A principios de diciembre de 1943, el coronel Whidett recibió una orden que arruinó por completo la alegría que sentía ante la perspectiva de pasar unas vacaciones de Navidad cuidadosamente planeadas en una exclusiva casa del Mount Kenya Safan Club y que además resultó el desafío más delicado a que se había enfrentado en toda su carrera militar. El Ministerio de la Guerra de Londres le confió la responsabilidad de la operación J, que a la larga habría de suponer la reestructuración de las fuerzas armadas destacadas en Kenia.
La colonia debía seguir sin demora el ejemplo de la madre patria y de los demás países de la Commonwealth y admitir también en el Ejército de Su Majestad a aquellos voluntarios que no estuvieran en posesión de la nacionalidad británica «siempre y cuando simpatizaran con la causa aliada y no constituyeran un peligro para la seguridad interna». Para el coronel Whidett, la formulación «en el círculo de los refugiados en cuestión deberá constatarse previamente una actitud antialemana irreprochable» vino a corroborar la experiencia adquirida a lo largo de dos Guerras Mundiales de que el sentido común británico no era un requisito indispensable para obtener un empleo en el Ministerio de la Guerra inglés.
Además, en una segunda parte extraordinariamente ampulosa, se señalaba que también debía considerarse sin falta el círculo de los emigrantes alemanes. Precisamente esa parte de la orden le resultó al coronel tan desconcertante y gratuita como esquizofrénica. Aún tenía demasiado presentes las directrices vigentes al estallar la guerra. Entonces sólo los refugiados procedentes de Austria, anexionada por Alemania contra su voluntad, de Checoslovaquia, brutalmente invadida, y de Polonia, digna de lástima, se consideraban amigos; los de Alemania, enemy aliens sin excepción. Desde entonces, al menos ésa era la unánime opinión de los altos mandos militares de Kenia, no había ocurrido absolutamente nada que pusiera en cuestión los principios establecidos.
De momento, el coronel Whidett envió a su familia de vacaciones a Malindi, canceló decepcionado su propio permiso de Navidad y se preparó con cierta amargura, mas también con aquella disciplina que pese a todas las tentaciones circundantes nunca había sacrificado al indolente estilo colonial, para el proceso de cambio de mentalidad que a todas luces se le exigía. Con una clarividencia que no le era dada en asuntos situados fuera de su esfera de influencia, comprendió tan rápidamente como al comienzo de la guerra que el círculo de los refugiados, que le seguía pareciendo igual de sospechoso que antes, creaba problemas que no podían resolverse mediante la práctica militar habitual.
Whidett percibió la orden de Londres como una modificación casi inaceptable de una situación que hasta el momento había sido de todo punto satisfactoria. Al fin y al cabo, a ella había de agradecerle la colonia que la mayor parte de las gentes del continente estuviera a buen recaudo en las granjas de las tierras altas. Allí no constituían ningún riesgo para la seguridad y además eran de gran ayuda para los granjeros británicos que servían en el ejército, sin que oficiales como Whidett tuvieran que ocuparse previamente de su ideología y su pasado.
Llamar al servicio de Su Majestad a aquel grupo de personas en un país tan extenso e insuficientemente comunicado era, sin duda, para los afectados mucho más engorroso de lo que pudieran pensar los burócratas de la madre patria. En el pabellón de oficiales de Nairobi, donde Whidett, contrariamente a su costumbre de no discutir asuntos del servicio, habló de su preocupación, pronto se propagó la ingeniosa máxima germans to the front. El coronel consideró la enojosa salida no sólo un desafío a su sentido del humor arraigadamente británico, sino también una traición que ponía al descubierto con descaro su desconcierto. No sabía cómo llegar a los Jicking Jerries; no tenía ni la menor idea de cómo averiguar sus convicciones.
Su memoria, que por desgracia en este caso funcionaba demasiado bien, le recordó con claridad meridiana que la mayor parte de las veces se trataba de gentes con vidas tremendamente intrincadas que ya le habían acibarado la suya cuando estalló la guerra. En su círculo más íntimo reconoció sin tapujos que el comienzo de la guerra, al menos a este respecto, había sido un «mero ensayo» en comparación con aquel dilema que ni siquiera en febrero de 1944, es decir, dos meses después de recibir instrucciones de Londres, había logrado resolver.
«En 1939 —opinaba Whidett con su admirable sentido del sarcasmo— nos llegaban los muchachos en camiones y podíamos meterlos en el campo. Ahora, por lo visto el señor Churchill espera que vayamos hasta sus granjas y comprobemos personalmente si siguen comiendo chucrú y diciendo “heil Hitler”».
