IX

Para Owuor, el último día sin la memsahib fue dulce como el jugo de la caña de azúcar verde y no más largo que una noche a la luz de la luna llena. Poco después de que saliera sol, ordenó a Kania que limpiara con agua hirviendo los tablones que había entre el horno, el armario y el montón de leña recién apilada. Kamau tuvo que meter en agua caliente con jabón todas las cacerolas, los vasos y los platos, y también el cochecito rojo de diminutas ruedas que tanto gustaba a la memsahib. Jogona bañó tanto al perro que parecía un cerdito blanco. A petición de Owuor, Kimani accedió a ocuparse en su momento con los chicos de las schambas de espantar a los buitres de los árboles de espinas que había delante de la casa. Owuor no había hablado de los buitres con el bwana, pero su cabeza le decía que seguro que a ese respecto las mujeres blancas no eran distintas de las negras. El que había visto la muerte no quería oír batir las alas de los buitres.

Owuor frotó el largo cucharón con un paño tan suave como el cuello de su capa negra y no paró hasta que sus propios ojos se vieron reflejados en el reluciente metal. Éstos bebían ya la alegría de los días que estaban por llegar. Le complacía que el cucharón pudiera pronto volver a bailar para la memsahib en la espesa salsa pardusca de harina, mantequilla y cebolla. Mientras Owuor reanimaba su nariz con el aroma de las alegrías que tanto había echado en falta, volvió a invadirle la satisfacción.

Ya no le resultaba tan fácil como en los días extintos de Rongai trabajar únicamente para el bwana. Cuando estaba solo en la granja, dejaba que la sopa se enfriara y que el pudín se volviera gris. Su lengua ya no sabía apreciar el sabor del pan que salía del horno. El día aciago en que se llevaron a la memsahib a Nakuru con el niño en el vientre, los ojos del bwana dejaron de despertar a su corazón. Desde entonces se movía como un anciano que sólo espera la llamada de sus vocingleros huesos y ya no oye la voz de Mungo.

En los días que transcurrieron entre la gran sequía y la muerte del niño, Owuor pensó que el bwana no tenía ningún dios que guiara su cabeza como un buen pastor su yunta de bueyes, pero desde hacía poco sabía que se había equivocado. Cuando el bwana le habló de la muerte de su hijo, fue él y no Owuor el que dijo: «Schaurija mungo.». Owuor habría dicho lo mismo si la muerte le hubiese enseñado los dientes como un león hambriento a una huidiza gacela. Sólo que, en opinión de Owuor, un hombre no debía despertar a Mungo de su sueño por un niño. De los niños no se ocupaba Dios, sino el hombre que los necesitaba.

Incluso a la espera del día que había de devolver la antigua vida a la casa y a la cocina, Owuor suspiraba al pensar que el bwana no era lo bastante listo para enjugar en el sueño la sal de su garganta. Sin la memsahib y su hija, el bwana sólo tenía oídos para la radio. Las semanas en que había intentado ayudar al bwana a vivir sin saber cómo habían fatigado a Owuor. La carga ajena era demasiado pesada para su espalda. De modo que ahora disfrutaba de aquel día en que únicamente tenía que preocuparse de la pequeña memsahib como un hombre que ha corrido demasiado tiempo y demasiado aprisa y, al llegar a su destino, no tiene otra cosa que hacer que tumbarse bajo un árbol y contemplar las nubes en su hermosa cacería sin presa.

—Está bien —dijo, horadando el cielo con su ojo izquierdo.

—Está bien —repitió Regina, obsequiando a Owuor con los suaves sonidos de su lengua. También ella vivió el día anterior al regreso de Jettel de forma distinta a todos los que ya habían sido y a los que aún estaban por llegar. Se hallaba sentada en la linde del linar, que agitaba al viento su delgado manto de flores azules, y removía con los pies el viscoso barro rojizo. El barro le calentaba el cuerpo y le provocaba en la cabeza esa agradable somnolencia que sólo podía permitirse a la radiante luz del día cuando se encontraba a solas con Owuor. Pero Regina aún estaba lo bastante despierta como para observar con los ojos entrecerrados cómo sus pensamientos se volvían pequeños círculos de colores que volaban hacia el sol.

