El señor Brindley hizo crujir el papel en su mano y preguntó: «¿Quién es el sargento Martin Barret?».
Regina iba a contestar cuando se dio cuenta de que ni siquiera tenía una respuesta en la cabeza. Le dio vueltas y más vueltas, aún más desconcertada que de costumbre, a la turbación que seguía asaltándola como el perro guardián al ladrón siempre que se hallaba en el despacho del director. Haciendo un esfuerzo que por lo general no habría necesitado, obligó a su memoria a repasar todos los libros que el señor Brindley le había dado en las últimas semanas para que leyera, pero el nombre que acababa de mencionar no le decía nada.
Hacía ya tiempo que la sensación de estar a merced de las palabras no le era familiar a Regina. Era como si, por un descuido que no podía explicarse, hubiera arruinado la mejor magia de su vida al demostrar no estar a la altura de sus expectativas. Asustada, extendió la mano para tratar de retener el único poder capaz de hacer de aquel colegio que odiaba una diminuta isla en la que, desde hacía ya mucho tiempo, sólo podían habitar Charles Dickens, el señor Brindley y ella misma.
Regina lo sabía mejor que cualquiera de sus compañeras. Ni siquiera Inge sospechaba nada del mayor secreto del mundo. Un hada, que durante los tres terribles meses de colegio vivía entre los pimenteros de Nakuru y en las vacaciones habitaba una flor de hibisco en la linde del mayor de los linares de Ol’ Joro Orok, había dividido al señor Brindley en dos mitades. A la parte temida de él, por todos conocida, no le gustaban los niños, era malvada e injusta y constaba únicamente de reglamento escolar, severidad, castigos y palmeta.
La mitad encantada del señor Brindley era suave como la lluvia que en una sola noche infundía nueva vida en las sedientas rosas de las semillas de su abuelo. Ese hombre extraño, que curiosamente también se llamaba Arthur Brindley, adoraba a David Copperfield y a Nicholas Nickleby, a Oliver Twist, al pobre Bob Cratchitt y a su diminuto Tim. Y, claro está, el señor Brindley adoraba en particular a la pequeña Nell. Regina incluso sospechaba que también le gustaba la bloody refugee de Ol’ Joro Orok, pero rara vez se permitía pensar en ello, pues sabía que a las hadas no les agradan las personas vanidosas.
Había pasado mucho tiempo desde que Brindley llamara a Regina Little Nell por vez primera. Sin embargo, aún recordaba con absoluta nitidez el día en que comenzó la magia, pues al fin y al cabo era algo muy especial que a una niña judía le confiriesen un nombre inglés. Con los años, aquel tiempo siempre recurrente, y por desgracia demasiado breve, en que Regina podía llevar ese nombre dulce y de fácil pronunciación se tornó un juego con las mismas hermosas e inamovibles reglas que exigían en casa Owuor y Kimani.
Con frecuencia, en la única hora libre del día, entre el estudio y la cena, el director mandaba llamar a Regina. En un primer momento, terrible, su boca era muy pequeña y de sus ojos saltaban chispas como de los del avaro señor Scrooge del Cuento de Navidad. Cuando Regina, conteniendo la respiración, recorría los escasos pasos que separaban la puerta del escritorio, daba la impresión de que Brindley sólo la había hecho llamar para imponerle un castigo.
Pero al cabo de un rato, que a Regina siempre se le antojaba demasiado largo, él se ponía en pie, suspiraba, apagaba el fuego de sus ojos, sonreía y sacaba un libro del armario de la llave dorada. Los días especialmente buenos, la pequeña llave se transformaba en la flauta que Pan, el dios de los azules linares y las verdes colinas, tocaba en la hora de las sombras alargadas. El libro era siempre de Dickens y tenía unas suaves tapas de piel morada; mientras Regina lo tomaba con la misma ansiedad que si la hubieran sorprendido infringiendo las normas del colegio, el director dividido en dos siempre decía: «Dentro de tres semanas me lo devuelves y me cuentas lo que has leído».
Eran muy pocas las ocasiones en que Regina no podía responder a las preguntas de Brindley cuando le devolvía el libro. En las cuatro semanas previas a las vacaciones, a menudo ambos habían estado tanto tiempo conversando sobre las maravillosas historias que Dickens les contaba sólo a ellos dos que Regina había llegado a cenar demasiado tarde, pero los castigos de la profesora que vigilaba el comedor, que siempre simulaba no saber dónde había estado, poco importaban en comparación con la alegría que le proporcionaba la magia eterna.
