Antes de que el bwana llegara a la granja cuatro estaciones de las lluvias atrás, Kimani apenas sabía nada de las cosas que ocurrían al otro lado de las chozas en las que vivían sus dos esposas, sus seis hijos y su anciano padre. Le bastaba con estar al corriente del lino, el pelitre y las necesidades de los chicos de las schambas, de quienes era responsable. Los mesungu de cabello claro y blanquísima piel a los que Kimani había conocido antes que a este bwana extranjero de negro cabello vivían en Nairobi. Sólo hablaban con él de la plantación de nuevos campos y de madera para las chozas, de lluvias, de cosechas y de los salarios. Cuando acudían a sus granjas, se pasaban todo el día cazando y desaparecían sin decir kuaheri.
El bwana que hacía imágenes con palabras no era como ellos, que sólo hablaban su propio idioma y el suajili chapurreado que necesitaban y que expresaban con una lengua que tropezaba entre los dientes. Con el bwana, que le regalaba muchas de las horas claras del día, Kimani podía hablar mejor que con sus hermanos. Era un hombre que a menudo dejaba dormir sus ojos aun cuando estuvieran abiertos. Prefería utilizar el oído y la boca.
Con el oído atrapaba las huellas que le guiaban por un camino que Kimani nunca antes había recorrido y que anhelaba cada día de nuevo. Cuando el bwana dejaba hablar a su kinanda, tenía la destreza de un perro que en un día sereno capta esos enigmáticos sonidos que no pueden oír las personas. Pero a diferencia de un perro, que guarda los sonidos para sí como un hueso enterrado, el bwana compartía con Kimani la alegría que sentía por las schauris que rastreaba.
Con el tiempo habían adoptado una costumbre en la que Kimani confiaba tanto como en el sol del día y en la olla de poscho caliente de la noche. Tras el paseo matutino por las schambas, los dos hombres se sentaban, sin que fuera preciso abrir la boca, en la linde del mayor de los linares y dejaban que el alto y deslumbrante sombrerete blanco de la gran montaña jugueteara con sus ojos. Tan pronto el prolongado silencio adormecía a Kimani, éste sabía que el bwana había enviado su cabeza al gran safari.
Estaba bien permanecer allí sentados, en silencio, bebiendo sol; aún mejor era cuando el bwana le hablaba de cosas que provocaban en sus dedos un temblor leve como las gotas a última hora del día. Entonces las conversaciones encerraban una magia tan grande como la tierra reseca tras la primera noche de las grandes lluvias. En esas horas que Kimani ansiaba más que la comida para el vientre y el calor para sus doloridos huesos, se imaginaba que los árboles, las plantas e incluso el tiempo, que no se podía tocar, mascaban bayas de pimienta para que un hombre pudiera sentirlos mejor en la lengua.
Siempre que el bwana empezaba a hablar, lo hacía de la guerra. Gracias a esa guerra de los poderosos mesungu en el país de los muertos, Kimani había aprendido más de la vida que todos los hombres de su familia antes que él. Sin embargo, cuanto más sabía del voraz fuego que se tragaba la vida, menos querían esperar sus oídos a que el bwana hablara. Cada silencio se podía cortar fácilmente como una presa recién cobrada con una panga bien afilada. Para ahuyentar el hambre que no dejaba de atormentarlo, y nunca en el estómago, Kimani no tenía más que pronunciar una de las hermosas palabras que en algún momento le había oído al bwana.
—El Alamein —dijo Kimani el día en que tuvo la certeza de que precisamente los dos bueyes más fuertes de la granja ya no verían ponerse el sol. Recordó cómo el bwana pronunció por vez primera esa palabra. Sus ojos parecían mucho más grandes que de costumbre. Su cuerpo se movía tan veloz como un campo de plantas jóvenes azotado por la tormenta, pero no paraba de reír y, más tarde, llamó Rafiki a Kimani.
Rafiki era el apelativo para un hombre que sólo tiene palabras buenas para otro y que lo ayuda cuando la vida lo pisotea como un caballo enloquecido. Hasta entonces, Kimani no tenía idea de que el bwana conociera esa palabra. No solía decirse en la granja y a él nunca se la había dicho un bwana.
—El Alamein —repitió Kimani. Estaba bien que por fin el bwana hubiera comprendido que un hombre ha de decir dos veces las cosas importantes.
—Del Alamein hace ya un año —repuso Walter, mostrando primero sus diez dedos y luego dos más.
