La mañana del 6 de junio de 1944, antes de que tocaran diana, Walter permaneció dos horas sentado en la vacía cantina de la tropa. Por las angostas ventanas abiertas se colaba la vivificante brisa de una noche de luna amarilla y vaheaba al chocar contra las paredes de madera, que durante unos breves e inesperadamente gratos instantes olían tan bien como los cedros de Ol’ Joro Orok. Para Walter, el tiempo que transcurría entre la oscuridad y el alba era un agradable regalo de su insomnio, ideal para aclarar ideas e imágenes, escribir cartas y buscar noticias en alemán sin que lo molestaran las recelosas miradas de aquellos soldados que tenían la suerte de haber nacido en el país adecuado y muy poca fantasía para apreciarlo. Se metió la burda camisa caqui —más indicada para la guerra en el invierno europeo que para los calurosos días en la orilla meridional del lago salado de Nakuru— por dentro del pantalón y saboreó su sosiego como el acontecimiento más emocionante de su recién adquirida estabilidad.
Al cabo de cuatro semanas en el ejército, aún no se había acostumbrado lo suficiente al agua corriente, la luz eléctrica y la plenitud de los días como para no disfrutarlas a fondo como comodidades largamente anheladas. Experimentaba un placer infantil yendo a la oficina en su tiempo libre y contemplando el teléfono. A veces incluso levantaba el auricular para deleitarse con el sonido de la señal.
Cada día disfrutaba como el primero escuchando la radio sin tener que preocuparse por las pilas. Cuando el dentista de la compañía le sacó de forma burda y desmañada las dos muelas que lo atormentaban desde los primeros días en Ol’ Joro Orok, incluso consideró aquel dolor como una prueba de que había llegado lejos: no tenía que preocuparse por la factura. Cuando su agotamiento físico se lo permitía, y desde hacía unos días los intensos sudores, se daba el gustazo de hacer meticuloso balance de su vida, una vez más objeto de un abrupto cambio.
En un mes, Walter había oído, hablado e incluso reído más que en los cinco años en las granjas de Rongai y Ol’ Joro Orok. Comía cuatro veces al día, dos de ellas carne, lo cual no le costaban nada, tenía mudas, calzado y más pantalones de los que necesitaba, podía comprar cigarrillos a precio reducido para soldados y tenía derecho a una ración semanal de alcohol que un escocés con bigote ya le había cambiado dos veces por tres amistosas palmaditas en la espalda. Con su paga de soldado raso del ejército británico podía pagar el colegio de Regina y aun enviarle una libra a Jettel a Nairobi. Además, ella recibía una ayuda mensual del ejército. Y por encima de todo, Walter vivía sin el temor de que cada carta pudiera significar el despido de su desagradable empleo, su destrucción.
En un estrecho armario había papel y sobres; entre botellas vacías y ceniceros llenos se hallaba un tintero; a su lado, un portaplumas. Sólo pensar en que no tenía más que servirse y el ejército también franquearía y enviaría su correo le hacía sentirse tan satisfecho como el mendigo hambriento ante la montaña de dulces gachas en el país de la abundancia. En la pared colgaba una foto descolorida de Jorge VI. Walter le sonrió al rey de mirada grave. Antes de diluir la tinta seca con agua, contó las gotas que cayeron del grifo en la herrumbrosa pila y silbó la melodía de God save the king.
«Querida Jettel», escribió, y dejó la pluma en la mesa un tanto asustado como si hubiera desafiado al destino y tuviera que enfrentarse ahora a la envidia de los dioses. Se dio cuenta de que hacía años que no le decía nada parecido a su esposa y que tampoco lo sentía. Se paró a pensar un momento si la ternura que le sobrevenía con tanta naturalidad debía alegrarlo o si por el contrario tenía que avergonzarlo, mas no dio con la respuesta.