Le agradaba que el día anterior su padre se hubiera marchado a Nakuru con los Hahn. Durante las grandes lluvias, las carreteras se tornaban blandos lechos de lodo y agua; un viaje que en los meses de sequía duraba sólo tres horas se convertía en un safari que arañaba la noche. Con pesados movimientos, Regina se quitó la blusa, sacó un mango del bolsillo del pantalón y le dio un mordisco, pero su corazón comenzó a palpitar al comprender que estaba a punto de desafiar al destino. Si lograba comerse el mango sin derramar una sola gota de jugo, lo consideraría una señal de que Mungo haría que se produjera un milagro ese mismo día o al menos al día siguiente.

Regina tenía experiencia suficiente para saber que no debía dictarle a ese gran desconocido y a la vez tan familiar dios la forma de su buena acción. Inculcó la obediencia en su cabeza y se tragó el anhelo que había en su cuerpo, pero le costó esfuerzo arrebatarle el rostro a sus deseos. Olvidó el mango. Cuando sintió el cálido jugo en su pecho y vio que su piel se volvía amarilla, supo que Mungo había resuelto en su contra. Aún no estaba dispuesto a liberar el corazón de Regina de la prisión en que lo tenía.

Oyó un breve sonido lastimero que sólo podía proceder de su boca y envió sus ojos a la montaña para que Mungo no se enojara con ella. Regina había ahuyentado la tristeza por la pérdida del niño con tanta furia como un perro ahuyenta la rata que ha roído su hueso enterrado. Pero no se puede ahuyentar a las ratas por mucho tiempo. Vuelven una y otra vez. La rata de Regina a veces la dejaba en paz durante el día, pero por la noche no le permitía olvidar que en el futuro tendría que ser ella sola quien alimentara con orgullo los hambrientos corazones de sus padres.

Regina sabía que su madre era distinta de las mujeres de las chozas. Cuando a ellas se les moría un niño, el tiempo transcurrido entre las pequeñas y las grandes lluvias bastaba para que su vientre volviera a abultarse. Al pensar lo mucho que tardaría en volver a alegrarse por la llegada de un hermanito, Regina mordió con firmeza el hueso del mango y aguardó impaciente el rechinar de la boca. Sólo cuando le dolieron los dientes se le fue de la cabeza todo lo malo. Pero la tristeza regresó al instante cuando pensó en sus padres.

Sus oídos no se alegraban con la lluvia y sus pies no sabían nada de la nueva vida que surgía en el rocío de la mañana. De Sohrau hablaba el padre cuando pintaba hermosos cuadros con palabras; de Breslau, la madre cuando sus sueños se iban de safari. De Ol’ Joro Orok, que Regina llamaba home en el colegio y «casa» en vacaciones, ellos dos sólo eran capaces de ver los negros colores de la noche y nunca a las personas, que sólo al reír revelaban su voz.

—Ya verás como no hacen ningún niño nuevo —le dijo a Rummler.

Cuando la voz de Regina lo despertó, el perro sacudió la oreja derecha como si lo hubiese molestado una mosca. Abrió tanto la boca que el viento le enfrío demasiado los dientes, soltó un ladrido y todo su cuerpo se estremeció, pues el eco lo asustaba.

—Eres un bicho tonto, Rummler —rió Regina—, no puedes retener nada en la cabeza. —Ansiosa, restregó su nariz contra el pelaje mojado del animal, que vaheaba al sol, y sintió que por fin empezaba a tranquilizarse—. Owuor —explicó—, eres listo. Es bueno oler a un perro mojado cuando uno tiene los ojos húmedos.

—Tú has mojado su pelaje con tus ojos —afirmó Owuor—. Ahora nos iremos los dos a dormir.

Las sombras eran tan delgadas y cortas como una lagartija joven cuando al día siguiente Regina oyó la llamada de un motor jadeante. Se había pasado muchas horas sentada en la linde del bosque, escuchando los tambores, observando a los dik-diks y envidiando a una mona con una cría bajo el vientre. Pero cuando captó el primer sonido, aún muy lejano, recorrió la distancia que la separaba del reblandecido camino a tiempo de saltar al estribo para cubrir el último tramo del trayecto.

Oha iba al volante y olía al tabaco que él mismo cultivaba; a su lado estaba Jettel, con su acre olor a jabón de hospital. Detrás iban Lilly, Walter y Manjala, del que los Hahn nunca se separaban en la estación de las lluvias, ya que era el que mejor se las arreglaba con los coches que se quedaban atascados en el barro. El caniche negro aullaba, aunque no era de noche y en la garganta de Lilly aún no había ninguna canción.