En las vacaciones siguientes a la muerte del niño, Regina había intentado por vez primera hablarle de ello a su padre, pero éste opinaba que las hadas eran «bobadas inglesas» y, aparte de Oliver Twist, que no le gustaba, no se había topado con nadie que Dickens, el señor Brindley y ella conocieran. Como Regina no quería alterar a su padre, sólo le hablaba de Dickens cuando su boca era más rápida que su cabeza.
—Te he preguntado —repitió el director impaciente— que quién es el sargento Martin Barret.
—No lo sé, señor.
—¿Qué significa que no lo sabes?
—No —repuso Regina perpleja—. En ninguno de los libros que me ha dado aparece un sargento. Me habría dado cuenta, señor. Seguro que no se me habría pasado.
—Maldita sea, Little Nell, no estoy hablando de Dickens.
—Oh, perdón, señor. No lo sabía. Quiero decir, cómo iba a suponerlo.
—Estoy hablando de este señor Barret. El que te envía un telegrama.
—¿A mí, señor? ¿Me envía un telegrama? Nunca he visto un telegrama.
—Toma —dijo el director, tendiéndole el papel—. Léelo en alto.
—Te recojo jueves. Informa director —leyó Regina, y se dio cuenta un poco tarde de que su voz era demasiado alta para los delicados oídos del señor Brindley—. Voy al frente en una semana —musitó.
—¿Acaso tienes un tío que se llame así? —quiso saber Brindley, transformándose por un horrible instante en Scrooge la víspera de Navidad.
—No, señor. Sólo tengo dos tías. Y han tenido que quedarse en Alemania. Tengo que rezar por ellas todas las noches, pero nunca lo hago en voz alta porque he de decirlo en alemán.
Brindley se percató, enojado, de que estaba a punto de ser injusto, impaciente y muy brusco. Se avergonzó un tanto, pero es que no le gustaba cuando la pequeña Nell se convertía en aquella maldita extranjera con esos problemas realmente irresolubles sobre los que él leía de vez en cuando en los periódicos londinenses intentando reunir la energía necesaria para estudiar a fondo los artículos de las páginas centrales. Por fortuna, en el East African Stardard, que leía con más regularidad y mayor placer desde que estallara la guerra, eran pocas las cosas que aparecían allende su mundo imaginario.
—Si te manda un telegrama, tienes que conocer al señor Barret —insistió Brindley. Ya no se esforzaba por ocultar su mal humor—. Sea como fuere, que no se crea que puedes irte a casa cinco días antes de las vacaciones. Sabes que va totalmente en contra de las normas del colegio.
—Oh, señor, pero si no quiero. Me basta con recibir un telegrama. Es igualito que en Dickens, señor. Hasta la gente pobre de pronto tiene suerte un día. Al menos a veces.
—Puedes irte —replicó Brindley, y sonó como si hubiera tenido que buscar la voz.
—¿Puedo quedarme con el telegrama, señor? —preguntó Regina tímidamente.
—Por qué no.
Arthur Brindley suspiró cuando Regina cerró la puerta. Cuando sus ojos empezaron a lagrimar, se dio cuenta de que había vuelto a resfriarse. Parecía un mentecato sentimental y senil que cargaba con problemas absolutamente impropios porque no mantenía su entendimiento lo bastante alerta y permitía que su corazón quedara indefenso. No estaba bien ocuparse de un niño más de lo necesario y nunca antes lo había hecho, pero el talento de Regina, sus ávidas ganas de leer y su amor por la literatura, que tan pocas veces había visto en los monótonos años de profesión, habían creado un vínculo que había hecho de él un prisionero adicto a una pasión francamente absurda.
En momentos cavilosos, se preguntaba qué pensaría Regina cuando él la atiborraba de libros que aún no podía entender. Después de cada conversación, se proponía no volver a llamar a la niña. El hecho de que nunca mantuviera su decisión le resultaba tan embarazoso como indigno de un hombre que siempre había despreciado las debilidades, pero la soledad que no había conocido ni en su juventud ni en la madurez, en la vejez se había tornado más dominante que su fuerza de voluntad y él mismo, tan susceptible a los sentimientos como sensibles sus huesos al húmedo aire del lago salado.
Regina dobló el telegrama, tanto que podría servirle a su hada de colchón, y se lo metió en el bolsillo del uniforme. Se esforzó por no pensar en él, al menos durante el día, pero no lo logró. El papel crujía a cada movimiento y a veces con tal sonoridad que creía que todo el mundo oiría los traicioneros sonidos y se quedaría mirándola. El telegrama del gran sello negro le parecía un mensaje de un rey desconocido que estaba segura se daría a conocer con sólo creer firmemente en él.