Pese a todo, no estaba descontento consigo mismo cuando continuó escribiendo. «Tienes toda la razón —garabateó en el amarillento papel—, volvemos a escribirnos cartas como antaño, cuando esperabas en Breslau a que llegara el momento de emigrar. Sólo que ahora los tres estamos a salvo y podemos aguardar tranquilamente lo que la vida nos depare. Y creo, al contrario que tú, que debemos estar especialmente agradecidos y que no podemos quejarnos sólo porque tengamos que cambiar nuestras costumbres. Al fin y al cabo, ya tenemos cierta práctica.
»Y ahora hablemos de mí. Estoy todo el día al trote y no concibo cómo los ingleses han podido pasarse tanto tiempo sin mí. Nos instruyen a fondo, como si hubieran estado esperando a los “malditos refugiados” para poder por fin lanzarse al ataque. Creo que quieren hacer de mí una mezcla de luchador cuerpo a cuerpo y topo. Por la noche es como si volviera a tener malaria, pero espero que las cosas mejoren pronto. Sea como fuere, me paso el día cuerpo a tierra, arrastrándome por cieno y barro, y por la noche a veces no sé si aún sigo vivo. Pero no te preocupes, tu marido aguanta bien, y ayer me pareció que el sargento me guiñaba un ojo. Aunque es bizco, como el viejo Wanja de Sohrau. Tal vez incluso quiera condecorarme por tener que soportar todo esto con ampollas en los pies. Pero claro, como no sabe pronunciar mi nombre aún no ha dicho nada al respecto.
»En caso de que te sorprenda lo de las ampollas, es que me han endilgado unas botas demasiado estrechas y no sé suficiente inglés para decírselo. No obstante, me he propuesto no pedirle a ninguno de los otros refugiados de mi unit (quiere decir unidad) que me haga de intérprete. Después de todo, quizá acabe aprendiendo inglés. Además, a los instructores no les gusta que hablemos alemán. Al menos se han dado cuenta de que la gorra era demasiado grande y no dejaba de caérseme de la cabeza. Así que desde hace dos días puedo ver cuando voy de uniforme. Como verás, un soldado también tiene sus preocupaciones. Sólo que son distintas de las de antes.
»A propósito, no debemos olvidar advertir a Regina del cambio más importante en su vida. Ahora ya no es preciso que rece todas las noches para que yo no pierda mi empleo y puede concentrarse plenamente en pedirle a Dios la victoria de la causa aliada. Naturalmente no tiene ni idea de que estoy en Nakuru. Ya te habrás percatado de que el correo militar se envía sin remitente. Pero tampoco me gustaría ponerla en la misma situación que cuando tu embarazo.
»En todo caso, estoy seguro de que hemos tomado la decisión adecuada. Algún día me darás la razón. Igual que has acabado comprendiendo lo bueno que fue que emigráramos a Kenia y no a Holanda. Por cierto, que he conocido aquí a un tipo muy simpático que tenía una tienda de radios en Görlitz. Como es lógico, sabe manejar una radio mucho mejor que yo y está muy bien informado. Me ha contado que tampoco hay esperanza ya para los judíos holandeses. Pero no se lo comentes a tus anfitriones. Si no recuerdo mal, Bruno Gordon tenía un hermano que se fue a Amsterdam en 1933.
»Espero que pronto encuentres alojamiento en Nairobi y quizá incluso un trabajo que sea de tu agrado y nos sirva de ayuda a todos. Quién sabe si algún día podremos ahorrar algo de dinero para después de la guerra (entonces ya no necesitarán soldados y, en cambio, nosotros sí necesitaremos un nuevo futuro). Cuando ya no tengas que quedarte con los Gordon y puedas volver a vivir como quieras, seguro que acabas cogiéndole el gusto a Nairobi. Siempre deseaste volver a estar con gente. Yo disfruto de veras ese aspecto pese a todas las vejaciones.