Regina sólo necesitó el breve recorrido al viento para aguzar los sentidos y acostumbrar los ojos a su madre. Parecía distinta de aquellos días antes de que la gran tristeza llegara a la granja. Jettel se asemejaba a las esbeltas madres inglesas que apenas hablaban y mantenían una sonrisa entre los labios cuando iban a recoger a sus hijos al colegio al comienzo de las vacaciones. Su rostro era más redondo y sus ojos se habían vuelto tan serenos como los de las vacas saciadas. Su piel lucía de nuevo aquel hálito resplandeciente de un color que Regina no podía describir en ninguna de las lenguas que hablaba por mucho que lo intentase.

Cuando el coche se detuvo, Owuor y Kimani se encontraban ante la casa. Kimani no dijo nada y tampoco movió su rostro, pero olía a viva alegría. Owuor enseñó primero los dientes y luego exclamó alto y claro: «Capullo», tal y como el bwana le había enseñado para recibir a las visitas. Era un buen encantamiento. Aunque el bwana de Gilgil lo conocía, rió con tanta fuerza que el eco no sólo calentó los oídos de Owuor, sino todo su cuerpo.

—Estás muy guapa —se maravilló Regina. Le dio un beso a su madre y dibujó con los dedos las ondas de su pelo.

Jettel sonrió, cohibida. Se frotó la frente, miró tímidamente la casa que tantas veces había deseado abandonar y por fin preguntó, aún confusa, mas sin que le temblara la voz:

—¿Estás muy triste?

—No. Sabes, siempre podemos hacer otro niño. Algún día —repuso Regina, e intentó hacerle un guiño, pero el ojo derecho se le quedó abierto demasiado tiempo—. Aún somos muy jóvenes.

—Regina, ahora no debes decirle esas cosas a mamá. Los dos debemos procurar que primero se recupere. Ha estado muy enferma. Maldita sea, ya te lo he explicado.

—Déjala —protestó Jettel—. Sé lo que quiere decir. Algún día haremos otro niño, Regina. Ya sé que necesitas un niño.

—Y poemas —susurró Regina.

—Y poemas —corroboró Jettel con gravedad—. Ya ves que no me he olvidado de nada.

El fuego nocturno olía a las grandes lluvias, pero al final la madera se vio obligada a desistir de su lucha y se tornó una llama llena de rabia y color. Oha arrimaba las manos al calor y de pronto se dio la vuelta, aunque nadie lo había llamado, cogió a Regina en brazos y la levantó.

—¿Cómo es que habéis tenido una niña con tantas luces? —preguntó.

Regina bebió tanta atención de los ojos de Oha que sintió entrar en calor su piel y enrojecérsele el rostro.

—Pero si ya está oscuro —repuso ella, señalando la ventana.

—Señorita, eres una pequeña kikuyu —admitió Oha—, siempre tan literal. Serías una buena jurista, pero esperemos que el destino no te juegue esa mala pasada.

—No, kikuyu no —objetó Regina—, yo soy jaluo. Miró a Owuor y captó el breve chasquido que sólo ellos dos podían oír.

Owuor sujetaba una bandeja con una mano y con la otra acariciaba a Rummler y al caniche a un tiempo. Más tarde trajo el café en la gran jarra que sólo podía llenar los días buenos y sirvió los minúsculos panecillos por los que ya lo elogiara su primer bwana cuando aún no era cocinero y no sabía nada de hombres blancos que sacaban de sus cabezas bromas más divertidas que los mismísimos hermanos del clan.

—¡Qué panes más pequeños! —exclamó Walter, golpeando el plato con el tenedor—. ¿Cómo hacen unas manos tan grandes unos panes tan pequeños? Owuor, eres el mejor cocinero de Ol’ Joro Orok. Y esta noche —continuó, cambiando de idioma, para decepción de Owuor— vamos a beber una botella de vino.

—Y vas a ir a buscarla a la tienda de la esquina, ¿no? —rió Lilly.

—Mi padre me regaló dos botellas al despedirse. Para una ocasión especial. Quién sabe si llegaremos a abrir la segunda. La primera la beberemos hoy, ya que Dios nos ha dejado a Jettel. A veces también tiene tiempo para los bloody refugees.

Regina apartó la cabeza de Rummler de sus rodillas, corrió hasta su padre y le apretó la mano hasta sentir sus uñas. Lo admiraba mucho porque era capaz de dejar escapar la risa de su garganta y las lágrimas de sus ojos al mismo tiempo, y quería decírselo, pero su lengua fue demasiado rápida y en su lugar le preguntó:

—¿Hay que llorar con el vino?