Tan pronto llegó el momento de echar el cerrojo al castillo de su fantasía, fustigó a su memoria con la crueldad de un tirano con sus esclavos para descubrir si había oído ese nombre antes. No obstante, muy pronto Regina comprendió que no tenía sentido buscar al sargento Martin Barret en las historias que le contaban sus padres. Sin duda el rey del extranjero tenía un nombre inglés, y aparte del señor Gibson, el jefe actual de papá, y el señor Morrison, el de Rongai, sus padres no conocían a ningún inglés. Como es natural, también estaba el doctor Charters, el culpable de la muerte del niño al no querer atender a judíos, pero Regina pensó que él quedaba descartado si le pasaba algo bueno precisamente a ella.
Esperaba y temía al mismo tiempo que el director volviera a hablarle del sargento, mas no vio al señor Brindley, aunque se pasó cada minuto libre del miércoles revoloteando por el pasillo que llevaba a su despacho. El jueves era el día preferido de Regina, puesto que recibía el correo de Ol’ Joro Orok, y sus padres eran de los pocos que seguían escribiendo incluso la última semana antes de las vacaciones. Las cartas se repartían después del almuerzo. Llamaron a Regina, pero en lugar de entregarle un sobre, la profesora encargada de la vigilancia del almuerzo le ordenó: «Ve inmediatamente a ver al señor Brindley».
Ya tras la rosaleda, y más aún cuando se hallaba entre las dos columnas redondas, el hada le decía a Regina que había llegado su gran momento. En el despacho del director se encontraba el rey que enviaba telegramas a princesas desconocidas. Era muy alto, llevaba un uniforme caqui arrugado, sus cabellos eran como el trigo al que le ha dado mucho el sol y sus ojos, de un azul poderoso que de pronto se volvía tan claro como el pelaje de los dik-diks al calor del mediodía.
Los ojos de Regina hallaron tiempo para vagar con tranquilidad por las relucientes botas negras y seguir subiendo hasta la gorra, un tanto ladeada en la cabeza. Cuando por fin terminó el repaso, convino con el latir de su pecho en que nunca había visto a un hombre tan guapo. Miraba al señor Brindley con impavidez, como si el director fuera un hombre como los demás, no dividido en dos, y como si fuera tan fácil hacer reír a sus dos mitades como a Owuor cuando cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg.
No había ninguna duda de que el señor Brindley mostraba tres de sus dientes: en él, eso significaba risa.
—Éste es el sargento Barret —anunció— y, según me dice, es un viejo amigo de tu padre.
Regina sabía que debía decir algo, pero de su garganta no brotó palabra alguna. De modo que se limitó a asentir y se alegró de que el señor Brindley continuara hablando.
—El sargento Barret —prosiguió— es de Sudáfrica y estará en el frente dentro de dos semanas. Quería volver a ver a tus padres y llevarte hoy mismo a casa para las vacaciones. Eso me pone en una situación del todo inusual. En este colegio nunca se han hecho excepciones y así seguirá siendo en el futuro, pero al fin y al cabo estamos en guerra y todos hemos de aprender a hacer nuestros sacrificios personales.
Mientras pronunciaba esa frase, fue sencillo mirar con valentía al señor Brindley y al mismo tiempo mantener la barbilla pegada al pecho. Siempre que se hablaba de sacrificios, los niños tenían que comportarse así para manifestar su entusiasmo patriótico. Pese a todo, Regina se sentía tan confundida como si estuviera corriendo por el bosque justo al caer la noche. En primer lugar, nunca había oído hablar tanto al señor Brindley; y en segundo lugar, los sacrificios que exigía la guerra eran casi siempre la explicación de por qué no había cuadernos, lapiceros, mermelada para desayunar o pudín para cenar tan pronto llegaba la triste noticia de que se había hundido un barco inglés. Regina se paró a pensar por qué un soldado de Sudáfrica que quería recogerla cuatro días antes de las vacaciones era un sacrificio, pero sólo se le ocurrió que su barbilla debía seguir contra el pecho.
—No puedo negarle a uno de nuestros soldados el deseo de llevarte consigo hoy mismo a Ol’ Joro Orok —decidió el señor Brindley.
—Regina, ¿no quieres darle las gracias a tu director?