»Los ingleses de nuestra unidad son muchachos muy jóvenes y realmente simpáticos. Lo cierto es que no comprenden por qué un hombre del mismo color de piel que ellos no habla también su idioma, pero algunos me dan amables palmaditas en la espalda, probablemente porque a sus ojos soy más viejo que Matusalén. En cualquier caso, es la primera vez desde que dejé Leobschütz que no me siento en absoluto como una persona de segunda clase, aunque sospecho que el sargento no es precisamente un filosemita. A veces incluso es estupendo no hablar el idioma del país.
»Echo mucho de menos a Kimani. Sé que suena absurdo, pero sencillamente no puedo perdonarme no haber dado con él cuando nos despedimos de la granja y no haber podido decirle lo buen amigo que era para mí. Da gracias por tener contigo a Owuor y a Rummler, aunque Owuor se pelee con los chicos de los Gordon. En Ol’ Joro Orok no se llevaba bien con nadie salvo con nosotros. Para nosotros, él es parte de nuestro hogar. Así lo verá Regina cuando pase sus primeras vacaciones en Nairobi. Como ves, con los años me vuelvo sentimental. Pero últimamente el ejército inglés ha tenido tales éxitos que hasta puede permitirse tener un soldado sentimental. Un soldado que también ha aprendido algunas palabrotas en inglés y que, dicho sea de paso, espera tus cartas ansioso. Escríbele pronto a tu viejo Walter».
La recién adquirida autoestima de Walter sólo se resquebrajaba como antaño cuando pensaba en Regina. Entonces el miedo de haber fracasado lo torturaba con igual crueldad que en los días de mayor desesperación. Era incapaz de imaginarse a su hija, para quien Ol’ Joro Orok era su hogar, en Nairobi. Le resultaba insoportable saber que la había arrancado de sus raíces y que le exigía un sacrificio extremo.
La imposibilidad de hallar una solución y la desesperanza no lo habían herido tanto en su orgullo como el hecho de que su llamamiento a filas lo hubiese degradado al rango de cobarde a los ojos de su hija. Se vio obligado a comunicarle la despedida de la granja por escrito. Fue la primera vez que le hizo daño a sabiendas. En la carta que le mandó al colegio trató de pintarle la vida en Nairobi como una sucesión de días alegres y despreocupados llenos de diversión y nuevos amigos, pero al hacerlo sólo pudo pensar en su despedida de Sohrau, Leobschütz y Breslau y no encontró las palabras adecuadas. Regina le respondió de inmediato, pero no mencionó en ningún momento la granja que jamás volvería a ver. «England —escribió en caracteres de imprenta subrayados en rojo— expects every man to do his duty. Admiral Nelson».
Cuando Walter logró por fin traducir la frase con ayuda del pequeño diccionario que constituía su única lectura desde el día en que ingresó en el ejército y constató que ya se había topado con ella en el penúltimo curso del instituto, no fue capaz de decidir si quien se burlaba de él era el destino o su hija. Ambas posibilidades le desagradaban.
Lo atormentaba no saber si Regina era realmente tan adulta, patriota y, sobre todo, tan inglesa como para no mostrar sus sentimientos o si sólo era una niña herida que estaba enojada con su padre. De tales cavilaciones sólo sacó una cosa en claro: sabía demasiado poco de su hija para interpretar su reacción. Si bien no dudaba de su amor, tampoco se hacía muchas ilusiones. Su hija y él ya no tenían en común la lengua materna.
Por un instante, cuando todavía hacía oídos sordos a los sonidos del día que despuntaba, Walter pensó que una vez que hubiera aprendido inglés nunca más volvería a hablar con Regina en alemán. Había oído que muchos emigrantes lo hacían para proporcionarles a sus hijos la seguridad de que se hallaban firmemente arraigados en su nuevo medio. La imagen de él mismo balbuceando avergonzado y confuso palabras que no sabía pronunciar y obligado a expresarse con las manos para hacerse entender se perfiló con grotesca nitidez en el incipiente crepúsculo matutino.