Lo bebieron en unas copitas de licor de colores que, sobre la gran mesa de madera de cedro, parecían flores que aguardaran a las abejas por vez primera después de las lluvias. A Owuor le tocó una copa azul; a Regina, una roja. Entre los diminutos tragos que hacía resbalar por la garganta, alzaba la copa contra la trémula luz de la Petromax y aquélla se convertía en el centelleante palacio de la reina de las hadas. Se tragó su tristeza al pensar que no podía contárselo a nadie, pues estaba casi segura de que en Alemania no había hadas. Seguro que en Sohrau no vivía ninguna, ni en Leobschütz ni en Breslau. De lo contrario sus padres lo habrían mencionado, al menos en los días en que aún creía de verdad en las hadas.

—¿En qué piensas, Regina?

—En una flor.

—Toda una experta en vinos —encomió Oha.

Owuor se limitaba a meter la lengua en la copa para así saborear el vino, pero también conservarlo. Nunca había tenido algo dulce y agrio en la boca al mismo tiempo. Las hormigas de su lengua querían construir una historia más larga con la nueva magia, pero no sabía cómo empezar.

—Son las lágrimas de Mungo cuando ríe —se le ocurrió al final.

—Me gusta recordar Assmannshausen —dijo Oha, poniendo la etiqueta de la botella a la luz—. Solíamos ir allí a menudo los domingos por la tarde.

—Demasiado a menudo —apuntó Lilly. Su mano era una minúscula bola—. Quizá te acuerdes de que precisamente desde nuestra acogedora taberna vimos desfilar por vez primera a las SA. Aún puedo oír sus berridos.

—Tienes razón —reconoció Oha conciliador—. No debemos mirar atrás. Pero a veces le asaltan a uno los recuerdos. También a mí.

Walter y Jettel discutían con las ganas de siempre y una renovada alegría si las copas eran un regalo de boda de la tía Emmy o de la tía Cora. No se pusieron de acuerdo y después tampoco pudieron aclarar si la última noche en Leobschütz, en casa de los Guttfreund, habían tomado carpa con rábano picante o con salsa polaca. Le habían puesto excesivo celo y se dieron cuenta muy tarde de que habían ido demasiado lejos y que les costaba no decir lo que pensaban. La última tarjeta de los Guttfreund databa de octubre de 1938.

—Ella era tan hábil…, y siempre encontraba una salida —recordó Jettel.

—Ya no hay salidas —aseguró Walter en voz baja—. Sólo caminos sin retorno.

Pero ya no era posible aplacar el afán de volver al pasado.

—¿A que tampoco sabes de dónde ha salido ese mantel verde? —preguntó Jettel triunfante—. Ahí sí que no me la das. De Bilschofski.

—No. De la tienda de lencería Weyl.

—Mi madre sólo compraba en Bilschofski. Y el mantel es de mi ajuar. ¿También me vas a discutir eso?

—Bobadas. Estaba en nuestro hotel. En la mesa de juego, cuando no hacía falta. Y Liesel siempre compraba en Weyl cuando iba a Breslau. Vamos, Jettel, déjalo estar —propuso Walter con una determinación tan repentina que a todos sorprendió, y cogió su copa. Le temblaba el pulso.

Tenía miedo de mirar a Jettel. No sabía si se había enterado de la muerte de Siegfried Weyl. El anciano, que se negaba siquiera a pensar en emigrar, había muerto en prisión a las tres semanas de su detención. Walter se sorprendió esforzándose por imaginar su rostro ante la tragedia, mas sólo vio el oscuro empanelado de madera del establecimiento y los monogramas que Liesel siempre les mandaba bordar en la lencería del hotel. En un principio, las iniciales blancas eran de una nitidez absoluta, pero luego se tornaron serpientes rojas.

Desde su llegada a Kenia, Walter no había vuelto a beber alcohol. Cayó en la cuenta de que incluso aquella ridícula cantidad de vino lo mareaba y se masajeó las palpitantes sienes. Sus ojos apenas podían retener las imágenes que lo importunaban. Cuando los maderos de la chimenea se quebraron con un chasquido, oyó las canciones de su época de estudiante y miró a Oha repetidas veces para compartir con él tan embriagador sonido. Éste estaba cargando la pipa y observando con grotesca atención los movimientos que hacía en sueños el caniche negro.

Jettel seguía fantaseando con las delicadas mantelerías de Bilschofski.

—No había sitio mejor en Breslau para el damasco —relataba—. Mi madre mandó confeccionar expresamente un mantel blanco para doce cubiertos con servilletas a juego.

También Lilly estaba ocupada con su ajuar.