—¿Y Tobruk? —quiso saber Kimani con la voz ligeramente cantarína que se le ponía siempre que estaba a la expectativa. Rió un poco al caer en la cuenta de lo mucho que había tenido que bregar para poder pronunciar aquellos sonidos. En su boca seguían siendo piedras arrojadas contra una chapa ondulada.
—Tampoco Tobruk ha servido de mucho. Las guerras duran demasiado tiempo, Kimani. La gente sigue muriendo.
—En Bengasi también muere. Tú lo dijiste.
—La gente muere todos los días. En todas partes.
—Cuando un hombre quiere morir, nadie puede detenerlo, bwana. ¿Acaso no lo sabías?
—Pero ellos no quieren morir. Nadie quiere morir.
—Mi padre —apuntó Kimani sin dejar de tirar de la brizna de hierba que quería sacar de la tierra— quiere morir.
—¿Está enfermo? ¿Por qué no me lo habías dicho? La memsahib tiene medicinas en casa. Iremos a verlo.
—Mi padre es viejo. Ya no puede contar a los hijos de sus hijos. Ya no necesita medicinas. Pronto lo llevaré delante de la choza.
—Mi padre también se muere —contó Walter—. Pero yo sigo buscando medicinas.
—Porque no puedes llevarlo delante de la choza —explicó Kimani—. Eso te da dolores en la cabeza. Un hijo debe estar con su padre cuando éste quiere morir. ¿Por qué no está tu padre aquí?
—Vamos, eso te lo contaré mañana. Es una larga schauri. Y nada buena. Hoy espera la memsahib con la comida.
—El Alamein —intentó Kimani de nuevo. Cuando se interrumpía un safari, siempre estaba bien volver al comienzo del sendero. Pero el día de los bueyes moribundos la palabra perdió su magia. El bwana cerró sus oídos y no volvió a abrir la boca en todo el largo camino hasta la casa.
Kimani se dio cuenta de que su piel se volvía fría, aunque para la tierra y las plantas el sol del mediodía tenía más calor del que necesitaban. No siempre estaba bien saber demasiado de la vida al otro lado de las chozas. Debilitaba al hombre, fatigaba sus ojos antes de que llegara su hora. Pese a todo, Kimani quería saber si los ávidos guerreros blancos les ponían un arma en la mano para morir a hombres tan ancianos como el padre del bwana. No obstante, las palabras que golpeaban su frente no llegaron a su garganta y sólo sintió que sus piernas le daban órdenes. Poco antes de llegar a casa, echó a correr como si hubiese recordado una tarea que hubiera olvidado y aún tuviera que terminar.
Walter permaneció en la clara sombra de los espinos egipcios hasta que perdió de vista a Kimani. La conversación había hecho latir su corazón más aprisa, no sólo por haber hablado de la guerra y los padres. De nuevo volvía a ser consciente de lo mucho que prefería compartir sus pensamientos y también sus miedos con Kimani u Owuor que con su esposa.
En los primeros momentos tras la muerte del niño la cosa fue distinta. Jettel y él se habían unido entristecidos y furiosos con su suerte y habían hallado consuelo en su común desamparo. Pero un año después cayó en la cuenta, más perplejo que amargado, de que su soledad y su mutismo habían agotado el afecto. Cada día que pasaba en la granja las espinas se clavaban un poco más en heridas que no cicatrizaban.
Cuando sus pensamientos daban vueltas en torno al pasado, como hacían los bueyes moribundos en su delirio febril alrededor del último retazo de hierba aún familiar, Walter se sentía tan necio y mortificado que la vergüenza le destrozaba los nervios. Al igual que Regina, se inventaba juegos absurdos para desafiar al destino. Cuando por la mañana los trabajadores, las mujeres y los niños enfermos de la granja venían a la casa a pedir ayuda y medicamentos, él creía firmemente que sería un buen día si el quinto de la fila era una madre con un bebé a la espalda.
Consideraba un buen augurio que el locutor de las noticias vespertinas mencionara más de tres ciudades alemanas bombardeadas. Con el tiempo, Walter desarrolló una interminable serie de ritos supersticiosos que o bien le infundían valor o bien alimentaban sus miedos. Sus fantasías le parecían indignas, pero seguían impulsándolo a huir de la realidad; despreciaba su tendencia, cada vez mayor, a fantasear y se preocupaba por su salud mental. Pero no tardaba mucho en volver a caer en las trampas que él mismo se tendía.