Walter oyó a Regina reír, primero bajito, luego en voz alta, desafiante. Su risa sonaba como el odioso aullido de las hienas. La idea de que se burlara de él y él no pudiera defenderse lo aterrorizó. ¿Cómo iba a explicarle a su hija en un idioma extranjero lo que había hecho de todos ellos para siempre unos marginados? ¿Cómo hablar en inglés de una patria que le destrozaba el corazón?
Sólo haciendo un gran esfuerzo logró recobrar la calma que necesitaría para afrontar el día. Hizo girar con avidez el dial de la radio para librarse de los fantasmas que él mismo había conjurado. Al darse cuenta de que un sudor frío le bajaba por la espalda, comprendió horrorizado que el pasado le había dado caza. Era la primera vez desde que estaba en el ejército que le asaltaba ese pensamiento reprimido. Llevaba en la frente el estigma del apátrida y seguiría siendo un extraño entre extraños mientras viviera.
A los oídos de Walter llegaron algunas palabras sueltas. Aunque la radio no estaba alta, sonaban fuertes, exaltadas, aveces casi histéricas, y sin embargo apaciguaron por unos instantes sus confusos sentimientos. Pronto se percató de que la voz del locutor no sonaba como de costumbre. Walter trató de formar palabras con las sílabas aisladas, mas no lo consiguió. Sacó otra hoja de papel del armario y se esforzó por traducir en letras los sonidos que atrapaba. No tenían ningún sentido, pero advirtió que dos palabras se habían repetido varias veces en un breve espacio de tiempo y que probablemente fueran «áyax» y «argonauta». Le sorprendió haber reconocido aquellos dos nombres tan familiares pese a la nasal pronunciación inglesa. Ante sus ojos vio la imagen del profesor Gladisch en el elitista internado de Pless repartiendo con rostro impasible los cuadernos tras un examen de griego, pero ya no tuvo tiempo de atrapar ese recuerdo. El sensible suelo de madera dejó oír nuevos sonidos en la habitación.
El sargento Pierce apareció con el sol naciente. Sus pasos tenían ya la fuerza que envolvía su figura en un halo de arrogancia, pero el resto de su cuerpo luchaba aún contra la noche que tan indiferente era a su talento para obligar a sus subordinados a sumergirse en el mundo previsible y seguro de sus blasfemias y su intransigencia. El sargento se mesó su abundante cabello sin energía ni concentración, bostezó un par de veces como un perro que llevara horas tumbado al sol, se ciñó lentamente el cinturón y miró alrededor con expresión escrutadora. Era como si esperara una señal determinada para empezar el día.
Mirando a Walter fijamente, en silencio, con los ojos aún entrecerrados, parecía una estatua superada hacía tiempo por el curso de la historia, mas entonces la vida afluyó a sus miembros con inopinada brusquedad. Dio unos grotescos saltos y echó a correr hacia la radio apenas sus pesadas botas tocaron el suelo. Su respiración traqueteaba con sacudidas breves y vehementes mientras ponía el aparato a todo volumen. Un arrebol en extremo inusitado para su pálida tez puso de manifiesto un estupor igualmente inusitado en él. El sargento Pierce se enderezó ceremoniosamente cuan alto era, se llevó ambas manos a las costuras del pantalón, vació sus pulmones y pegó un chillido:
—They’ve landed!
Walter supo al instante que tenía que haber ocurrido algo extraordinario y que el sargento esperaba una reacción por su parte, pero ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara, así que, cohibido, clavó la vista en el papel en que había estado escribiendo.
—Áyax —dijo finalmente, aunque estaba seguro de que Pierce debía de tomarlo por un imbécil.