—Lo compramos en Wiesbaden. ¿Te acuerdas de aquella tienda tan bonita de la calle Luisenstraj3e? —le preguntó a su marido.

—No —replicó Oha, mirando la oscuridad—. Ni siquiera recordaba que en Wiesbaden hubiera una Luisenstrasse. Si seguís por ese camino, no tardaremos mucho en cantar Tú, hermoso Rin alemán. O tal vez las damas prefieran retirarse al salón a hablar de lo que van a ponerse para el próximo estreno teatral.

—¡Exactamente! Así Oha y yo podremos recapitular con tranquilidad nuestros casos jurídicos más importantes.

Oha se sacó la pipa de la boca.

—Eso es aún peor que la carpa con salsa polaca —dijo con una vehemencia que incluso él se asustó—. Soy incapaz de recordar uno solo de mis pleitos. Y eso que debía de ser un excelente abogado. Eso decían. Pero eso fue en otra vida.

—Mi primer caso —contó Walter— fue el de Greschek contra Krause. Fue por cincuenta marcos, pero eso a Greschek le daba igual. Era un auténtico picapleitos. De no ser por él, ya podía haber cerrado el bufete en 1933. ¿Te puedes creer que Greschek me acompañó hasta Génova? Le echamos un buen vistazo al cementerio. Era perfecto para mí.

—¡Basta ya! ¿Te has vuelto loco? Aún no has cumplido los cuarenta y sigues viviendo en el pasado. Carpe diem. ¿No te enseñaron eso en el colegio? ¿Ni nada útil para la vida?

—Eso era antes. Hitler no lo permitió.

—Eres tú quien permite que te mate —intervino Oha, y la compasión volvió a suavizar su voz—. Aquí, en medio de Kenia, te está matando. ¿Para eso te has salvado? Dios, Walter, acostúmbrate de una vez a esta tierra. A ella se lo debes todo. Olvida tus mantelerías, tus estúpidas carpas, toda esa maldita jurisprudencia y quién eras. Olvida de una vez tu Alemania. Toma ejemplo de tu hija.

—Tampoco ella ha olvidado —objetó Walter, saboreando esa expectación que sólo su talante era capaz de provocar—. Regina —preguntó de buen humor—, ¿todavía te acuerdas de Alemania?

—Sí —se apresuró a replicar ésta. Sólo se tomó el tiempo necesario para devolver a su hada a la copita roja. Sin embargo, la atención con que todos la miraban le produjo cierta inseguridad y al mismo tiempo sintió la presión de no decepcionar a su padre. Se puso en pie y dejó la copa en la mesa. El hada, que sólo hablaba inglés, le dio un tirón de orejas. El tenue tintineo la ayudó a continuar—. Aún sé cómo rompieron las ventanas —aseguró, alegre al ver las caras de asombro de sus padres— y cómo tiraron todas las telas a la calle. Y cómo escupía la gente. Y también había fuego. Uno muy grande.

—Pero Regina, si tú eso no lo has vivido. Ésa fue Inge. Por aquel entonces nosotros ya no estábamos en casa.

—Déjala —dijo Oha, atrayendo a Regina hacia sí—. Tienes toda la razón, jovencita. Tú eres la única inteligente de este grupo. Además de Owuor y los perros. En realidad, de Alemania no hace falta que recuerdes más que un montón de añicos y llamas. Y de odio.

Regina se había propuesto prolongar el elogio mediante una pregunta que pretendía soltar entre pausas pequeñas, mas no demasiado breves, cuando vio los ojos de su padre. Estaban tan húmedos como los de un perro exhausto de ladrar y al que sólo el agotamiento obliga a cerrar la boca. Así chillaba Rummler cuando se peleaba con la luna. Regina se había acostumbrado a ayudarlo antes de que el miedo volviera su cuerpo apestoso.

La idea de que su padre no era tan fácil de consolar como un perro arrojó una piedra a la garganta de Regina, pero ella la apartó con todas sus fuerzas. Estaba bien que hubiera aprendido a transformar los sollozos en una oportuna tos.

—No debes odiar a los alemanes —afirmó, sentándose en la rodilla de Oha—, sólo a los nazis. ¿Sabes?, cuando Hitler pierda la guerra volveremos todos a Leobschütz.

Fue Oha el que respiró ruidosamente. Aunque no quería, Regina se echó a reír, ya que él no sabía nada de la magia de convertir las preocupaciones en sonidos que no revelaban nada de las cosas que sólo la propia cabeza debía saber.