Por extraño que parezca, fueron precisamente los nostálgicos recuerdos del comienzo de la guerra los que llevaron al coronel a dar con la solución que había de salvarlo. Justo en el momento adecuado le vino a la memoria la familia Rubens y, con ella, las personas destacadas que en 1939 intercedieron con tamaña grandilocuencia por la liberación de los refugiados internados. Mediante un meticuloso estudio de la documentación, el coronel dio con los nombres que por desgracia volvían a ser necesarios.
En una carta que escribió no sin cierta desazón, pues estaba acostumbrado a mandar y no a pedir, Whidett se puso en contacto con la casa de los Rubens; tan sólo dos semanas más tarde tuvo lugar en su despacho una entrevista decisiva. El coronel averiguó, perplejo, que cuatro de los vástagos de la familia Rubens, a su juicio aún demasiado expresiva, pero de nuevo extremadamente útil, estaban en el ejército. Uno de ellos se encontraba en Birmania, que ciertamente no se podía considerar el paraíso de los holgazanes, y otro, en las fuerzas áreas, en Inglaterra. Por el momento, Archie y Benjamín estaban acantonados en Nairobi. David vivía en casa de su padre, lo cual significaba para Whidett dos consejeros adicionales.
—Creo que en Londres no se han pensado las cosas como es debido —les dijo Whidett a los cuatro hombres, de los que pensaba, al igual que lo hiciera en su primer encuentro, que le daban a su sala de reuniones un aire demasiado extraño—. Quiero decir —empezó de nuevo, no sin cierta turbación, ya que no sabía a ciencia cierta cómo expresar sus reservas con las palabras adecuadas—, ¿por qué iba a alistarse nadie voluntariamente en el maldito ejército si no tiene que hacerlo? La guerra está muy lejos.
—No para quienes han sufrido con los alemanes.
—¿Acaso ha sido así? —preguntó Whidett con interés—. Si mal no recuerdo, la mayor parte ya estaba aquí cuando estalló la guerra.
—En Alemania no hizo falta esperar a la guerra para sufrir con los alemanes —replicó el anciano Rubens.
—No me cabe la menor duda —se apresuró a asegurar Whidett mientras reflexionaba sobre si la frase podría tener algún sentido más allá del que había captado.
—¿Por qué cree usted que están mis hijos en el ejército?
—Rara vez me caliento esta vieja cabeza pensando por qué alguien está en el ejército. Tampoco yo me pregunto por qué llevo puesto este miserable uniforme.
—Pues debería, coronel. Nosotros lo hacemos. Para los judíos, la lucha contra Hitler no es una guerra normal y corriente. Entre nosotros, pocos han tenido la posibilidad de elegir si querían luchar o no. La mayoría son asesinados sin que puedan defenderse.
El coronel Whidett se tomó la libertad de proferir un pequeño suspiro reprobatorio. Recordó, aunque no dejó que se le notara, que el fornido hombre que estaba sentado ante su escritorio ya se había mostrado propenso a emplear expresiones repugnantes en su primer encuentro. Sin embargo, la experiencia y la lógica le decían que los judíos probablemente fueran capaces de resolver mejor sus problemas ellos solos de lo que podrían hacerlo espectadores profanos y no del todo imparciales.
—¿Y cómo podría llegar a su gente en este maldito país y hacerle saber que de repente el ejército se interesa por ella?
—Déjelo de nuestra cuenta —contestaron Archie y Benjamín. Y rieron al darse cuenta de que habían hablado a la vez. Luego propusieron, también al unísono, como si no pudiera hablar uno solo de ellos—: Si le parece bien, iremos a las granjas e informaremos a los hombres en cuestión.
El coronel Whidett asintió con cierta benevolencia. Tampoco se esforzó demasiado por ocultar su alivio. A decir verdad, era comedido en su aprecio de las soluciones poco convencionales, pero nunca había sido el tipo de hombre que se opone a la espontaneidad si ésta le parece ventajosa. Al cabo de un mes recibió de Londres la autorización oficial para dispensar a Archie y Benjamin del servicio regular y encomendarles las misiones especiales que fuera necesario. A su padre le escribió una amable carta en la que le pedía su permanente colaboración. Así se ahorraba un nuevo encuentro que, en opinión de Whidett, habría sido demasiado personal para ambas partes.
La noche del viernes, tras el oficio religioso, el anciano Rubens pronunció un breve discurso en el que habló de la obligación de los jóvenes judíos de mostrar su agradecimiento al país de acogida y, a continuación, se ocupó sin pérdida de tiempo de organizar todo lo necesario. David se encargaría de entrar en contacto con los refugiados que vivían entre Eldoret y Kisumu, Benjamin debía recorrer la costa y Archie tenía que hacer lo propio con las tierras altas.