—They’ve landed! —gritó de nuevo el sargento—, you bloody fool, they’ve landed. —Le propinó a Walter una enérgica palmada en el hombro que, pese a su impaciencia, no estaba exenta de amabilidad, lo levantó de la silla y lo llevó ante el precario mapa que colgaba entre la foto del rey y la orden de no divulgar a los cuatro vientos secretos militares—. Here —bramó.
—Aquí —repitió Walter, satisfecho por haber pillado al menos una palabra. Contempló perplejo el carnoso dedo índice del sargento desplazándose por el mapa y deteniéndose finalmente en Noruega.
—Norway —leyó Walter en alto, con esmero, y se paró a pensar si en inglés Noruega realmente rimaba con «ay» y qué demonios podría haber sucedido precisamente allí.
—Normandy, you damn’d fool —corrigió Pierce irritado. Primero deslizó el dedo hacia el este, hasta Finlandia, y luego hacia el sur, a Sicilia, y después, ante el silencio de Walter, se puso a tamborilear sobre el mapa de Europa con su tatuada mano. Finalmente se le ocurrió la improbable idea para un hombre con su potencia de voz de coger la pluma. Con movimientos torpes, escribió la palabra Normandy. Observó a Walter lleno de agitación y le tendió la mano como un niño asustado.
Walter la agarró en silencio y posó suavemente el tembloroso dedo índice del sargento Pierce sobre la costa de Normandía. No obstante, él mismo no se enteró de que los aliados habían desembarcado allí hasta el desayuno, y eso gracias al comerciante de radios de Görlitz. En lugar de la marcha a campo traviesa con todo el equipo a cuestas prevista para los reclutas, el sargento Pierce ordenó a Walter que prestara sus servicios en la oficina y, aunque su rostro parecía el mismo de siempre, Walter supuso que con ello había querido hacerle un favor.
Para cenar se sirvió carnero asado con salsa de menta, judías verdes poco hechas y un pudín de Yorkshire[15] acorde con el milagro acaecido en la lejana Francia, es decir, muy graso y compacto: un banquete que no se repetía desde el desembarco de los aliados en Sicilia.
Antes de dar comienzo al festín, en el comedor, profusamente engalanado con pequeñas banderas del Reino Unido, se cantó God save the king y Rule Britannia; con la macedonia con salsa de vainilla templada, Keep the home fires burning; y con It’s a long way to Tipperary el entusiasmo alcanzó su primer punto álgido.
Ya con el primer coñac, que se bebió en vasos de agua, brotaron lágrimas de nostalgia. El sargento Pierce estaba exultante, y en las pausas entre canción y canción disfrutaba de la admiración de sus alborozados hombres y de los elogios por haber sido el primero en enterarse de tamaña suerte en la evolución de la guerra, si bien su acreditado sentido del juego limpio funcionaba igual de bien que su memoria. El sargento disipó en su origen toda sospecha de que pudiera perder la cabeza hasta el punto de adornarse con plumas ajenas.
Ya mientras cenaban y antes de que se efectuara una nueva y feliz recapitulación de las noticias del día, insistió en dedicarle un breve aplauso a Walter por haber sabido al punto dónde estaba la bloody Normandy. Pierce se encargó personalmente de que el vaso de Walter estuviera siempre lleno.
No paraba de servirle ora coñac ora whisky, y se alegró más aún de lo que ya estaba cuando el extraño y taciturno europeo aprendió por fin a decir cheers, y además con el hermoso acento cockney que pasaba por uno de los principales rasgos del sargento.
Walter recibió el coñac como una bendición para su estómago, un tanto rebelde desde hacía unos días, y el whisky como la bebida ideal para distribuir de forma homogénea en la boca la fría y desagradable grasa del carnero, aun cuando con cada trago se le hacía más difícil concentrarse en una conversación que de todos modos no entendía. Sintió la cargazón en la cabeza, pero también un agradable zumbido en los oídos que, de un modo especialmente placentero, le recordó su época de estudiante y que interpretó como felicidad hasta que notó que empezaba a tener frío. Al principio la sensación no le resultó desagradable, pues refrescaba su cabeza en aquella espesa bruma de alcohol, tabaco y sudor y hacía soportable el palpitante dolor de sus sienes.