Walter sabía que a Jettel le ocurría algo similar. Sus pensamientos seguían empujándola hacia su madre con la misma fuerza con que lo hicieran el día en que llegó el último correo. Una vez la sorprendió arrancándole las flores a una planta de pelitre y murmurando: «Vive, no vive, vive…». Conmocionado, le arrebató a Jettel la planta de la mano con una brutalidad de la que se arrepintió durante días, y ella le dijo: «Ahora ya no lo sabré». Se quedaron quietos en medio del campo y lloraron juntos, y Walter tuvo la sensación de ser un niño que no teme tanto el castigo como la certeza definitiva de que ya nadie lo quiere.
Kimani había desaparecido hacía ya tiempo tras los árboles de delante de las chozas, pero Walter seguía en el mismo sitio. Escuchó el crujir de las ramas y los monos en el bosque y deseó, como si fuera importante, sentir una pequeña parte de la alegría que Regina habría sentido. Con el propósito de retrasar el momento de volver a casa al menos lo suficiente para calmar sus sobreexcitados sentidos, empezó a contar los buitres de los árboles. Con el calor del mediodía, habían ocultado la cabeza en el plumaje y parecían una bola negra de grandes plumas.
Un número par sería una señal de que el día no le depararía nada peor que la desazón que lo atormentaba, una cifra impar inferior a treinta significaría visita; la partida conjunta de los indeseados pájaros, un aumento de sueldo.
«Y no debemos olvidar —les gritó a los árboles— que no hemos tenido un solo día aquí sin vosotros, maldita chusma». La ira de su voz lo tranquilizó un tanto. Pero perdió el control y ya no pudo distinguir a los pájaros. De pronto le pareció que lo único importante era saber el término en latín para augur. Pero por mucho que se esforzó no pudo recordarlo.
«Aquí uno se olvida hasta de lo poco que sabía —le dijo a Rummler, que corría a su encuentro—. Di, perro tonto, ¿quién iba a visitarnos?».
Cada vez eran más los días sin fin. Walter echaba de menos a Süskind, el heraldo optimista de su primera época de emigrado, una época que ya se le antojaba idílica. Al volver la vista atrás y comparar, Rongai era como un paraíso. Allí Süskind los protegía a Jettel y a él del abandono que tanto los oprimía en Ol’ Joro Orok que ninguno de los dos se atrevía siquiera a hablar de él.
Las autoridades habían racionado la gasolina y se mostraban cada vez más reticentes a conceder los permisos que necesitaban los enemy aliens para salir de la granja. Las estimulantes visitas de Süskind, el único descanso para los nervios en tensión, cada vez eran menos. Sin embargo, cuando emergía de su saludable mundo y traía consigo noticias de Nakuru y su, contra toda lógica, inquebrantable fe en que la guerra no podía durar más de unos meses, desaparecían durante un breve plazo de gracia los barrotes de la cárcel de agujeros negros. Sólo Süskind podía transformar a Jettel en la mujer que Walter recordaba de los buenos tiempos.
Pensar en Süskind ocupaba su mente de tal modo que se imaginaba con lujo de detalles lo que haría, diría y oiría sí Süskind apareciera de repente delante de él. Incluso creía oír voces procedentes de la cocina. Hacía tiempo que había dejado de resistirse a tales visiones. Cuando las aceptaba con suficiente dignidad, le daban fuerzas para modelar durante unos momentos dichosos el presente conforme a sus necesidades.
Entre la casa y la cocina Walter vio cuatro ruedas y, sobre ellas, un cacharro abierto. Entornó los ojos, irritado, para protegerlos de la luz del mediodía. Hacía tanto tiempo que no veía un coche, aparte del de los Hahn, que no era capaz de determinar si se trataba de un vehículo militar o de una de esas alucinaciones que últimamente se burlaban de él. La seductora imagen iba cobrando mayor nitidez y, de tanto mirarlo, Walter acabó cerciorándose de que realmente había un jeep entre el cedro de grueso tronco y el depósito de agua.
Ni siquiera le pareció inverosímil que un agente de la comisaría de policía de Thompson’s Falls hubiera viajado hasta Ol’ Joro Orok con la intención de volver a internarlo. Curiosamente, el desembarco de los aliados en Sicilia había dado lugar a algunas detenciones, pero sólo en las inmediaciones de Nairobi y Mombasa. La idea de desembarazarse de la granja como ya sucediera al estallar la guerra no desagradaba a Walter, pero por otra parte tampoco podía imaginarse un cambio tan abrupto en su vida con todas sus consecuencias.