—Empezaré por el hombre de Sabbatia. No me pondré en camino sin intérprete —decidió.
—¿Quieres decir que nuestros correligionarios aún no hablan inglés? —le preguntó su hermano.
—Allí se ven historias realmente descabelladas. Desde hace dos años tenemos a un polaco muy curioso en el regimiento que apenas dice una palabra —contó Archie.
—Naturalmente eso nunca les habría pasado a mis inteligentes hijos si hubiesen tenido que emigrar. Todos ellos habrían aprendido el mejor inglés de Oxford en las granjas de los kikuyus —sentenció el padre.
Como aún no había empezado la pequeña estación de las lluvias en Ol’ Joro Orok, la granja Gibson fue una de las primeras del itinerario de Archie. Así pues, en marzo de 1944, Walter —al igual que el coronel Whidett— recordó los comienzos de la guerra. De nuevo fue Süskind quien le anunció el decisivo giro que habría de dar su vida.
Apareció en la granja con Archie —que lucía el uniforme de brigada— a media tarde y apenas se hubo bajado del jeep gritó:
—Ha llegado la hora. Si quieres, a partir de este momento tus días en esta granja están contados. Por fin nos quieren. —Y corrió al encuentro de Jettel, danzando a su alrededor y riendo—: Y tú serás la novia más hermosa del ejército. Me apuesto la cabeza.
—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Jettel.
—Está clarísimo —repuso Walter.
La granja estaba a punto de despedirse del día. Kimani golpeó el depósito de agua con su barra de hierro más fuerte que de costumbre debido al intenso viento. El eco tenía un tono grave cuando regresó de la montaña. Los buitres salieron volando de los árboles entre chillidos, pero al instante regresaron a las temblorosas ramas.
Rummler se subió pesadamente al jeep de Archie, resoplando, y se dispuso entre jadeos a calentar su húmedo pelaje en los asientos. Kamau, con una camisa que parecía un pedazo de hierba fresca, llevó a la cocina la madera para encender el horno. En el bosque resonaba nítidamente el sordo golpeteo de los tambores vespertinos. El aire aún seguía cálido y suave por el sol que se ocultaba, pero húmedo ya por las primeras perlas del rocío de la noche. Ante las chozas ardían los fuegos, y los perros de los chicos de las schambas olisqueaban con sonoros ladridos el viento de las hienas, que empezaban a aullar.
Walter se percató de que tenía los dedos entumecidos y la garganta seca. Los ojos le ardían. Era como si viera aquellas imágenes por vez primera y nunca antes hubiera oído sonidos tan familiares. La premura de su corazón le provocaba cierta inseguridad. Aunque trató de defenderse, sintió el odioso, agudo e inexplicable dolor de la despedida que quizá se avecinara.
—Como Fausto —dijo, demasiado alto y demasiado repentinamente—, dos almas en el pecho.
—¿Cómo quién? —preguntó Süskind.
—Bah, nada. No lo conoces, no es un refugiado.
—¿Es que no vas a explicárselo? —intervino Archie. Su voz reflejaba la impaciencia de la gente de la ciudad. Él mismo se dio cuenta y le sonrió al perro, que seguía en el coche, pero Rummler se bajó de un salto y le mostró su rechazo gruñendo y enseñando los dientes.
—No es necesario —lo tranquilizó Süskind—, ya lo saben. Aquí fuera no pensamos en otra cosa desde hace meses.
—¿Tanta prisa tenéis por escapar de las granjas? ¿O acaso tenéis miedo de que termine la guerra antes de que podáis haceros héroes?
—Tenemos familia en Alemania.
—Sony —balbuceó Archie mientras seguía a Süskind al interior de la casa, con la misma sensación desagradable en las rodillas que cuando de joven su padre lo reprendía por un comentario impertinente, y sintió la necesidad de sentarse. Sin embargo, antes de alcanzar una de las sillas, alzó la cabeza y miró alrededor. Contempló, primero por casualidad y luego con un detenimiento que lo divirtió, un dibujo del ayuntamiento de Breslau. El amarillento papel estaba enmarcado en negro.
Archie no estaba acostumbrado a ver más cuadros que el retrato de su abuelo en el comedor y las fotografías de su infancia y de los safaris con sus primos de Londres, pero aquel edificio, con sus innumerables ventanas, su imponente entrada, ante la cual se hallaban algunos hombres con altos sombreros, y su tejado, que se le antojó muy hermoso, lo cautivó y desconcertó. La imagen parecía formar parte de un mundo de cuya existencia no sabía más de lo que los chicos de su padre sabían de las festividades judías.