Pero luego los muebles empezaron a tambalearse ante sus ojos, y pronto también la gente. El sargento Pierce se hacía más y más grande a una velocidad sorprendente. Su rostro parecía uno de aquellos globos de un rojo intenso que Walter había visto por última vez en la fiesta a bordo del Ussukuma. Consideró absolutamente pueril y, sobre todo, enormemente imprudente que los aliados hubieran empleado unos globos tan malos en el desembarco de Normandía, tanto más cuanto que estallaban demasiado pronto y se descomponían en pequeñas cruces gamadas que cantaban, ruidosas e insolentes, el Gaudeamus igitur.
Tan pronto cesó el canto y remitió por un instante la afluencia de imágenes, Walter comprendió que él era el único que no aguantaba el alcohol. Le resultaba embarazoso e intentó, pese a los sudores, mantenerse lo más erguido posible pegando la espalda al respaldo de la silla y apretando los dientes. Cuando descubrió que la fría grasa del carnero se había convertido en sangre caliente en su boca, deseó levantarse, mas se dijo que, como refugiado que era, no debía llamar la atención de forma innecesaria. De modo que permaneció sentado y clavó las uñas en el borde de la mesa.
Los nuevos sonidos lo atormentaban aún más que los anteriores; poseían una vehemencia tal que lo paralizaban. Walter oyó la risa de Owuor y poco después la llamada de su padre, pero no pudo distinguir sus voces por mucho tiempo, pues pronto se fundieron en un lamento angustiado. A pesar de todo, Walter se sintió inmensamente aliviado al saber a su padre seguro en Normandía, tan sólo un poco apenado porque ya no le venía a la memoria el nombre de su hermana. En modo alguno debía ofenderla, aunque también ella lo llamara a gritos, pero el esfuerzo de acordarse a tiempo y disculparse ante su padre al cabo de tantos años por haberlos dejado solos en Sohrau a él y a su hija hizo que su cuerpo se derritiera de calor. Walter sabía que ésa era su última oportunidad de agradecerle al anciano Rubens que hubiese avalado a Regina y a Jettel y las hubiese sacado del infierno. Qué bien que ya no tuviera frío. De pronto le resultó fácil ponerse en pie e ir al encuentro de su salvador.
Walter despertó tres días más tarde, si bien sólo durante un breve lapso y no en el barracón, sino en el Hospital General del Ejército, en Nakuru. Cuando esto sucedió, se encontraba de servicio por casualidad la cabo Prudence Dickinson, a la que la mayoría de los pacientes admiraba por la envidiable movilidad de sus caderas y llamaba simplemente Prue. Sin embargo, no estaba dispuesta a charlar con un hombre que sin lugar a dudas en sus perturbadores accesos de delirio febril había hablado alemán y, por tanto, ofendido sus patrióticos oídos más de lo que hubiera podido hacerlo el propio enemigo.
No obstante, Prue le secó el sudor de la frente al enfermo, con movimientos igualmente ausentes le ahuecó la almohada y le alisó la bata verde oliva del hospital, le deslizó el termómetro entre los dientes y pronunció, en contra de su costumbre con los pacientes que le desagradaban, una frase completa. Con aquella ironía que tan poco se correspondía con su inteligencia y su sentido del humor, pero que consideraba la única arma capaz de hacerle soportable el servicio en aquella miserable colonia que tanto le repugnaba, Prue se dijo que bien podía haberse ahorrado la molestia. Walter había vuelto a quedarse dormido y, de momento, había dejado pasar la única oportunidad de averiguar que ni el whisky ni el coñac ni el carnero eran los responsables de su estado. Tenía la fiebre de las aguas negras.
