difunto teniente Wilkins no hubiera dejado ningún rastro en su vida aparte de su apellido.

—Entonces, ¿estabas presente cuando le dispararon? —quiso saber Regina.

—Por supuesto. Antes de morir me dijo: «Tus lágrimas son como el rocío».

—Nunca había oído nada tan bonito.

—Espera y verás. Algún día tú también vivirás algo así. ¿Ya tienes novio?

—Sí. Se llama Martin y es soldado.

—¿Aquí en Nairobi?

—No, en Sudáfrica.

—¿Y tu mayor deseo es casarte con él?

—No lo sé —dudó Regina—. Aún no lo he pensado. Deseo todavía más tener un hermano.

Se asustó al oírse hablar así. Desde que se despidiera de Martin en la granja, Regina sólo había mencionado su nombre en su diario. El hecho de que ahora, de golpe, no sólo hablara de él, sino también del niño muerto la desconcertó. El alocado bailoteo de su cabeza le pareció una magia especial que hacía desvanecerse la tristeza como los ríos en la estación seca.

Desde que Regina compartiera con Diana sus dos secretos, los días transcurrían para ella tan veloces como bueyes que caminan en círculos con delirio febril. Hacía oídos sordos a las lacrimosas súplicas de su madre y más aún a las órdenes de Elsa Conrad de que se buscara una amiga de su misma edad.

—¿No te gusta Diana?

—Sí —replicaba Jettel dubitativa—, pero ya sabes que papá es un poco raro.

—¿Por qué?

—Es un hombre.

—Todos los hombres adoran a Diana.

—Precisamente por eso. Él tiene algo en contra de las mujeres que se acuestan con todos los hombres.

—Diana me ha dicho que no se acuesta con todos los hombres —aclaró Regina al día siguiente—. Sólo se va con ellos al sofá.

—Explícale eso a tu padre.

Los únicos seres masculinos a los que Diana quería de verdad eran su minúsculo perro Reppi, al que llevaba en brazos en sus paseos por el jardín y que en realidad era un príncipe encantado de Riga, algo que sólo Regina sabía, y su chico. Chepoi era un nandi alto, de pelo cano, con el rostro picado de viruelas y unas manos delicadas capaces de una gran fuerza y de una suavidad aún mayor. Con el aire de un padre preocupado se ocupaba de Diana, a la que consideraba la herencia obligada de su difunto bwana, el cual le había salvado la vida de un búfalo enloquecido.

Por la noche, cuando ya había pasado la hora del último pretendiente, Chepoi salía una vez más de su diminuta cabaña tras los cuartos de la servidumbre, se deslizaba sigilosamente en la guarida de Diana, que estaba llena de humo y apestaba a alcohol, le quitaba la botella de la mano a su memsahib y la metía en la cama. En el Hove Court se decía que, con frecuencia, incluso tenía que desvestirla y aplacar sus crispados nervios con canciones, pero Chepoi no era hombre de muchas palabras. A él le bastaba con ser el protector de su hermosa memsahib, y eso sólo podía serlo si no hablaba con personas cuya lengua era igual de malvada que sus oídos.

Regina era la excepción. Pese a los reparos iniciales de Jettel y al celoso griterío de Owuor, Chepoi se la llevaba a menudo al mercado, donde compraba carne y, tras acaloradas discusiones y un fiero toma y daca, se decidía por enormes repollos con los que preparaba la única comida que renovaba las fuerzas de la memsahib tras las fatigas nocturnas.

Para Regina, en el mercado del centro de Nairobi se abría un mundo nuevo. Mangos de un anaranjado reluciente junto a papayas verdes, racimos de plátanos rojos, amarillos y verdes, henchidas piñas con coronas de brillantes púas de color verde oscuro y frutas de la pasión abiertas con pepitas similares a abalorios de un gris resplandeciente aturdían sus ojos; el aroma de flores, café muy tostado y especias recién mezcladas y el hedor a pescado putrefacto y carne sanguinolenta, su nariz; el derroche de belleza, originalidad y repugnancia consiguió por fin aplacar la angustiosa nostalgia de aquellos días que ya nunca volverían.