Entonces oyó la exaltada voz de Jettel. Le resultó extraña y al mismo tiempo, de un modo inquietante, también familiar. Jettel gritaba ora «Martin, Martin» ora «No, no, no». Rummler, que se había adelantado, ladraba en ese tono agudo y lastimero que reservaba únicamente para visitantes desconocidos.
Mientras corría, tropezando una y otra vez con las pequeñas raíces de la alta hierba, Walter trataba de recordar cuándo había oído ese nombre por última vez. Sólo le vino a la cabeza el cartero de Leobschütz, que siguió siendo amable hasta el último día que les llevó el correo.
En junio de 1936, pese a las cada vez mayores amenazas contra los judíos, el hombre acudió al bufete de Walter por un complicado asunto relacionado con una herencia. Al saludarlo siempre decía «heil Hitler», y al despedirse, un tímido «hasta luego». De pronto Walter lo vio con total claridad. Se llamaba Karl Martin, tenía bigote y era de Hochkretscham. De la finca de su tío le tocaron algunas yugadas más de lo previsto y en Navidad se presentó en la calle Asternweg con un ganso, claro está, una vez se hubo asegurado de que nadie podía verlo. La decencia necesitaba de la oscuridad para sobrevivir.
Owuor se asomó por la minúscula ventana de la cocina y le dio un baño de sol a sus dientes. Se puso a palmotear.
—¡Bwana! —gritó, chasqueando la lengua igual que hiciera el día en que le dieron vino—, ven deprisa. La memsahib llora y el áscari llora aún más.
La puerta de la cocina estaba abierta, pero sin la lámpara, que debido al precio de la parafina sólo se encendía al caer el sol, la habitación era casi tan oscura de día como de noche. Los ojos de Walter tardaron una eternidad en distinguir los primeros contornos. Entonces vio que Jettel y el hombre, que llevaba la gorra de cartero de Leobschütz, bailaban estrechamente enlazados por la habitación. Sólo se soltaron para dar un salto y volver a abrazarse y besarse al instante. Por mucho que se esforzaba, Walter era incapaz de averiguar si reían, como él creía oír, o si lloraban, como afirmaba Owuor.
—¡Aquí está Walter! —exclamó Jettel—. Martin, mira, es Walter. ¡Suéltame! ¡Me vas a ahogar! Seguro que él también piensa que eres un fantasma.
Finalmente, Walter se percató de que el hombre llevaba uniforme caqui y gorra del ejército inglés. Entonces lo oyó llamarlo. Reconoció antes la voz que el rostro. Primero bramó:
—¡Walter! —Y luego susurró—: Creo que de ésta me vuelvo loco. Quién me iba a decir que vería esto.
El ahogo tardó tan poco en bajar de la garganta al estómago que Walter no tuvo tiempo de apoyarse en la mesa de la cocina antes de que se le doblaran las piernas, aunque no se cayó. Aturdido por una felicidad que lo agitó más de lo que nunca lo hiciera el miedo, apoyó la cabeza en el hombro de Martin Batschinsky. No podía creer que su amigo hubiera crecido tanto en los seis largos años transcurridos desde la última vez que se vieran.
Owuor se frotó la piel con las risas y las lágrimas de la memsahib, su bwana y el hermoso bwana áscari. Ordenó a Kamau que pusiera la mesa y las sillas bajo el árbol de grueso tronco contra el que el bwana se rascaba la espalda cuando le sobrevenían los dolores que volvían su piel blanca como la luz de la luna joven. Aunque la vajilla no estaba sucia, Kania tuvo que lavar en la gran tina todos los platos, los cuchillos y los tenedores. El propio Owuor se puso el kanzu, que sólo llevaba cuando le gustaban los invitados. Alrededor de su larga camisa blanca, que le llegaba casi hasta los pies, se ciñó el fajín rojo. El paño era tan suave como el cuerpo de un polluelo recién salido del cascarón. Justo sobre el vientre de Owuor estaban las palabras que el bwana había escrito y a las que la memsahib de Gilgil había dado los colores del sol con una gruesa aguja y un hilo dorado.