El hecho de que siguiera con vida debía agradecérselo a la rápida reacción del sargento Pierce, que, al haber sido soldado, tenía sobrada experiencia con el alcohol y, al haber crecido en los suburbios londinenses, había visto a demasiada gente en el delirio de la fiebre para malinterpretar el estado de Walter en la gran fiesta de la victoria. Cuando Pierce vio desplomarse en el comedor a aquel curioso tipo del continente, no se dejó desconcertar ni por un instante por las sugerencias de sus jubilosos camaradas, que pretendían sumergir a Walter en una cuba de agua fría. Pierce se encargó de que llevaran a Walter al hospital de inmediato. El eco de su hazaña llegó hasta Nairobi, pues daba fe de las extraordinarias dotes organizativas de un militar capaz que, en un día como el del desembarco de Normandía, había dado con un conductor sobrio.
Aunque tenía sobrados motivos para ocuparse única y exclusivamente de su propia persona, ya que a sus oídos habían llegado los primeros rumores de su ascenso a brigada, se informaba a diario sobre la evolución de la enfermedad de Walter. De tan singular comportamiento hablaba lo menos posible. Pierce consideraba que su interés por uno de sus hombres en concreto no resultaba del todo apropiado y, sobre todo, que era un favoritismo indigno de él, algo que lo preocupaba. Tan extraña incursión en el terreno de lo privado únicamente podía explicarse por el hecho de que se trataba del funny refugee con el que se había enterado del «asunto de Normandía». De vez en cuando se burlaban de él porque decía con frecuencia funny y sólo en ocasiones bloody, pero Pierce no solía pararse a analizar sutilezas lingüísticas, así que tampoco veía motivo alguno para corregirlas.
Al cabo de una semana fue a visitar a Walter al hospital y se asustó al encontrarlo tendido en la cama con aire apático, los labios azulados y la tez amarillenta. La alegría de Walter al verlo y el hecho de que dijera cheers, y además con el hermoso acento cockney, conmovieron a Pierce. Así y todo, tras tan prometedor saludo ambos hombres no pudieron hacer otra cosa que mirarse sin decir nada, pero cuando los silencios se hacían demasiado largos, el sargento exclamaba «Normandy!» y Walter reía, algo que casi siempre impulsaba a Pierce a palmotear, sin que en ningún momento se sintiera ridículo al hacerlo. En su visita a comienzos de la segunda semana llevó con él a Kurt Katschinsky, el comerciante de radios de Görlitz, y comprendió por primera vez en su vida lo importante que era que las personas pudieran comunicarse.
El bien alimentado y taciturno enviado del cielo con pantalones cortos color caqui, que se llamaba Katschinsky y estaba a punto de olvidar su lengua materna, le explicó a Walter lo de la fiebre de las aguas negras y lo redimió por fin de los mortificantes reproches que él mismo se hacía al creer que se había comportado como un idiota y se había intoxicado con alcohol. Katschinsky le contó al sargento que en caso de enfermedad grave tenía la obligación de organizar la visita de la esposa al hospital, pero que no sabía la dirección de Jettel, que Walter tenía una hija de doce años en un colegio que se hallaba a sólo unas millas de distancia. Al día siguiente Pierce apareció con Regina.
Cuando Walter vio a su hija entrar de puntillas en la habitación, pensó que había sufrido una recaída y le había vuelto a subir la fiebre. Cerró rápidamente los ojos para retener aquella hermosa imagen antes de que se disipara. En los primeros días de su enfermedad había visto una y otra vez a su padre y a Liesel sentados junto a la cama y los había visto convertirse en seres incorpóreos tan pronto hablaba con ellos; en modo alguno podía repetir ese irreparable error con Regina.