Encontró grotesca la comparación. Mientras tiraba de la manga del uniforme con la corona sobre las tres franjas de tela blanca, se puso a pensar en si la fuerza aérea ya habría arrojado sus bombas sobre la ciudad del impresionante edificio y si su hermano Dan habría tomado parte. Le sorprendió un tanto que la idea le desagradara; la sensación de desagrado lo enojaba. Ya era demasiado tarde para continuar hasta la siguiente granja.
Jettel le dijo a Owuor que preparase café, y Archie se quedó asombrado al oírla hablar suajili con fluidez. Se preguntó por qué no se lo había esperado y se sintió un necio al no hallar respuesta. Mientras le sonreía, cayó en la cuenta de que era hermosa y muy distinta de las mujeres que conocía en Nairobi. Al igual que el cuadro del marco negro, parecía provenir de un mundo extraño.
Dorothy, su propia esposa, jamás se habría puesto un vestido en una granja, sino unos pantalones, probablemente de él. Los cuadros rojos de la tela negra del escotadísimo vestido de Jettel empezaron a desvanecerse ante sus ojos, y al volver la vista y contemplar de nuevo el ayuntamiento, le pareció que las innumerables ventanitas eran ahora más grandes. Se percató de que estaba a punto de sufrir uno de sus ataques de jaqueca y preguntó si podía tomar un whisky.
—Aquí no hay dinero para esas cosas —replicó Süskind.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Walter.
—Que le gusta vuestro cuadro —explicó Süskind.
—El ayuntamiento de Breslau —apuntó Jettel. Le llamó la atención que Archie volviera a decir sorry y esta vez fue ella quien le sonrió, pero las lámparas aún no estaban encendidas y no pudo ver si él le devolvía la mirada. Jettel se dio cuenta de que, en su juventud, semejante intercambio de pequeñas ingenuidades tal vez habría sido el inicio de un flirteo, pero antes de sentir el estímulo advirtió que había perdido la costumbre de ser coqueta.
Para cenar había arroz con cebollas muy fritas y plátanos desecados.
—Por favor, explícale a nuestro invitado que no esperábamos visita —se disculpó Jettel.
—Además, vivimos sin carne desde que Regina fue tan desconsiderada como para que se le quedaran pequeños los zapatos —añadió Walter, intentando alegrar su ironía con una sonrisa.
—Es un viejo plato nacional alemán —tradujo Süskind, y se propuso buscar en el diccionario la palabra inglesa para «silesia» en cuanto pudiera.
A Archie le supuso casi un esfuerzo físico no quedarse escarbando en la comida. Le vino a la memoria que estando en tercero en el internado una vez llegó tarde a comer y, como castigo, tuvo que aprenderse de memoria un estúpido poema sobre una niña tonta a la que no le gustaba el arroz con leche, pero sólo recordaba el primer verso. La infructuosa búsqueda del segundo no lo entretuvo demasiado.
Decidió tragarse el arroz y, sobre todo, los salados plátanos sin masticar para saborearlos lo menos posible. Eso le resultó más sencillo que enfrentarse a la vergüenza que lo atenazaba. Primero pensó que su aversión a la inusual comida y el chocante ambiente lo habían vuelto sensible, pero con desagradable rapidez comenzó a importunarle la idea de que su familia y los demás judíos que llevaban tiempo en Nairobi siempre se habían mostrado muy serviciales a la hora de ayudar a los emigrantes con dinero y buenos consejos, pero nunca se habían preocupado por su pasado, su vida, sus problemas y sus sentimientos.
A ello había que añadir que a Archie le resultaba cada vez más embarazoso tener que dirigir primero a Süskind para que las tradujera todas y cada una de las palabras que deseaba transmitir a sus anfitriones. Sentía unas ganas totalmente absurdas de tomarse un whisky y al mismo tiempo tenía la sensación de haberse echado al coleto tres dobles con el estómago vacío. Era como si volviera a ser un niño pillado escuchando tras la puerta; pasó mucho tiempo antes de que se le quitara esa costumbre. Al final dio por perdida su lucha y dijo que estaba cansado. Aliviado, aceptó la propuesta de retirarse a la habitación de Regina.
Süskind contemplaba el fuego absorto, Jettel rascaba los últimos restos de arroz de la fuente y le daba un poquito a Rummler, Walter hacía girar un cuchillo sobre su propio eje. Era como si los tres estuviesen esperando una señal para abandonarse a la alegre naturalidad de las habituales visitas de Süskind, pero el silencio era excesivo; la liberación no llegaba. Todos lo sentían, incluido Süskind, sorprendido de que ya no supieran sobrellevar los cambios. La mera posibilidad de que la vida pudiera discurrir por nuevos derroteros los asustaba. Se había vuelto más fácil soportar las ataduras que romperlas. Lágrimas que ni siquiera sabía que albergara brotaron de los ojos de Jettel.