Cuando el bwana áscari vio a Owuor con el fez rojo oscuro del que se columpiaba la borla negra y el fajín bordado, sus ojos se agrandaron como los de un gato en la noche. Luego rió tan fuerte qué su voz regresó tres veces de las montañas.
—Dios mío, Walter, sigues siendo el mismo. Cómo se habría alegrado tu padre de ver a este cafre con el gorro en la cabeza y un fajín que pone «Hotel Redlich». Ya ni sé cuándo fue la última vez que pensé en Sohrau.
—Yo sí. Hace una hora.
—Hoy —intervino Jettel— no pensaremos más. Sólo miraremos a Martin.
—Y nos pellizcaremos para saber que estamos vivos.
Se conocieron en Breslau. Walter estaba en el primer semestre y Martin en el tercero y pronto cada uno de ellos sintió tantos celos del otro a causa de Jettel que, de no ser por el baile de Nochevieja de 1924, su relación se habría convertido en una enemistad de por vida en lugar de en una extraordinaria amistad. El vínculo sólo se rompió con la precipitada huida de Martin a Praga en junio de 1937. En el baile, que más tarde los tres calificarían de desafortunado, Jettel se decidió por un tal doctor Silbermann y mandó a paseo a sus dos jóvenes pretendientes sin dar explicaciones.
La espinita se les quedó clavada muy dentro a los dos. Hasta que seis meses más tarde Silbermann se casó con la hija de un acaudalado joyero de Amsterdam, Martin y Walter se hicieron tan soportables las primeras penas de amor de su vida que de su rivalidad sólo quedó la de Silbermann. Sin embargo, al cabo de ese medio año, fue Walter el que estrechó entre sus consoladores brazos a Jettel.
Martin no era el tipo de hombre que olvida una ofensa, pero su amistad con Walter ya era demasiado profunda como para no hacerla extensiva a Jettel. Pasó muchas vacaciones en Sohrau, pues durante algún tiempo pareció que quizá pudiera convertirse en el cuñado de Walter, pero Liesel tardó demasiado en decidirse y la capacidad de aguante de Martin era bastante escasa, de modo que cejó en su empeño. En su lugar, pasó a ser el padrino de boda de Jettel. Después de que en 1933 se viera obligado a cerrar su bufete de abogados en Breslau y se hiciera representante de una empresa de muebles, iba mucho a Leobschütz para saborear la ilusión de que no todo en su vida había cambiado. La mayor parte del tiempo se la pasaba agasajando a Jettel con unos cumplidos tan imaginativos que inflamaron de nuevo los viejos celos de Walter. Y además estaba loco por Regina.
—Creo que dijo antes Martin que papá —recordó el invitado.
—Siempre he envidiado tu mala memoria. Hoy en día, para nosotros algo así vale su peso en oro. Lástima que no puedas conocer a Regina. Te gustaría.
—¿Y por qué diablos no podría conocerla? Pero si he venido aquí para eso.
—Está en el colegio.
—Si no es más que eso…, seguro que se me ocurre algo.
El padre de Martin, un tratante de ganado de un pueblecito cerca de Neisse, era un patriota fiel al kaiser e insistió en que sus cinco hijos —«igual que los de Guillermo II», algo que nunca olvidaba mencionar— aprendieran un oficio antes de la carrera, por la que él renunció a sus propias necesidades. Antes de licenciarse en derecho, Martin hizo su examen de oficial cerrajero.
Al ser el hermano menor, aprendió pronto a imponerse y estaba orgulloso de su inquebrantable voluntad. Entre sus amigos se le consideraba pendenciero. Su tendencia a dar demasiada importancia a trivialidades y a no tolerar nada siempre infundió respeto a Walter y Jettel, y ahora en Ol’ Joro Orok era para los tres fuente de los más felices recuerdos.
—No te puedes imaginar cuánto hemos hablado de ti.
—Sí —repuso Martin—, basta con echar un vistazo alrededor para ver que sólo habláis del pasado.
—A menudo temimos que no hubieras salido de Praga.
—Me fui de Praga antes de que las cosas se pusieran feas. Entonces trabajaba para un librero con el que no me llevaba bien.
—¿Y luego?
—Primero me fui a Londres. Cuando estalló la guerra me internaron. La mayoría de nosotros fue a parar a la isla de Man, pero también se podía optar por Sudáfrica si uno tenía un oficio. Mi difunto padre tenía razón: los oficios son una mina. Dios mío, cuánto tiempo hacía que no oía esa frase.
—¿Y por qué ingresaste en el ejército?