Walter se dijo que su hija era aún demasiado pequeña para entender lo que les ocurría a los refugiados que no querían olvidar. Era mejor para ambos no entablar contacto para así no tener que separarse luego de nuevo. Algún día Regina se lo agradecería. Cuando se dio cuenta de que ella no quería aprender de las experiencias de su padre, se tapó la cara con las manos, a la defensiva.
—Papá, papá, ¿no me reconoces? —la oyó decir.
Su voz le llegaba de tan lejos que Walter no era capaz de decir si su hija lo llamaba desde Leobschütz o desde Sohrau, pero sintió que no había tiempo que perder si quería ponerla a salvo. El mero hecho de permanecer en la patria como si fuera una niña cualquiera suponía un peligro mortal. Regina era demasiado mayor para sueños que los proscritos no podían permitirse. Su incorregibilidad enojó a Walter, mas la ira le dio fuerzas y comprendió que tenía que obligarse a abofetearla para salvarla. Logró incorporarse y abrir ambos brazos. Luego notó el calor del cuerpo de Regina y su voz tan cerca de su oído que podía sentir la vibración de cada sonido.
—Por fin, papá. Creí que no te ibas a despertar nunca.
Walter estaba tan aturdido por la realidad que tanto había tardado en revelársele que no se atrevía a decir palabra. Tampoco se percató de que el sargento Pierce se encontraba a la cabecera de la cama.
—¿Eres herido? —quiso saber Regina.
—Cielo santo, había olvidado que ya no hablas bien alemán.
—¿Estás herido? —insistió la niña.
—No, tu papá no es más que un soldado tonto que ha pillado la fiebre de las aguas negras.
—Pero es un soldado —recalcó Regina orgullosa.
—Cheers —dijo Pierce.
—Three cheers for my daddy! —exclamó Regina a voz en grito. Alzó los brazos por encima de la cabeza y entonces vio que aquel curioso soldado, que hablaba un inglés tan extraño que ella tenía que esforzarse por no reír, levantaba el brazo derecho y coreaba con ella lleno de júbilo, asombrosamente alto: «Hipp, hipp, hooray!».
Más tarde, Walter le propuso a su hija:
—Dile que tiene que averiguar por qué la arpía de la enfermera no me puede ni ver.
El sargento Pierce escuchó con atención mientras Regina se lo relataba, nerviosa, y acto seguido hizo llamar a la cabo Prudence Dickinson. Primero le hizo unas preguntas amables, pero luego, de repente, se plantó ante ella, puso las manos en jarras y, para sorpresa de Regina, le dijo a la enfermera Prue que era a nasty bitch, tras lo cual ésta abandonó la sala sin decir palabra, sin contoneo de caderas y más roja que un incendio en un matorral reseco.
—Dile a tu padre que esa mujer es un pollino —aclaró Pierce—. Le molestó que con la fiebre hablara en alemán. Pero creo que eso no deberías contárselo hasta que se ponga bien.
—Quiere saber otra cosa —añadió Regina en voz baja.
—Dime.
—Quiere saber si ahora ya no podrá ser soldado.
—Y eso, ¿por qué?
—Por haberse puesto tan enfermo así sin más.
Pierce notó un movimiento en la garganta y la boca y tuvo que carraspear. Sonrió, aunque no le pareció un momento oportuno para hacerlo. Por algún motivo aquella pequeña le gustaba. Aunque no tenía ni trenzas ni el pelo rubicundo ni pecas, le recordaba a una de sus hermanas, pero ya no sabía a cuál. Probablemente a las cinco, en algún momento. Hacía demasiado tiempo que no veía a sus muchachitas. Sea como fuere, aquella niña, con su maldito acento altivo de Oxford propio de la gente rica, tenía valor. Lo presentía y eso le gustaba.
—Explícale a tu padre —sentenció Pierce— que el ejército aún lo necesita.
—Ha dicho que sigues teniendo tu empleo —susurró Regina, y se apresuró a besar los ojos de su padre para que el sargento no se diera cuenta de que estaba llorando.