Había altas torres de cestas de sisal trenzado llamadas kikapus con más colores que el arco iris, delicadas tallas de marfil y lustrosos guerreros con largas lanzas de madera negra y cinturones guarnecidos con perlas de colores y telas cuyos motivos narraban historias de seres embrujados y de animales salvajes que sólo la fantasía había logrado amansar. Indios de ojos negros y veloces manos ofrecían escamosas pieles de serpiente, pellejos de leopardo y cebra, pájaros de pico amarillo disecados, cuernos de búfalo, almejas gigantes de Mombasa, delicados brazaletes de pelo de elefante y collares dorados con cuentas de colores.

El aire era pesado y el concierto de voces, tan poderoso como las chillonas cataratas Thompson. Las gallinas cacareaban y los perros ladraban. Entre los puestos se apiñaban mujeres inglesas de avanzada edad, piel pálida y fina como el papel, viejos sombreros de paja y guantes blancos. Tras ellas caminaban sus chicos con las pesadas kikapus, como perros bien adiestrados. Goaneses agitados hablaban tan aprisa como monos parlanchines e indios con turbantes de vistosos colores paseaban lentamente, muy atentos, ante la mercancía.

Había numerosos kikuyus con pantalones grises y alegres camisas que acentuaban su aire urbano con pesados zapatos, y silenciosos somalíes, muchos de los cuales parecían querer entrar en una guerra a la antigua usanza. Extenuados mendigos que apestaban a pus, con los ojos apagados, carcomidos por la lepra muchos de ellos, pedían limosna, y madres acurrucadas en el suelo amamantaban impasiblemente a sus hijos.

En el mercado, Regina se enamoró de Nairobi y de Chepoi. Primero se convirtió en su socia y más tarde en su confidente. Como hablaba kikuyu, podía regatear con los hombres de los puestos aún mejor que él, el nandi que no podía prescindir del suajili. Con el dinero que se ahorraba, Chepoi solía comprarle a Regina un mango o una mazorca de maíz asado que sabía de maravilla, a madera quemada; y el día más hermoso de sus vacaciones, tras consultarlo con su memsahib, Chepoi le entregó un cinturón guarnecido con diminutas perlas de colores.

—Cada una de esas piedrecitas encierra su magia —le aseguró, abriendo los ojos de par en par.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Con eso basta.

—Deseo tener un hermano —confesó Regina.

—¿Tienes padre?

—Sí. Es áscari en Nakuru.

—Entonces, primero has de desear que venga a Nairobi —le recomendó Chepoi. Cuando reía, sus amarillentos dientes se iluminaban y la ronquera de su garganta se tornaba calidez.

—Me gusta cómo hueles —constató Regina frotándose la nariz.

—¿Cómo huelo?

—Bien. Hueles como un hombre inteligente.

—Tú tampoco eres tonta —replicó Chepoi—. Eres joven. Pero eso no será siempre así.

—La primera piedra ya ha hecho algo —dijo Regina satisfecha—. Nunca me habías dicho nada parecido.

—Lo he dicho muchas veces. Sólo que tú no lo has oído. No siempre hablo con la boca.

—Lo sé. Hablas con los ojos.

Ya de vuelta en el Hove Court, al pasar junto a los gigantescos cactus cubiertos de fina tierra rojiza, la hora más sedienta del día poseía una fuerza abrasadora, pero aún no había empujado a la gente, como de costumbre, a sus oscuras madrigueras. El anciano señor Schlachter estaba asomado a la ventana chupando cubitos de hielo. Tenía el corazón delicado y no podía beber mucho, todo el mundo lo sabía; sin embargo, todos envidiaban a los Schlachter por su nevera.

Regina estuvo un rato contemplando cómo el fatigado anciano de ojos vidriosos y vientre rotundo tomaba un cubito tras otro de una pequeña cacerola plateada y se los llevaba lentamente a la boca. Se paró a pensar detenidamente si con una de aquellas pequeñas perlas podría desear también un corazón enfermo y muchos cubitos de hielo, mas el modo en que el viejo Schlachter la miró y le dijo «me gustaría poder saltar de nuevo así yo también» la confundió.

El rosado niño del pelele azul celeste chupaba el blanco pecho de la señora Taylor y despertaba la envidia de Regina, una envidia capaz de devorar la calma más aprisa que las grandes hormigas de safari un trocito de madera. Para liberar su aturullada cabeza, observó cómo la señora Friedlánder sacudía el ensortijado abrigo de pieles negro que se había comprado para emigrar y nunca se puso.