Martin se frotó la frente. Siempre lo hacía cuando estaba confuso. Tamborileó con los dedos en la mesa y miró varias veces alrededor, como si quisiera ocultar algo.
—Sencillamente quería hacer algo —repuso en voz baja—. Todo empezó cuando me enteré por casualidad de que, poco antes de que muriera, metieron a mi padre en la cárcel y le colgaron un lío con una de nuestras criadas. Ésa fue la primera vez que sentí que no era tan de piedra como me creía. De algún modo me pareció que a mi padre le habría gustado verme de soldado. Pro patria morí, por si te acuerdas de lo que significa. La vieja patria nunca me exigió semejante sacrificio. En la Primera Guerra Mundial era demasiado joven, y la actual no la habría vivido si nuestra querida patria no me hubiera dado un puntapié a tiempo. Gracias a Dios, la nueva no piensa lo mismo de los judíos.
—No me había dado cuenta —aseguró Walter—. En cualquier caso, no aquí, en Kenia —puntualizó—. Aquí sólo cogen a los austríacos. Ahora son friendly aliens. ¿Dónde te destinarán?
—Ni idea. De todas formas, de repente tengo tres semanas de vacaciones. La mayor parte de las veces eso significa que al frente. Me da igual.
—¿Cómo pronuncian tu apellido en el ejército?
—Muy sencillo, Barret. Ya no me apellido Batschinsky. Tuve una suerte increíble con la nacionalización, suele tardar años. Hubo que sobornar a algún que otro funcionario. Estuve tonteando con una chica que sacó mi solicitud del montón de expedientes y la puso arriba del todo.
—Yo nunca podría hacer eso.
—¿El qué?
—Renunciar a mi apellido y a mi patria.
—E iniciar una relación con una dama extranjera. Ay, Walter, de los dos tú siempre has sido mejor persona y yo más listo.
—¿Cómo nos has encontrado? —quiso saber Jettel en la cena.
—En 1938 ya sabía que habíais venido a parar a Kenia. Liesel me escribió a Londres y me lo contó —replicó Martin, volviendo a frotarse la frente con dos dedos—. Quizá habría podido ayudarla. Por aquel entonces los ingleses aún acogían a mujeres solteras. Pero Liesel no quería dejar a tu padre solo. ¿Habéis sabido algo de ellos?
—No —contestaron Walter y Jettel al unísono.
—Lo siento. Pero tenía que preguntároslo.
—Llegó una carta de mi madre y de Käte. Iban a llevarlas al este.
—Lo siento. Dios mío, pero de qué estamos hablando. —Martin cerró los ojos para ahuyentar las imágenes, pero, pese a todo, no pudo evitar ver a la Jettel de dieciséis años con su primer vestido de noche. Cuadros de tafetán amarillos, violetas y verdes como el musgo del pequeño bosque de Neisse bailotearon en su cabeza mientras luchaba contra la ira y el desamparo y, enfadado, mataba la nostalgia—. Vamos —añadió con ternura, y le dio un beso a Jettel—, ahora cuéntamelo todo sobre mi mejor amiga. Apuesto a que Regina es una estudiante estupenda. Y mañana iremos por el campo en el jeep.
—Los extranjeros enemigos necesitan un permiso para abandonar la granja.
—No si un sargento de Su Majestad va al volante —rió Martin.
El primer viaje, con Walter y Jettel junto a Martin y Owuor y Rummler detrás, sólo los llevó hasta la duka de Patel. Pero, gracias al enorme talento de Martin para hacer de una pequeña contienda una gran guerra, se convirtió en una dulce venganza por todas las pequeñas flechas que, a lo largo de cuatro años, Patel había ido lanzando desde su siempre repleto carcaj a quienes no sabían defenderse de él.
La guerra y las dificultades que ésta acarreaba a la hora de traer a Kenia a uno de sus hijos cada año y, en su lugar, enviar a otro a su casa en la India habían hecho que Patel despreciara a la gente aún más que de costumbre. Los refugiados de las granjas, que hablaban mejor el suajili que el inglés y, por tanto, no podían conversar bien con él, eran para Patel la siempre bienvenida válvula de escape para descargar su mal humor.