Regina comprendió al instante lo cuidadosa que debía ser y envaró la cara, aunque estaba casi segura de que en su cuello se ocultaba una pluma de polluelo de flamenco. En el último momento, logró tragarse la traicionera risita que habría destruido la magia. El Rey Sargento de Sudáfrica sudaba la gota gorda con los sonidos ingleses igual que Oha y en toda la frase no había pronunciado bien más que una sola palabra, y ésa era precisamente su propio nombre.
—Gracias. Señor, muchas gracias, señor.
—Ve a decirle a la señorita Chart que te ayude a hacer la maleta, Little Nell. No debemos hacer esperar demasiado al sargento Barret. En la guerra el tiempo es muy valioso. Todos lo sabemos.
Una hora después, Regina soltaba el aire de sus pulmones, aspiraba de nuevo y liberaba su nariz del odiado olor acre a jabón, puerro, carne de carnero y sudor que, para ella, formaba parte de las amenazas del colegio tanto como las lágrimas que un niño debía tragarse antes de que se convirtieran en duros granos de sal en los ojos. Mientras se deshacía el nudo de la corbata y se subía tanto la estrecha falda del uniforme que sus rodillas veían el sol, al viento se le ocurrían nuevos juegos con sus cabellos. Cada vez que miraba a través de la fina red negra, el blanco colegio sobre la montaña se volvía un poco más oscuro. Cuando las numerosas y pequeñas construcciones se disolvieron por fin en lejanas sombras sin contornos, el cuerpo cobró la ligereza del ave joven que utiliza sus alas por vez primera.
Regina aún no se atrevía a decir palabra y, por miedo a que el rey de Sudáfrica pudiera transformarse de nuevo en un deseo con el que embaucar únicamente a corazón y cabeza, se prohibió mirar a Martin. Sólo podía contemplar sus manos, que rodeaban el volante con tanta firmeza que los nudillos se tornaron blancas piedras preciosas.
—¿Por qué te llama Little Nell ese viejo pájaro? —preguntó Martin al dejar Nakuru y tomar la polvorienta carretera que conducía a Gilgil.
Regina se echó a reír al oír al rey hablar en alemán y en el mismo tono que su padre.
—Es una larga historia —repuso—. ¿Sabes algo de hadas?
—Claro. Cuando tú naciste, había una en tu cuna.
—¿Qué es una cuna?
—A ver, tú me cuentas todo lo que sabes de las hadas y yo te explico qué es una cuna.
—¿Y también me dirás por qué has mentido al decir que eras amigo de papá?
—No es mentira. Tu papá y yo somos viejos amigos. Fuimos jóvenes juntos. Y tu madre no era mucho mayor que tú cuando la vi por primera vez.
—Pensé que querías raptarme.
—Y llevarte adonde.
—Donde no haya colegios ni jefes. Ni gente rica que no quiera a la gente pobre. Ni cartas de Alemania —enumeró Regina.
—Siento haberte decepcionado. Pero sí que he mentido; a tu director. La verdad es que vengo de la granja. Hemos pasado unos días fantásticos, tus padres, yo, Kimani y Owuor. Y Rummler, por supuesto. Y no quería marcharme sin verte.
—¿Por qué?
—Es verdad que tengo que marcharme dentro de tres días. A la guerra. Sabes, te conocí cuando aún eras muy pequeña.
—Eso fue en mi otra vida y no me acuerdo.
—También en la mía. Por desgracia, yo sí me acuerdo.
—Hablas igual que papá.
Martin estaba asombrado de lo fácil que era hablar con Regina. Había preparado las típicas preguntas que plantea un adulto que no tiene experiencia con niños. Pero ella le hablaba del colegio de un modo que le fascinaba, pues reconocía en él el humor de juventud de Walter y, al mismo tiempo, lo confrontaba con un sentido de la ironía desconcertante para una niña de once años. No tardó en comprobar que se desenvolvía tan bien en el turbador y veloz cambio de la fantasía a la realidad que podía seguirla sin esfuerzo de un mundo al otro. Entre historia e historia Regina hacía largas pausas y, al percatarse de la impaciencia de Martin, le explicó la razón como si él fuera un niño y ella, la profesora.
—Eso me lo enseñó Kimani —aclaró—, que no es bueno para la cabeza mantener la boca abierta demasiado tiempo.
Entre Thompson’s Falls y Ol’ Joro Orok, cuando la carretera se hacía más y más angosta, empinada y pedregosa, Regina pidió:
—Esperemos aquí hasta que el sol se ponga rojo. Éste es mi árbol. Cuando lo veo, sé que pronto estaré en casa. Quizá vengan los monos. Entonces podremos pedir un deseo.
—¿Para ti un mono es como un hada?