—¿Cómo puedes hacernos esto? —exclamó—. Ir a la guerra después de todo lo que hemos pasado. ¿Qué va a ser de mí y de Regina?
—Jettel, no montes una de tus escenas. El ejército ni siquiera me ha admitido aún.
—Pero lo hará. ¿Por qué iba a tener suerte precisamente yo?
—Tengo cuarenta años —replicó Walter—. ¿Por qué iba a tener suerte precisamente yo? No puedo creer que los ingleses hayan estado esperando por mí para ganar la guerra.
Se puso en pie, quería acariciar a Jettel, pero no sentía calor en sus manos, de modo que bajó los brazos y se dirigió a la ventana. El familiar olor que emanaba de los húmedos tabiques de madera le pareció de pronto dulce y suave. Sus ojos no veían más que oscuridad y, sin embargo, barruntó la belleza que antaño sólo alegrara la vista de Regina. ¿Cómo iba a decírselo? Se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz alta.
—Por Regina no hace falta que te preocupes —repuso Jettel entre sollozos—, reza todas las noches para que puedas entrar en el ejército.
—¿Desde cuándo?
—Desde que Martin estuvo aquí.
—No lo sabía.
—Probablemente tampoco sepas que está enamorada de él.
—Tonterías.
—No ha olvidado nada de lo que Martin le dijo. Se aferra a cada palabra. Debiste pedirle a Martin que la preparara para la despedida de la granja. Vosotros siempre os habéis liado la manta a la cabeza.
—Si mal no recuerdo, fuiste tú la que estuvo con Martin bajo la misma manta. Una manta morada. Y Martin también iba morado, dicho sea de paso. ¿De verdad crees que no sé lo que pasó aquella vez en Breslau?
—Aquella vez no pasó nada. Sólo que tú estabas otra vez celoso sin motivo. Como siempre.
—Niños, no os peleéis. Al fin y al cabo aquí ha ocurrido algo bueno —intervino Süskind—. Archie me ha contado cómo será todo. Comparecerás ante una comisión y deberás decir por qué quieres ingresar en el ejército. Y no seas tonto. Seguro que los ingleses no quieren oír que esta granja os está matando.
—Yo no quiero irme de la granja —sollozó Jettel—. Esta granja es mi hogar. —Se sintió muy satisfecha de haber logrado reunir en su voz y en su rostro la mentira, la inocencia y la obstinación, pero entonces se dio cuenta de que Walter había descubierto su hermoso y viejo truco.
—Desde que emigramos, Jettel se ha pasado todo el tiempo recordando las ollas de Egipto —dijo Walter. Sólo miraba a Süj3kind—. Claro que quiero irme de la granja, pero no es sólo eso. Por primera vez en años tengo la sensación de que me preguntan si quiero hacer algo o no y de que puedo hacer algo por mis convicciones. Mi padre habría querido que fuera al ejército. Él también cumplió con su deber de soldado.
—Creo que no te gustan los ingleses —le reprochó Jettel—. ¿Por qué quieres morir por ellos?
—Dios, Jettel, aún no estoy muerto. Además, es a los ingleses a los que no les gusto yo. Pero si me quieren, allí estaré. Así tal vez pueda volver a mirarme algún día en el espejo sin ver a un pobre desgraciado. Por si te interesa, siempre deseé ser soldado. Desde el día en que empezó la guerra. Owuor, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué echas al fuego un trozo de madera tan grande? Pero si estamos a punto de irnos a la cama.
Owuor se había puesto su toga de abogado. Silbando bajito, arrojó unas ramas más a la chimenea, llenó su boca del cálido aire de sus pulmones y avivó las llamas con mucho cariño. Luego se levantó muy lentamente, como si tuviera que devolver primero a la vida cada uno de sus miembros. Aguardó paciente hasta que llegó el momento de hablar.
—Bwana —empezó, saboreando de antemano el gran asombro que había estado esperando desde que llegara el bwana áscari—. Bwana —repitió, y rió como una hiena que ha encontrado una presa—, si tú te vas de la granja, yo voy contigo. No quiero volver a buscarte como el día en que te fuiste de safari en Rongai. La memsahib necesitará a su cocinero si te vas con los áscaris.
—¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes?
—Bwana, puedo oler las palabras. Y los días que están por venir. ¿Lo has olvidado?