Era tan mezquino con todo lo que necesitaban que desarrolló su propio mercado negro. Walter y varios empleados de las granjas de Ol’ Kalou tenían que pagar el doble por harina, carne en conserva, arroz, polvos para flan, pasas, especias, telas, artículos de mercería y, sobre todo, parafina. Aunque tales especulaciones estaban prohibidas oficialmente, en el caso de los refugiados Patel podía contar con la connivencia de las autoridades. Para éstas, tales triquiñuelas eran inofensivas y se correspondían plenamente con sus sentimientos patrióticos y con la xenofobia, que iba en aumento con cada año de guerra.
De camino a la duka, Martin se enteró de las privaciones y las humillaciones. Se detuvo delante de la última y espesa morera, mandó a Walter y Jettel ir solos a la tienda y él permaneció en el jeep con Owuor. Más tarde Patel nunca se perdonaría haber subestimado la situación y no haber comprendido en el acto que los pobretones de la granja de Gibson sólo podían ir a su tienda acompañados.
Patel terminó de leer una carta antes de mirar a Walter y Jettel. No les preguntó qué querían, sino que les puso delante, sin mediar palabra, harina con restos de cagadas de ratón, latas de carne abolladas y arroz humedecido y, cuando creyó percibir la confusa vacilación de costumbre de sus clientes, hizo su ademán habitual.
—Take it or leave it —se burló.
—You bloody fuckin' Indian —gritó Martin desde la puerta—, You dammed son of a bitch.
Avanzó por la pequeña estancia y tiró del mostrador la carne enlatada y el saco de arroz al mismo tiempo. Luego escupió todos los insultos aprendidos desde que llegara a Inglaterra y, sobre todo, en el ejército. Walter y Jettel entendían tan poco como Owuor, que se había quedado a la entrada de la tienda, pero les bastaba con ver el rostro de Patel. El hosco, sádico dictador, tal como Owuor relataría una y otra vez esa misma noche en las chozas, se volvió un perro quejumbroso.
Patel sabía demasiado poco del ejército británico para calibrar debidamente la situación, ni siquiera de un modo aproximado. Tomó a Martin, con sus tres franjas de sargento, por un oficial y fue lo bastante inteligente como para no arriesgarse a discutir. En cualquier caso, no tenía la menor intención de enemistarse con toda la fuerza armada aliada sólo por unas libras de arroz o unas latas de carne en conserva. Sin que nadie se lo pidiera, sacó de la trastienda, separada por una cortina, alimentos en perfecto estado, tres grandes cubos de parafina y dos fardos de tela que habían llegado de Nairobi el día anterior. Tartamudeando, aún añadió al montón cuatro cinturones de cuero.
—¡Al coche! —ordenó Martin en el mismo tono con que mangoneaba a las sirvientas polacas cuando tenía seis años y por el que su padre le daba frecuentes sopapos. Patel estaba tan atemorizado que él mismo llevó la mercancía al jeep. Owuor caminaba delante de él, fusta en mano, como si Patel, el envilecido hijo de una perra, fuera tan sólo una mujer—. La tela es para Jettel y los cinturones, todos para ti. Los míos me los da el rey Jorge.
—Pero ¿qué voy a hacer con cuatro cinturones? Sólo tengo tres pantalones, y de ellos uno ya está hecho polvo.
—Entonces uno para Owuor, para que se acuerde siempre de mí.
Owuor sonrió al oír su nombre, y cuando el bwana áscari le entregó el cinturón, el poder de la magia lo hizo enmudecer. Saludó llevándose dos dedos a la cabeza, como hacían los jóvenes que podían ser áscaris en Nakuru cuando regresaban por unos días a Ol’ Joro Orok para ver a sus hermanos.
Así terminó el primer día de un total de diecisiete veces veinticuatro horas de felicidad y plenitud. A la mañana siguiente fueron a Naivasha.
—Naivasha es sólo para gente bien —dudó Walter cuando Martin le enseñó el mapa—. Aunque no han puesto ningún letrero que diga «Prohibido judíos», les gustaría hacerlo. Me lo ha contado Süskind. Una vez tuvo que acompañar a su jefe y quedarse sentado en el coche mientras éste entraba en el hotel a almorzar.
—Ya lo veremos —replicó Martin.
Naivasha no era más que una aglomeración de casas pequeñas, pero bien construidas. El lago, con sus plantas y sus pájaros, era la atracción de la colonia y estaba rodeado de algunos hoteles que parecían clubes privados ingleses. El hotel Lake Naivasha era el más antiguo y distinguido. Allí fue donde se sentaron a almorzar en una terraza cubierta de buganvillas, comieron rosbif y bebieron la primera cerveza desde Breslau. Jettel y Walter no se atrevían más que a susurrar. Se avergonzaban de hacerlo en alemán y consideraban el uniforme de Martin como el delantal de una madre tras el cual los niños se sienten a salvo de todo peligro.