La señora Clavy se hallaba en su jardín, contándoles a sus claveles rojos que no podía darles agua hasta que no se pusiera el sol. Regina se pasó la lengua por los labios para poder sonreírle, pero antes de que la humedad llegara a su boca vio a Owuor con Rummler bajo un sediento limonero. Llamó al perro, que sólo movió perezosamente una oreja, y se dio cuenta, arrepentida, de que no se había ocupado de él en todo el día. Se puso a pensar en cómo enseñarle el cinturón a Owuor sin avivar los celos que sentía de Chepoi. Entonces vio que sus labios se movían y que había fuego en sus ojos. Mientras corría hacia Owuor, le llegó su voz.

Perdí mi corazón en Heidelberg —cantaba, tan alto como si hubiera olvidado que en Nairobi no había eco.

Regina sintió la dolorosa punzada de la esperanza, ansiada en vano durante tanto tiempo.

—¡Owuor, Owuor! ¿Ha venido?

—Sí, el bwana ha venido —rió Owuor—. El bwana áscari ha venido —proclamó orgulloso. Alzó a Regina en brazos como el día en que empezó la magia y la apretó contra sí. Durante un breve instante de dicha, Regina estuvo tan cerca de su rostro que pudo ver la sal pegada a sus párpados.

—Owuor, eres tan listo… —dijo en voz baja—. ¿Recuerdas cuando llegaron las langostas?

Ahita de alegría y recuerdos, aguardó hasta que el chasquido de la lengua de Owuor abandonó sus oídos; luego liberó sus pies de los zapatos para poder volar más veloz por la hierba, echó a correr, impaciente, hacia el apartamento y abrió la puerta con tanta fuerza como si quisiera hacer un agujero en la pared.

Sus padres estaban sentados muy juntos en la estrecha cama y se separaron con un movimiento tan brusco que por un momento la mesilla que tenían ante sí se tambaleó. Sus rostros tenían el color de los claveles más lozanos de la señora Clavy. Regina oyó que Jettel respiraba sonora y entrecortadamente, y también vio que su madre no llevaba ni blusa ni falda; de modo que no había olvidado su promesa de tener otro niño cuando volvieran los buenos tiempos. ¿Acaso se habían ido de safari los buenos tiempos?

Regina se sintió insegura al comprobar que sus padres no decían nada y que estaban tan tiesos, mudos y serios como las figuritas de madera del mercado. También sintió que se ruborizaba. Le resultaba difícil separar los dientes.

—Papá —dijo por fin, y entonces las palabras que había querido retener se precipitaron por su boca como pesadas piedras—: ¿Te han echado?

—No —respondió Walter, sentó a Regina en su desnuda rodilla y apagó el fuego de sus propios ojos con una sonrisa—. No —repitió—, el rey Jorge está muy satisfecho conmigo. Me ha pedido expresamente que te lo diga. —Y dio unos leves golpecitos sobre la manga de su almidonada camisa caqui. En ella resplandecían dos franjas de tela blanca.

—¡Eres cabo! —exclamó Regina asombrada. Acarició una de las piedrecitas de su nuevo cinturón y besuqueó el rostro de su padre con la fuerza renovada del miedo vencido, igual que hacía Rummler en cada reencuentro, cuando la alegría sacudía su cuerpo.

Corporal is bloody good for afucking refugee —dijo Walter.

You are speaking English, daddy —rió Regina.

La frase hizo mella en su cabeza, asqueándola y llenándola de culpa. ¿Acaso sospechaba su padre lo mucho que ella había deseado tener un daddy que fuera como los demás padres, hablara inglés y no hubiera perdido su patria? Se avergonzó enormemente de haber sido tan niña.

—¿Te acuerdas del brigada Pierce?

—Sargento —corrigió Regina, contenta por haberse tragado la tristeza sin dejar que la ahogara.

—Brigada. También los ingleses ascienden. ¡Adivina lo que le he enseñado! Ahora sabe cantar Lili Marleen en alemán.

—Yo también quiero aprender —afirmó Regina. No necesitó más que una décima de segundo para transformar la mentira de su boca en un dulzor que, según Diana, era el verdadero sabor del gran amor.