—Las hadas no existen. Sólo hago como si existieran. Me ayuda, aunque papá dice que sólo los ingleses pueden soñar.
—Pues hoy soñaremos los dos. Tu papá es un tonto.
—No —negó Regina, cruzando los dedos—. Es un refugiado. —Había bajado la voz.
—Lo quieres mucho, ¿no es cierto?
—Mucho —asintió Regina—. Y a mamá también —se apresuró a añadir. Vio que Martin, que estaba apoyado en el grueso tronco de su árbol, cerraba los ojos y también ella cerró los suyos. Los oídos atraparon las primeras schauris de los tambores y la piel hizo lo propio con el viento que se levantaba, aunque la hierba aún no se movía. La dicha por el regreso a casa calentaba su cuerpo. Se abrió la blusa para dejar escapar pequeños suspiros y se deleitó con los sonidos de la felicidad que tanto había echado en falta.
Los silbidos despertaron a Martin. Contempló a Regina largo tiempo y se percató demasiado tarde de su desasosiego. Por un instante se engañó a sí mismo pensando que la fuerza de la soledad, nunca antes vivida con tanta intensidad, los sonidos que no podía interpretar y el bosque de los sombríos gigantes lo desconcertaban, pero luego comprendió que lo que lo atormentaba eran los recuerdos que creía olvidados hacía tiempo.
Cuando los números de su reloj formaron un círculo negro que importunó a sus ojos con chispas violetas, cedió por fin al embriagador placer y volvió la vista atrás. Primero su nuevo nombre inglés se deshizo en sílabas que no podía recomponer, e inmediatamente después estaba de nuevo en Breslau y veía a Jettel por primera vez. Martin se sorprendió un tanto al verla desnuda, pero le agradó que sus negros rizos danzaran en rueda. Mas su sentido común aún era más fuerte que su memoria. Antes de que las imágenes le aclararan definitivamente la gran guerra, recordó las singulares historias que contaban los europeos de África. Todos ellos temían el momento en que el pasado los paralizara y los despojara de la noción del tiempo.
—¡Malditos trópicos! —exclamó Martin. Se asustó cuando su voz rasgó el silencio, pero como sólo un pájaro le respondió, comprendió que no había hablado tan alto; durante un lapso de tiempo que no pudo medir, le bastó con saborear ese dulce alivio para considerarse salvado de la miseria.
Regina no se parecía a su madre y estaba lejos de ser tan hermosa como Jettel cuando era joven, pero no era una niña. El presentimiento de que algunas historias comienzan una y otra vez desde el principio hizo que Martin sintiera los latidos de su corazón. Hubo un día en que Jettel le hizo caer en la cuenta de que era un hombre. Regina despertaba en él el deseo de futuro, en lugar de pasado.
—Venga —dijo—. Nos vamos. Querrás estar pronto en casa.
—Ya estoy en casa.
—Te encanta la granja, ¿no es así?
—Sí, pero ése es mi secreto. Mis padres no deben saberlo. Ellos adoran Alemania.
—Prométeme una cosa: que cuando tengas que dejar la granja no te pondrás triste.
—¿Por qué iba a tener que dejarla?
—Tal vez tu padre también quiera hacerse soldado.
—Sería bonito que tuviera un uniforme como el tuyo —fantaseó Regina—. Y el señor Brindley dice que a los soldados no hay que hacerles esperar. Entonces los demás me envidiarían. Como hoy.
—Has olvidado la promesa de que nunca te pondrás triste —sonrió Martin.
De nuevo Regina vio que Martin no era una persona corriente. Sabía lo bueno que era decir más de una vez las palabras importantes. Se tomó su tiempo antes de preguntar:
—¿Y por qué quieres que no esté triste?
—Porque volveré a tu lado después de la guerra. Entonces serás una mujer. Pero antes he de ir al frente. Y allí el mundo no es tan hermoso como aquí. Allí al menos querría imaginarme que eres tan feliz como ahora. ¿Sería muy difícil?
—No —aseguró Regina—. Sólo tendré que imaginarme que eres un rey. El mío. No te importa, ¿verdad?
—En absoluto —sonrió Martin—. En este rincón dejado de la mano de Dios uno aprende a soñar. —Se inclinó, subió a Regina a hombros y al rozar su piel el tiempo volvió a confundirse. Primero volvió a ser joven, despreocupado; y luego, al oír su resuello, viejo y necio. Tomó impulso para aplastar la melancolía, pero la voz de Regina se anticipó a su control:
—¿Qué haces? —dijo entre risitas—. Me haces cosquillas.