Más tarde salieron a navegar por el lago en un bote, deslizándose entre nenúfares, acompañados por mirlos metálicos de un azul luminoso. Aunque al principio la dirección del hotel vaciló, luego se dejó impresionar por el tono amenazador de Martin y puso otro bote a disposición de Owuor y Rummler. El recepcionista indio recalcó antes y después que tenía órdenes oficiales expresas de satisfacer los deseos de los militares.
Una semana después, antes de emprender viaje a Naro Moru, desde donde se disfrutaba de la vista más hermosa del monte Kenia, Walter insistió en llevar no sólo a Owuor, sino también a Kimani.
—¿Sabes?, es que nosotros dos contemplamos esa montaña todos los días. Kimani es mi mejor amigo. Owuor ya es de la familia. Pregúntale a Kimani por El Alamein.
—Menudo estás hecho —rió Martin, acomodando a Kimani entre Rummler y Owuor—, tu padre siempre se quejaba de que echabas a perder al servicio.
—A Kimani no se le puede echar a perder. Él impide que me vuelva loco cuando el miedo me devora el alma.
—¿Y de qué tienes miedo?
—De perder primero mi empleo y luego la razón.
—Nunca has sido un luchador. No me explico cómo te ganaste a Jettel.
—Fui su tercera opción. Cuando vio que no podía tener a Silbermann, te quiso a ti.
—Bobadas.
—Nunca has sabido mentir.
El hotel de Naro Moru había conocido tiempos mejores. Antes de la guerra, era el punto de partida de los montañeros en sus ascensiones. Sin embargo, desde la movilización ya no estaba preparado para acoger a huéspedes. Pero Martin podía ser tan encantador como testarudo. Se encargó de que fueran a buscar al cocinero y de que sirvieran el almuerzo en el jardín. A Owuor y Kimani los atendieron en las dependencias del personal del hotel, si bien volvieron inmediatamente después de comer para ver la montaña. Jettel se quedó dormida en la tumbona, con Rummler roncando a sus pies.
—Jettel parece la misma de siempre —comentó Martin—. Y tú también —se apresuró a añadir.
—No soy tan desgraciado como para no tener un espejo. Sabes, no he hecho muy feliz a Jettel.
—A Jettel es imposible hacerla feliz. ¿No lo sabías?
—Claro que sí. Sólo que quizá no lo haya sabido a tiempo. Pero no se lo reprocho. No fue lo bastante precavida a la hora de elegir marido. Hemos pasado momentos muy duros. Perdimos un hijo.
—Os habéis perdido el uno al otro —replicó Martin.
Owuor abrió sus oídos lo bastante como para atrapar el viento que enviaba la montaña. Nunca había oído al bwana áscari hablar con aquella voz, que era como el agua que salta entre piedrecitas. Kimani no tenía más que ver los ojos de su bwana para toser sal.
—Ahora ya sólo me falta Regina —explicó Martin la noche en que volvieron de Naro Moru—. Si no, no me voy a la guerra. Me hace mucha ilusión verla.
—No tiene vacaciones hasta dentro de una semana.
—Es justo cuando tengo que marcharme. ¿Cómo la recogéis del colegio?
—Tenemos ese problema cada tres meses. Mientras tanto, vivimos con un nudo en la garganta. Si somos amables, la trae el bóer de la granja vecina.
—¡Un bóer! —exclamó Martin asqueado—. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Eso no se lo puedes decir así como así a un hombre de Sudáfrica. Iré a buscarla yo. Solo. Mejor el jueves. Mañana le mandamos un telegrama.
—Podemos plantarnos ante el ayuntamiento de Breslau y romperles los cristales a los nazis que el colegio no soltará a los niños ni un día antes de las vacaciones. Ni siquiera dejaron que Regina fuera a ver a Jettel al hospital, y eso que la doctora llamó expresamente para pedirlo. Ese colegio es una cárcel. Regina no habla de ello, pero hace tiempo que lo sabemos.
—Habrá que ver si se atreven a negarles algo a sus valientes soldados. El jueves me plantaré ante ese maldito colegio y no pararé de cantar Rule Britannia hasta que me entreguen a la niña.